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ОглавлениеCAPÍTULO 2
Breve historia de la apologética cristiana
Recuerdo que mi descubrimiento de la apologética se produjo, curiosamente, al ingresar en la Facultad de Biología de la Universidad de Barcelona (España), a mediados de los 70. Los profesores me enseñaban la teoría de la evolución de las especies, de Carlos Darwin, mientras que los domingos, en la iglesia evangélica de Terrassa, los líderes me hablaban de la veracidad del relato de la creación, tal como aparece en el libro del Génesis. Casi cinco décadas después vienen a mi mente aquellas apasionadas conversaciones mantenidas con Samuel Vila y Sixto Paredes, los pastores que soportaron mis argumentos evolucionistas y procuraron responder a la lluvia de objeciones que les formulaba aquel joven llamado Antonio Cruz.
Como digo, en aquel tiempo yo me identificaba con el evolucionismo teísta del paleontólogo jesuita, Pierre Teilhard de Chardin, igual que otros estudiantes cristianos con los que me relacionaba en la universidad. Sin embargo, cuando terminé la licenciatura en Ciencias Biológicas me di cuenta de las numerosas lagunas que presentaba el evolucionismo y empecé a reconciliarme intelectualmente con mis pastores. La apologética comenzó a interesarme y desde entonces no he dejado de leer y profundizar en sus argumentos en defensa de la fe cristiana.
El desarrollo de la apologética puede dividirse en ocho grandes períodos históricos: 1. Apostólico; 2. Patrístico; 3. Escolástico; 4. Reformado; 5. Astronómico; 6. Ilustrado; 7. Moderno y 8. Contemporáneo. Veremos seguidamente las principales características de cada uno de ellos.
Período apostólico (Siglo I)
¿Por qué existen los cuatro evangelios? ¿Por qué el canon del Nuevo Testamento incluye cuatro relatos distintos, tres de ellos, (los llamados sinópticos) con muy pocas diferencias aparentes, sobre la vida de Jesús? Dios utilizó autores humanos con diferentes trasfondos culturales para llevar a cabo sus propósitos. Cada evangelista tiene un interés diferente y enfatiza distintos aspectos de la persona y el ministerio de Jesucristo. Antes de la redacción de los evangelios, la iglesia apostólica subsistió durante más de un cuarto de siglo únicamente con fuentes orales, sin documentos escritos. No fueron los escritos del Nuevo Testamento los que dieron inicialmente forma al cristianismo, sino justamente al revés.
Los textos bíblicos se originaron, por voluntad del Espíritu Santo, con el propósito de aportar orientaciones a sus destinatarios, sobre cómo vivir y mantener la pureza de su fe. Los textos bíblicos se escribieron por una causa apologética concreta. El ejemplo más claro de esto son las epístolas, especialmente las cartas de Pablo, pero también los cuatro evangelios.
El evangelista Marcos fue testigo ocular de la vida de Jesús, y un gran amigo del apóstol Pedro. Escribió sobre todo para los gentiles. Por eso no ofrece genealogías hebreas, ni controversias entre Cristo y los líderes judíos, ni aporta citas del Antiguo Testamento. Marcos enfatizó a Cristo como el Siervo sufriente, aquel que no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos. Pues bien, Marcos es el primer evangelista que combate, en el capítulo 13, las falsas esperanzas escatológicas difundidas por algunos, que enseñaban una relación directa entre la destrucción del templo de Jerusalén y el fin del tiempo. Y lo hace recordándoles las palabras de Jesús acerca de que: es necesario que el evangelio sea predicado antes a todas las naciones (Mc. 13:10).
Se supone que Mateo escribió pocos años después, alrededor del 60 d.C., pero ya en una época distinta, en la que la Iglesia había roto sus lazos con la sinagoga. Uno de los propósitos de su evangelio es mostrar, mediante la genealogía de Jesús y el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, que el rabino galileo era en realidad el Mesías. Se concentra en fortalecer la fe de los cristianos de origen judío ante los ataques de sus compatriotas. Desde luego, esto era hacer apologética. Para ello, añade la genealogía y ciertos detalles del nacimiento de Jesús, identificándolo como el Mesías prometido, Hijo de David e Hijo de Dios.
El evangelista Lucas escribe fundamentalmente para los paganos, y lo hace solo un poco más tarde que Mateo (65-70 d.C.). Su intención es mostrar que la fe cristiana está basada en eventos históricamente confiables y verificables. Se enfrenta a un problema distinto: la crisis escatológica originada con la destrucción de Jerusalén. Los cristianos ven como pasan los años y la parusía no llega, Jesús no vuelve. Lucas les abre la mente, haciéndoles ver que la esperanza escatológica no está sujeta al tiempo y que este es una magnitud histórica indefinida.
Por su parte, el evangelio de Juan fue escrito alrededor del año 90 d. C. y enfatiza tanto la deidad de Cristo como su humanidad. El problema en su época no era el enfrentamiento con los judíos ni la crisis escatológica, sino las infiltraciones masivas de los gnósticos, que despreciaban la carne y negaban a Jesús toda realidad corporal. Por eso escribe: El Verbo, que estaba con Dios y era Dios... se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn. 1:1, 14).
Lo mismo sucede con las epístolas. Pablo, se enfrenta a los corintios con tendencias gnósticas que negaban la resurrección porque consideraban que esta se realizaba solamente en el éxtasis del espíritu. Les habla de parecidos y diferencias entre la resurrección de Jesús y la de los cristianos, retándoles al decirles: Pues, si no hay resurrección, vana es nuestra fe. Pablo disipa las dudas de los tesalonicenses explicándoles que en la Segunda Venida los muertos en el Señor no se verán en peor condición que los supervivientes. Reprocha a los gálatas su credulidad y la facilidad con que se dejaron engañar, llamándoles “insensatos”. También censura el sincretismo de los colosenses, recordándoles que: en Él (en Cristo) habita toda la plenitud de la deidad y, por tanto, si habéis muerto al mundo: ¿por qué os sometéis a sus preceptos? Es evidente que todo esto es pura apologética.
De la misma manera, el apóstol Pedro, en su segunda epístola, polemiza con algunos que ridiculizaban la realidad de la Segunda Venida del Señor (cap. 3). Les llama burladores sarcásticos, y les recuerda que para Dios el tiempo humano no cuenta: un día es como mil años y mil años como un día. Así pues, la iglesia apostólica se mantuvo ininterrumpidamente en una doble apologética: defendiéndose de los ataques externos y atajando los problemas internos.
Período patrístico (Siglos II al V)
Tras la muerte de los apóstoles, en el siglo II, los ataques y problemas no amainaron en la Iglesia. Más bien fue al revés, aumentaron y se hicieron más complejos. La Iglesia primitiva, más que olvidarse de la apologética, se vio obligada a potenciarla. Roma vio en el cristianismo naciente un enemigo en potencia, un factor socialmente perturbador que se aislaba de la forma de vida común y no participaba en el culto al emperador. Los grupos sectarios surgidos en el seno de la propia Iglesia se hacían cada vez más fuertes. Los ebionitas judaizantes solo reconocían el evangelio de Mateo. Los marcionitas de tendencia gnóstica preferían el de Lucas. Los docetistas, que creían que Cristo no había sufrido la crucifixión porque su cuerpo supuestamente era aparente y no real, solo reconocían el de Marcos. Mientras que los valentinianos, seguidores del gnóstico Valentín, preferían el evangelio de Juan. Todos se creían poseedores de la verdad absoluta y se enzarzan en luchas internas unos con otros, desacreditando ante los paganos al verdadero cristianismo.
Ante esta lamentable situación, Dios levantó apologistas como Ireneo (126-190 d. C.), que se enfrentó al gnosticismo de Marción, delimitando con ello el primer canon del Nuevo Testamento y revalorizando aquellos escritos que los apóstoles legaron como fundamento y columna de la fe. También Justino (100-165 d. C.) y Clemente (155-220 d. C.), filósofos convertidos al cristianismo, que dedicaron sus vidas a defender la fe, demostraron que el cristianismo no era una herejía judía incompatible con la razón, sino una forma más sublime de esperanza en el más allá. De la misma manera, Tertuliano (160-222 d. C.), famoso abogado romano convertido al cristianismo, fue probablemente el más brillante de todos los apologistas. Su conocida frase dirigida a los emperadores: “más somos cuanto derramáis más sangre; que la sangre de los cristianos es semilla”22, pasó a los anales de la historia.
Más tarde las cosas cambiaron. El filósofo pagano Celso, un defensor apasionado de la cultura helenística, escribió una breve obra contra los cristianos, titulada: Discurso verdadero (Alethes Logos)23. Celso creía en un dios supremo pero también en una multitud de dioses locales subordinados al primero. Estaba convencido de que los judíos, y sobre todo los cristianos, estaban corrompiendo las tradiciones paganas y socavando los cimientos de la sociedad. En este libro, afirma que Jesús nació de una unión adúltera; que aprendió artes mágicas en Egipto, mediante las cuales engañó a todos; que se inventó su nacimiento virginal; que la resurrección no fue más que una ilusión sufrida por los apóstoles y que el hecho de que fuera traicionado por uno de sus discípulos hasta morir de forma ignominiosa en una cruz, demostraría que no era divino ya que, si lo hubiera sido, habría previsto su trágico futuro y lo habría evitado.
La obra de Orígenes (185-254 d. C.) que responde a tales críticas paganas contra Jesús y sus seguidores se llama precisamente así, Contra Celso24. En sus más de quinientas páginas, se refutan todas y cada una de las acusaciones que este filósofo había escrito contra el cristianismo y constituye, por tanto, una auténtica referencia para la apologética cristiana posterior. Orígenes explica bien que la fe cristiana no se fundamenta en la demostración filosófica sino que, como afirma el apóstol Pablo (1 Co. 2:4), se trata de una “demostración del Espíritu y de poder”. Es el poder del Espíritu Santo quien convence a los seres humanos. Por lo tanto, ningún cristiano debe permitir que su fe se vea zarandeada por argumentos humanos falibles.
Orígenes afirma que Celso se equivoca gravemente al considerar que el cristianismo es perjudicial para la sociedad. El estilo de vida de los cristianos no puede causar ningún mal al Estado puesto que se basa en el amor y el respeto al prójimo. Si bien es verdad que algunos seguidores de Jesús se niegan a llevar y usar armas, renunciado por tanto a ciertos cargos públicos, por otro lado, benefician a todos por medio de sus oraciones de intercesión y enseñando a las personas a vivir de manera justa y honesta. Resulta del todo increíble –dice Orígenes– pensar que un carácter tan noble y honesto como el de Jesús hubiera sido capaz de urdir una patraña tan pueril, acerca de su nacimiento virginal, con el fin de evitar su propia deshonra. De la misma manera, carece de sentido la idea de que el rabino galileo y sus apóstoles, que murieron por defender el mensaje que predicaban, fuesen unos magos demagogos y mentirosos.
Pedir a los cristianos que demuestren la historicidad de ciertos acontecimientos es una exigencia imposible de cumplir. Lo mismo ocurre con muchos sucesos del pasado. Por ejemplo, no hay ninguna prueba estricta de la guerra de Troya y, sin embargo, su autenticidad es generalmente admitida25. Los hechos históricos no son repetibles pero eso no significa que no sucedieran realmente. Por otro lado, que Jesucristo sufriera no demuestra que no fuera consciente de su propia traición, así como de sus padecimientos y su muerte inminente. A lo largo de la historia ha habido otros personajes que asumieron también voluntariamente su muerte y, sin embargo, hubieran podido evitarla, como el filósofo griego Sócrates, entre otros. La resurrección de Jesús no puede considerarse legendaria o un invento de los discípulos puesto que estos consagraron sus vidas precisamente a difundirla y muchos perecieron por hacerlo. Tampoco pudo ser una fantasía o una alucinación colectiva –como dice Celso– ya que tales percepciones irreales de la mente nunca tienen lugar entre tantas personas cuerdas.
Tras la conversión del emperador Constantino, el cristianismo pasó a ser la religión oficial (en el Edicto de Milán del año 313). Desaparecieron las persecuciones y con ellas la necesidad de defenderse ante el Estado, pero surgieron nuevos problemas internos, como las controversias cristológicas. Arrio (250-336 d. C.), sacerdote en Alejandría de posible origen bereber, fue un seguidor de Filón de Alejandría que negó la divinidad de Cristo, diciendo que las tres personas de la Trinidad son personas distintas y sin relación entre sí. Según él, la eternidad solo era un atributo del Padre. Atanasio (295-373 d. C.) se vio en la necesidad de enfrentar enérgicamente tal herejía arriana en el Concilio de Nicea y, al afirmar que Cristo es de la misma sustancia que el Padre, dio forma al famoso Credo Niceno.
No obstante, las cosas no marchaban bien en el Imperio romano ya que se volvía cada vez más corrupto y comenzaba a desmoronarse. La sociedad y también la Iglesia reflejaron esta tendencia a la relajación moral. Juan Crisóstomo (344-407 d. C.) decidió enfrentar apologéticamente la inmoralidad y condenarla enérgicamente en sus homilías, defendiendo la dignidad de los valores cristianos. En su principal tratado apologético, Demostración a judíos y griegos de que Cristo es Dios26 (escrito entre 381 y 387), argumenta que Jesucristo hizo lo que ningún hombre hubiera podido hacer, atraer a la fe a pueblos que estaban culturalmente muy alejados de ella.
Finalmente, Agustín de Hipona, (354-430 d. C.) tuvo que enfrentarse con diversos problemas internos de la cristiandad, como el cisma puritano de los donatistas (quienes afirmaban que los sacramentos solo los podían administrar los puros) y seguir batallando contra los arrianos. No obstante, también resurgieron los problemas externos como la acusación al cristianismo de ser el responsable de la caída del Imperio romano. Agustín emprendió la defensa de la fe cristiana con la más famosa y conocida de sus obras, La Ciudad de Dios,27 otro monumento de la apologética, que aún hoy en día, los profesores universitarios ateos, exigen leer a sus alumnos como lectura necesaria para entender las raíces cristianas de la cultura occidental.
Algunas de las obras más relevantes del período patrístico han sido publicadas recientemente en español por la editorial CLIE, bajo la supervisión de su editor, Alfonso Ropero, y dentro de la colección “Patrística”. En ellas se encuentran apologistas cristianos como Ireneo de Lyon (130-202 d.C.), quien argumenta en contra del politeísmo pagano, el emanatismo gnóstico (todo emana de Dios, luego no habría creación a partir de la nada) y el dualismo marcionita (el bien y el mal serían dos principios eternos), con estas palabras: “Conviene por tanto que comencemos por lo primero y más importante, a saber, Dios, el creador, que hizo el cielo y la tierra y todo lo que en ellos hay (Éx. 20:11; Sal. 146:6; Hch. 4:24; 14:15), el del que estos blasfemos dicen ser “fruto de una deficiencia”. Mostraremos que no hay nada por encima o más allá de él, que hizo todas las cosas por su propia y libre decisión, sin que nadie le empujara a ello; pues él es el único Dios, el único Señor, el único Creador, el único Padre, el único Soberano de todo, el que da la existencia a todas las cosas”28. Así inicia Ireneo su refutación de la tesis valentiniana de 128 páginas.
Por su parte, Justino Mártir (100-165 d.C.), en su condena de la idolatría de su época dice de los cristianos: “Tampoco honramos con abundantes víctimas ni con coronas de flores a aquellos a quienes los hombres, después que les dieron forma y los colocaron en los templos, llamaron dioses. Porque sabemos que estas cosas están muertas e inanimadas y que no tienen la forma divina (…). Esto no solamente es contrario a la razón, sino que además es, a nuestro juicio, injurioso a Dios, porque Dios tiene una gloria y una naturaleza inefables y su nombre no puede imponerse a cosas que están sujetas a la corrupción”29. Se necesitaba mucho valor para escribir contra la idolatría en el Imperio romano. De hecho, Justino murió martirizado en Roma durante el reinado de Marco Aurelio.
En tiempos de Clemente de Alejandría (150-217 d.C.), los escépticos de la fe cristiana argumentaban –tal como algunos continúan haciendo hoy– que un Dios que castiga no puede ser bueno. El gran apologista escribe al respecto: “Algunos se empeñan en decir que el Señor no es bueno porque usa la vara, y se sirve de la amenaza y del temor (…) Entonces, dicen algunos, ¿por qué se irrita y castiga, si ama a los hombres y es bueno? (…) Este modo de proceder es de suma utilidad en orden a la recta educación de los niños (…) La represión es como una especie de cirugía para las pasiones del alma, ya que las pasiones son como una úlcera de la verdad y deben eliminarse enteramente por extirpación. (…) Sin lugar a dudas, el Señor, nuestro Pedagogo, es sumamente bueno e irreprochable, porque en su inestimable amor hacia los hombres, ha participado de los sufrimientos de cada uno. Si el Logos odia alguna cosa, quiere que esa cosa no exista; y ninguna cosa existe si Dios no le da la existencia. No hay, pues, que sea odiado por Dios; y, por tanto, nada es odiado por el Logos”30.
Tertuliano (160-220 d.C.) nacido en la ciudad romana de Cartago, al norte de África, fue uno de los apologistas latinos más brillantes. Se le llamó el “Gladiador de la Palabra” por su agudeza para argumentar y debatir. Él escribió estas palabras: “Decimos, y públicamente lo afirmamos y lo voceamos mientras vosotros nos destrozáis con tormentos y sangramos: ‘Adoramos a Dios por medio de Cristo’. Creedle mero hombre si queréis; más por Él y en Él quiere Dios ser conocido y adorado. (…) Examinad, pues, si es verdadera esta divinidad de Cristo. Si su divinidad es tal que su conocimiento reforma a los hombres, se sigue que ha de renunciarse a cualquier otra falsa divinidad.”31
Orígenes (185-254 d.C.) nació también al norte de África, en Alejandría (Egipto). Fue un teólogo cristiano muy prolífico –más de 6.000 títulos– y en uno de ellos, Tratado de los Principios, escribió estas palabras a propósito del origen de la materia: “No comprendo cómo tantos hombres ilustres han podido creerla increada, esto es, no hecha por el mismo Dios, creador de todas las cosas, y decir que su naturaleza y existencia son obra del azar (…) Según ellos, Dios no puede hacer nada de la nada, y al mismo tiempo dicen que la materia existe por azar, y no por designio divino. A su juicio, lo que se produjo fortuitamente es suficiente explicación de la grandiosa obra de la creación. A mí me parece este pensamiento completamente absurdo”32. Es curioso comprobar lo actuales que resultan tales reflexiones.
Atanasio nació asimismo en Alejandría (296-373 d.C.) y fue uno de los obispos más importantes de la Iglesia. Argumentó contra los arrianos que rechazaban la doctrina de la Trinidad. Entre sus principales obras apologéticas destacan: Discurso contra los griegos y Discurso sobre la Encarnación del Verbo33. También Juan Crisóstomo (347-407 d.C.) fue un gran apologeta y orador cristiano de Antioquía. Su apodo “Crisóstomo” significa “boca de oro” y llegó a ser patriarca de Constantinopla por mandato imperial. Sus principales obras constituyen una sincera crítica de las desviaciones y corrupciones a las que ya había llegado el clero, durante los siglos IV y V de la era cristiana. Refiriéndose a la tremenda responsabilidad del ministerio cristiano dice: “Si Pablo, que aun se excedía en la custodia de los divinos mandamientos, y que de ningún modo buscaba lo que era suyo, sino el bien de los demás, estaba siempre con tanto temor cuando volvía la consideración a la grandeza de este ministerio, ¿qué será de nosotros, que frecuentemente solo buscamos nuestros intereses, que no solo no sobrepasamos los divinos mandamientos, sino que por la mayor parte no los cumplimos?”34
Por último, Agustín de Hipona (354-430 d.C.) es considerado, tanto por católicos como por protestantes, como el “campeón de la verdad”. Se enfrentó en la defensa de la fe frente a los errores maniqueos, arrianos y pelagianos. Refiriéndose a una cuestión tan actual como el origen del tiempo, escribe: “¿Cómo habrían podido transcurrir siglos innumerables puesto que tú, que eres el autor y el fundador de los siglos, no los habías creado aún? ¿Cómo hubiese podido existir un tiempo, si tú mismo no lo hubieses establecido? ¿Y cómo hubiese podido transcurrir, si todavía no existía? (…) Tú hiciste todos los tiempos, eres antes que todos los tiempos. Por consiguiente, no hubo un tiempo en que no había tiempo.”35
Período escolástico (Siglos VI al XIII)
Tras la caída del Imperio romano por la invasión de las tribus bárbaras, el mundo entró en una época turbulenta. El cristianismo se refugió en los conventos y el pueblo llano cayó en la ignorancia y la superstición. Poco a poco los invasores fueron asimilando la fe cristiana. Sin embargo, en Oriente se estaba gestando otro grave problema, el islam, una nueva religión monoteísta que mantendría en jaque a la Europa de tradición cristiana durante siglos. En el año 620, el profeta Mahoma, juntó las tribus nómadas de Arabia prometiéndoles el paraíso si difundían su doctrina. En poco más de cien años se apoderaron de Palestina, Siria, Persia, Egipto, todo el norte de África y España. El avance del islam no se limitó al terreno de las armas, incidió también en el área del pensamiento. Desde el califato de Córdoba, los pensadores musulmanes, liderados por Averroes, descubrieron la filosofía de Aristóteles y emprendieron la labor de compaginarla con el Corán, presentándola como alternativa al cristianismo. En el terreno científico, el islam avanzó por un tiempo con mayor rapidez que la Europa cristiana, lo que dio lugar a un resurgir de la apologética.
Anselmo de Canterbury (1033-1109), considerado el padre de la escolástica, retomó la defensa de la fe e intentó utilizar la filosofía grecolatina clásica para comprender la revelación cristiana. No obstante, fue Tomás de Aquino (1225-1274) quién levantó de nuevo en alto la antorcha de la apologética con dos obras monumentales: Suma contra los gentiles, y su famosa Suma teológica. Presionado por los avances del islam, abandonó el platonismo para recuperar la filosofía aristotélica y compaginarla con la fe cristiana, estableciendo un acuerdo entre la razón y la fe. Tomás de Aquino abrió las puertas al Renacimiento y allanó el terreno para los avances científicos. La materia ya no era inferior al espíritu y la Naturaleza dejó de ser algo despreciable para convertirse en una segunda revelación de Dios, dando vida al germen del período renacentista y reformado.
Período reformado (Siglo XVI)
La venta de indulgencias promovida por el papa León X para financiar la Basílica de San Pedro fue el detonante para que un monje agustino, Martín Lutero, planteara sus 95 tesis, quemara públicamente la excomunión del Papa, tradujera la Biblia a la lengua del pueblo alemán, y arrancara con ello a media Europa del dominio de Roma dando lugar a una nueva modalidad apologética: la controversia entre católicos y protestantes. Esta vez, los enfrentamientos entre cristianos no se limitaron al área del pensamiento y al terreno de la Escritura, sino que pasaron al campo físico de la violencia y de las armas, dando lugar a la Inquisición y a las guerras de religión: la Guerra de los hugonotes en Francia, la Guerra de los 30 años en Alemania, etc. La apologética desarrollada por ambos bandos actuó como un crisol necesario para purificar la fe y a la vez ser motor del progreso.
Lutero (1483-1546) escribió su Cautividad Babilónica de la Iglesia y sus Comentarios, toda una revolución en la apologética de la doctrina de la justificación por la fe36. Calvino (1509-1564) publicó su Institución de la Religión Cristiana, sentando las bases no solo de toda la futura teología evangélica sino también de las democracias modernas37. El Papa hizo frente al protestantismo iniciando la Contrarreforma e intentando la tarea de reformar su propia Iglesia a través del llamado Concilio de Trento. Una reforma inconclusa, en la que profundizaron después otros concilios, como el Vaticano II. La división originada por la Reforma dio lugar no solo a dos teologías diferentes, sino también a dos sociologías distintas. Dos concepciones opuestas de la vida: la católica y la protestante, que con el tiempo, cristalizaron en la política, en la economía, en las artes, creando diferencias muy marcadas y reconocidas históricamente entre los países protestantes y los países católicos.
En las formas de gobierno, frente al despotismo de emperadores y reyes católicos, la progresiva evolución de los países protestantes hacia la democracia. En la economía, frente a la visión católica del trabajo como un castigo, la concepción protestante del trabajo como un don de Dios. Frente a la cultura del ocio, la cultura de la laboriosidad. Ante la sobriedad de la arquitectura religiosa protestante, la suntuosidad del barroco católico. Opuesta a la austeridad del pintor protestante Rembrandt (1606-1669), la exuberancia pictórica del católico Rubens (1577-1640). Y, en fin, frente al encasillamiento musical de las partituras de Giovanni Palestrina, la libertad de expresión musical de Juan Sebastián Bach.
Período astronómico (Siglos XVI y XVII)
En el año 1540, Nicolai Copérnico (1473-1543), afirmó que la concepción tolemaica geocéntrica del universo, aceptada por la Iglesia católica, era falsa. La Tierra no era el centro del universo, el Sol no giraba alrededor de ella, sino al revés. El Papa se indignó. El libro de Copérnico titulado De Revolutionibus fue incluido en el “índice de libros prohibidos” acusado de: «contener y dar como verdaderas, ideas sobre la situación y movimiento de la Tierra, enteramente contrarias a las Sagradas Escrituras». Cuando el fraile dominico Giordano Bruno (1548-1600) se atrevió a relacionar sus teorías panteístas con las de Copérnico, fue quemado en la hoguera sin contemplaciones.
Tuvieron que pasar 73 años, hasta 1633, para que Galileo Galilei (1569-1642), animado por los descubrimientos hechos con su telescopio, volviera a hablar del tema. La Inquisición actuó de nuevo, le condenó y tuvo que retractarse; pese a que escribiera al pie de su retractación la famosa frase: «Y sin embargo se mueve». Cuatro años después de que la Inquisición condenara a Galileo, René Descartes publicaba en Francia su famoso «Discurso sobre el Método» conocido como el método de la duda, inaugurando con ello la era del Racionalismo, la era de los críticos: La Ilustración.
Período de la crítica ilustrada (Siglos XVIII y XIX)
Por la obstinación de los Papas y de un escolasticismo decadente, los esfuerzos de Tomás de Aquino por compaginar la fe con la filosofía aristotélica se desvanecieron. La Iglesia había perdido todo su prestigio y el divorcio entre fe y ciencia estaba consumado. Dios había sido desahuciado de su morada habitual. Descartes nunca llegó a negar explícitamente la existencia de Dios, pero redujo el conocimiento a la razón, negando todo aquello que no se puede razonar. Con ello dio alas al racionalismo dogmático, allanado el camino a otros filósofos racionalistas más radicales como Spinoza (1632-1677) y Voltaire (1694-1778) con su famosa frase: «Quienes te pueden hacer creer absurdos te pueden llevar a cometer atrocidades».
Los pensadores ingleses reaccionaron al radicalismo de los franceses. Tanto los empiristas Thomas Hobbes y John Locke, como el deísta David Hume (1711-1776), criticaron el racionalismo de Descartes y conjugaron el conocimiento científico con la idea de Dios, aunque, eso sí, desligándole totalmente de su Creación. Tampoco faltaron grandes científicos cristianos convencidos de que la Naturaleza era parte de la revelación de Dios y de que se podía compaginar la fe con la razón. Entre ellos destacan el físico inglés Isaac Newton (1642-1727) y el matemático francés Blas Pascal (1623-1662). Pero fue inútil.
La Revolución Francesa (1789-1815) se ocupó de proporcionar al racionalismo radical las alas que le faltaban. Los hombres de la Ilustración, deslumbrados por el naturalismo y la ciencia, llegaron a la conclusión de que esta, por sí sola, era suficiente para explicarlo todo. Dios quedaba excluido del escenario científico. Algunos apologistas ingleses, como William Paley (1743-1850), padre de la “teología natural”, se opusieron al racionalismo. En su libro Evidencias del cristianismo, desarrolló el famoso argumento de “el reloj y el Relojero”. A pesar de los esfuerzos de Paley, a finales del siglo XVIII, el ateísmo y el escepticismo se habían impuesto. El cristianismo era desacreditado públicamente y la Biblia blasfemada.
Aunque, a decir verdad, las cosas aún no habían tocado fondo ya que faltaba todavía el golpe definitivo. Este “privilegio” le correspondió al naturalista inglés Charles Darwin (1809-1882). En 1859 publicó su famosa y polémica obra, El origen de las especies, insinuando que la historia de la creación que hallamos en la Biblia era una leyenda; que el hombre no fue creado por Dios sino que proviene del simio. Algunos apologistas cristianos apelaron al recurso de la singularidad del alma humana y admitieron la idea de que quizás nuestro cuerpo hubiera podido descender del simio, pero no el alma, el alma procede de Dios. Tenemos una conciencia que no tienen los animales, que nos proporciona el sentido del bien y del mal. Esta conciencia no puede ser fruto de la evolución, sino que es un don de Dios que nos diferencia de los primates.
No obstante, Sigmund Freud (1856-1939) proclamó la teoría de que no existía el alma y que la conciencia no era algo sobrenatural, recibido de un Creador, sino un simple proceso natural basado en un inmenso almacén de datos creado por nuestro cerebro, que alberga las percepciones presentes y las pasadas de generaciones anteriores, al que llamó “inconsciente”. Con ello el ser humano dejó de ser considerado científicamente como el rey de la creación y quedó reducido a un mero accidente cósmico: sin Creador y sin propósito, sin alma, sin Dios y sin esperanza. Y así surgió una nueva generación de pensadores materialistas y existencialistas como Carl Marx, (1818-1883), Frederick Engels (1820-1895) o Martin Heidegger, (1889-1976).
Las ideas de estos pensadores influyeron en todas las áreas del pensamiento, en la política, la economía, la literatura, la música y el arte. «Dios ha muerto, estamos en la era del hombre», proclamó en filósofo alemán Nietzsche, a finales del siglo XIX. «El hombre ha muerto también, el ser humano es una bestia» concluyó el francés Jean Paul Sartre, a mediados del siglo XX, tras contemplar los horrores del comportamiento humano en los campos de exterminio nazis y posteriormente en los soldados rusos (que violaron en Alemania a dos millones de mujeres, sin distinción de edad). Si Dios ha muerto y el hombre también ha muerto, si no es creación de Dios y no tiene alma, si no es más que un objeto, entonces (según los pintores cubistas y surrealistas), hay que representarlo como un objeto más. Lo mismo da que lo pintemos con los pies en la cabeza que con la cabeza en los pies.
Período apologético (Siglo XX)
A comienzos del siglo XX, la batalla estaba técnicamente perdida. Y el famoso astrónomo Carl Sagan (1934-1966), se encargó de proclamar: “Desde que el nacimiento del universo puede explicarse por medio de las leyes de la física, un supuesto Dios creador se ha quedado sin trabajo”. Si bien es verdad que en el siglo XX, todavía había prestigiosos científicos que aceptaban la existencia de un Dios creador, como Einstein y Heisenberg. Albert Einstein (1879-1955) era deísta y, por tanto, creía que el universo fue diseñado por un ser inteligente, mientras que Werner Heisenberg (1901-1976) aceptaba al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, no el de los filósofos y los sabios deístas. Pero, lo cierto es que el naturalismo se impuso como doctrina fundamental en todas las universidades y escuelas del mundo occidental. La teoría de la evolución se convirtió en base científica y la asignatura de religión fue sustituida por la ética laica. Esta sensación de fracaso dio lugar, dentro del cristianismo, por lo menos a tres tendencias muy marcadas: el revisionismo o modernismo teológico, el pluralismo y el neofundamentalismo.
7.1. Revisionismo:
Algunos empezaron a pensar que si la Biblia contradice a la ciencia humana, lo correcto sería cuestionar la Biblia, pues es posible que contenga errores. Si la razón es incompatible con la fe, entonces, es necesario cambiar la teología. Se debería revisar la Biblia con ojos críticos, extrayendo de ella lo trascendente y desechando lo temporal ya que la Escritura contendría trigo mezclado con paja y, por tanto, habría que seleccionar el trigo y eliminar la paja. De este modo surgió la “alta crítica”. Rudolf Bultmann (1884-1976), fue el teólogo alemán que afirmó: Hay que desmitificar la Biblia y limpiarla de todo tipo de cuentos y leyendas. Jürgen Moltmann (1926-), por su parte, dijo: Nada podemos dar por seguro, lo único que nos queda es la esperanza. Y el teólogo católico de la liberación, Leonardo Boff (1938-), escribió: Lo que cuenta verdaderamente son los pobres y marginados y nuestra misión es defenderlos aunque sea recurriendo para ello a la violencia.
7.2. Pluralismo:
Afirma que Dios surge del interior del propio hombre, por tanto todos los caminos conducirían a Dios. Formamos una generación demasiado sofisticada para seguir creyendo en el cristianismo ortodoxo. Los dogmas tradicionales de la fe cristiana son insostenibles y por tanto debemos abandonarlos o reinterpretarlos. El teólogo y filósofo romántico alemán, Friedrich Scheleiermacher (1768-1834), ante los ataques científicos, buscó una salida afirmando que la esencia del cristianismo no consiste en la revelación de un Dios sino en la conciencia de la existencia de Dios dentro del propio hombre, algo que la ciencia no podía negar. Manifestó que el único Dios que existe es el Dios que el hombre lleva dentro. Por tanto, todas las religiones son igualmente válidas. Su influencia la vemos actualmente en teólogos como el sacerdote católico, Hans Küng, cuando afirma que la salvación será para todos los hombres y mujeres sin importar su religión.
7.3. Neofundamentalismo:
Según este planteamiento, si la ciencia se opone a la Biblia, hay que rechazar la ciencia. La ciencia es una invención de Satanás, y por tanto debemos prescindir de ella. Esto recordaría un poco la postura de los amish, que siguen cocinando con leña y alumbrándose con lámparas de aceite. Hay grupos evangélicos radicales que, prescindiendo de toda regla hermenéutica, defienden que si la Biblia afirma que Josué detuvo el Sol, es porque el Sol gira alrededor de la Tierra, digan lo que digan Copérnico y toda la astrofísica moderna.
No obstante, existen otras posturas más eclécticas y conciliadoras entre la Biblia y la ciencia humana. A lo largo del siglo XX, hubo numerosos apologistas cristianos, tanto moderados como liberales o modernistas, tanto protestantes como católicos, tales como: C.S. Lewis (1898-1968), Francis Schaeffer (1912-1984), Paul Tournier (1898-1966), Josh MacDowell (1940-), Charles Colson (1931-), Maurice Blondel (1861-1949), Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), Herman Schell (1850-1906), Karl Adam (1876-1966), Karl Barth (1886-1968), Emil Brunner (1889-1966), Rudolf Bultmann (1884-1976), Paul Tillich (1886-1965) y otros. Algunos de ellos eran cristianos convencidos de que, fe y razón, no se contradicen, que no hay ninguna incompatibilidad entre la reflexión científica y la existencia de Dios. Y que, por tanto, una fe razonada hace una fe firme. Sus esfuerzos no fueron en vano y la semilla que con esfuerzos sembraron a lo largo del siglo XX sigue dando frutos en el presente.
Período científico (Siglos XX y XXI)
En este período se producirán dos descubrimientos científicos decisivos: la teoría de la relatividad de Albert Einstein y la teoría del Big Bang de George Gamow. Según el primero, la masa y la energía son equivalentes y tuvieron un principio. Todo en el universo es relativo. El cosmos no es eterno ya que la materia fue creada a partir de la nada. Su famosa frase es muy significativa de su pensamiento: La ciencia cojea sin la religión; la religión es ciega sin la ciencia.
Por su parte, George Gamow, con su famosa teoría del Big Bang (o Gran Explosión) explicó en 1948 que el universo tuvo un origen en el tiempo. Antes que él, otros científicos fueron construyendo el camino para llegar a esta conclusión, como Alexander Friedman en 1922 y Georges Lemaître en 1927, que se basaron en la teoría de la relatividad de Einstein para demostrar que el universo estaba en movimiento. Dos años después, el astrónomo Edwin Hubble descubrió que, en efecto, las galaxias se alejaban unas de otras como si el cosmos estuviera permanentemente en expansión.
De manera que el universo se habría creado en mucho menos tiempo de lo que se pensaba y, por tanto, la Biblia recupera vigencia y credibilidad científica. Todo parece apuntar hacia un diseño inteligente. De la misma manera, las células de los seres vivos son como universos en miniatura perfectamente diseñados y los mecanismos ciegos o aleatorios propuestos por la teoría de la evolución plantean cada vez mayores problemas. Tal sería el escenario que se vislumbra hoy. Estamos ante una situación insólita que no se había dado desde que Copérnico sentó las bases del supuesto divorcio entre ciencia y teología. En el siglo XXI, el mundo científico está atónito ante la complejidad de la materia, la magnitud del Universo, la gran cantidad de información que contiene el ADN de los seres vivos, y, como consecuencia, está cambiando algunas de sus concepciones anteriores, abriendo indirectamente la puerta a la posibilidad de un Dios creador.
En el mundo protestante, la apologética ha experimentado un reciente e importante auge de la mano de autores como William A. Dembski, Michael J. Behe, Hugh Ross, Wolfhart Pannenberg, Richard Swinburne, Antony Flew, Norman Geisler, R. C. Sproul, Gary R. Habermas, Alvin Plantinga, William Lane Craig, Alister McGrath, etc. El número de científicos y pensadores creyentes no disminuye, como pretendían ciertos augurios, sino que continúa creciendo en el siglo XXI.
22. Tertuliano, Apologeticum, cap. L: De la victoria de los cristianos en los tormentos, www.tertullian.org/articles/manero/manero2_apologeticum.htm
23. Celso, 2009, Discurso verdadero contra los cristianos, Alianza Editorial, Madrid; cf. S. Fernández, 2004, El Discurso verídico de Celso contra los cristianos. Críticas de un pagano del siglo II a la credibilidad del cristianismo, Teología y Vida, Vol. XLV (2004), 238 - 257, http://dx.doi.org/10.4067/S0049-34492004000200005.
24. Orígenes, 1967, Contra Celso, BAC, Madrid. Pueden leerse breves extractos de la obra en: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/ilu.htm
25. Dulles, A. 2016, La historia de la apologética, BAC, Madrid, p. 53.
26. San Juan Crisóstomo, Demonstration to Jews and Greeks That Christ Is God: PG 48,813-838, en FathCh 73, 153-262.
27. San Agustín, 2010, La ciudad de Dios, Tecnos, Barcelona.
28. Ropero, A. (Editor), 2018, Obras escogidas de Ireneo de Lyon, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 161.
29. Ropero, A. (Editor), 2018, Obras escogidas de Justino Mártir, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 69.
30. Ropero, A. (Editor), 2017, Obras escogidas de Clemente de Alejandría, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 90-91.
31. Ropero, A. (Editor), 2018, Obras escogidas de Tertuliano, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 104-105.
32. Ropero, A. (Editor), 2018, Obras escogidas de Orígenes, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 136-137.
33. Sánchez García, B. 2005, Manual de Patrología, Clie, Terrassa, Barcelona, España, p. 224.
34. Ropero, A. (Editor), 2018, Obras escogidas de Juan Crisóstomo, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 115.
35. Ropero, A. (Editor), 2017, Obras escogidas de Agustín de Hipona, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 380-381.
36. Lutero, M. 1998, Comentarios de Martín Lutero, varios volúmenes, Clie, Terrassa, Barcelona.
37. Ver también Calvino, J. 2011, El libro de oro de la verdadera vida cristiana, Clie, Viladecavalls, Barcelona, obra que se publicó por primera vez en latín y francés en 1550.