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Inapetencia

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El jadeo que le llegaba a través del teléfono había puesto a trabajar la curiosidad de Dani. Lo más probable es que Irene estuviese subiendo una rampa mientras hablaba, pero quién sabía, las mayores frustraciones están en las cosas que se dan por sabidas.

—Entonces, ¿te apuntas? —apremió Irene buscando compás en la respiración.

—Qué va, mejor no. No me apetece.

—La inapetencia es la lacra más feroz de la humanidad.

Ahora sí que la intermitencia y el sofoco resultaban delatores. Dani trató de buscar justificación.

—¿Qué dices? ¿Ya estás con tus chaladuras de niña superdotada?

—Imbécil. Eres un huevón. Si no quieres venir, tú te lo pierdes.

Daniel estaba perdidamente enamorado de Irene, era su amor platónico, pero se había convencido de que ella solo lo miraba como amigo. En los últimos meses, Daniel estaba reventado de ver en las pelis cómo la amistad chico-chica se iba al garete cuando él confesaba su deseo de penetrar más allá de la confianza y el cariño mutuo.

En esta última fase se había empeñado en desarmar el peliculero mito, había montado su propia historia, había diagnosticado que, muerto el perro se acabó la rabia. Estaba dispuesto a escarmentar en cabeza ajena. Ella no se enteraría nunca. Se lo había propuesto.

Como a las energías cósmicas cuesta alinearlas, en estos primeros momentos los resultados estaban siendo catastróficos. A fuerza de ocultar sus sentimientos, estaba logrando un alejamiento sin precedentes de aquella a quien deseaba. En palabras que Daniel se repetía bastantes madrugadas, estaba sufriendo las consecuencias de un comportamiento infantil de libro.

Puede ser que el comentario de Irene al teléfono fuese demasiado rotundo o que lo pillara con la guardia distraída. Lo cierto es que se produjo un principio químico en su mente, picada a todas luces en su dignidad. El dragón que Daniel llevaba dentro movió la cola.

—Está bien. ¿A qué hora? ¿Dónde?

—¡Ese es mi chico! Mira, yo estoy llegando a casa de Anabel. ¡Ah!, que, me ahogo, ya sabes que vive aquí arriba del parque. Hablo con ella en cuanto llegue y te digo.

Quedada con Irene y Anabel, vaya reto. Tendría que estar concentrado para no pifiarla. Tomaría tila y Aquarius a partes iguales. La barba por no haber salido en tres días se convertiría en el look perfecto con algún ligero perfilado. Lo mismo alguna de ellas decidía publicarlo en redes. Todos lo sabrían. Sería envidiado por unas horas, quizás algunos días si sabía gestionarlo. Se enfrentó al sol en el horizonte. ¿Se ponía? ¿O salía?

* * *

Quería ser el primero en llegar, jugar con ventaja. No pudo ser. Primer fallo en la estrategia, y mira que había bajado del autobús con el pie derecho. Irene ya estaba allí.

Sin preámbulo, ni anestesia, sin abogado defensor, aunque fuese de oficio, se encontró a solas con su musa. Quería mostrarse seductor y trazaba pilares que exiliasen su nerviosismo. Ese que ella seguro percibió, aunque no dijese nada, cuando le dio los dos besos de bienvenida. Otro fracaso. La torpeza ganó y malgastó esos primeros y únicos minutos de semilla de pareja preguntándole por exámenes y deberes. La estima de Daniel trataba de huir despavorida. Cuando se hizo el trío, tuvo un acceso interno de rabia, apretó los dientes sin perder la sonrisa. No se le volvería a presentar tan calva.

Anabel tenía un encargo de su madre, ir a la pastelería de La Grassoneta a buscar un par de tabletas de turrón del duro que habían encargado el día anterior. Solventaron en primera instancia la faena encomendada antes de sentarse en una tetería árabe para charlar del tema que había servido de excusa para quedar: organizar la actuación que las chicas iban a hacer en la fiesta de Navidad.

Como las patas de un banco, se pusieron en torno a la mesita de madera ricamente decorada con figuras geométricas. Aunque los cojines invitaban a recostarse, los tres se sentaron, cruzaron las piernas y apoyaron los codos en las rodillas como si rindiesen culto a las tabletas de turrón que Anabel había dejado en el centro.

—¿Está bueno este turrón? —Había que romper el silencio, y Dani era el hombre.

—Te puede destrozar una muela, pero a mis padres les encanta. Lo compran todos los años.

—Mira, Dani —entró seria Irene—, quiero… queremos contarte algo. Lo de la actuación de Navidad era solo una excusa para que vinieses.

Daniel apartó la cucharilla de mover el té y se armó de cuchillo y tenedor. Cada vez que había visto a una mujer ponerse así, acababa sacándose arena del bañador como cuando lo arrastran las olas con temporal de levante. Los ojos verdes de Irene lo superaban ahora como nunca. Tragó el nudo con cuidado para disimular la nuez en el ascensor.

—¿Qué pasa? —Fijó posición pueril y alentó a las chicas con las manos. Los ojos de ellas se encontraron y los de Dani jugaban al tenis. La habitual seguridad de Irene retrocedió y se escondió en la mochila. Anabel intercedió.

—Aunque tienes tus puntos raros —distendió—, la verdad es que te queremos, Dani, y tienes que ser el primero en saberlo. Antes que nadie, tienes que saberlo.

—Tienes que saberlo. —Irene, gracias al eco, encontró hilo—. Estoy enamorada, Dani. Anabel también está enamorada. —Una sonrisa de luz brotó en los rostros de las chicas.

—Así es. Estamos enamoradas —confirmó Anabel. Los nervios corrieron a sus manos, que necesitaron de contacto físico. El encuentro de miradas supo a beso.

Daniel cerró la boca y apretó los labios a modo de pellizco.

—Pero, pero, eso es fantástico, joder, ¡qué alegría!

—De alegría poca, Dani. ¿Cómo se lo vamos a decir a nuestros padres? ¿Qué van a decir en el instituto cuando se enteren?

—Espera, espera. Pero si es normal que pase, es algo natural. —Era Dani el que tartamudeaba ahora.

La espalda de Anabel se enderezó.

—De eso nada. No somos tan progres por aquí como presumimos.

—No os preocupéis, encontraremos la manera entre los tres de decirlo. Seguro que lo entenderán.

—Sabíamos que podíamos contar contigo, ¡muchas gracias, Dani! —En un respingo, los labios de Irene alcanzaron la mejilla de Daniel.

Con el beso, la sonrisa bobona apareció como la flor tras la lluvia. Los dedos de Daniel se fueron a la cara para intentar retenerlo. Desorientado, buscó algún punto de referencia, como el pasajero mareado en alta mar. Su mirada se topó con el turrón del duro que presidía la mesa. Allí se quedó clavada, perdida.

Jarampa

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