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El bosque

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Caminamos un rato a través del bosque.

El silencio comenzó a resultarnos monótono. Los pinos crecen todos de la misma manera, cada uno es igual a los otros, y en cada estación del año conservan el mismo aspecto, sin conocer el sentimiento de la muerte ni la renovación de la primavera. Sin embargo, su parsimonia tiene cierto atractivo, su inmovilidad y su silencio parecen expresar pensamientos tristes.

—¿No sería mejor que regresáramos? —propuso el conde.

La pregunta quedó sin respuesta. Al polaco parecía serle indiferente estar allí o no. Urbenin pareció considerar que su opinión no tenía ninguna importancia y yo estaba demasiado embelesado con la frescura y perfumes del bosque como para desear volver. De alguna manera teníamos que matar el tiempo hasta que llegara la noche. La idea de la noche salvaje que nos esperaba me enervaba deliciosamente. Me avergüenza confesarlo, pero ya estaba disfrutando el placer por anticipado. El conde miraba con impaciencia el reloj, pues una urgencia igual a la mía atormentaba sus sentidos. Sentíamos que en esos momentos nos comprendíamos el uno al otro.

Cerca de la casa del guardabosque, que se levantaba en un pequeño claro cuadrado del bosque, nos recibieron los ladridos furiosos de dos mastines de color amarillo rojizo, de raza para mí desconocida. Su agilidad y el lustre de su pelo los hacían parecerse a anguilas. Al reconocer a Urbenin saltaron alegremente a su alrededor, por lo que uno podía deducir que el administrador visitaba con frecuencia aquella casa. Cerca de allí encontramos a un mocetón descalzo con cara de asombro y llena de pecas. Nos miró durante un momento en silencio, con aire de sorpresa; luego, seguramente al haber reconocido al conde, lanzó una exclamación y salió corriendo en dirección a la casa.

—Sé por qué ha huido —dijo el conde, riendo—. Me acuerdo muy bien de él: es Mitka.

El conde no se equivocaba. Un minuto después, el muchacho volvió a aparecer trayendo una bandeja con un vaso de vodka y otro de agua.

—A vuestra salud, Excelencia —dijo sonriendo con toda la cara.

El conde bebió el vodka de un sorbo y se enjuagó la boca con el agua. En esa ocasión reprimió su mueca habitual.

A cien pasos de la casa había un banco de hierro tan viejo como los pinos... Nos sentamos y contemplamos la delicada belleza de ese crepúsculo de mayo... Los gritos de las cornejas y el canto de los ruiseñores nos llegaban de todas partes; eran los únicos sonidos que rompían aquel silencio perfecto.

El conde no sabe permanecer en silencio ni siquiera en las tardes de primavera en el bosque, en las que la voz humana es el ruido menos agradable que existe.

—No sé si quedarás satisfecho —me dijo—; he ordenado para la cena una sopa con ravioles y liebre. Para acompañar el vodka habrá esturión frío y lechón con ruibarbo.

Los pinos, como ofendidos por ese lenguaje, se agitaron y un sordo murmullo corrió por todo el bosque. Un viento fresco se levantó y jugueteó con las ramas de los árboles.

—¡Largo de aquí! ¡Largo! —gritaba Urbenin a los perros, que con sus juegos le impedían encender un cigarrillo—.

Tengo la impresión de que va a llover. Será muy bueno para el trigo.

“¿Qué te importa a ti el trigo —pensé yo—, si el conde se lo va a gastar todo en bebida? La lluvia no necesita preocuparse por sus cosechas.”

Un aire más vivo corrió por el bosque. Los pinos y la hierba intensificaron su murmullo.

—¡Volvamos!

Nos levantamos y caminamos indolentemente en dirección a la casita.

—Es mejor ser la rubia Olenka –le dije a Urbenin— y vivir aquí entre los animales y no ser juez de instrucción y tener que soportar a los hombres. Todo es aquí mucho más tranquilo, ¿no es así, Piotr Iegorich?

—Todo es lo mismo, Serguei Petrovich, cuando uno tiene en paz el alma.

—¿Y el alma de la preciosa Olenka estará en paz?

—Sólo Dios sabe los secretos del alma de los demás, pero me parece que ella no tiene ningún motivo para sentirse intranquila. Ha conocido muy pocas penas, y no tendrá más pecados que un niño. Es una muchacha buena... En fin, el cielo anuncia lluvia.

Se escuchó algo del otro lado del bosque, como en el rodar de un carro o el ruido de las bochas al caer juego. Un trueno retumbó detrás de los árboles. Mitka, quien no nos quitaba la vista, tembló y se santiguó apresuradamente.

—¡Una tormenta! —exclamó el conde empavorecido—. ¡Qué horrible sorpresa! La lluvia nos va a pescar en el camino. ¡Cómo ha oscurecido de pronto! Dije que deberíamos volver, pero tú te empeñaste en venir hasta aquí.

—Esperaremos en la casa a que pase la tormenta —propuse.

—¿Cómo en la casa? —dijo Urbenin, parpadeando extrañamente—. Lloverá toda la noche; no se podrán quedar aquí. Pero no se inquieten. Sigan su camino. Mitka irá a toda prisa por un coche para que los recoja.

—No se preocupe; tal vez no llueva toda la noche...

Las nubes de verano, por lo general, descargan muy rápido. A propósito, no conozco al nuevo guardabosques y me gustaría también conversar con Olenka, descubrir su temperamento.

—Yo no me opongo —dijo el conde.

—¡Cómo! ¿Quedarse? —balbuceó Urbenin en el colmo de la inquietud—. No hay necesidad de que se quede en este ambiente sofocante, Excelencia, cuando en su casa estará mucho mejor. No sé qué agrado puedan obtener... Además, no es el momento de conocer al guardabosques porque está enfermo.

Era evidente que Urbenin no quería de ningún modo que entráramos a la casa. Llegó hasta a extender los brazos como para impedirnos el paso. Comprendí por su cara que tenía razones para no desear que entrásemos. Tengo por norma respetar las razones y los secretos de los demás, pero en esa ocasión me picaba la curiosidad. Insistí, y al fin entramos en la casa.

—Pasen a la sala —dijo con un tartamudeo de placer el muchacho descalzo.

Imagínense la más pequeña “sala” posible, con los maderos sin pintar. Las paredes estaban adornadas con cromos de la revista Neva y con fotografías enmarcadas con caracoles y conchas. Había un documento enmarcado en que un barón agradecía no sé qué servicio, y otros referentes a caballos. Aquí y allá la hiedra se enredaba en los tabiques. Una pequeña llama azul ardía veladamente frente a un icono, y se reflejaba débilmente en un marco plateado. Unas sillas, en apariencia recién compradas, se alineaban a las paredes en un número excesivo para las dimensiones de la pieza. Había también algunos sillones y un sofá con fundas blancas adornadas con encajes. Sobre el sofá dormía una liebre domesticada. La habitación era cómoda, muy limpia y tibia. La presencia de una mujer se advierte dondequiera que exista. Hasta un armario con libros daba la impresión de algo inocentemente femenino, como si no contuviera más que novelas y poemas sentimentales.

Mitka frotó con vigor algunos fósforos, hasta que uno prendió y pudo así encender dos velas que colocó cuidadosamente frente a nosotros, sobre la mesa.

—Nikolai Efimich está en cama, enfermo —dijo Urbenin—, y su hija ha salido seguramente a recoger a los niños. —Mitka, ¿están cerradas las puertas? —se oyó una voz

débil de tenor salir de la habitación vecina.

—Están todas cerradas, Nikolai Efimich —contestó Mitka con voz ronca, y corrió hacia la habitación de su padre.

—Muy bien. Ocúpate de que estén cerradas con llave —volvió a decir la misma débil voz—, firmemente cerradas. Si los ladrones quieren entrar, los recibiré a tiros.

—Así lo haré, Nikolai Efimich.

Todos nos echamos a reír y miramos a Urbenin con aire de interrogación. Éste se sonrojó y para ocultar su molestia se acercó a la ventana. Todos estábamos perplejos. Desde fuera llegó un rumor de pasos ágiles y rápidos, y se escuchó el ruido de los goznes de la puerta. La muchacha de rojo entró bruscamente. Cantaba con una voz de contralto, y al vernos se interrumpió con una sonrisa. Cohibida, tímida como un corderito, entró en la habitación desde donde nos había llegado la voz de su padre.

—Ella no esperaba verlos aquí —dijo Urbenin, riendo.

Unos minutos después, la muchacha reapareció en silencio, se sentó en la silla más próxima a la puerta y se puso a examinarnos. Nos miró con una insistencia que tenía algo de atrevimiento, como si no fuéramos personas, sino especímenes de un jardín zoológico. Por un instante también nosotros la miramos en silencio.

Estaba tan hermosa aquella tarde que yo me hubiera podido quedar mirándola un año entero. Su piel tenía una frescura de agua o de brisa, su garganta se agitaba suavemente, sus cabellos ondulados en la frente y en la nuca caían sobre la mano con que arreglaba el cuello de su vestido; sus grandes ojos brillaban. Y todo eso en un cuerpo brioso que yo aprecié de una sola mirada. La muchacha me observaba de la cabeza a los pies, con aire serio e interrogante, pero cuando su vista se dirigió al polaco no pudo contener una sonrisa de burla.

Fui el primero en romper el silencio.

—Me permito presentarme —le dije acercándome—. Me llamo Zinoviev. Permítame también que le presente a mi amigo, el conde Karnieiev. Le rogamos nos disculpe por habernos metido en su hermosa casa sin ser invitados. No lo hubiésemos hecho de no habernos obligado la tormenta...

—Nuestra casa no va a derrumbarse porque estén aquí —contestó, tendiéndome la mano.

Mostró su dentadura espléndida. Me senté en una silla a su lado, y le conté cómo la tormenta había interrumpido nuestra marcha. La conversación se inició con el tema del tiempo —el comienzo de los comienzos—. Mientras hablábamos, Mitka tuvo tiempo de ofrecer al conde dos vasos más de vodka, y mi amigo, creyendo que yo no lo miraba, hizo después de cada trago su mueca favorita.

—¿Quiere usted tomar algo? —me preguntó, y desapareció antes de que yo hubiese respondido.

Las primeras gotas de lluvia azotaron las ventanas. Me acerqué a la ventana y sólo pude ver el agua que resbalaba por el cristal y el reflejo de mi nariz. Un relámpago iluminó los pinos más cercanos.

—¿Están cerradas todas las puertas? Mitka, bandido, cierra las puertas. ¡Ay, Señor, qué desastre!

Una campesina de vientre enorme y cara estúpida entró en la sala. Saludó al conde en voz baja y extendió sobre la mesa un mantel blanco. Detrás de ella, Mitka llevaba algunos platos. En un minuto hubo en la mesa vodka, ron, queso y trozos de algún ave asada. El conde bebió un vaso de vodka sin poner atención en la comida.

El polaco olfateó el ave con cierta desconfianza y luego comenzó a devorarla.

—La lluvia ha comenzado, ¡mire! —le dijo a Olenka, que había vuelto a entrar.

Se acercó a la ventana y en ese preciso instante un resplandor azul iluminó nuestras caras. Un trueno retumbó estruendosamente y tuve la impresión de que algo enorme y pesado se había desprendido del cielo y rodaba por la tierra. Las lunas de los cristales y los vasos temblaron con ruido cristalino.

—¿No le asustan las tormentas? —le pregunté a Olenka.

Ladeó la cabeza sobre un hombro y me miró con aire de infantil confianza.

—Tengo miedo —murmuró, después de reflexionar durante un momento—. Mi madre murió durante una tormenta... Los periódicos escribieron sobre ella. Iba corriendo en medio del campo y lloraba; era muy desgraciada; su vida había sido muy amarga. Dios tuvo compasión de ella y la mató con su celestial electricidad.

—¿Cómo sabe usted que hay electricidad allá?

—Lo he aprendido... ¿Usted no lo sabe? La gente que muere por una tormenta o en la guerra, y las mujeres que fallecen al dar a luz, van todos al paraíso. Aunque no esté escrito en los libros, es la verdad. Mi madre está ahora en el paraíso. También yo pienso que un rayo me va a matar un día y que iré al paraíso... ¿Es usted un hombre culto?

—Sí.

—Entonces no se ría... Esta es la manera como me gustaría morir: vestirme con un traje elegante y costoso, como uno que le vi el otro día a la propietaria Sheffer, que es muy rica; ponerme pulseras en los brazos, subir hasta la cúspide de la tumba de piedra y dejar que me mate un rayo..., de modo que toda la gente pueda verme. Un enorme trueno, y nada más.

—¡Qué fantasía tan extraña! —dije sonriendo y mirando los ojos de la muchacha, llenos de horror sagrado ante la idea de una muerte violenta—. ¿Así que usted no quiere morir vestida de manera ordinaria?

—No —dijo Olenka con obstinación—. Además, me gustaría que todo el mundo me viera.

—Su vestido de hoy es mucho mejor que el más elegante y costoso de los vestidos. Y le queda maravillosamente. Parece usted una flor roja del bosque.

—No, no es verdad, un vestido barato no puede ser hermoso.

El conde se aproximó a la ventana con el propósito evidente de conversar con la bella Olenka. Mi amigo sabe hablar tres idiomas europeos, pero nunca sabe qué decirle a las mujeres. Torpemente, de pie cerca de nosotros, esbozó una sonrisa idiota y mugió:

—Hola, ¿qué tal? —luego retrocedió unos pasos y se fue a buscar la botella de vodka.

—Usted cantaba cuando entró algo así como “Amo la tormenta de comienzos de mayo” —le dije a Olenka—. ¿Hay música que acompañe a esas palabras?

—No —respondió con vivacidad—. Yo invento música para todos los versos que conozco.

Volví la cabeza y descubrí que Urbenin nos observaba con fijeza. En sus ojos latía un odio y un resentimiento que contrastaba curiosamente con la placidez de su rostro.

“¿Estará celoso?”, me pregunté.

Al verse sorprendido se levantó y salió al vestíbulo con gran agitación. Los truenos eran cada vez más frecuentes y profundos. Los relámpagos blanqueaban el cielo, los pinos y la tierra mojada. El chubasco iba para largo. Frente al armario de los libros eché un vistazo a la biblioteca de Olenka. “Dime lo que lees...” Pero de lo que vi no logré obtener ninguna conclusión sobre el nivel mental de la muchacha o su grado de educación. Había una extraña mezcla en esos anaqueles. Tres antologías, un libro de Börne, el manual de aritmética de Evtuchevski, el segundo volumen de las obras completas de Lermontov, novelas de Chkliarevski, varios ejemplares de la revista Trabajo, un libro de cocina... De pronto se abrió la puerta y una nueva persona entró en la sala, lo que me distrajo en mis investigaciones sobre la cultura de Olenka. Era un hombre alto y musculoso, con una bata de algodón y pantuflas hechas jirones; la forma del bigote y las pantuflas le daban un aire de pájaro. La cabeza pequeña se balanceaba en el extremo de un cuello largo en el que destacaba la nuez. Aquel extraño personaje nos examinó con sus ojos verdes y turbios y luego los fijó penetrantemente en el conde.

—¿Están todas las puertas cerradas? —preguntó con voz casi implorante.

El conde me lanzó una mirada y subió los hombros.

—Papá, no te preocupes —dijo Olenka—. Vuelve a tu habitación, todo está cerrado.

—¿El cobertizo está cerrado?

—Es un poco extraño —murmuró Urbenin, volviendo del vestíbulo—. Le asustan los ladrones y vive preocupado por cerrar las puertas. ¡Nikolai Efimich, vuelva a su dormitorio a acostarse! No tenga miedo, todo está cerrado.

—¿Las ventanas también?

El hombre revisó todas las ventanas, verificó que las cerraduras estuviesen en orden, y sin mirarnos, desapareció en su cuarto.

—El pobre hombre tiene a veces estos desarreglos —comenzó a explicar Urbenin, tan pronto como el otro salió de la habitación—. Es un hombre bueno, inteligente. Para su familia es una desgracia. Casi todos los veranos anda con la razón un poco extraviada.

Olenka escondió la cara y se dedicó a arreglar los libros. Era evidente que la locura del padre la avergonzaba.

—El coche ha llegado, Excelencia. Puede volver a su casa cuando lo desee.

—¿De dónde ha salido ese coche? —pregunté.

—Lo mandé venir...

Momentos después, sentado al lado del conde en el coche, escuchaba con malhumor la embestida de la tormenta.

—¡Ese tal Piotr Iegorich nos ha hecho salir tranquilamente de la casa! —mascullé—. ¡Que el diablo se lo lleve! No nos dejó casi tiempo de conocer a Olenka. Por supuesto que no íbamos a comérnosla. Ardía de celos. No me cabe duda que está enamorado de ella.

—Sí, sí, sí... También yo lo he observado. Por celos no nos dejaba entrar a la casa y por celos, también, mandó a buscar el coche... ¡Ja, ja, ja!

—Mientras más tarda en llegar el amor, más ardores produce. Por otra parte, hermano, es difícil no enamorarse de esa muchacha si la ve uno todos los días. ¡Es extraordinariamente hermosa! Pero no está hecha para ese tipo repugnante. Y él debería comprenderlo. Está bien que la adore de lejos, pero que no impida que los demás la admiren. Sobre todo, debe saber que no es para él. ¡Qué viejo imbécil!

—¿Te acuerdas cómo se enfureció cuando Kuzma la mencionó? Parecía que iba a golpearnos. No se defiende así a una mujer cuando le es a uno indiferente —añadió el conde.

—Algunos hombres lo hacen... Pero no es eso lo importante. Si hoy gritaba de ese modo, ¿qué no hará con los pobres tipos que tiene bajo su mando? Estoy seguro de que los sirvientes, mayordomos, cazadores y el resto de la grey que preside, no pueden ni siquiera acercarse a ella. El amor y los celos nos vuelven injustos, duros de corazón, misántropos. Apuesto a que a causa de Olenka debe haberle hecho imposible la vida a más de uno de los tipos que están bajo su mando. Sería bueno que tomaras con mucha reserva todas las quejas que haga contra tus servidores. Ponle límites a su poder, al menos por un tiempo. Cuando pase el amor, las cosas se normalizarán. Al fin y al cabo, no es un mal hombre.

—¿Y qué piensas del padre de la muchacha? —me preguntó el conde, riendo.

—Un loco que debería estar en el manicomio y no cuidando tus bosques. Deberías poner un letrero a la entrada de tu finca que dijera “Manicomio”. No falta nadie: el guardabosque, la lechuza, Franz el jugador, un vejete enamorado, una muchacha exaltada y tú, a quien ha perdido el alcohol.

—¿Por qué debe recibir este guardabosque un salario? ¿Cómo puede cumplir con su trabajo si está loco?

—Sin duda Urbenin lo conserva sólo por amor a su hija... Urbenin dice que estos ataques se le repiten cada verano... Eso no me parece lógico. Este guardabosque no está enfermo cada verano, sino siempre. Felizmente, tu Piotr Iegorich no miente muy a menudo y se traiciona cuando lo hace.

El coche entró en el patio y se detuvo en la puerta. Bajamos. La lluvia había cesado. Las nubes, iluminadas por los relámpagos, corrían hacia el norte, descubriendo un espacio cada vez más amplio de cielo estrellado. La Naturaleza había visto cómo se restauraba la paz.

Y esa paz parecía atónita ante la calma, el aire perfumado, la música de los ruiseñores, el silencio de los jardines durmientes y la luz acariciadora de la luna naciente. El lago despertaba de su sueño diurno, y su suave murmullo acariciaba el oído humano.

En esas condiciones nada apetece más que atravesar los campos en una cómoda calesa o remar por el lago... Pero nosotros entramos en la casa... Allí era otra clase de poesía la que estaba esperándonos.

Un drama de caza

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