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Pecados

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Los jardines del conde son tan hermosos que merecen una descripción particular. Desde todo punto de vista son los más ricos y de mayor colorido que haya visto jamás. Además de los senderos ya mencionados, con sus verdes cúpulas, es posible encontrar en ellos una serie de exquisiteces y caprichos que los hacen placenteros. Se encuentra en ellos toda clase de frutas nacionales o extranjeras, comenzando por las cerezas silvestres y las ciruelas para terminar con albaricoques del tamaño de un huevo de oca. Hay toda clase de árboles frutales, hasta olivos, a cada paso. Hay grutas semidestruidas y cubiertas de musgo, fuentes, pequeños lagos llenos de peces dorados y de carpas, colinas, bosquecillos y costosos invernaderos... Todo este raro mundo de lujos fue construido por los abuelos y padres del conde; toda esa riqueza de rosales enormes, de poéticas grutas e interminables senderos y avenidas fue poco a poco abandonada e invadida por la maleza, destruida por el hacha de los ladrones y por los cuervos que han hecho sus nidos en las ramas de árboles exóticos. El legítimo propietario de este jardín caminaba a mi lado sin que un solo músculo de su rostro se moviera ante la vista de ese lamentable abandono, como si él no tuviera ninguna relación con aquellos jardines. Sólo en una ocasión, por decir algo, le comentó a Urbenin que sería bueno echar arena en los caminos. Advertía la ausencia de arena que no le hacía falta a nadie y, sin embargo, no reparaba en los árboles desnudos que se habían congelado en los duros inviernos anteriores, ni en las vacas que ramoneaban en medio del jardín. En respuesta a su comentario, Urbenin dijo que se necesitarían diez hombres para poner el jardín en orden y que como el señor no habitaba el lugar, le parecía que ese gasto sería un lujo innecesario. El conde, como era su costumbre, estuvo de acuerdo.

—Además, debo confesar que no tengo tiempo para ello —dijo Urbenin haciendo un movimiento con la mano—. Paso el verano en los campos y el invierno en la ciudad vendiendo el grano. ¡Aquí no hay tiempo para jardines!

La avenida principal del jardín, bordeada de altos tilos y de macizos de magnolias, terminaba a lo lejos en una mancha amarilla. Era un pabellón de piedra amarilla donde antes había un comedor, un billar, un juego de bolos y otros entretenimientos. Caminamos sin objeto alguno hacia aquella edificación. A la entrada nos recibió algo vivo que estremeció enormemente a mi nada valiente amigo.

—¡Una serpiente! —gritó el conde, asiéndome la mano y palideciendo—. ¡Mira!

El polaco retrocedió unos pasos y luego se quedó petrificado, agitando tan sólo los brazos como si espantara fantasmas. En una de las semidestruidas gradas de piedra había una víbora de una especie muy extendida en Rusia. Al vernos, levantó la cabeza e hizo un movimiento. El conde lanzó otro grito y se escondió detrás de mí.

—No tema, Excelencia —dijo Urbenin y colocó un pie en el primer escalón.

—¿Y si nos ataca?

—No nos atacará. Además, se ha exagerado mucho el peligro de la mordedura de estos bichos. En una ocasión me mordió una serpiente muy grande y, como usted puede ver, no me mató. El aguijón humano es mucho peor que el de las serpientes —moralizó Urbenin, exhalando un profundo suspiro.

En efecto, apenas el administrador llegó al tercer escalón, la serpiente se estiró y desapareció en una grieta entre las piedras. Cuando entramos al pabellón vimos otra criatura viviente. Tendido sobre una vieja mesa de billar estaba un viejecito con chaqueta azul, pantalones a rayas y una gorra de jockey. Dormía dulce y apaciblemente. Alrededor de su nariz y de su boca desdentada revoloteaban las moscas. Flaco como un esqueleto, con la boca abierta, totalmente inmóvil, parecía un cadáver que hubiera sido transportado a esa mesa para efectuarle la autopsia.

—¡Franz! —dijo Urbenin, sacudiéndolo por el codo—. ¡Franz!

A la quinta o sexta llamada, Franz cerró la boca, se lvantó, nos miró y se volvió a acostar. Al momento, su boca se abrió nuevamente y las moscas comenzaron a rondar sobre él para ser espantadas, sólo de cuando en cuando, por sus ronquidos.

—¡Se ha vuelto a dormir! ¡Es un cerdo depravado! —comentó Urbenin.

—¿No es Trischer, nuestro jardinero? —preguntó el conde.

—El mismo. Todos los días es igual... Duerme como un muerto durante el día y se pasa la noche en blanco jugando a las cartas. Me han dicho que anoche estuvo jugando hasta las seis de la mañana.

—¿Así que estos señores suelen trabajar de esta manera? Se les paga para que no hagan nada.

—No lo dije por quejarme —se apresuró a aclarar Urbenin—. Me da pena este hombre, esclavo de una pasión. Sin embargo, cuando trabaja lo hace muy bien; no roba su salario.

Miramos nuevamente al jugador y salimos. Dimos la vuelta por un sendero y nos dirigimos hacia el campo.

Hay pocas novelas en que la puerta del jardín no juegue un papel importante. Si ustedes no lo han advertido, pueden preguntárselo a mi sirviente Polikarp, que en el transcurso de su vida ha engullido multitud de novelas terribles, y él, sin duda, confirmará este hecho insignificante pero característico.

Mi novela tampoco prescinde de la puerta del jardín. Pero mi portezuela entraña una diferencia, ya que mi pluma hará pasar por ella a mucha gente desgraciada y a muy poca dichosa. Y lo peor de todo es que tendré que describir esta puerta no como un novelista, sino como juez de instrucción. Esta puerta será franqueada, en mi novela, por más criminales que enamorados.

Apoyándonos en nuestros bastones, llegamos al cabo de un cuarto de hora a una colina llamada la “Tumba de piedra”. En los pueblos vecinos corre la leyenda de que bajo este montículo de piedra reposan los restos de un Kan tártaro, quien, temiendo que el enemigo profanara sus cenizas después de su muerte, ordenó que se construyera un monte rocoso sobre su cadáver.

Desde la cima del solitario montículo vimos el lago en toda su indescriptible belleza. El sol se había puesto, pero dejaba tras de sí una cinta purpúrea que teñía el cielo de un agradable color naranja. La propiedad del conde con su mansión, sus casas de servicio, iglesia y jardines yacía a nuestros pies y, en la otra parte del lago, la pequeña aldea donde el destino me había llevado a vivir adquiría a la distancia un color grisáceo. Como antes, la superficie del lago parecía no moverse. Las barcas del viejo Mijail regresaban a la orilla.

Sólo el conde y yo habíamos trepado a la colina. Urbenin y el polaco, más pesados, habían preferido esperarnos en el camino.

—¿Quién es ese aguafiestas? —le pregunté al conde, señalando al polaco—. ¿De dónde lo sacaste?

—Es una persona muy agradable, Seriosha, muy agradable —dijo el conde con voz agitada—. Pronto serán ustedes muy buenos amigos.

—No lo creo. ¿Por qué casi no habla?

—Es silencioso por naturaleza. Pero es un hombre muy inteligente.

—¿Qué clase de hombre es?

—Lo conocí en Moscú. Es muy agradable. Te lo contaré todo después, Seriosha; ahora no me hagas preguntas. Es hora de que bajemos.

Bajamos y caminamos hacia el bosque. Oscurecía. El grito de un cuclillo y el tembloroso canto de un ruiseñor extenuado llegaron del bosque.

—¡A ver, a ver si me alcanzas! —oímos que decía una voz infantil en el interior del bosque.

Una niña como de unos cinco años, con el pelo blanco como el lino y un vestido azul claro, salió del bosque.

Cuando nos vio, corrió hacia Urbenin y se abrazó a sus rodillas. Urbenin la levantó y la besó en las mejillas.

—Mi hija Sacha —dijo—. Os la presento.

Después de Sacha salió corriendo del bosque un chico de unos quince años, el hijo de Urbenin. Al vernos se quitó la gorra, vaciló, se la puso para nuevamente volver a quitársela. Detrás del colegial apareció, caminando con lentitud, una figura roja que en seguida atrajo nuestra atención.

—¡Qué maravillosa aparición! —exclamó el conde, apretándome la mano—. ¡Mira, qué encantadora! ¿Quién es? Ignoraba que mis bosques estuvieran poblados por tales náyades.

Miré a Urbenin para preguntarle quién era la muchacha y sólo entonces advertí que estaba totalmente ebrio. Rojo como un cangrejo, me tomó del brazo y me dijo al oído:

—Serguei Petrovich, se lo suplico —sentía yo cerca de mí el vaho de alcohol—, impida usted que el conde siga haciendo comentarios sobre esta muchacha. Él acostumbra a decir inconveniencias y ésta es una muchacha honorable.

La muchacha “honorable” era una chica de unos diecinueve años, con una deliciosa cabellera rubia peinada en rizos y unos ojos azules bondadosos. Llevaba un vestido color escarlata que no era ya el de una niña, pero tampoco el de una mujer. Sus piernas, espigadas como agujas, cubiertas con medias rojas, terminaban en unos pies calzados con zapatos casi infantiles. Miré sus hombros bien redondeados y ella los encogió con coquetería, como si tuviera frío o como si mi mirada se los mordiera.

—¡Tan joven de cara y tan desarrollada de curvas! —exclamó el conde, que había perdido desde joven la facultad de respetar a las mujeres y no podía verlas desde ningún otro punto de vista que no fuera el de una bestia sensual.

Recuerdo que un buen sentimiento se encendió en mi pecho. Yo era aún un poeta, y en medio de un bosque, en una tarde de primavera, bajo el tímido resplandor de las estrellas, no podía mirar a una mujer sino como un poeta. Miré a “la muchacha de rojo” con la misma veneración con que acostumbraba yo mirar las montañas, los bosques, el azul del cielo. Aún me quedaban vestigios del sentimentalismo que había heredado de mi madre alemana.

—¿Quién es? —preguntó el conde.

—Es la hija de nuestro guardabosques Skvorotsov, Excelencia —respondió Urbenin.

—¿Es la Olenka de quien hablaba el tuerto?

—Sí, la misma —respondió el administrador, mirándome con ojos implorantes.

La muchacha de rojo dejó que pasáramos a su lado sin concedernos la más mínima atención. Sus ojos miraban hacia otro lado, pero yo, que conozco a las mujeres, sentí que me observaba furtivamente.

—¿Cuál de ellos es el conde? —oí que murmuraba a nuestras espaldas.

—El del bigote largo —respondió el colegial.

Escuché una risa cantarina detrás de nosotros. Era una risa de desencanto. Sin duda la muchacha había creído que el conde, el propietario de esos inmensos bosques y del lago, era yo, y no el pigmeo de rasgos alcohólicos y bigote caído.

Un profundo suspiro salió del pecho de Urbenin. Aquel hombre de acero apenas podía moverse.

—Dile al administrador que se retire —aconsejé al conde—. Está enfermo o borracho.

—Piotr Iegorich, me parece que estás enfermo —le dijo el conde a Urbenin—. Puedes retirarte; no te necesito.

—Su Excelencia no necesita preocuparse por mí. Gracias por sus intenciones, pero no estoy enfermo.

Miré hacia atrás. La figura roja permanecía inmóvil, pero no nos quitaba la mirada de encima.

¡Pobre cabecita rubia! ¿Hubiera podido yo pensar esa tranquila noche de mayo que ella iba a ser la heroína de mi tempestuoso relato?

Escribo estas líneas mientras la lluvia de otoño golpea los cristales y el viento aúlla. Miro la negra ventana y, sobre un fondo de tinieblas, trato de evocar por medio de la imaginación la imagen encantadora de mi heroína. Veo su rostro ingenuo, infantil, bondadoso y sus ojos cuajados de amor, y siento entonces deseos de arrojar la pluma y quemar lo que hasta aquí llevo escrito.

Al lado del tintero tengo su fotografía. Veo su rostro menudo en toda la vana majestuosidad de una hermosa mujer que ha caído hasta lo más bajo. Sus ojos lánguidos, pero orgullosos de su corrupción, están inmóviles. Es la serpiente, a cuya ponzoña se había referido Urbenin en términos un tanto exagerados.

Ella provocó la tempestad y la tempestad la arrancó de cuajo. Mucho recibió, pero lo pagó a un precio muy alto. ¡Que el lector le perdone sus pecados!

Un drama de caza

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