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Barto

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Acabo de conocer a alguien excepcional. Se ha presentado como Barto. Me ha contado que es ebanista. Su apariencia dice sesenta, su carné dirá cincuenta. Sus manos van por los setenta. Se queja de que la gente no tenga muebles de madera. Todo lo compran en Ikea. Cuando se cansan de ellos o se rompen, los tiran. Hoy todo es de usar y tirar, murmulla a su cuello.

Barto se ha quedado sin trabajo. Vive en el garaje que es su taller. Me ha pedido ayuda para cargar en la tartana unos muebles que alguien acaba de dejar junto a los contenedores. Acaricia a mi perra con devoción. La suya se la ha tenido que dar a un sobrino por no poder cuidarla, eso sí, cada sábado por la noche pasa a verla. Es cuando se toma un rato libre; esas noches son demasiado peligrosas para andar rebuscando en la basura.

No huele a alcohol ni a tabaco. Sí a trabajo de noria, concentrado, reiterado, de círculo vicioso. Los muebles reparados y niquelados los vende en el Jueves de la Feria, en Alcosa o donde le dejen. En el móvil lleva unas cuantas fotos a modo de catálogo de venta.

Al acabar de subir entre los dos la última cajonera desencajada, se vuelve. Con sudor en la frente y media sonrisa, suelta: «¿Sabes que yo soy muy famoso?». Así, en presente habitual. Abro mucho los ojos y la boca me dibuja medio canuto, que lo invita a hablar. «Sí. Le hice un trabajito fino a la duquesa, a la de Alba. Entonces, ella empezó a presumir de mueble y todos los señorones se pusieron a llamarme, a encargarme trabajos. Estaban todos deseando hacerse fotos conmigo, no veas cómo son los nobles y los famosos, todo es aparentar, presumir, gastar, ostentar. ¿Sabes? Creo que aproveché bien el momento. ¡Qué buena época! Ahí lo ganaba bien, bien, ¿sabes? Un día conocí a la reina, la doña Sofía; quería que le arreglara un tocador que tiene en el Alcázar, el de Sevilla. No veas lo que hay allí dentro».

No era plan de estar toda la noche. Hice un gesto para que avanzara en la historia que entendió al momento. «Y, claro, todo lo bueno, como empieza, acaba. A uno de mis ayudantes no le dio por otra cosa que robar una figurita del palacio de los Botín. Pensó el cabrón que nadie se iba a dar cuenta. En unas horas se lio la de Dios. Me llamaron. El chaval acabó confesando y yo pagué el pato. A partir de ahí, apestado. La fama es como un tiro bien dao, tiene orificio de entrada y orificio de salida. Viéndolo en la distancia me alegro, porque si la bala se me hubiese quedado dentro, ahora estaría muerto».

Cierra la puerta de la furgoneta. Agradece con fina educación la ayuda. Le deseo suerte.

Jarampa

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