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2 EL PREÁMBULO AMERICANO: LAS ANTILLAS Y PANAMÁ

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Las desgracias de los mal llamados indios a causa de la, en el fondo, impericia de Cristóbal Colón, comenzaron bien pronto. Son harto conocidas las descripciones del almirante genovés, ya en su primer viaje, acerca de la incapacidad militar de los taínos de las Bahamas, primero, y de las Antillas Mayores más tarde. En el Diario de a bordo, en fecha tan temprana como el propio 12 de octubre de 1492, Colón señala: «Ellos no traen armas ni las cognosçen, porque les amostré espadas y las tomavan por el filo, y se cortavan con ygnorançia». Insistía el 16 de diciembre: «Ellos no tienen armas, y son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas y muy cobardes, que mil no aguardarían tres». Para entonces, el almirante Colón ya se regodeaba con la presumible facilidad de la ocupación de unas tierras que, de poder hacerse con escasos efectivos hispanos, le podrían reportar pingües beneficios. Por ello, el 26 de diciembre el Almirante torna a asegurar: «Tengo por dicho que con esta gente que yo traigo sojuzgaría toda esta isla [La Española] […] y [con] más gente, al doblo; más son desnudos y sin armas y muy cobardes fuera de remedio». Solo el 13 de enero de 1493, los indios ciguayos en número de cincuenta y cinco osaron enfrentarse a siete tripulantes de la expedición. Dos de aquellos fueron heridos; el resto se presentó al día siguiente en son de paz. El piloto mayor de la carabela Niña, Peralonso Niño —o bien Sancho Ruiz, piloto de idéntica nave—, impidió que se produjese una masacre frenando a los hombres. De todas formas, el 26 de diciembre, tras el hundimiento accidental de la Santa María el día anterior, el almirante Colón se decidió por dejar treinta y nueve tripulantes al cuidado del cacique taíno Guacanagarí. Lo trascendente ahora es señalar que no solo ordenó Cristóbal Colón construir una «torre y fortaleza, todo muy bien, con una grande cava» para resguardo de aquellos que se quedasen en el nuevo asentamiento, sino que previamente el Almirante hizo disparar una lombarda y una espingarda ante la presencia de Guanacagarí, quien quedó maravillado de la «fuerça hazían y lo que penetravan», mientras que sus gentes, cuando oyeron los tiros, «cayeron todos en tierra». Esta exhibición de poderío militar tanto podía servir para asegurar la amistad de los taínos, puesto que se podría usar contra sus enemigos caribes, como para atemorizarlos. Además, fue un recurso que se utilizaría en otras muchas ocasiones con diferentes grupos humanos a lo largo y ancho de las Indias (Colón, 1995: 113, 263, 302-307, 348-353).

Tras el asentamiento permanente colombino en la isla La Española, a partir del segundo viaje, 1493-1496, el almirante Colón enviaría a Alonso de Ojeda con una tropa de cuatrocientos hombres a ocupar el interior rico en oro, el famoso Cibao que el genovés asimilase en su primer viaje con el Cipango (Japón) de Marco Polo, utilizando el terror. Como señala el padre Bartolomé de las Casas, el almirante Colón sentó un precedente que todos los demás siguieron en aquellas tierras, pues

lo primero que trabajaron siempre, como cosa estimada dellos por principal y necesaria para conseguir sus intentos, fué arraigar y entrañar en los corazones de todas estas gentes su temor y miedo, de tal manera, que en oyendo cristianos, las carnes les estremeciesen; para lo cual efectuar hicieron cosas hazañosas (Las Casas, 1981, I: 382).

La presión a la que fueron sometidos los taínos de La Española condujo a su levantamiento; la muerte de diez españoles a manos del cacique Guatiguará llevó a Cristóbal Colón a la movilización de una hueste conformada por doscientos infantes, veinte efectivos de caballería y otros tantos perros de presa, además de centenares de indios aliados. Las Casas no desaprovechó la ocasión para tratar la desigualdad de la tecnología militar empleada por unos y otros, un argumento muy recurrente en sus escritos. La desnudez de los indios, signo de sencillez y simplicidad en los escritos del padre Las Casas, los hacía especialmente desvalidos y vulnerables ante las armas hispanas, sobre todo las ballestas y espingardas, pronto sustituidas por escopetas y arcabuces, además de las espadas, los caballos y los perros, que parecen fascinar a Las Casas. De ellos dice:

Esta invención comenzó aquí [La Española] excogitada, inventada y rodeada por el diablo, y cundió todas estas Indias, y acabará cuando no se hallare más tierra en este orbe, ni más gentes que sojuzgar y destruir, como otras exquisitas invenciones, gravísimas y dañosísimas a la mayor parte del linaje humano, que aquí comenzaron y pasaron y cundieron adelante para total destrucción de estas naciones.

La ignorancia de los indios alcanzaba el hecho de creer que el escaso número de los hispanos iba a ser una gran ventaja para ellos, de modo que apenas si tomaban medidas tácticas oportunas jugando con el número superior de hombres que podían poner en el campo de batalla. Así se comprobó en la denominada batalla de la Vega Real, en la que Cristóbal Colón destrozó el ejército improvisado por los taínos. Se hicieron muchos esclavos. Según Michele de Cuneo, de los mil seiscientos esclavizados, quinientos cincuenta se enviaron a la Península. En el camino murieron unos doscientos, y la mitad de los supervivientes llegaron enfermos (Cuneo citado en Todorov, 2000: 55). Por cierto que Las Casas señala que no supo el número de hombres con los que el cacique aliado Guacanagarí ayudó a Colón. Como vemos, desde el primer momento el auxilio de los indios, siempre mal recogido en los relatos hispanos, fue importante. Colón mantendría su presión en el centro de la isla, la llamada Vega Real, durante otros nueve o diez meses (Las Casas, 1981, I: 405, 413-416).

Pero no se puede seguir adelante de ninguna de las maneras sin advertir el hecho de que Michele de Cuneo, amigo del almirante Colón y de procedencia genovesa, asimismo, iba a protagonizar en el segundo viaje colombino un comportamiento que, lamentablemente, iba a menudear desde entonces: la primera violación de una nativa americana relatada como tal. La narración del propio Cuneo es tan impactante que deja sin aliento al lector:

Mientras estaba en el barco, pude hacerme con una bellísima mujer caníbal que el señor almirante me había concedido, y cuando la tuve en mi camarote, denuda (sic), según su costumbre, sentí un fuerte deseo de jugar con ella e intenté safisfacer mis ansias, mas ella no quiso saber nada de eso y me arañó de tal modo con las uñas que, en aquel momento, deseé no haber comenzado nunca. Le explicaré cómo acabó todo: conseguí una cuerda y le propiné tal paliza que lanzó unos alaridos como yo nunca había oído antes, increíbles. Por fin llegamos a un acuerdo tal que, al realizar el acto, créame, parecía que había aprendido en una escuela de rameras (citado en Abulafia, 2009: 241).

Mientras el almirante Colón se hallaba en la Península antes de iniciar su tercer viaje en 1498, se envió título de adelantado de las Indias a Bartolomé Colón, con el cual se hubo de enfrentar no solo a la revuelta del antiguo mayordomo de su hermano, Francisco Roldán, sino también a los caciques Guarionex y Mayobanex, que movilizaron a unos seis mil hombres —quince mil según Gonzalo Fernández de Oviedo—, hastiados por el comportamiento de unos y otros, a quienes derrotó con apenas noventa infantes, algunos caballos y la ayuda inestimable de tres mil indios aliados. Para Fernández de Oviedo, la causa principal de la victoria fue ser los indios «gente salvaje e desarmada, e no diestra en la guerra a respecto de los cristianos», y así «mataron muchos dellos» (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. iii, cap. II). Una de las medidas usuales en aquellos casos, hasta que los caciques indios eran totalmente sometidos, consistía en destruirles su país. Así, el adelantado Bartolomé Colón ordenó «quemar y destruir cuanto hallasen; quemaron los pueblos que allí e por los alrededores había» (Las Casas, 1981, I: 461). Dos años más tarde, como es ampliamente conocido, los hermanos Colón cayeron en desgracia.

El comendador de Lares, fray Nicolás de Ovando (1451-1511), alcanzó el privilegio de gobernar La Española a partir de 1502. Una de sus primeras medidas de gestión consistió en controlar ambos extremos de la isla, una tarea que los hermanos Colón, Cristóbal, Diego y Bartolomé, no habían realizado años atrás. En el origen de las operaciones militares desatadas, y como fuera tan habitual en las Indias, estuvo la necesidad de castigar la muerte de algunos españoles, asesinados vilmente por los indios. O esa fue la justificación de lo que aconteció después. Pero, en realidad, en la base de tal política se hallaba la necesidad de hacerse con botines, en forma de reparto de esclavos, para contentar a su gente. Y el expediente más sencillo siempre era pro-mover las hostilidades en territorios no sometidos todavía a la autoridad real (Cassá, 1992: 200). En la provincia de Higüey, que se hallaba alzada por la muerte de un cacique, al parecer despedazado por un perro, se encontraba a una legua la isla de Saona, donde ocho desprevenidos españoles que desembarcaron fueron muertos. Como ya era costumbre, y lo seguiría siendo en el futuro, en este caso Nicolás de Ovando apercibió a cuantos hispanos pudo, unos trescientos o cuatrocientos, habiéndose declarado la guerra a sangre y fuego. Su capitán fue Juan de Esquivel (c.1465-1513), posterior conquistador de Jamaica. El padre Bartolomé de las Casas escribió acerca de la escasa capacidad bélica de los indios de La Española, reduciéndose su enjundia militar a escapar del empuje de las tropas hispanas en cuanto podían. Más tarde, en cuadrillas, los españoles se echaban al monte en busca de los indios huidos, «donde hallándolos con sus mujeres e hijos, hacían crueles matanzas en hombres y mujeres, niños y viejos, sin piedad alguna». Según Las Casas, en Saona Juan de Esquivel, para escarmentarlos, encerró seiscientos o setecientos presos en un bohío, y luego los mandó pasar a todos a cuchillo. Entre cuarenta y ochenta caciques pudieron perecer en la hoguera. El resultado fue que, al poco tiempo, «comenzaron a enviar mensajeros los señores de los pueblos, diciendo que no querían guerra; que ellos los servirían; que más no los persiguiesen». Miles de supervivientes fueron conducidos a las zonas de explotación aurífera, donde, debido a una sobreexplotación horrorosa, fenecerían en breve plazo (Cassá, 1992: 200). Según el testimonio de Alonso de Zuazo, en carta al señor de Chièvres, Guillermo de Cröy, consejero del rey Carlos, a quien escribía desde Santo Domingo a finales de enero de 1518, quince años atrás el gobernador Nicola de Ovando habría enviado

gente a la provincia de Higüey, donde fizo matar por mano de su criado, Juan Desquibel, natural de Sevilla, siete u ocho mil indios, so color que aquella provincia dizque se quería levantar, que son gente desnuda, que solo un cristiano con una espada basta para doscientos indios (citado en Julián, 2011: 51-52).

Para domeñar la resistencia de la provincia de Jaraguá, dominada por la reina Anacaona, Nicolás de Ovando destinó trescientos infantes y setenta efectivos de caballería y mediante un ardid tomó presos unos ochenta señores de la zona y los encerró en un bohío al que prendieron fuego —según la versión de Diego Méndez, un criado de Cristóbal Colón, fueron setenta los caciques quemados vivos—; mientras, el resto de la tropa se dedicó a matar a todos los indios que hallaban a su paso, a estocadas o alanceándolos. Anacaona fue ahorcada. La justificación para tamañas acciones fue, y ello ocurrió en otras muchas ocasiones, la sospecha de estar concertándose una alianza para destruir a los hispanos. Lo que no es tan fácil es encontrar un testimonio como el del padre Las Casas, quien asegura que, meses después de aquellos hechos, y temiendo la reacción que se pudiese producir en la Península, Nicolás de Ovando decidió abrirles un proceso por traición a todos los caciques ejecutados y a la propia reina Anacaona. En todo caso, la violencia engendró más violencia y tras el ahorcamiento de Anacaona, el cacique Guaorocaya, sobrino de la anterior, «se alzó en la sierra que dicen Baoruco, e el comendador mayor envió a buscarle e hacerle guerra ciento e treinta españoles que andovieron tras él hasta que lo prendieron e fué ahorcado» (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. III, cap. XII). Las Casas critica igualmente a Gonzalo Fernández de Oviedo, quien siempre condenaba a los indios y excusaba a los españoles, «porque, en este caso hablando, dice que se supo la verdad de la traición que tenían ordenada y cómo estaban alzados de secreto, por lo cual fueron sentenciados a muerte» (Las Casas, 1981, II: 239). Para Fernández de Oviedo, «el castigo, que se dijo de suso, de Anacaona e sus secuaces fué tan espantable cosa para los indios, que de ahí adelante asentaron el pie llano e no se rebelaron más». Años después, el cronista Antonio de Herrera recoge fielmente el rechazo que produjo en la Corte la quema de los caciques de Jaraguá y el ahorcamiento de Anacaona, pero mantiene en pie la teoría de la conspiración, la traición y la búsqueda de una alianza para destruir a los españoles (Herrera, 1601, I, VI: 192). Si todo ello era cierto, ¿por qué se enojaron con Ovando la reina Isabel I o don Álvaro de Portugal, presidente del consejo de Justicia?

Tras la masacre de Jaraguá no es de extrañar que las provincias vecinas de Guahaba y Hanyguayaba se alzaran en armas, donde los capitanes Diego Velázquez (1465-1524) y Rodrigo Mejía castigaron a sus gentes de la forma ya descrita. Velázquez, futuro conquistador de Cuba, se fue fogueando en tan particulares técnicas bélicas aplicadas en La Española. Mientras, los indios del Higüey volvieron a alzarse en armas, designando otra vez Ovando a Juan de Esquivel como capitán general de la expedición de castigo. Esta contó con unos trescientos o cuatrocientos hombres, que parece ser el número máximo de efectivos que Ovando podía permitir sacar de los diversos asentamientos para ir a combatir, solo que entonces, señala el padre Las Casas, incluso recibieron la ayuda de los aborígenes de la provincia de Ycayagua, indios de guerra, «los cuales en los de Higüey alzados no hicieron poco guerra ni poco daño». Las Casas siempre se muestra muy crítico con la desigualdad entre las armas hispanas y las de los aborígenes, no dando las primeras opción alguna de victoria a los segundos. Y eso que en aquellos años apenas si había espingardas, pero con los perros, los caballos, las espadas y las ballestas había suficiente. Así, los indios de Higüey se perdieron por los bosques para salvar la vida ante el empuje militar hispano, siendo perseguidos por cuadrillas de españoles, quienes se hacían guiar por algunos indios atrapados, a los que se torturaba para lograr su cooperación. Y como se ha dicho antes, cuando se hallaba un grupo de indios escondido en la maleza no se solía dar cuartel, para dar ejemplo, menudeando entre los que se salvaban el corte de sus manos. Una vez más, asegura Bartolomé de las Casas cómo a muchos de estos:

les hacían poner sobre un palo la una mano, y con el espada se la cortaban, y luego la otra, a cercén o que en algún pellejo quedaba colgando, y decíanles: «Andad, llevad a los demás esas cartas»[…], íbanse los desventurados, gimiendo y llorando, de los cuales pocos o ningunos, según iban, escapaban, desangrándose y no teniendo por los montes, ni sabiendo dónde ir a hallar alguno de los suyos, que les tomase la sangre ni curase; y así, desde a poca tierra que andaban, caían sin algún remedio ni amparo (Las Casas, 1981, II: 257-260).

Por cierto que, una vez iniciadas estas prácticas de amputación de manos, no tenían por qué ser de uso exclusivo de los castellanos: años más tarde, relata Gonzalo Fernández de Oviedo que un lugarteniente del cacique Enrique, rebelado en La Española, mandó cortar la mano derecha a un preso español (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. V, cap. V). En su guerra, el cacique Enrique solía despojar a los caídos hispanos de sus armas y algunos de sus hombres llevaban hasta dos espadas. También aprendió de las tácticas ajenas de combate (Mira, 1997: 322). Llegaría a disponer de una fuerza de seiscientos seguidores, de modo que la Real Audiencia se vio obligada a formar varias cuadrillas especializadas en el rastreo de los sublevados, asistidas por indios auxiliares motivados por recompensas si se lograban los objetivos. Tras varios años de sublevación, ya que se inició en 1519, en 1527 se consiguieron reunir noventa hispanos, además de los ayudantes aborígenes, para intentar capturarlo, pero fue en vano. El peligro, además, estuvo en que, con su ejemplo, nuevos sublevados se sumaban a la causa general rebelde, incluyendo antiguos esclavos africanos escapados a las montañas, es decir cimarrones. En 1533, tras la idea de movilizar un contingente de trescientos soldados en la propia Península para remitirlos a La Española al mando de Francisco de Barrionuevo, con quien el cacique Enrique pactó el abandono de su actividad rebelde a cambio de la libertad de su grupo. Ello llevaría a la ruptura con los grupos de resistentes cimarrones, quienes pasaron a ser perseguidos incluso por antiguos seguidores del cacique Enrique. Uno de los grupos mejor organizados de cimarrones, el de Sebastián Lembá, en la segunda mitad de la década de 1540, llegó a destruir un poblado de antiguos seguidores de Enrique y masacraron a su población. También en Cuba hubo grupos de insurrectos que, desde el inicio de la década de 1520, se mantuvieron largos años en rebeldía. En 1542, el cabildo de Santiago llegó a formar algunas cuadrillas de indios asalariados que se dedicaban en exclusiva a la caza de los aborígenes rebeldes (Cassá, 1992: 243-247, 252-253).

Y cuando no era el corte de las manos era el fuego o el ahorcamiento. El acoso al cacique Cotubanamá, quien acabó ajusticiado en Santo Domingo tras su captura en la isla de Saona, sirve al padre Las Casas para realizar una especie de resumen del horror, siempre con la idea final de «meter miedo por toda la tierra y viniesen a darse». Los dominicos de La Española, en un informe sombrío de 1519 al señor de Chièvres, consejero flamenco de Carlos I, corroboraron todos los crímenes y atrocidades cometidos en las personas de los aborígenes por los colonos —«comenzaron a romper e destruir la tierra por tales e tantas maneras, que no decimos pluma, pero lengua no basta a las contar»—, quienes, por un lado, creían que asesinar, torturar o violar a gentes sin fe no era ningún delito, y, en segundo lugar, se aprovecharon de «ser ellos gentes tan mansas e pacíficas e sin armas» (Bataillon/Saint-Lu, 1974: 73-74).

Testigo de vista de la conquista de Cuba a partir de 1511, su primer gobernador, Diego Velázquez, hubo de sortear un escollo inicial en la persona del cacique Hatuey, quien, huido de La Española e instalado en la isla vecina, más que ofrecer resistencia, si bien durante algunas semanas organizó cierto número de emboscadas, optó por escapar con su gente a los montes, siendo consciente de que la resistencia militar no tenía futuro; Hatuey pagó su osadía, y las molestias ocasionadas, muriendo en la hoguera. Antes de su captura, diversos aborígenes fueron torturados para que dijesen dónde se escondía. Como en otras ínsulas, la cacería de esclavos estuvo a la orden del día. La reacción de los indios, que fue muy similar en otros lugares, iba desde la huida hacia delante, nunca mejor dicho, a las provincias contiguas, donde daban cuenta de sus males a otros hasta la entrega voluntaria al invasor hispano, pasando por la resistencia a ultranza. Tras dominar la zona oriental de la isla, Diego Velázquez fundó la localidad de Bayamo (San Salvador), desde donde procedería un tiempo más tarde a controlar el centro de la isla. Pero todavía quedaron focos de resistencia rebelde en la zona oriental, tan duramente reprimidos por Francisco de Morales, quien ordenó una masacre en la región de Maniabón, hoy en día Holguín, que hasta el propio Velázquez se sintió obligado a enviar preso a Santo Domingo a Morales (Cassá, 1992: 233-234).

Uno de los capitanes de Velázquez, Pánfilo de Narváez (1470-1528), a quien más tarde nos encontraremos en Nueva España y en Florida, protagonizó una terrible masacre en la provincia de Camagüey en 1513. Alcanzando sus tropas la localidad de Caonao tras una marcha agotadora por la falta de agua, fueron atendidos por una multitud de unos dos mil indios, si bien en un gran bohío calcula el padre Las Casas que se hallaba otro medio centenar de ellos; la multitud quedó sorprendida al ver la hueste hispana, en especial los caballos, aunque solo eran cuatro. A la tropa hispana la acompañaban, como era habitual, indios de apoyo, en este caso unos mil. Sin mediar razón alguna, en principio, los españoles desenvainaron sus espadas —que, en presagio funesto, habían afilado aquel mismo día en unas piedras apropiadas dejadas al aire por la sequía del río que atravesaron; a la sequedad del río seguiría, claro, la mucha sangre derramada después, una imagen muy cara a Las Casas— y mataron a una gran cantidad de personas sin que su capitán, Pánfilo de Narváez, hiciese nada por impedirlo. Más adelante cundió la sospecha, o bien se buscó el atenuante justificador, de que algunos indios bien pudieran estar tramando una traición para matar al grupo hispano. El padre Las Casas, aunque es una opinión muy particular, típica de su pluma, aseguraba que el motivo no fue otro que el gusto por el derramamiento de sangre humana. Tzvetan Todorov se ha referido a este episodio como «si los españoles encontraran un placer intrínseco en la crueldad, en el hecho de ejercer su poder sobre el otro, en la demostración de la capacidad de dar la muerte» (Todorov, 2000: 155). En cualquier caso, y esa sí era una lección repetida en otras muchas ocasiones, el pavor se apoderó de los habitantes de la zona al conocer la masacre (Las Casas, 1981, II: 522-539). Antonio de Herrera reprodujo el pasaje siguiendo a Las Casas, consiguiendo, no obstante, que el lector perciba lo acontecido como si todo hubiese sido un pequeño incidente. Pero incluso leyendo a Herrera se descubre la contradicción, porque, si apenas pasó nada, ¿a santo de qué los indios abandonaron masivamente la zona en dirección al cercano archipiélago llamado Jardines de la Reina? (Herrera, 1601, I, X: 329). Como cabía esperar, Diego Velázquez justificaría la acción de su lugarteniente al alegar la traición de los aborígenes y su determinación de exterminar a los españoles cuando entrasen en su poblado, que llamó Yahayo. Además, redujo a un centenar el número de muertos entre los indios (Cassá, 1992: 235).

En Boriquén (Puerto Rico), los hombres de Juan Ponce de León (c. 1465-1521), que llegó a la isla en agosto de 1508 y fundó un fuerte en Caparra, fueron atacados en 1511 tras tres años de excesos merced a una sublevación general de los caciques de la zona. Murieron unos ochenta hispanos en la localidad de Aguada tras ser atacados por varios millares de taínos. La respuesta cristiana consistió en ir a buscar a los indios allá donde se hallasen congregados y destruirlos. Parece que Ponce de León no buscó una batalla campal, sino ir destruyendo la resistencia de la isla atacando las fuerzas de los caciques uno a uno. De hecho, Ponce de León utilizó las emboscadas para atacarlos, dado que apenas si contaba con un centenar de hombres tras las fuertes pérdidas iniciales del contingente hispano presente en la isla. Una vez recuperada la iniciativa, Ponce enviaba regularmente a sus capitanes como fuerza de choque contra los caciques, concurriendo él mismo con refuerzos más tarde si era necesario. Así, el capitán Diego de Salazar derrotó al cacique Mabodamacá, que contaba con seiscientos hombres, haciéndole ciento cincuenta muertos. Tras huir a la provincia de Yagueca, los indios, nada menos que once mil según Gonzalo Fernández de Oviedo, fueron contenidos por las tropas de Juan Ponce de León, apenas ochenta hombres, gracias al uso de la formación en escuadrón y las armas europeas, ventaja que les permitió escaramucear con ellos sin demasiado peligro mientras fortificaban su posición; aunque los indios lanzaron algunas acometidas, las tropas hispanas supieron mantenerse unidas, mientras que los indios se retiraban a distancia prudencial del alcance de los disparos de arcabuz. Tras morir de un disparo el cacique Agueybaná, la resistencia fue reduciéndose hasta desaparecer, salvo las ocasionales incursiones de los feroces caribes. Hasta aquí Antonio de Herrera; en su versión de los hechos, el cronista Fernández de Oviedo señala que Ponce de León, ante el tamaño del ejército aborigen,

como la misma noche fué bien escuro, se retiró para fuera el gobernador, e se salió con toda su gente, aunque contra voluntad e parescer de algunos, porque parescía que de temor rehusaban la batalla; pero en fin, a él le paresció que era tentar a Dios pelear con tanta moltitud e poner a tanto riesgo los pocos que eran, y que a guerra guerreada, harían mejor sus hechos que no metiendo todo el resto a una jornada (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. XVI, caps. IX-X. Oliva de Coll, 1974: 46-47. Herrera, 1601, I, VIII: 283-286).

A partir de 1507, pero sobre todo desde 1509, comenzó a organizarse el envío de indios de paz capturados en las Lucayas (Bahamas) en dirección a las llamadas Antillas Mayores: primero La Española y, poco más tarde, a Puerto Rico y Cuba. Con la excusa de la resistencia mostrada, cualquiera de los habitantes de las islas inútiles, denominadas tan despectivamente por no haberse encontrado oro en ellas, era susceptible de ser esclavizado. La Corona, en 1511, incentivó aquellas capturas alegando que los indios serían instruidos en la fe. Desde La Española, pues, se saquearon las Lucayas intensamente entre 1512 y 1516. Era un gran negocio. Todavía en la década de 1530 se organizaban expediciones esclavistas y la Corona, a pesar de su ocasionalmente cacareada política indigenista, cobraba puntualmente todos los impuestos estipulados (Mira, 2009: 298 y ss.). Y, con todo, la guerra desatada en el propio Puerto Rico había encontrado su manera de financiarse, dado que los prisioneros capturados eran vendidos como esclavos, no sin que antes se les marcara en los brazos y en la frente una F, por Fernando el Católico, claro está (Cassá, 1992: 26-227). En efecto, siguiendo a Jennifer Wolff, todavía en 1515 los españoles arrasaban conucos en la sierra, señal de que los alzados no habían sido suprimidos. La guerra sirvió de pretexto para la captura de esclavos, y el Gobierno de Juan Cerón (1511-1513) se caracterizó por ser «de cacería humana en la selva tropical». El propio rey Fernando había dejado claro el tono de aquella guerra ya a mediados de 1511: «[…] les haréis guerra a sangre y fuego, procurando matar los menos que se puedan y tomando los otros […] enviando luego a La Española cuarenta o cincuenta para que sirvan como esclavos». Y en los siguientes años, siempre que fuese necesario, la Corona repetiría la orden de esclavizar a los alzados. Según las estimaciones de la autora, entre 1510 y 1513 se vendieron en pública almoneda no menos de mil doscientos cuarenta y cuatro esclavos (Wolff, 2013-2014: 237, 239).

No obstante, el área de las Antillas Mayores no era un lugar del todo seguro. En verdad, tras su aventura de 1513, en la que descubrió Florida, Juan Ponce de León fue nombrado capitán general de Puerto Rico, pues ahora su cometido era proteger la isla de los ataques de los indios caribes, mientras se seguían organizando cabalgadas, como las ya señaladas que se efectuaban en el norte de África, en los territorios aledaños a Puerto Rico, y donde se capturaban para hacerlos esclavos tanto a caribes como a taínos (Cassá, 1992: 229-230). En 1528, una partida de caribes de la isla Dominica atacó Puerto Rico y se llevó preso a uno de sus vecinos, Cristóbal de Guzmán, así como a varios indios de su encomienda y esclavos. La familia de Guzmán y el cabildo de San Juan organizaron una expedición punitiva con doscientos hombres, al mando de Juan de Yucar, con el propósito de costearla con los esclavos que se hiciesen. Tras un viaje dificultoso, una primera incursión en tierra de Dominica les valió ochenta esclavos, mientras el capitán Yucar dio orden, una vez conocida la muerte de Cristóbal de Guzmán, de que «hiciesen la guerra a aquellos indios, y que al que no pudiesen haber vivo para esclavo y aprovecharse de él, le dieren la más cruel muerte que les pareciese, y todo lo que pudiesen destruir y arruinar lo destruyesen y arruinasen». Así se hizo, y mientras el capitán Vázquez con cuarenta hombres atacaba un poblado, donde «muchos mató a cuchillo, y muchos quemó vivos en los bohíos», el propio Juan de Yucar arremetió contra una pequeña flotilla de canoas, pasando también a cuchillo a los habitantes de un poblado cercano. Un día más tarde, Yucar probó un desembarco con ochenta de sus mejores hombres, llevando delante de sí a seis de ellos a distancia de un tiro de arcabuz para evitar emboscadas. Tras cuatro días de avance por el interior, en los que quemaron una treintena de asentamientos deshabitados, al quinto toparon con una posición firmemente defendida, y Juan de Yucar decidió retirarse hacia la costa colocándose él y sus veinte mejores hombres en la retaguardia. En todo momento fueron acometidos por los indios, pero estos no pudieron derrotarlos. No obstante, tras descansar la hueste algunos días en la costa, donde les esperaban dos bergantines y una carabela, los caribes les atacaron tomándolos desprevenidos: con diez piraguas los dos bergantines hispanos recibieron daños, sobre todo uno en el que murieron veinticinco de sus tripulantes flechados; Juan de Yucar apenas si pudo reaccionar, atacando las embarcaciones enemigas desde el segundo bergantín y la carabela. Al fin y a la postre, mientras los bergantines regresaron a Puerto Rico con sus esclavos, los hombres de la carabela permanecieron en la Dominica intentando hacer un botín a toda costa (Aguado, 1956-1957, I: lib. iv, caps. XXV-XXVII).

Juan de Esquivel recibiría órdenes directas de Diego Colón hijo, virrey de La Española desde 1509, para ocupar Jamaica a partir de idéntica fecha. Con un contingente de sesenta hombres, Esquivel, que no encontró oro, se dedicó a la caza y captura de los esquivos taínos, quienes se refugiaban en los bosques, mediante el uso de jaurías de perros (Cassá, 1992: 230-232).

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Mientras las conquistas de Puerto Rico (1508) y Jamaica (1509) siguieron el protocolo ya establecido en La Española, lo ocurrido con los gobernadores Alonso de Ojeda (1466-1516) y Diego de Nicuesa (1477-1511) —ambos con experiencia en la conquista de Santo Domingo— en Veragua (o Castilla del Oro) y Nueva Andalucía (Urabá) a partir de 1510 sirve, hasta cierto punto, como compensación a favor de los indios de los muchos males causados en otras partes. Aunque contradiciéndose, ya que siempre había asegurado la indefensión de los indios, como hemos visto, el padre Bartolomé de las Casas comenta cómo los indios flecheros envenenaban sus saetas en aquellas tierras, causando estragos no conocidos hasta entonces en las filas hispanas. Así, Alonso de Ojeda, tras comenzar la campaña con la derrota de los indios caramairí, a quienes esclavizó, y con la quema de algunos notables atrapados en sus bohíos, comenzó a perder hombres de manera dramática —setenta, incluyendo a Juan de la Cosa (1449-1510)26, en un encuentro en la localidad de Turbaco—, viéndose en la obligación de contactar con el grupo de Nicuesa. No fue un caso aislado. Rodrigo de Colmenares, un veterano de las primeras campañas italianas del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, quien salió en 1510 de La Española para socorrer a Nicuesa y los suyos, tuvo cuarenta y tres muertos —o bien cuarenta y siete— por flecha envenenada en un enfrentamiento con indios en la zona de Paria (Mártir de Anglería, 1989: 110-111. López de Gómara, 1991: cap. LIX). Ojeda y Nicuesa, con cuatrocientos hombres, quienes atacaron por tres lugares a la vez, destruyeron Turbaco a sangre y fuego como represalia, no perdonando a ningún habitante. El cronista Francisco López de Gómara señaló cómo los indios cayeron víctimas del fuego o del «cuchillo de los nuestros, que no perdonaron sino a seis muchachos». Según Gonzalo Fernández de Oviedo, Diego de Nicuesa, la noche anterior al asalto, dio órdenes rigurosas a sus hombres de no hacer prisioneros, prohibiéndoles también que perdiesen el tiempo intentando procurarse un botín: solo anhelaba ver el asentamiento arrasado. Poco después, siendo ya conocido por todos los indios cómo las gastaban los españoles, aquellos apenas se dejaban ver, jugando con sus flechas envenenadas contra estos, quienes irían muriendo lentamente de hambre, cansancio y enfermedades en el territorio más inhóspito que hasta entonces habían hollado sus pies. Según el padre Las Casas, de los setecientos ochenta y cinco hombres de la expedición de Diego de Nicuesa —quinientos ochenta para el teniente de Nicuesa, Rodrigo de Colmenares— apenas si cuarenta y tres restaron en el territorio en los años en activo de Vasco Núñez de Balboa (1475-1519). Mientras que de los trescientos comandados por Alonso de Ojeda —o bien doscientos veinte, según Colmenares—, solo treinta o cuarenta sobrevivieron, entre ellos Francisco Pizarro. Más tarde, con el refuerzo que llevó consigo Rodrigo de Colmenares, unos sesenta hombres, el número de españoles a disposición de Balboa subiría a ciento cincuenta27.

Sobre la conquista del Darién a partir de 1511 —Balboa sería designado gobernador interino del territorio por Fernando el Católico el 23 de diciembre de dicho año—, el padre Las Casas reseñó cómo

la costumbre de Vasco Núñez y compañía era dar tormentos a los indios que prendían, para que descubriesen los pueblos de los señores que más oro tenían y mayor abundancia de comida; iban de noche a dar sobre ellos a fuego y sangre, si no estaban proveídos de espías y sobre aviso.

Pero es asimismo interesante constatar cómo, en su caso, la falta de efectivos hispanos obligaba a endurecer la política de uso del terror indiscriminado por imperativo militar. Para la historiadora Bethany Aram, la política indígena de Núñez de Balboa fue «una mezcla de cooperación, intimidación y brutalidad», en la que este no dudó en torturar, ahorcar o echar a los perros a todos aquellos nativos que se negasen a proporcionar oro. Y de forma inteligente señala: «Tales acciones, aunque crueles, reforzaban la lealtad de sus aliados nativos y españoles. Es posible que incluso hubieran aumentado el interés por conservar su amistad» (Aram, 2008: 51-55). Lógico, era justamente eso lo que se pretendía. Asimismo, Carmen Mena reconoce cómo el método de actuación habitual de Núñez de Balboa consistía, una vez habían sido convenientemente aterrorizados los caciques invadidos «con un gran despliegue de fuerzas y con prácticas muy crueles», en ofrecerles su amistad y protección, que podía alcanzar hasta la cooperación militar para enfrentarse a otros caciques enemigos de los primeros (Mena, 2011: 155-157). Así, mientras Núñez de Balboa se veía obligado a operar con ciento treinta hombres contra Chima, el cacique de Careta —aunque Francisco Pizarro y seis de los suyos se enfrentaron a cuatrocientos indios, matando ciento cincuenta, según el padre Las Casas, circunstancia muy poco creíble—, y con ochenta para hacer lo propio contra el cacique de Ponca, lo cierto es que demandaría a Diego Colón hijo (c. 1482-1526), por entonces virrey y gobernador de las Indias, hasta mil efectivos para proseguir su conquista. Sin ningún rubor, Núñez de Balboa le señaló a este cómo había ahorcado ya a treinta caciques y habría de ejecutar de la misma manera «cuantos prendiese, alegando que porque eran pocos no tenían otro remedio hasta que les enviase mucho socorro de gente» (Las Casas, 1981, II: 576). En la provincia de Dabaibe, por ejemplo, tras llegar a oídos de Núñez de Balboa la existencia de un complot para acabar con todos ellos, consiguió adelantárseles y, dividiendo a sus hombres en dos grupos, tras hacer prisioneros a numerosos caciques, mandó colgarlos sin excepción

delante [de] todos los captivos, porque esta fue y es regla general de todos los españoles en estas Indias, observantísima, que nunca dan vida a ningún señor o cacique o principal que a las manos les venga, por quedar, sin sospecha, señores de la gente y de la tierra (Las Casas, 1981, II: 584).

Pedro Mártir de Anglería asegura que Rodrigo de Colmenares, al mando del segundo grupo, actuó de forma parecida: tras atrapar a algunos caciques, ahorcó al principal de un árbol y lo hizo asaetear a la vista de los indios de su pueblo, mientras terminaba por colgar al resto tras fabricar un patíbulo. El resultado fue el esperado: «Impuesta esta pena a los conjurados, infundió tanto miedo en toda la provincia, que ya no hay uno que se atreva ni siquiera a levantar el dedo contra el torrente de ira de los nuestros» (Mártir de Anglería, 1989: 130). Antonio de Herrera repite casi las mismas palabras, pero introduce, una vez aprovechadas las operaciones narradas, la idea de la sagacidad militar, en la que como es obvio destacaba Balboa, siendo este promocionado a excelente soldado: entre otras cosas, dirá Herrera de él que «siempre peleó más con el consejo y buen gobierno, que con las armas, y fortaleza», y, al mismo tiempo, «en todos los trabajos llevaba la delantera, como imitador de los antiguos Capitanes Romanos» (Herrera, 1601, I, X: 304 y Herrera, 1601, II, II: 49). Francisco López de Gómara relata cómo un soldado de Núñez de Balboa, herido en una reyerta con indios del cacique Abenamaque, una vez cautivo este «le cortó un brazo después de preso, sin que nadie lo pudiera estorbar: cosa fea y no de español» (López de Gómara, 1991: cap. LXI).

Otra de las técnicas coactivas consistía en tomar rehenes entre los caciques y sus familias para terminar de domeñar la resistencia de un territorio. Como nos recuerda Carmen Mena, «los españoles lo habían practicado con los musulmanes durante los siglos de la Reconquista. No inventaban nada nuevo» (Mena, 2011: 158).

Siguiendo el relato del padre Bartolomé de las Casas, el uso de los perros de presa —que también fueron muy importantes en la conquista de Puerto Rico y previa a ella en La Española y Canarias— lo asocia en especial con la expedición que culminaría con el hallazgo del Mar del Sur en septiembre de 1513. Portando consigo unos ciento noventa hispanos y ochocientos indios de apoyo, Núñez de Balboa sojuzgó al cacique Quareca, en cuya tierra murieron en batalla unos seiscientos indios, siendo otros ajusticiados mediante aperreamiento: los famosos cuarenta sodomitas, aunque la justificación de dicha crueldad, sin duda, estuvo mediatizada por los prejuicios de la época; casi cincuenta sodomitas ejecutados señala Gonzalo Fernández de Oviedo, quien, como sabemos, alaba en especial la trayectoria como caudillo de Núñez de Balboa: «Y de aquella escuela de Vasco Núñez salieron señalados hombres y capitanes […]», para otras conquistas (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. V). Pedro Mártir de Anglería añade que la batalla duró poco rato, habida cuenta de la diferencia del armamento, si bien la matanza se extendió, al dar pronto la espalda los indios, un buen trecho de terreno. «Como en los mataderos cortan a pedazos las carnes de buey o de carnero, así los nuestros de un golpe quitaban a este las nalgas, o a aquel el muslo, a otros los hombros; como animales brutos perecieron seiscientos de ellos, junto con el cacique» (Mártir de Anglería, 1989: 165).

Desde entonces, tanto en la tierra del señor de Chiapes como en la de Pacra, se aterrorizaba a los indios con la perspectiva de ser ejecutados de manera tan terrible. La fama les precedía, a decir del padre Las Casas. De esta forma, los indios huidos para evitar tener que servir al amo hispano eran obligados a ponerse a su disposición. La negativa del cacique Pacra en señalar las fuentes del oro, escaso, que poseía su gente se saldó con su ajusticiamiento y el de otros tres indios principales mediante aperreamiento —«Hízolo, en fin, echar a los perros con los otros tres señores que habían venido a acompañallo, que los hicieron pedazos, y después de muertos por los perros, hízolos quemar»— (Las Casas, 1981, II: 602). En la versión de estos hechos de Francisco López de Gómara, el cacique Pacra fue aperreado no solo por su negativa a ceder información sobre el oro, sino por algunas acusaciones de tiranía vertidas contra él por sus súbditos. Así, Balboa se transforma en fuente de justicia para los aborígenes (López de Gómara, 1991: cap. LXIV). Como nos recuerda Carmen Mena, Gonzalo Fernández de Oviedo también hizo mención de las crueldades de Balboa para con los indios, a quienes, como se ha señalado, no dudaba en torturar para conseguir su oro arrojándolos a los perros de presa, además de apoderarse de sus mujeres, una práctica que sus hombres seguirían sin ninguna cortapisa. Por todo ello, no se puede dudar que la expedición descubridora del Mar del Sur degeneró en una invasión del territorio «en toda regla y estaba animada por la mayor crueldad» (Mena, 2011: 186-187).

En cuanto los indios exhibían una cierta disciplina y un cierto nivel táctico, además de su arrojo, los problemas para la hueste conquistadora se incrementaban. Cuando no era así, la victoria no solía estar comprometida, sobre todo si no tenían que vérselas con la flecha envenenada. En particular, en el Darién, en 1511, parte de la hueste de Núñez de Balboa se enfrentó a quinientos hombres de los caciques Abibaibe y Abraibe. La táctica hispana consistió, una vez embistieron los aborígenes, en lanzarles saetas con sus ballestas para, inmediatamente después, desbaratarlos utilizando las picas; una vez roto el frente de los indios, entraron en ellos espada en mano. La mortandad fue enorme. Los supervivientes serían esclavizados. Su mayor lastre fue carecer de la flecha envenenada. Como asegura Pedro Mártir de Anglería, sus armas eran espadas de madera, palos chamuscados y lanzas, «mas no con saetas, pues la gente de los golfos occidentales no pelean con arcos», a diferencia de los indios del golfo de Urabá. Los españoles no parece que dispusieran de armas de fuego portátiles entonces (al menos no se citan en las crónicas). En cambio, sí las tenían en 1513. Tras descubrir el Mar del Sur (océano Pacífico), Núñez de Balboa derrotó a los hombres de Chiapes: la táctica consistió en dispararles primero y, seguidamente, soltar la jauría de perros de combate contra ellos. Luego, se les atacó «en escuadrón cerrado, y guardando las filas al principio; después sueltos alcanzan a muchos, matan a pocos y prenden al mayor número, pues se habían propuesto conducirse amigablemente y explorar aquellas tierras en paz» (Mártir de Anglería, 1989: 124, 128, 166-167). López de Gómara coincide en señalar la actitud clemente de Núñez de Balboa, quien buscaba «ganar crédito de piadoso». Los indios no aguantaron el empuje hispano, huyendo «de miedo de los perros, a lo que dijeron, y principalmente por el trueno, humo y olor de la pólvora, que les daba en las narices». Chiapes fue advertido de que se le haría guerra a sangre y fuego si no aceptaba la paz ofrecida y hubo de claudicar (López de Gómara, 1991: cap. LXII).

Tras la llegada de Pedrarias Dávila (c. 1440-1531) como gobernador general al territorio en 1514 —veterano de la guerra de Granada, Dávila, entre 1508 y 1511 participó también en las campañas norteafricanas promocionadas por el cardenal Cisneros—, acompañado oficialmente por mil doscientos cincuenta hombres de los que morirían muchos al poco tiempo, la ineficaz política hispana del momento, con el nombramiento de adelantado del Mar del Sur y gobernador de Panamá y Coiba para Vasco Núñez de Balboa en 1515, solo conduciría al enfrentamiento entre ambos, saldado por último en 1519 con el ajusticiamiento del segundo (Aram, 2008: 132 y ss.). La competencia, en cualquier caso, se instaló entre ambos caudillos. Y a partir de 1515, cuando se intentó controlar la costa de Nueva Andalucía y las pequeñas Antillas, territorio de los caribes, las cosas no marcharon tan bien. Diversas expediciones enviadas por Pedrarias Dávila fueron quebrantadas: Juan Solís fue muerto junto con todos los hombres que desembarcaron con una chalupa en la isla de Guadalupe. Juan Ponce fue rechazado cuando intentó desembarcar asimismo en Guadalupe. El terror a la flecha envenenada era muy grande. Desde el Darién, Pedrarias Dávila envió a Francisco Becerra —decía de él Gonzalo Fernández de Oviedo que era un veterano (baquiano) «e hizo más crueldades que ninguno», trayendo siete mil pesos de oro y trescientos esclavos en su primera entrada. Más tarde fue enviado hacia Urabá con doscientos hombres (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. X)— con ciento cincuenta hombres —ciento ochenta dice Las Casas— bien pertrechados hacia territorio de Turufey, donde había operado Alonso de Ojeda: llevaban consigo tres bombardas, cuarenta ballesteros —arqueros dice P. Mártir de Anglería— y veinticinco escopeteros «[…] para que desde lejos puedan herir a los caribes, que pelean con flechas envenedadas». Otro capitán, Francisco de Vallejo, actuó en Urabá, pero por una zona distinta a la asignada a Francisco Becerra. Tuvo peor suerte: de setenta hombres los caribes le mataron cuarenta y ocho. En vista de tales peligros, no es de extrañar que, en su momento, Núñez de Balboa hubiese demandado permiso a Fernando el Católico para exterminarlos en la hoguera: «[…] estos indios del Caribana tienen merecido mil veces la muerte, porque es muy mala gente y han muerto en otras veces muchos cristianos […] y no digo darlos por esclavos según es mala casta, más aún mandarlos quemar a todos chicos y grandes, porque no quedase memoria de tan mala gente» (citado en Pereña, 1992b: 42).

Necesitando explorar mejor el occidente del Darién, el incansable gobernador Pedrarias Dávila enviará diversos contingentes con tal propósito: Gonzalo de Badajoz llevaba ochenta hombres, Luis Mercado cincuenta. Tras devastar al menos un poblado, el del cacique Pananomé, del resto de la tierra consiguieron acumular hasta ochenta mil castellanos en oro mediante el trueque y la violencia. Pero, confiados, se dejaron rodear en territorio del cacique Pariza: este mató a unos setenta hombres y el resto pudo huir sin oro y sin sus esclavos —llevaban cuatrocientos—. Muy pocos regresaron. Dicha circunstancia exigió la obligatoria respuesta militar, que consistió en devastar las comarcas que atravesaron en su retorno al Darién (Mártir de Anglería, 1989: 241 y ss. Las Casas, 1981, III: 64-70).

Asimismo, Tello de Guzmán fue despachado hacia el poniente del Mar del Sur para explorar sus posibilidades. Tras entrar en el pueblo de Tubanamá, ya arrasado por Juan de Ayora —tiempo atrás, Ayora, con cuatrocientos hombres, atacó las provincias de Ponca, Comagre y Tubanamá, territorio de los indios Cuevas. Carmen Mena afirma: «Se torturaba a los indios para que hablasen y luego los asesinaban con una crueldad despiadada, ya fuera ahorcándolos en los árboles, echándoles a los perros para que los despedazaran o lanceándolos desde sus caballos» (Mena, 1992: 61)—, el grupo de Guzmán avanzó hacia Chepo y Chepancre «quemando y abrasando, matando y robando cuanto vivo hallaban; decían que por hacer venganza de un español que le mataron a la entrada». Pero a la postre regresaron al Darién sin conseguir gran cosa. En cualquier caso, la crítica de Gonzalo Fernández de Oviedo recaía, inmisericorde, sobre los hombres del rey en el territorio, Pedrarias Dávila y compañía, quienes recibían parte de los botines obtenidos sin castigar los excesos de ninguno de sus capitanes.

Por su parte, Gaspar de Morales viajaría con ochenta hombres en dirección al Mar del Sur con la intención de obtener perlas. Alcanzó la tierra de Tutibrá, entrando a saco en una zona previamente arrasada por la expedición de Francisco Becerra, y, seguidamente, la de Tunaca, cuyos habitantes se defendieron a causa de la mala fama que ya tenían los castellanos. Solo la intervención de algunos indios de apoyo logró que se hiciese la paz. Tras obtener un buen botín, el intento de los caciques de Tutibrá de organizar una conjura contra Gaspar de Morales se desarticuló con un ataque preventivo, diríamos, dirigido por Francisco Pizarro, que se saldó con setecientos muertos del lado aborigen. Diecinueve caciques del territorio fueron aperreados «[…] para diz que meter miedo en toda la tierra». El ataque sería preventivo, pero la solución se buscaba que fuese definitiva. Según el padre Las Casas, lo habitual en aquellas regiones era quemar los poblados, que ardían fácilmente al ser de paja, y tomar desprevenidos a sus habitantes. Una vez extinguido el fuego se escarbaba entre las cenizas para recuperar el oro que hubiese (Las Casas, 1981, III: 46 y ss.). En su retirada, Gaspar de Morales perdió veinticinco hombres, pero cuando la situación degeneró, «Morales no tuvo otra idea que la de ordenar pasar a cuchillo, de trecho en trecho, a todos los prisioneros que llevaba encadenados». Los indios, espantados, quedaron inertes, permitiendo la huida del grupo hispano. Noventa o cien indios fueron muertos tan cruelmente (Mena, 1992: 88. Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. X).

Tras muchos meses sin noticias de Francisco Becerra, el propio Pedrarias Dávila se puso, a finales de noviembre de 1515, al frente de una expedición de doscientos cincuenta hombres y doce caballos en dirección a las peligrosas tierras de Urabá y Cenú donde, además, apenas si se habían hallado buenos botines. Poco después, Dávila fundaba el puerto de Acla situado a veinte leguas de Santa María la Antigua y, en línea recta atravesando el istmo, justo enfrente de las islas de las Perlas ya en el Pacífico. Enfermo, Pedrarias Dávila se retiró a Santa María, no sin dejar un reducido contingente de quince hombres para levantar un fortín en Acla, mientras confiaba a Gaspar de Espinosa la continuación de la expedición.

La entrada de Gaspar de Espinosa en tierras de Comogre, Pocorosa y Chimán, que duró dos años, fue muy dura. Con doscientos infantes y diez caballos —trescientos infantes según Las Casas—, Espinosa se enfrentó a tres mil indios, que desmayaron al ver actuar los caballos. Una vez rota su formación, los infantes los diezmaron con sus espadas, escapando pocos del cautiverio. Como era habitual, Espinosa ordenó dar un escarmiento aperreando a unos, ahorcando a otros, cortando narices y manos. El franciscano Francisco de San Román fue testigo de los hechos, a partir del cual los conoció el padre Las Casas. En tierras de Comogre había quedado Benito Hurtado —Fernández de Oviedo lo calificó como «maltratador de indios y vicioso […] pues todo su intento era lujuriar y tomar a los indios sus mujeres e indias» (citado en Mena, 2011: 284)— con ochenta hombres en la localidad de Santa Cruz, una fundación del capitán Ayora. Estimulados por los consabidos excesos padecidos por los autóctonos, los caciques de Comogre y Pocorosa unieron sus fuerzas, devastaron el asentamiento hispano y «no dejaron con vida a hombre chico ni grande de todos aquellos del asiento». El licenciado Gaspar de Espinosa tomó cartas en el asunto tiempo después y, según su propia declaración, mandó quemar cinco caciques de la zona acusados de asolar el asentamiento de Santa Cruz (Mena, 2011: 200).

Tras arrasar Comogre y Pocorosa, la hueste de Espinosa se dirigió a Natá (en 1517), donde se hicieron fuertes construyendo un palenque de madera «que para contra indios era como Salsas para contra franceses», puntualiza el padre Las Casas. Se refería el dominico, claro está, a la fortificación mejorada a finales del siglo XV que protegía la entrada al Rosellón. Allá permanecieron cuatro meses abasteciéndose a costa de los indios. Más adelante, atacarían al cacique Escoria (o Escolia), al que derrotaron, y entraron en tierras del cacique Pariza (o Paris), buscando el oro perdido por Gonzalo de Badajoz. Espinosa envió a Diego Albítez con noventa hombres por delante, quienes frenaron tras mucho esfuerzo los envites del cacique Pariza y sus cuatro mil hombres. Pero una vez llegado Gaspar de Espinosa, cuando vieron los caballos y se soltaron los perros, todos los indios huyeron. Poco después arribó el capitán Valenzuela al mando de ciento treinta hombres como refuerzo. Gaspar de Espinosa pasó al territorio del cacique Quema, donde halló ochenta mil castellanos de los sustraídos por Gonzalo de Badajoz. En abril de 1517 regresó Espinosa a Acla con el dinero y dos mil esclavos. Bethany Aram ha encontrado nueva documentación de archivo que esclarece la expedición de Espinosa: si bien se puede criticar en algunos puntos lo aseverado por el padre Las Casas, lo cierto es que el propio Gaspar de Espinosa admitió que se habían producido algunas matanzas, si bien aseguraba que se debieron «al temor de los cristianos, al verse ampliamente superados en número» (Aram, 2008: 131). Carmen Mena, si bien reconoce que «todos los relatos de la época coinciden en señalar el régimen de terror impuesto por los capitanes de Pedrarias y sus métodos brutales a lo largo y ancho del territorio», se caracteriza no solo por no explicitarlos en demasía, sino que resalta algunas contradicciones de una de las principales fuentes, la crónica de Fernández de Oviedo, quien habitó en el territorio en cuestión, no lo olvidemos. Aunque tenía simpatías y antipatías, Gonzalo Fernández de Oviedo nunca dudó en señalar los excesos de los suyos. Cinco siglos más tarde parece que aún cuesta un tanto reconocerlos —o se procura, como se ha señalado, no cargar las tintas en demasía sobre los mismos— (Mena, 2011: 206, 282-289).

En agosto de 1517, una vez mejorada la posición de Acla, Vasco Núñez de Balboa partió con doscientos hispanos, trescientos esclavos africanos y numerosos indios del cacicazgo de Careta hacia el Mar del Sur. Núñez de Balboa tomó la terrible decisión de cortar madera en Acla para construir cuatro bergantines con los que explorar el golfo de San Miguel y el archipiélago de las Perlas en el Pacífico, como si en aquella costa no hubiese, posiblemente, madera de calidad. Además, también se hubo de transportar todos los aparejos y herramientas necesarios para construir y hacer navegables algunos barcos, aunque fuesen de pequeño tamaño. Tras un largo y temible camino de doce leguas, entre quinientos y dos mil indios sucumbieron a la hercúlea tarea. Además, no sirvió de nada, dado que los tablones aserrados en Acla se habían podrido. Núñez de Balboa fue reponiendo por el camino los indios muertos por el tremendo esfuerzo tras atacar a los caciques de la zona. Solo en octubre de 1518 se pudieron botar dos bergantines con los que Núñez de Balboa y cien hombres recorrieron las aguas del Pacífico, tomando algunos indios esclavos en tierras del cacique Chochama, mientras el resto de la expedición construía otros dos bergantines de mayor tamaño. Tras permanecer en la zona esperando noticias del relevo como gobernador de Pedrarias Dávila, finalmente Vasco Núñez de Balboa sería apresado y mandado ejecutar por aquel acusado de traición en enero de 1519 (Las Casas, 1981, III: 70-87; Mena, 1992: 92-113).

Según el testimonio del alavés Pascual de Andagoya (1495-1548), quien llegó al Darién en el séquito de Pedrarias Dávila en 1514, durante tres años, es decir, hasta 1517,

los españoles que iban hacia aquella parte a la tierra [Mar del Sur], y traían grandes cabalgadas de gente presos en cadenas […] Y como proveían por capitanes, por el favor de los que gobernaban, deudos e amigos suyos, aunque hubiesen hecho muchos males ninguno era castigado; y desta manera cupo este daño a la tierra hasta más de cien leguas del Darién […] En todas estas jornadas nunca procuraron de hacer ajustes de paz, ni de poblar: solamente era traer indios y oro al Darién, y acabarse allí (Andagoya, 1986: 86-87).

Una vez fundada la ciudad de Panamá en 1519, tres años más tarde el propio Andagoya recibió permiso para explorar hacia el este la provincia de Virú a partir de la provincia sometida de Chochama. Pascual de Andagoya consiguió derrotar a las gentes de Virú, que peleaban con paveses que les cubrían toda su anatomía, porque buscaron el cuerpo a cuerpo con la hueste hispana armada con espadas de acero y rodelas. Un accidente frustró la conquista de Andagoya, que, por consejo de Pedrarias Dávila, cedió sus derechos a Francisco Pizarro, Diego de Almagro y Hernando de Luque. El resto es historia (Andagoya, 1986: 97-99).

Asimismo, recién fundada la nueva posición de Panamá, en el Pacífico, Pedrarias Dávila envió a uno de sus más firmes colaboradores, Gaspar de Espinosa, con dos bajeles a tierras de Poniente. Espinosa alcanzó la provincia de Burica, en la costa de Nicaragua (hoy en día Panamá), y más tarde la de Huista por tierra, enviando comida a Panamá, donde hacía mucha falta, mientras los bajeles descubrían aquellas costas. Seguidamente avanzaron por tierras de Tobreytrota y Natá, entrando en Veragua. En todo aquel camino se significó el capitán Francisco Pizarro, quien, a decir del padre Las Casas, «con el terror de las crueldades que hacía, los [indios] que no pudieron defenderse o esconderse o huirse, viniéronse a subjetar y ponerse en sus manos». Fue una buena escuela. Para moverse por aquellas tierras, cuya costa atlántica descubriese el almirante Colón en su cuarto viaje, Bartolomé de las Casas nos recuerda que por cada soldado hispano se necesitaban diez indios, mujeres y hombres, para su servicio y el transporte de cargas insoportables. El cacique Urraca, de Veragua, fue el único que les pudo hacer frente gracias a «la aspereza de la tierra, que no se podían bien aprovechar de los caballos, y donde esto hay en aquellas Indias, mucho menos pueden los españoles contra los indios y no hobieran tan presto asolándolos» (Las Casas, 1981, III: 392-393).

Tras comprobar la fertilidad y el mucho oro de aquellas tierras, Gaspar de Espinosa dejó atrás a Francisco Compañón con cincuenta hombres y dos caballos por orden de Pedrarias Dávila, mientras ambos trataban en Panamá sobre la colonización del territorio de Natá, comarcano de Veragua. El cacique Urraca trató de tomar desprevenido a Compañón, quien se defendió, pero no sin demandar ayuda urgente. El gobernador Pedrarias Dávila envió por mar a Hernán Ponce con cuarenta hombres en apoyo de Compañón, mientras él mismo avanzaba por tierra con ciento sesenta hombres, dos caballos y algunos tiros de artillería. Tras alcanzar la posición de Compañón, dejó allá treinta hombres de Hernán Ponce mientras con el resto de sus tropas se lanzó a buscar la batalla con Urraca. Este se hizo fuerte en tierra del cacique Exquegua, una posición poco favorable para el uso de los caballos, dice el padre Las Casas, pero ya hemos visto cómo, según su testimonio, solo llevaban dos, pues sin duda por entonces había quedado bien claro que aquel no era un país para jugar con la caballería. Según Las Casas, tras luchar durante cuatro días, la clave del triunfo estuvo en el uso que se hizo de las armas de fuego, y en el hecho que las armas de los indios causaban heridas, pero no muertes entre los hispanos. Con todo, Urraca pudo escapar, siendo acosado por las tropas de Pedrarias Dávila. Tras enviar tras él al capitán Diego de Albítez con cuarenta hombres, Urraca los derrotó, quedando casi todos heridos. Poco después, el mismo Albítez lo envistió con sesenta hombres, resultando de la misma manera heridos casi todos, pero rechazando al cacique Urraca. Sin duda, la orografía estaba del lado de los indios. Por ello, la técnica empleada, como ya hemos visto, consistió en enviar numerosas cuadrillas a operar por varias zonas al mismo tiempo, impidiendo así el apoyo de unos indios a otros; tales cuadrillas fueron «robando y quemando y asolando y cautivando cuanto y cuantos hallaban […] y así quedó toda aquella tierra lastimada y menoscabada, despoblada y la gente della huía por los montes amedrentada, dejados los muchos muertos y cautivos que della faltaban» (Las Casas, 1981, III: 394-399).

Tras muchos años de violencia, con numerosas muertes de ambas partes, por último el cacique Urraca jamás fue derrotado, si bien su mundo fue destruido para siempre. Como refirió Gonzalo Fernández de Oviedo, cuando hizo mención de las entradas efectuadas en el Darién, lo que sus compatriotas «llamaban pacificar era yermar e asolar e matar e destruir la tierra de muchas maneras, robando e acabando los naturales de ella» (citado en Medin, 2009: 61).

La invasión de América

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