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PRÓLOGO A UNA NUEVA EDICIÓN

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Como ya nos señalaba hace muchos años el filósofo y teólogo argentino-mexicano Enrique Dussel, hablar de Descubrimiento de las Indias o de América no dejaba de ser, en realidad, una interpretación sesgada desde «arriba» de lo acontecido. En efecto, los europeos, y en primer lugar los castellanos, pero no solo ellos, habrían quitado el «velo» que cubría unas tierras para ellos desconocidas, pero no para sus habitantes originarios, y de esa manera las mostraron al resto de la Humanidad. Desde una óptica eurocéntrica de la Historia, algo se «descubre», se desvela —o incluso se «inventa», como diría otro filósofo e historiador: Edmundo O’Gorman—. Pero si la mirada viene desde «abajo», de los mal llamados indios, entonces más bien lo que se produjo fue un encuentro —un mal encuentro en realidad—, una «invasión» del extranjero, del ajeno a aquel mundo, del que viene de afuera (Dussel, 1988: 481-488).

El verbo conquistar (o conquista), si bien incluye una acepción que señala el hecho de ganar un territorio o una población mediante una operación de guerra, también lo utilizamos para señalar cómo hemos conseguido algo, en general con esfuerzo, dedicación y habilidad. A menudo nos hemos referido a la conquista del espacio, del aire o del fondo del mar, ámbitos donde no habita nadie, al menos de momento. Es más, podemos conquistar el ánimo de alguien e, incluso, su amor. Pero el verbo invadir es mucho más inequívoco. Implica irrumpir, entrar por la fuerza, así como ocupar anormal e irregularmente un lugar. Y eso es lo que ocurrió en el caso de América. Asimismo, en un proceso de adueñamiento o de dominio de un territorio y sus habitantes se producen ambos fenómenos: a una fase inicial de invasión le seguiría otra de conquista en profundidad del territorio, incluyendo el control total y absoluto del mismo al impedir que levantamientos o rebeliones de los invadidos y, más tarde, de los conquistados lograsen alterar el nuevo orden establecido, en este caso colonial. El propósito principal de este libro será establecer las culturas de la violencia empleadas a la hora de invadir el territorio americano y, una vez dicha invasión estuvo en marcha, cómo se mantuvieron durante el tiempo en que se completaron las diversas conquistas emprendidas.

En los últimos tiempos, y por circunstancias muy diversas, la invasión española de América parece haberse puesto de moda. Aunque el movimiento indigenista estadounidense llevaba cierto tiempo mostrándose receloso con respecto a figuras como fray Junípero Serra, denostado desde la Universidad de Stanford, y cierto concejal de Los Ángeles insistió en la retirada de una estatua del almirante Colón de un parque de dicha ciudad a finales de 2018, y no ha sido el único caso, lo cierto es que la demanda efectuada por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, a Felipe VI de España en marzo de 2019 solicitándole disculpas oficialmente por hechos acontecidos hace quinientos años tuvo un amplio eco, recogido de manera oportuna por los medios de comunicación. A lo largo de 2020 y 2021 se han ido sucediendo los ataques y las retiradas preventivas de ciertas estatuas, todas ellas representativas, en el fondo, de una época dominada por el imperialismo más desaforado, el esclavismo y, en definitiva, por el racismo. Por todo ello, determinados personajes históricos, pero no solo de la órbita hispánica, han visto sus estatuas destruidas, mancilladas o retiradas por las autoridades, como se ha comentado. Sea como fuere, las reacciones suscitadas estos últimos años nos convencieron, tanto a mi editor, Joaquim Palau, como a mí mismo de la conveniencia de reeditar este libro aparecido por primera vez bajo el sello editorial de RBA en 2013.

Sin entrar a valorar el oportunismo del presidente de México, quien no iba a dejar pasar la ocasión que le ofrecía una efeméride como el Quinto Centenario del inicio de la conquista del Imperio mexica por Hernán Cortés, 1519-2019, lo deseable en todo caso es que desde España se asimile de una vez por todas la verdadera y trágica dimensión de la invasión y conquista de América. El auténtico problema de fondo, a mi juicio, es que con respecto a la invasión y la conquista nunca se quisieron aceptar sus aspectos más negativos, que toda actuación imperialista, por otro lado, conlleva. Solo una ideología conservadora, nacionalcatólica, racista e imperialista heredera del franquismo nos permite sostener hoy en día, en pleno siglo XXI, que el colonialismo castellano de los siglos XV a inicios del XIX, prolongado hasta 1898 en los casos de Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas, tuvo aspectos positivos. Incluso aspectos civilizadores. Todavía hay quienes se niegan a considerar la conquista española de las Indias como lo que fue: una hecatombe poblacional de dimensiones colosales. Y a día de hoy están utilizando las voces, en general muy poco autorizadas, de algunos mal llamados intelectuales para dotar de (falsos) argumentos su concepción sobre lo ocurrido, desde una posición casi siempre acrítica, cuando no simple y llanamente reaccionaria.

En el imaginario de la nación española quedó establecida una verdad axiomática, cuasi sagrada, pues fue y es uno de sus máximos fundamentos: la invasión y conquista de América fue un hecho de una extraordinaria trascendencia para toda la humanidad, del que somos los únicos y brillantes responsables, ergo ese hecho tan fundamental para el devenir de la civilización occidental no podía ser mancillado por ninguna valoración negativa. La historia oficial, ese es el drama y no otro, de la invasión y conquista de América nunca se puso en la piel del vencido. Es que no hubo vencidos, así de sencillo. La historiografía americanista, en especial durante la época franquista, creó un discurso en el que la conquista de las Indias fue muy sui generis, ya que la guerra fue irrelevante y casi no se produjeron víctimas; fue un imperialismo sin explotación, algo realmente asombroso en el devenir de la humanidad si hubiera sido cierto; fue un colonialismo amable y heterodoxo puesto que, en lugar de sustraer, enriquecía: proporcionó una lengua, una religión, una cultura… Facilitó, en definitiva, la civilización de todo un continente y sus gentes. No se arrasó nada importante, pues poco había de importante que se perdiera.

Es muy extraordinario que en pleno siglo XXI el pensamiento y la actitud con respecto a estos temas de buena parte de la sociedad no haya evolucionado apenas un ápice desde las posiciones colonialistas defendidas por el cronista regio Juan Ginés de Sepúlveda en el famoso debate de Valladolid de 1550-1551. Es más, a veces considero que es un pensamiento más retrógrado que el del propio Sepúlveda, un intelectual orgánico, al fin y al cabo, un justificador de la presencia hispana en las Indias, pero cuyo deseo era que los conquistadores fuesen gentes no solo valerosas, sino además justas, moderadas y humanas (Fernández Santamaría, 1988: 223 y ss.). En definitiva, nunca se quiso contemplar el fenómeno de la conquista como lo que fue: la explotación de un continente y sus gentes por unos invasores extranjeros, cuyos ancestros también fueron invadidos por otros antes, como si dicha circunstancia fuese un eximente.

Insisto en que la visión sobre lo acontecido en América a nivel social o popular no solo no ha evolucionado en positivo, sino que más bien lo ha hecho en negativo. Los viejos argumentos franquistas con respecto a América triunfan por doquier puesto que, en el fondo, no dejan de ser parte fundamental del argumentario nacionalista español. Y este parece sentirse agredido en los últimos años.

Me temo que durante demasiado tiempo se ha considerado que mostrarse crítico con las hazañas hispanas en América era sinónimo de ser un «mal español», cuando debería ser todo lo contrario. Hay que demostrar valentía intelectual para analizar, comprender y aceptar los excesos del imperialismo patrio, que no fue ni mejor ni peor que el desarrollado por otras potencias internacionales a lo largo de los últimos siglos, y dejar meridianamente claro que una cosa es la propaganda antihispánica de los siglos XVI al XVIII, conocida como «Leyenda Negra», y otra muy distinta un cierto sentimiento de inferioridad con respecto a otras potencias que hubiera podido derivar de la misma por parte de la nación española. Me da la sensación de que, por una cuestión de patriotismo mal entendido, siempre se ha negado cualquier exceso cometido en América o, todo lo más, se ha insinuado que si se produjeron algunas desgracias ocurrieron como una típica «acción de guerra» que, además, en el caso que nos ocupa duró muy poco tiempo. Como si las guerras, o la violencia, no tuvieran responsables. Además, siempre se recurre a la comparación con los muchos males que causaron otros. Y lo cierto es que así fue. Como señalan J. Osterhammel y J. C. Jansen (2019: 64-65):

Los crímenes de los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo, que han permanecido grabados durante siglos en la conciencia histórica como «leyenda negra» a cargo de la propaganda antiespañola, no bastaban para ocultar que la forma estructuralmente más violenta de la expansión europea era la colonización por asentamiento del tipo «neoinglés».

O sea, la colonización de la Norteamérica británica. Por lo tanto, ¿a qué viene esa obsesión por negar la evidencia? ¿Por qué esa excentricidad de considerar el imperialismo propio como diferente al de los demás?

En realidad, me pregunto si no podríamos aplicar al caso del colonialismo hispano en las Indias el concepto desarrollado por Christian Gerlach acerca de las «sociedades extremadamente violentas», si bien desde presupuestos contemporaneístas: en dichas sociedades, y no digamos ya en los primeros momentos, de «conquista y primera colonización», asevera Gerlach que:

Ciertos grupos de población se convierten en víctimas de violencia física en masa en la que, por numerosas razones, participan diversos grupos sociales y órganos del estado. En otras palabras, existen cuatro rasgos característicos: distintos grupos de víctimas, amplia participación, numerosos factores causales y gran cantidad de violencia física. Por encima de todo, este concepto trata de explicar la participación popular y por qué existen diversas víctimas.

Para el autor alemán, «las formas modernas de violencia de masas que algunos han descrito como genocidios aumentaron en frecuencia y magnitud durante los gobiernos coloniales, especialmente desde el siglo XIX» (Gerlach, 2010: 146, 150). También lo consideraba así Sven Lindqvist en su extraordinario Exterminad a todos los salvajes (2004).

Diversas cuestiones son recurrentes cuando se trata de analizar la invasión y conquista de América con un espíritu acrítico, o desde un presentismo preocupante cuando ejerce de historiador o historiadora alguien que no lo es por formación. Cuando, por delante de la necesaria búsqueda de información, análisis documental, interpretación de los contenidos y la no menos necesaria reflexión crítica antes de proceder a explicitar unos resultados negro sobre blanco, lo que se antepone es la ideología. No negaré que todo el mundo tenga la suya, y a todos nos influye, pero lo que no es de recibo es que dé pie a una subjetividad intelectual apabullante y que se disfrace, además, de buena historiografía. El uso, y el abuso, acerca de cuestiones como la existencia de leyes que defendían a los aborígenes, de las cuales carecieron otros imperialismos; el hecho de no ser las americanas técnicamente colonias, en el sentido jurídico, y dicha circunstancia las eximía de toda explotación colonial; el tan llevado y traído mestizaje y la extensión de la lengua castellana, además de no poderse evaluar lo sucedido, en especial los aspectos escabrosos y violentos de la Conquista, desde una mentalidad actual, a quinientos años de lo sucedido, son algunas de dichas cuestiones, que más tarde valoraré.

La ausencia de formación crítica en amplias capas de la sociedad facilita la tarea a terribles propagandistas de su verdad, que suele contener las consideraciones más aberrantes sobre el devenir de la presencia hispana en las Indias. Una de las figuras más destacadas en los últimos años en cuanto al revival de la causa imperial hispanocatólica es la señora María Elvira Roca Barea. Autora de, en realidad, un panfleto exitoso que se ha querido presentar como un riguroso ensayo histórico, la doctora Roca Barea, una filóloga de formación, docente en el ámbito de la enseñanza secundaria, ha sido acusada por José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, de haber pergeñado su texto no desde el deseable rigor histórico y académico, sino desde un burdo «populismo intelectual reaccionario»1. No puedo estar más de acuerdo. Y no haría falta decir mucho más. Apenas recordar unas palabras del profesor Ronald H. Fritze cuando, en un momento de su recomendable obra Conocimiento inventado. Falacias históricas, ciencia amañada y pseudo-religiones, asevera:

En la cultura popular son muchas las personas incapaces de distinguir las pruebas válidas de las inválidas, o la argumentación empírica y lógica de la retórica de apariencia impresionante, pero en última instancia vacía. Tristemente, la educación formal ha descuidado el desarrollo del pensamiento crítico. Es algo difícil, lento, infravalorado, y hasta peligroso de enseñar para los educadores. Así pues, muchos no lo enseñan, y otros muchos no son capaces de enseñarlo. Esto deja libre el camino para que los pseudohistoriadores y pseudocientíficos vendan libros y conquisten seguidores entre los ingenuos, los desinformados y aquellos que simplemente quieren creer en alguna cosa sin importarles las abrumadoras evidencias en su contra (Fritze, 2010: 267).

Como se ha anotado antes, se ha recurrido a diversos argumentos para intentar evidenciar las bondades del imperialismo hispano en las Indias. Uno de los más populares es mencionar toda una nómina de leyes pensadas para favorecer los niveles de vida de los aborígenes. Es un entramado argumental fácil de desmontar. Si bien es indudable que existieron las leyes de Burgos y Valladolid de 1512-1513, no debieron funcionar muy bien cuando en 1526 volvía a legislarse con las Ordenanzas de Granada. Pero es que en 1542 la Monarquía se vio obligada a tomar de nuevo cartas en el asunto con las llamadas Leyes Nuevas, otro cuerpo legislativo cuya intención última, más que indigenista, era establecer nuevas barreras al poderío económico, el prestigio social y el incipiente poder político de los conquistadores y los encomenderos. Grosso modo, en lo que respecta al bienestar de los aborígenes, todas ellas fueron papel mojado. Y eso es lo que cuenta. Así, el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, reaccionó ante «estas conquistas, que son oprobiosas injurias de nuestra Cristiandad y fe católica, y, en toda esta tierra no han [sido] sino carnicerías cuantas conquistas se han hecho» (Carrillo Cázares, 2000, II: 422). Es decir, que las Ordenanzas de 1526 que preveían mejorar la manera de plantear los descubrimientos, poblaciones y rescates en las Indias o, lo que es lo mismo, la colonización y asentamientos, además del primer comercio desigual, poco o nada habían legislado con relación a la brutalidad de la guerra. No obstante, y eso es harina de otro costal, el propio Zumárraga cambiaría un tanto su parecer cuando la resistencia de los aborígenes aumentase. Pero, con todo, en sus conocidas Relectio de Indis (1539), Francisco de Vitoria señalaba lo siguiente:

No escuchamos hablar más que de matanzas de seres humanos, de expoliaciones de hombres inofensivos, de soberanos destituidos y privados de sus bienes y posesiones: tenemos demasiadas razones para dudar de la justicia de todos esos actos y para creer en su iniquidad (Vitoria, 1946: 24, 108-109).

Apenas nada se había mejorado, por lo tanto, a pesar de los esfuerzos legislativos desplegados. Y con respecto a las Leyes Nuevas de 1542 —derogadas de forma parcial por Carlos I pocos años más tarde—, ya en un memorial de 1543 el padre Bartolomé de las Casas, insatisfecho, rogaba que todas las guerras y conquistas fueran proscritas de una vez y para siempre, dado que «en todas las ordenanzas que V. M. ahora ha mandado hacer no hay ninguna en que expresamente prohíba que no se haga de aquí adelante guerra ni conquista alguna» (Pereña, 1992a: 163-177. Bataillon y Saint-Lu, 1974: 228-229). En definitiva, si se había legislado a favor de los indios desde 1512, cómo es posible que en 1542, en las Cortes de Valladolid reunidas dicho año, los propios procuradores castellanos le recomendasen a Carlos I lo siguiente: «Suplicamos a V. M. mande remediar las crueldades que se hacen en las Indias contra los indios, porque dello será Dios muy servido y las Indias se conservarán y no se despoblarán, como se van despoblando» (cita en Manzano, 1948: 103).

En cualquier caso, como consecuencia de la Junta de Valladolid de 1550-1551 (Hanke 1988: 346 y ss.), se abandonó oficialmente en 1556 el sistema de conquistas armadas para someter, cristianizar y explotar los territorios, siendo sustituidas por la población pacífica y el gobierno colonial en los territorios no sometidos. La instrucción de 1556 fue revalidada en la Junta de Madrid de 1568, pero sería, por último, en 1573 cuando llegasen las Nuevas Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias. Felipe II ordenaba de forma severa que no se concedieran permisos para realizar nuevas conquistas sin consultárselo a él y sus consejeros previamente. Y si bien el monarca legislaba en el sentido de que «Los descubridores por mar o tierra no se empachen en guerra ni conquista en ninguna manera, ni ayudar a unos indios contra otros, ni se revuelven en cuestiones ni contiendas con los de la tierra, por ninguna causa ni razón que sea, ni les hagan daño, ni mal alguno», no obstante, en los siguientes decenios las excepciones fueron tantas que, una vez más, lo legislado cayó en saco roto. Y no hubo que esperar mucho: ya en 1574, tanto en Perú como en Chile, a causa de la guerra contra los indios rebeldes, las Nuevas Ordenanzas quedaron derogadas de facto. Es más, el propio Consejo de Indias reconocía ese último año que «mientras dura la guerra, los tribunales, los magistrados y oficiales del rey no son necesarios […] y los asuntos deben llevarse más bien según lo que requiere la necesidad que según la letra de la ley». Sin ánimo de ser prolijo, tanto en Nueva España como en Chile o Filipinas se continuó esclavizando indios amparándose en las viejas leyes de la guerra hasta bien entrado el siglo XVII (Hanke, 1988: 307-330. Hanke, 1968: 152-158). Ese fue el verdadero alcance legislador con respecto a dicha cuestión.

Una de las mayores estulticias escritas en los últimos años, autoría de Roca Barea, es considerar que al no ser técnicamente colonias2 no existió en las Indias explotación o expoliación como tales. Si bien es cierto que a partir de las Leyes Nuevas de 1542 las tierras americanas recibieron el estatus jurídico de Reinos de Indias y se asimilaron al resto de los reinos que conformaban la Corona de Castilla, de entrada fueron unos reinos sin representación en Cortes y, por otro lado, en la práctica, y desde el primer momento, se instauró en las mismas el régimen de la encomienda que, si bien varió de naturaleza a finales de la década de 1540 en los territorios nucleares americanos, en otras palabras, aquellos que conformaban los núcleos iniciales de los virreinatos de Nueva España y el Perú, en las nuevas tierras que se iban conquistando, incluso a finales del siglo XVII, como partes del Yucatán, la encomienda se aplicó como en los tiempos del gobernador de La Española: Nicolás de Ovando (1502-1509). De hecho, la encomienda como institución no sería abolida hasta 1791. Y todo el mundo medianamente informado sabe que, al fin y al cabo, la encomienda fue un sistema de esclavitud encubierto. De explotación salvaje en muchos casos. Como escriben Juan Carlos Garavaglia y Juan Marchena en su excelente manual: «La explotación intensiva del indígena como recurso fundamental del régimen colonial fue la más mortífera de las epidemias» (Garavaglia y Marchena 2005: 408). Porque, y ese es otro lugar común, los aborígenes no solo fueron víctimas de las enfermedades portadas por los europeos —y los esclavos africanos— (una causalidad de muerte indirecta y muy apropiada si lo que se quiere es acallar moralmente las conciencias), sino por una triple circunstancia en la que estuvieron presentes los abusos de un sistema colonial de dominación terrible, las guerras y, por último sí: las enfermedades que cursaron en forma de epidemia. Querer justificar la terrible hecatombe poblacional ocurrida en América acusando en exclusiva a las enfermedades solo es un recurso más para aquellos que desean negar la intervención directa de la voluntad colonialista de la Monarquía Hispánica en la destrucción de las Indias.

A nivel social la extensión del mestizaje, la expansión de una lengua europea que sirviese como vehículo de comunicación a lo largo y ancho de los virreinatos o la creación de universidades han sido otros de los argumentos usados hasta la saciedad para justificar las bondades del régimen hispánico en ultramar. Pero casi nadie quiere preguntarse por el origen de ese mestizaje, porque referirse a los reiterados abusos sobre la población femenina americana es un tema tabú. Apenas lo tratamos, luego no existió. La lengua fue un vehículo no solo de comunicación, sino de dominación. La Monarquía se mostró favorable a que las élites aborígenes colaboradoras aprendieran el castellano para facilitarle la labor de dominación a la metrópoli. Pero el indio pechero, el indio vasallo de la Corona, en la práctica un semiesclavo, no hizo falta ni siquiera que aprendiera la lengua del invasor. No era necesario. A decir verdad, incluso se promocionaron algunas lenguas aborígenes para facilitarle las cosas a los nuevos señores; se apostó por algunas lenguas francas nativas en detrimento de otras: el náhuatl, el quechua, el guaraní. Muchísimas otras lenguas se perdieron, junto con sus poblaciones originarias. De hecho, hubo dos lenguas de dominación en numerosos territorios: el castellano y una de las lenguas aborígenes que no fuese la propia de la etnia en cuestión.

La jactancia por haber introducido universidades en las Indias desde bien pronto —Santo Domingo en 1538, si bien las universidades reales fueron creadas al unísono en Ciudad de México y Lima en 1551— oculta el tema fundamental de quién estudiaba en ellas. Lo importante, en definitiva, no es solo la existencia de la institución —otra discusión sería, y no menor, sus posibilidades financieras, planes de estudio, etcétera—, sino qué sectores de la sociedad se pudieron beneficiar de las mismas. Los mestizos, por ejemplo, estuvieron excluidos de la enseñanza superior. Una gran ruindad.

Por último, se ha usado hasta la extenuación el argumento de la imposibilidad de evaluar y criticar desde nuestro presente los comportamientos violentos del pasado, propios de aquellas centurias, además de hacer mención a la crueldad extrema de las civilizaciones aborígenes. Son dos cuestiones muy distintas. Ya en su momento, Tzvetan Todorov distinguió entre el homicidio religioso (o sacrificio) del homicidio ateo, es decir, el cometido por los conquistadores cuando se producía una matanza, entre otros (Todorov, 2000: 156). Los aborígenes eran crueles y los europeos también lo eran. Eso es algo indiscutible. Lo que debato en este libro es que no se quiera reconocer e, incluso, que se desee negar la utilización de la crueldad sistemática, el terror y la violencia extrema en la invasión y conquista de las Indias. El fenómeno de la violencia es consustancial a cualquier colonialismo de dominación, dado que a la fase inicial de brutalidad conquistadora ejercida por la hueste indiana, mejor o peor controlada por caudillos sin escrúpulos movidos fundamentalmente por la codicia, le siguió la violencia que de manera regulada ejerció la metrópoli. La fórmula que podemos aplicar a esta cuestión para analizarla desde la historiografía fue sugerida por Lauro Martines: cuando se desvincula la historia social de la guerra de la política y la diplomacia caen las barreras que nos impedían plantearnos cuestiones de tipo ético. Por consiguiente, cuando los historiadores quedan liberados «por la necesidad de formular preguntas morales, pueden al fin proyectarlas contra la política […]», y es entonces cuando se pueden poner en tela de juicio las acciones de los grandes caudillos conquistadores, analizar sus victorias y sus fracasos desde una óptica crítica y, quizás lo más importante, podremos «someter a juicio sus acciones» (Martines, 2013: 267). Las de ellos y las de la Monarquía Hispánica.

Es más, aquellos que han negado la posibilidad de que desde nuestro presente se evalúe moralmente el pasado, en este caso el colonial hispano en su fase inicial de invasión y conquista, no muestran reparo alguno en valorar las acciones bélicas emprendidas por los conquistadores, en especial los grandes nombres como Núñez de Balboa, Cortés, Alvarado, Olid, Pizarro, Almagro, Belalcázar, De Soto o Valdivia, como si de gestas heroicas se tratase, cuando dicha consideración igualmente posee una carga de presentismo incuestionable. Y, al mismo tiempo, han negado la evidencia de que los aborígenes, en todo caso, tenían el derecho legítimo a defenderse. Como señaló el padre Tello, si los indios respondían fue a causa de ser siempre «ocasionados, maltratados y aperreados, y no les quedaba otro recurso para su defensa, que procurar la muerte de los que tan grandes daños les haçian» (Tello, 1968, II: 75-76).

Sea como fuere, mi intención con esta obra, que ahora podemos recuperar, revisada y aumentada, merced al buen hacer de la editorial Arpa, siempre fue recordar y hacer llegar a todos los ciudadanos en estos tiempos revueltos las palabras del conde de Lemos, virrey del Perú, dirigidas al monarca hispano, Carlos II, cuando en 1670 visitó la gran mina de Potosí y descubrió que sus trabajadores aborígenes ni siquiera veían la luz del sol, puesto que permanecían sepultados en las galerías jornada tras jornada de agotador trabajo: «No hay nación en el mundo tan fatigada. Yo descargo mi conciencia con informar a Vuestra Majestad con esta claridad; no es plata lo que se lleva España, sino sangre y sudor de indios» (citado en Lohmann, 1946). Y yo descargo la mía como historiador haciendo llegar al gran público la dimensión más trágica de la invasión hispana de las Indias.

Mollet del Vallès, octubre de 2021

La invasión de América

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