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LOS PASOS PREVIOS
PARA EL EVANGELIZADOR

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Reconozco mi intriga cuando vi a un joven inquieto con un extraño artefacto en sus manos paseándolo por encima de la arena de la inmensa playa de La Lanzada, en Pontevedra, apenas el sol iniciaba su tarea diaria de desnudar la belleza de la mañana. Hacía círculos sobre la arena con parsimonia, con pasos lentos, como intentando desvelar algún secreto que yo desconocía. Después me sumergí en el paseo y la oración y, aunque seguí viéndole en la lejanía, lo perdí. Al volver a casa descubrí que era un detector de metales para buscar en las arenas de la playa monedas, joyas u objetos metálicos perdidos con los que ganarse la vida.

Como aquel muchacho, también yo me siento atraído por la búsqueda de perlas. Y lo hago en el desierto. La vida creyente transita por desiertos, y el Evangelio de Jesús, sano y vivo, sigue revelando sus perlas secretas. El desierto está en nuestra sociedad y cultura y también en nuestra Iglesia. El hombre actual es decepcionante, es poderoso, pero débil; compacto, pero fragmentado; sonriente, pero de tristes ojos; comilón, pero desnutrido en su interior; rico, pero inmerso en infinitas pobrezas; sano, pero atrapado en hábitos negativos; seguro de sí, pero sin palabras que cautiven; líder, pero amedrentado por la decepción y las contrariedades; prepotente, pero quebradizo; capaz, pero estancado; solidario, pero encerrado en burbujas; sin Dios, pero atado a muchos ídolos; libre, pero desconfiado; anhelante del bien, pero sometido a la corrupción.

Es preocupante que los cristianos no estemos preparados para sembrar perlas en los desiertos ni para descubrir las que en ellos se esconden. En los desiertos actuales, el hombre no está para asumir palabras rancias o explicaciones frías o lejanas, ni para escuchar planteamientos infantiles, como pudo pasar en el pasado, cuando la información y la formación eran patrimonio de unos pocos privilegiados. Estas palabras corren el riesgo de sonar a doctrinas o verdades oídas «como quien oye llover».

Nos encontramos ante un hombre frágil, fragmentado y roto. Un hombre, como me ha pasado a mí en largas épocas de la vida, que se niega a escuchar lo que viene de Dios si mantiene visos de no autenticidad, de imposición. Así pues, es importante que los cristianos nos planteemos qué hacer, cómo hacer, qué no hacer, cómo no hacer para una renovada vivencia del Evangelio. Porque está en juego que los hombres del desierto, huidizos de la fe y de la Iglesia, descubran la belleza y la hondura de Cristo. Y sabemos que la belleza está oculta en ellos mismos, en su tradición, en sus culturas, en sus universos mentales y afectivos, en sus luchas, en su más íntima intimidad, en su inteligencia, y también en su pecado y en su sentido crítico. El amigo Foucauld nos da una primera pista:


En primer lugar, preparar el terreno en silencio por la bondad, un contacto íntimo, el buen ejemplo; tomar contacto, dejarse conocer por ellos y conocerlos; amarlos desde el fondo del corazón, dejarse estimar y querer por ellos; y así hacer desaparecer prejuicios, obtener confianza, adquirir autoridad –esto exige tiempo–; después hablar. [...] Antes de hablarles del dogma cristiano hay que hablarles de la religión natural, conducirlos al amor de Dios, al acto de amor perfecto 1.


«¿Habremos de abandonar las palabras? ¿Habremos de dejar paso a las obras?», gritaba inteligente y humilde Antonio de Padua en el siglo XIII. Sin duda será un paso lento y largo, nutrido de paciencias, mesurado y callado. Será un tiempo de aprendizaje en el sufrimiento y en la esperanza. El hombre sigue guardando los toques del Creador en sus entrañas, y sigue cultivando las perlas sembradas mientras espera un tiempo en el que se manifiesten entre las arenas y las sombras.

¿Dónde se encontrarán escondidas las perlas para reiniciar una vida cristiana auténtica, alejada de los poderes y las riquezas de este Occidente rodeado de confort y de seguridades? Lo primero es el silencio.

Esta es la hora del silencio. Dice Xavier Melloni:


El silencio no es la ausencia de ruido, sino de ego. El ruido del ego es el murmullo continuo de lo que hay que conseguir o defender. El silencio, en cambio, es el acallamiento de ese murmullo, un estado de apertura y de agradecimiento ante una Presencia que está permanentemente en todo y a la que se llega por medio de la autopresencia 2.


Es hora de volver a nacer «desnaciendo»; de volver a aprender desaprendiendo; de volver a andar desandando el camino o, lo que es lo mismo, renaciendo, reaprendiendo, tras retornar humilde, sana y santamente a la Fuente. Y entrando en el silencio de una sana soledad, como la que buscó Carlos de Foucauld. «Los misioneros aislados como yo son escasos. Hay muy pocos misioneros aislados haciendo este oficio de desbrozadores; me gustaría que hubiera muchos».

Este oficio de desbrozar fue el noble y asombroso propósito que tuvieron en sus corazones, junto a san Juan XXIII, los grandes impulsores del Concilio Vaticano II.

En este siglo XXI, turbulento y violento, aunque lleno de avances científico-técnicos, muchos nos sentimos atraídos misteriosamente hacia el desierto del silencio, hacia un despojo de cuanto somos y tenemos, hacia una búsqueda más auténtica y radical. Algo nuevo está naciendo. De poco o de nada sirven ya los planteamientos y las formas del pasado religioso. Nos urge el empuje del Espíritu, que busca, con Carlos de Foucauld, valentía y arrojo para lanzarnos a una nueva aventura en la vivencia y en la transmisión de la fe. Y nos empuja a ser los primeros en convertirnos al Señor y al Evangelio.

En ese aliento me siento un buscador de perlas. Me sé un afortunado al hacerlo con un guía tan auténtico y santo como el hermano Carlos de Foucauld. Espero no manipular sus palabras, ni sus obras, ni sus pecados. Las sugerencias de Foucauld hemos de entenderlas como una parábola, como un testimonio sorprendente, como una guía en medio del bosque o una luz en medio de la noche.

Vivimos tiempos difíciles y hemos de ser compasivos unos con otros. De nada nos sirve a los testigos del Evangelio ponernos nerviosos e inquietos.


No se trata de elaborar o de ejecutar proyectos extraordinarios, de marcharse lejos o de hacer alguna cosa espectacular, sino de trabajar el lugar allí donde cada uno está inmerso, de cavar y de remover toda aquella tierra que esté bien alejada del Evangelio. Ante todo hace falta trabajar el propio corazón, allí donde haya zonas no desbrozadas, no transformadas por la vida de Cristo resucitado, y también en torno a uno mismo, en zonas a nuestro alcance, allí donde Cristo es ignorado 3.


Entre nosotros existen hombres y mujeres excepcionales, tradicionales y liberales, paralizados y aburguesados, los que creen en la autoridad y los que prefieren la tolerancia. En este momento de la historia de la humanidad, del Occidente donde nos encontramos, de la vida de las Iglesias y de la Iglesia católica, hemos de abrazarnos todos a la humildad con humildad y afrontar con serenidad el presente y el futuro. Y trabajar denodadamente por la unidad y la comunión, siguiendo el mandato de Cristo y de su Espíritu:


No ruego solo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí (Jn 17,20-23).


No hemos de olvidar que vivimos con él, por él, en él y para él, como proclamamos cada domingo en la eucaristía, con nervio, las comunidades parroquiales y cristianas; y tampoco olvidemos que actuamos en su nombre para consolidar su Reino. Esa es la verdad: «Si consideramos que nuestra fe constituye un movimiento de la humanidad hacia Dios, solo podremos seguir siendo egocéntricos y terrenales. Pero si lo contemplamos como un movimiento de Dios en dirección a nosotros, nos hallamos envueltos en él, en lo más profundo, trascendiéndonos y retornando al Padre por el Hijo» 4. Como advierte John Main, hemos de superar el egocentrismo de nuestra espiritualidad. En la verdad desnuda del Dios que toma la iniciativa de amor hacia el hombre hemos de fundamentarnos para no errar.

Las perlas que ponemos sobre la mesa de la reflexión y la oración están extraídas de la frágil hondura de un hombre solitario, del desierto, de un cristiano creyente tozudo en su ser y en su actuar cotidiano. Charles-Eugène de Foucauld Pontbriand, apodado el «morabito [marabout: hombre de Dios] cristiano», el «morabito blanco», el «hermano universal». Carlos de Foucauld recibe el don sagrado de la fe en una Iglesia de la que se había apartado. Y mantiene un diálogo sincero con sus hermanos del islam, a los que se acerca a través de la humanidad de Cristo Jesús. Él mismo se entraña en Jesús y se nutre de él en su soledad infinita; como infinitas son las arenas del desierto entre las que acabó encontrando la muerte y la vida inmortal.

Foucauld es consciente de las diferencias entre los hombres y sincero defensor de la fe de sus adversarios y amigos; es un creyente sin igual, desmesurado en su vida y en sus búsquedas, absolutamente original y capaz de impactarnos y provocarnos. Y, a la par, es un auténtico testigo del Evangelio y de la evangelización en medio de la noche oscura, de la zozobra y de la indiferencia hacia su fe de la mayoría que le rodeaba. Es un creyente firme, convencido hasta los tuétanos.

Es Foucauld quien me ha despejado la mente en la búsqueda de un camino para pensar en ese cristianismo reformado y renovado que ha de abrirse paso necesariamente en medio de la diversidad social, cultural y religiosa de nuestra sociedad. Para andar por esta senda, lo primero de todo veo necesario el renacer de un cristianismo de mujeres y hombres bautizados adultos, que sean luminosos, atractivos, fraternos y comprometidos. Y ese camino necesariamente pasa por la incorporación del laicado cristiano a la vida pastoral y evangelizadora del siglo XXI. El camino auténtico, que nace del Evangelio y nos lleva a él, ha de volver a concentrar su mirada en el sacramento clave. El único sacramento que nos adentra en el misterio trinitario y en el misterio de la sanación y salvación del hombre. El sacramento que nos iguala a todos y nos hace ser una fraternidad unida y creíble: el bautismo. En el bautismo nos encontramos todos. El bautismo es el sacramento que recrea el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia universal y concreta.

El papa Francisco clama un día sí y otro también contra el clericalismo. Contra ese modo de vivir la Iglesia que se ha vuelto autorreferencial y se ha alejado del pueblo creyente y de la fuente de agua viva. Ese modo que, olvidando su nacimiento común en el bautismo, se ha institucionalizado como un grupo de aparentes selectos que toma el mando de la situación y el protagonismo de la historia de la salvación. El clericalismo está concluyendo, y ha de dar paso, si queremos que el pueblo de Dios vuelva a poner sus ojos en la fe cristiana, a un nuevo modo de ser y de vivir la fe en el mundo, partiendo del desarrollo del bautismo desde las vocaciones laicales.

Un bautizado adulto se sabe responsable de mantener el compromiso activo de su fe, de tejer los hilos de la fraternidad y de experimentar una tendencia natural a la comunión con sus hermanos cristianos. Renace en el tiempo presente como un espíritu luminoso y como un amante del diálogo sincero con los miembros de otras tradiciones religiosas. El laico cristiano, que se asienta en una relación abierta y sincera con los otros, está aprendiendo a valorar la infinita y bella pluralidad de las diferencias. Y, cuando se acercan por primera vez a un hermano anglicano, abrazan a un musulmán o enlazan su mano con una mujer judía, experimentan que se les caen los prejuicios y que en esos gestos tan elementales notan que les cambia la mirada de su corazón creyente y les salen alas con las que emprender nuevos vuelos en la historia de la salvación.

Solo desde esta adultez, profundamente bautismal y laical, que se tiene por imperfecta, que respeta y se sabe entre iguales, podrá nuestra Iglesia pedir respeto para su fe y sus tradiciones. Esta actitud de apertura a las diferencias supone una verdadera purificación personal y comunitaria. Foucauld fue el gran precursor. Nos muestra un camino de conversión que reconoce en los otros algo trascendente que nos cuestiona y alienta, consciente de que nosotros portamos un fuego esencial que enriquece y sana a los otros. La adultez bautismal es la aceptación serena de la diversidad, que lentamente nos encamina a un nuevo modo de ser y vivir la fe y hacia la reconciliación y la paz con la humanidad. Un proceso íntimamente ligado al santo Evangelio.

Y, como es sabio mirar desde otras perspectivas, miremos también desde la óptica de un rabino judío actual. En el libro La dignidad de la diferencia. Cómo evitar el choque de civilizaciones, Jonathan Sacks parte del planteamiento de Platón de que


las particularidades son imperfecciones, fuentes de error y de prejuicios. Y que la verdad, por el contrario, es abstracta, atemporal, universal, la misma para todos en todas partes. Ese pensamiento ha llevado a la filosofía y a las religiones occidentales a estar hechizadas por el fantasma de Platón. Y el resultado es inevitable y trágico. Si toda verdad –religiosa o científica– es la misma para todos en todo momento, entonces, si yo tengo razón, tú tienes que estar equivocado 5.


Aquí está, según él, la raíz de muchos males, de crímenes horrendos y del increíble derramamiento de sangre a lo largo de estos siglos. Y así Occidente, bajo estos esquemas religiosos, políticos o económicos, ha exterminado las formas más frágiles de vida y ha hecho disminuir «la diferencia».

Sacks se une a un camino abierto para las religiones por el que muchos ya transitan desde hace tiempo:


La proposición que hay en el centro del monoteísmo es que se adora a la unidad en la diversidad. La gloria del mundo creado es su asombrosa multiplicidad: las miles de lenguas habladas por la humanidad, la proliferación de culturas, la inabarcable variedad de expresiones imaginativas del espíritu humano, en la mayoría de las cuales, si escuchamos detenidamente, oiremos la voz de la sabiduría, que nos dice algo de lo que necesitamos saber 6.


Esta es «la dignidad de la diferencia» de la que habla.

Estamos en un tiempo nuevo, y el hermano Carlos es una lámpara resplandeciente que lo ilumina. Cada día son más los cristianos, con el papa Francisco a la cabeza, enamorados de este mundo de diferentes. Así podemos dar gloria a Dios y hacer que el universo progrese por caminos de paz, de comprensión, de concordia y de crecimiento hacia el Reino. Cada cual ha de renunciar a algo, nunca algo esencial, para evitar el choque y para que sea posible el diálogo de civilizaciones.

Y es en esta perspectiva y en este tiempo en los que nace este escrito, en el que he creído que un hombre como Carlos de Foucauld, un hombre con su temple y situado minoritariamente en el centro de la vida del islam podía ser el que nos diera las claves para afrontar la evangelización en medio de las diferencias y en el tiempo presente de la fe.

Pienso con humildad de corazón y desde el silencio al que me invita Foucauld que es hora de que dejemos a un lado durante un tiempo la evangelización directa y obsesionada por los resultados y nos centremos en los trabajos previos a la evangelización, que en realidad son ya en sí mismos una verdadera evangelización.

¿Cuáles son esos trabajos previos? Son los mismos que en la siembra: la preparación del terreno; el barbecho; la tierra removida hasta quedar suelta y ligera; el abono con nutrientes; la roturación de los surcos; la búsqueda de fuentes y la adecuación de los cauces para que llegue el agua; la siembra de la semilla precisa y a su tiempo; el riego posterior; la eliminación de las malas hierbas; evitar problemas meteorológicos; escardar más y más; amar la tierra y respetar el desarrollo de la mata; librarla de las plagas que afecten gravemente al cultivo; hacer llegar a la tierra y a la semilla el amor y la pasión del sembrador por lo que está preparando, sembrando, naciendo y prosperando.

Cuántos trabajos previos antes de obtener el fruto; cuánto derroche de amor y de energías humanas; cuántas oraciones sinceras desde lo profundo del corazón; cuánto esmero, cuidado, trabajo e inteligencia los del sembrador; cuánta paciencia y ternura.

Lo que hoy necesitamos son evangelizadores nuevos y bien formados, testigos fieles y pacientes en su fragilidad y en su pecado, que callen, que sepan callar y que se mantengan unidos a Cristo y entre sí. Esto es lo previo y esencial. Sin este trabajo previo de gastar todo lo necesario para engendrar y dar a luz una nueva generación de evangelizadores adultos y capaces, todo lo demás será humo.

El papa Francisco, que es consciente de esta necesidad urgente, sabe dónde ha de crecer y fundamentarse la Iglesia en el tiempo presente, y así les decía a los superiores mayores de las congregaciones religiosas: «Estoy convencido de una cosa: los grandes cambios de la historia se realizan cuando la realidad no se ve desde el centro, sino desde la periferia». Y por eso propongo adentrarnos en el secreto desértico y periférico del hermano Carlos. Desde él descubriremos la periferia: «El Sahara –dice A. Riccardi– es para Foucauld y sus seguidores la verdadera periferia del mundo, el sitio donde buscar a Dios» 7. Busquemos por ese camino.

Lo que este libro propone, desde la vida y la obra de Carlos de Foucauld, es que los testigos del Evangelio se formen y conformen en el desierto de sus vidas y en los desiertos de nuestras ciudades y sociedades mientras vayan creciendo y dando testimonio. Más que empezar evangelizando y creyendo que los sembradores están ya preparados, hemos de empezar conformándolos con Cristo, para que vuelva a arder la llama del Espíritu en la tierra. Los nuevos evangelizadores han de renacer hoy enamorados y apasionados de Cristo y por Cristo, el único capaz de movilizarlos y de sacarlos de sus poltronas; si no es así, mejor será que nos quedemos todos en nuestros hogares y no entorpezcamos, al menos, la obra más auténtica y amorosa de la Iglesia.

Permíteme que, al final de esta presentación, me dirija a ti directamente, amigo lector: si eres uno de los miles de obispos, sacerdotes, religiosos, miembros de la vida consagrada o laicos que asumen su bautismo y la misión evangelizadora a ti confiada, mírate a ti mismo con compasión y con ternura. Mira a tus hermanos en la fe, los que han recibido la misma vocación y la misma misión que tú. Mira a esos otros, también hermanos tuyos, a los hombres, a los pecadores, a los pobres de los que formas parte. Y mírale a él. Contempla. Confía, Cree. Espera. Sé humilde y sincero de corazón. No dejes que tu ego, en cualquiera de sus facetas o tentaciones, se ponga por delante de Cristo y de su Evangelio. Que no lo haga ni en tu corazón ni en tu mente.

Y, tras pasar por la prueba absolutamente necesaria del desierto, como Cristo Jesús, llegado al punto crucial de tu conversión, bien discernido por la Iglesia, comienza esta grandiosa aventura de la entrega de la vida al Evangelio de Jesús, encontrando compañeros y participando de lleno en la comunidad cristiana. Y de dos en dos, como sugiere el Señor, emprended la más maravillosa de las aventuras: la de proponer y susurrar el santo Evangelio en los oídos y en el corazón de aquellos a los que el Señor os envíe como sus mensajeros. ¡Evangelizar! Qué suave, santa y grata misión.

¿Qué podemos, qué puedes hacer? Lee, escucha interior y atentamente y encuentra el punto de partida desde el que emprender con pasión y entusiasmo la tarea encomendada por el Señor de la vida, que habla en los corazones:


Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20).

Perlas en el desierto

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