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Estrés

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—Perdone, la «aule» de Sevilla.

Antonio caminaba envuelto en su abrigo y ocupaciones; tardó en encajar la pregunta.

—¿Cómo?

—La tienda outlet del Sevilla.

—Pues no…

—Del Sevilla FC —añadió el chico.

—No, no la conozco.

—Es que está por aquí. Pero no sé bien si por aquí o por aquí —comentó mientras se giraba y señalaba en direcciones opuestas.

—Lo siento, no la conozco.

—Bueno, gracias de todas maneras.

—Nada, nada, adiós.

Se despidió y reanudó el paseo por el irregular hueco que los transeúntes dejaban en el centro de la calle Sierpes. Antonio no era habitante diario del centro, era solo que, a lo largo del mes, aparecían seis u ocho gestiones que lo llevaban hasta allí. Metía el coche en un aparcamiento y planificaba un itinerario que fuese lo más práctico posible. En esos sitios, a esas horas, con esas tareas, había que ser pragmático.

No había llegado a la Campana cuando estaba de nuevo aislado en el gentío. Dejaba que su cuerpo de forma autónoma esquivase las prisas de los otros en beneficio de la propia, cuando oyó su nombre que llegaba desde fuera, giró la cabeza.

—Antonio, ¡Antonio!

—¡Hombre, Luis! ¿Tú en Sevilla?

—Mi mujer, que se ha empeñado en venir a las rebajas.

—Bueno, es lógico, pero ¿dónde está Ana?

—Metida en el puñetero Corte Inglés, ¿dónde si no? ¿Un café?

—Voy algo apurado, pero venga, uno rapidillo aquí mismo.

—¡Pero bueno!, ¡qué bien te veo! —Luis sonreía mientras lo tomaba del brazo y lo dirigía a la cafetería.

—No me puedo quejar, como para eso está la cosa. ¿Y tú? ¿Cómo te va?

—Bien, hombre, bien, el mundo de la carne no para de crecer. Ahora justo acabo de ver al gerente de la Maestranza, porque este año está la cosa calentita. Ya sabes la batalla que hay entre ganaderías, los apoderados están conchabados y algo se está tramando. Como siga la cosa así lo mismo pierdo el contrato de la carne. Hay que estar siempre vigilante. Y la carne brava es cada vez más apreciada y tiene margen.

—Me alegro mucho.

—Estamos entrando también en el mercado de la carne halal, la de los musulmanes, y la kosher, la que comen los judíos. Ahí hay un filón de los buenos porque esa gente no para de tener niños.

Antonio veía que la charla podía derivar en un culebrón interminable. Luis era experto en amasar sin descanso, sus charlas eran del estilo sin fin, así que, haciendo ostentación de nerviosismo, consultó el reloj. Luis entendió la indirecta.

—¿Qué?, ¿vas tarde de nuevo?

—Sí, Luis, lo siento, pero esperamos un camión para esta tarde y tengo que prepararlo todo.

—Venga, hombre, ve tirando, yo me quedo y pago, así leo el periódico. Mi mujer está bien con mi tarjeta, pero sin mí —bromeó.

—Oye, pues sí, si no te importa, voy saliendo, que voy apurado. Dale un beso a Ana.

—¡Me alegro de verte, amigo! —Se acercó y le dio un abrazo de despedida.

El agobio se le había subido a la chepa, el estrés empezaba a recorrer la espalda de Antonio como un ascensor histérico, de arriba abajo, de abajo arriba, pensando en el importante pedido del día. En automático, fue al cajero, se puso el ticket del parking en la boca, arrancó y conectó el Bluetooth. Accionó la llamada en la rampa, cegado aún por el golpe de luz.

—Jaime, ¿cómo vas?

La voz de Jaime sonaba tras el rumor de su motor.

—Bien, ya voy para la oficina.

—¿Llegó el camión?

—Pues justo iba a llamarte, va con retraso.

—¿Cómo?

—Sí, dicen que se retrasó la carga y viene tres horas tarde.

—Joder, Jaime, me cago en la puta. No puede ser.

—Voy a la oficina a ver si…

—Llama ahora mismo y diles que si no está aquí antes de las cinco, no lo queremos.

—Pero, Antonio, eso cómo va a…

—¡Llama ya, joder!, con este pedido nos la jugamos.

—… me dij..., va por…

La conexión empezó a fallar. Solo faltaba eso para terminar de alterar a Antonio. Como tantos otros, era de los que, al volante, dejaba brotar lo peor de sí. La conexión del Bluetooth se fue al traste, la llamada se cortó. Volvió a marcar.

—Jaime, cojones, llama al del camión.

El ruido de fondo de Jaime se hacía casi insoportable, iba rápido por la autovía.

—Ya lo he hecho, pero el camión viene en camino y…

—¿Cuándo llega?

—Calculan sobre las ocho.

—¡Mierda!

—Antonio, que ya voy llegando a la oficina. No te preocupes, yo me encargo.

—Que no es eso, Jaime, ¡deberías haberme avisado!

Parado en un semáforo, le pareció escuchar unos golpecitos. Giró la cabeza y vio el guante en el cristal y el resto de un policía tras él. La moto se había puesto en su lateral y le hacía indicaciones para que se echase a la derecha.

Soltó el móvil como si de repente quemase. El aparato rebotó en el asiento del copiloto y cayó al suelo.

—Perdone, agente, es que tengo una urgencia…

—La documentación del vehículo y el carné de conducir.

—Sí, claro. —Mientras rebuscaba en la guantera, notó el sudor que se enfriaba—. De verdad, perdone, ha sido solo un momento…

—La documentación —ordenó el agente con la mano extendida, ya sin guante.

—Aquí tiene. Creo que está todo.

—Permanezca en el asiento con el cinturón abrochado.

El día se estaba torciendo irremediablemente. Siempre que iba al centro algo malo le pasaba. El agente volvió a su lado.

—Tengo que denunciarle.

—No, hombre…

—No puede hablar por teléfono mientras conduce, lo sabe.

—Si ha sido solo coger una llamada urgente.

—Tiene una luz de freno trasera rota.

—¡Ah!, no lo sabía, en cuanto pare la cambio.

—Tengo que sancionarle también por eso.

—¿Por la bombilla también? Hombre…

El policía lo miró desafiante. Antonio no se amilanó. Como en un clásico wéstern, los ojos que se cruzaban detuvieron el tiempo.

—Abra el maletero.

—Joder…

—¿Cómo?

—Me cago en la leche, póngame la multa y ya está, que me tengo que ir.

—No me hable en ese tono.

—Pues termine su trabajo, que yo quiero hacer el mío.

El creciente nerviosismo contagiaba al aire, la tensión comenzó a adquirir vida propia mientras Antonio salía del coche.

—¡Abra el maletero!

—¡Joder!, pero si está vacío, ¿qué cojones quiere ver?

—Permanezca en silencio, cumpla las órdenes.

—¿Las órdenes? A mí no me da órdenes ni mi madre. —Antonio alzó la voz, el brazo derecho y el dedo índice.

En ese momento, el policía lo cogió del brazo y con una depurada técnica le puso la cara contra el techo del coche, le colocó los brazos en la espalda, le abrió las piernas y lo sujetó con fuerza. Antonio, de manera instintiva, invadido por el enfado y lo que entendía un abuso de autoridad, se resistió. Fue peor. Acabó en el suelo, arañado, dando patadas, vociferando y maldiciendo.

El compañero del policía ya estaba junto a ellos y ayudaba al primero. Pidió un coche patrulla por la emisora. Cuanto más decían los policías que callase, más rayos y centellas salían de la boca de Antonio. Llegó el coche patrulla y entre los cuatro agentes lo metieron ya esposado en el espacio blindado.

El móvil en el suelo del copiloto seguía con la llamada abierta. Al otro lado del hilo telefónico, ya en la oficina, Jaime asistía boquiabierto a lo que parecía la escena tantas veces repetidas en las pelis de Manhattan. Esta vez era realidad, era Antonio, en un estado que percibía casi de shock.

Un trasteo cercano al terminal de Antonio sirvió a Jaime para intuir que un policía había entrado en el vehículo, quizás para quitar la llave de contacto y parar el motor. Colgó.

Se quedó mirando el teléfono sin saber bien qué hacer. Empezó a ordenar las ideas para exponerlo adecuadamente a don Ramiro que, seguro, montaría en cólera. Una cosa sí tenía clara, no volvería a llamar al del camión, era para nada.

Jarampa

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