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SEGUNDA PERLA:
LA CONVERSIÓN AGRANDA EL TEMPLE DEL AVENTURERO
ОглавлениеFRAGUAR Y CONFORMAR UN HOMBRE DE FE
Un curioso afán aventurero me ha guiado a lo largo de mi vida. No puedo negarlo. Me educaron en casa y en la parroquia para ser un aventurero de la fe desde niño. Pero este aventurero poco tiene que ver con los aventureros de siglos pasados, cuando una parte importante del planeta y de las etnias humanas estaban por descubrir. No es así el hombre posmoderno, aunque le apasione investigar y conocer mundos, ya no por descubrir, y descubrirlos por sí mismo. El posmoderno sí que «ha dado en no creer en nada», que decía Machado 1, alardeando de una segunda inocencia.
La búsqueda de la verdad, objetivo del aventurero del pasado, parece haber desaparecido del horizonte y del pensamiento actual. Y en su lugar, de un modo desgarrador, los hombres huyen de las verdades recibidas. ¿En qué mundo puede rastrear un joven explorador y aventurero de este siglo? ¿En una tableta? Por ahí comienzan los nuevos innovadores. Pero, para los jóvenes, y para una mayoría en el mundo occidental, las aventuras actuales acaban siendo nocturnas. Y las verdades que se buscan vienen cosidas entre salchichas y cervezas, cuando no drogas y fuertes bebidas, para salvar las noches del jueves, del viernes y del sábado de cada semana. ¿En qué laberinto de pasiones inútiles habrá que entrar para favorecer un poco de aventura legítima? Se da una grave frustración en muchos jóvenes aventureros. Por ello, los aventureros del Evangelio han de tener en cuenta esta realidad. Nos lo sugiere la misma vida de Foucauld.
Carlos de Foucauld puede ser un maestro que oriente la gran aventura del Evangelio. Él es el símbolo de las rodillas que se hunden en el barro de la propia historia y que acaban doblegando a un espíritu indómito, reconvirtiendo magníficamente el afán aventurero. Toda su historia es una historia de aventuras, de conversión, de aventura convertida.
El camino de la conversión y de la aventura es, según Foucauld, la oración: «La mejor oración es aquella en la cual hay más amor». O como decía Mahatma Gandhi: «La oración cotidiana añade algo nuevo a la vida».
La llamada de Dios –dice Carlo Carretto– es algo misterioso, porque viene de la oscuridad de la fe. Además, tiene una voz tan débil y discreta que se necesita todo el silencio interior para percibirla. Y, sin embargo, no hay nada tan decisivo y perturbador para un hombre sobre la tierra, nada más seguro ni más fuerte 2.
En el recorrido de la existencia de cada creyente es necesario tomar algunas decisiones rigurosas, como hizo el vizconde de Foucauld aconsejado por el padre Henri Huvelin. Decisiones que transforman y dan un vuelco completo a la vida. Foucauld, que sintió en su barro la llamada perturbadora de Dios, ya era un aventurero antes de tener fe; y palpitaba con el espíritu aventurero de finales del siglo XIX.
Foucauld realiza algunos viajes de exploración entre 1882 y 1886.
Seducido por el África del Norte pide la baja en el ejército y se traslada a Argel para preparar científicamente un viaje de exploración a Marruecos. Estudia las lenguas árabe y hebrea. Como ya hemos visto, llegará a decir: «El islam me ha provocado una honda convulsión» 3. Entre junio de 1883 y mayo de 1884 recorre clandestinamente Marruecos, disfrazado de rabino, con el rabino Mardoqueo como guía. Su vida peligra en varias ocasiones. Queda impresionado por la fe y la oración de los musulmanes. Entre 1885 y 1886 viaja por los oasis del sur de Argelia y de Túnez. Al volver a París se reencuentra con su familia y, de un modo muy especial, con su prima Marie de Bondy. Por aquellos días vive como un asceta, con austeridad espartana. Se interroga acerca de la vida interior y la espiritualidad. Sin fe, entra en las iglesias y repite una extraña oración: «Dios mío, si existes, haz que te conozca».
El aventurero del desierto se queda atónito y paralizado en su existencia. Los musulmanes, que le han ayudado a entender su vida como radicalmente disoluta, le llevan también a comprender que la aventura de su ego, roto y buscador de acontecimientos que le satisfagan, no tiene ningún sentido. Y desesperadamente, como diría nuestro poeta Blas de Otero, busca y busca un algo, qué sé yo qué:
Desesperadamente busco
un algo, qué sé yo qué, misterioso
capaz de comprender esta agonía
que me hiela, no sé con qué, los ojos.
Desesperadamente, despertando
sombras que yacen, muertos que conozco
simas de sueños, busco y busco un algo,
qué sé yo dónde, si supierais cómo.
A veces me figuro que ya siento,
qué sé yo qué, que lo alzo y lo toco,
que tiene corazón y que está vivo,
no sé en qué sangre o red, como un pez rojo.
Desesperadamente lo retengo,
cierro el puño, apretando el aire solo...
Desesperadamente sigo y sigo
buscando sin saber por qué, en lo hondo.
Desesperadamente, esa es la cosa.
Cada vez más sin causa y más absorto,
qué sé yo qué, sin que, oh Dios, buscando
lo mismo, igual, oh hombres, que vosotros 4.
Y, curiosamente, solo un aventurero que renuncia a sus aventuras juveniles, centradas en su ego, será capaz de emprender una aventura aún mayor: la que responderá a esa búsqueda desesperada y narrada por el poeta. Foucauld lo aprenderá pronto, aprenderá dónde está la fuente de su nueva aventura: «Es necesario orar mucho para mantenernos fieles en cualquier situación». A esta experiencia de Foucauld se asemeja cualquier vida que se sienta atraída por el fuego del Evangelio. La de muchos cristianos que, alejados de la fe durante unos años, sin dejar de estar en ella, buscan aventuras en esos frentes nocturnos que les hacían sentirse «cansados de buscar la vida», como cantaban los de Mi Pequeño Mundo 5.
RODILLAS CLAVADAS EN EL BARRO
Esa naciente aventura desconocida para Foucauld comienza, gracias al padre Huvelin, con un extraño acto –para muchos hombres de hoy– de acatamiento que doblega su ser y le provoca una profunda conversión. Es en ese instante de su vuelta a casa en el que, incompresiblemente, el hermano Carlos cae de rodillas. Ahí y así emprende un tiempo nuevo unido al tiempo de Dios, al kairós de Dios, para el que ya estaba predispuesto. Este concepto de la filosofía griega representa un lapso indeterminado en el que algo importante sucede. Su significado literal es «momento adecuado u oportuno». En nuestra teología cristiana se asocia al «tiempo de Dios». Es el tiempo de la conciencia en el que se hace presente la luz, renace la esperanza y comienza, aquí y ahora, la libertad, la liberación, el presente Reino de Dios.
Todo se convierte, a partir de este kairós, en una nueva andadura. Foucauld se hunde definitivamente de rodillas en el barro de su propia miseria, de su árido y conmovedor desierto; y así, con el gesto de doblegarse hace posible que del barro y las arenas del desierto nazca, por obra de la gracia que provoca el padre Huvelin, un nuevo espíritu indómito, libre, increíble y triplemente aventurero. Esta es una conversión progresiva en Carlos de Foucauld. Esa gracia de la conversión va a purificar poco a poco su temperamento. Y de no ser por ella, y por la influencia indecible del padre Huvelin, habría sido conducido al fanatismo y al fundamentalismo, tentación tan actual en muchos ambientes juveniles de hoy y de siempre.
A partir de ese instante de luz, la vida entera de Carlos de Foucauld se convierte en una anónima, sigilosa y verdadera aventura, y su persona, en un guía espiritual para todo aquel que desee adentrarse en el secreto y en el itinerario del cómo y del dónde se fragua un hombre de Dios. Y de cómo Dios habla y ablanda a cada cual su corazón de piedra: «Y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,26-27). «Cada cristiano tiene que ser apóstol: no es un consejo, sino un mandamiento, el mandamiento de la caridad», dice Foucauld. Y así hasta hacer renacer la semilla de un hombre nuevo, de una nueva creatura: «El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17).
Carlos de Foucauld lo tiene claro: Dios no es ajeno a sus hijos. Se adapta a ellos con rigor y entusiasmo. Dios aprovecha los resortes de cada personalidad para lanzarle el reto del seguimiento de Jesús. Toda historia acaba siendo historia de amor y de relación apasionada con Jesús en la oración: «Cuando se ama, se desea hablar constantemente con el amado, o al menos contemplarlo incesantemente. En eso consiste la oración».
En el momento de mi segunda conversión, la seria, la más potente, la que me colocó en el camino en el que ahora me encuentro, yo mismo me quedé atónito y, como Foucauld, caí de rodillas y acudí de nuevo al camino de una fe adulta. Allí también comenzó mi verdadera aventura, y así la narré entonces:
Comprendí que el hombre que se entrega a Dios para realizar su obra se sabe conducido por él. Que Dios no le despersonaliza ni le priva de lo que le es más propio. Al contrario, Dios asume su pecado, vivido desde su realidad de hijo pródigo que se aleja de él y se corre sus peculiares aventuras. Sin embargo, Dios afina sus cualidades y hace de sus miserias y singularidades el motor decisivo para su madurez. Es Dios quien provoca en él el anhelo de la gran aventura que le conduce hasta el centro del misterio trinitario. Ese centro que en su día rechazó por desconocimiento e ignorancia. Y se le desvela que ahí está el fin del trayecto de la gracia para él, como para cada enamorado del Evangelio.
Y el aventurero Carlos se vio lanzado a la aventura más increíble, la que encontró en el silencio confiado; la que le llevó a la entrega radical, al olvido de sí mismo; la que le hizo experimentar la soledad sonora y la música callada. Hasta que la aventura se acabó centrando en «la cena que recrea y enamora» 6. Y así se fue transparentando en él la luz, el sonido, el aliento y el alimento de Dios. Todo sucedió por pura voluntad divina, sin protagonismo alguno por su parte. Este se disolvió como el azúcar en su misericordia.
El aventurero y explorador Carlos se vio conducido a la más sublime de las aventuras. La aventura que viviría su propio corazón en la intimidad más íntima de su propio ser. «Que nuestra vida sea una continua oración», decía. Y la aventura interior le hará adentrarse en increíbles aventuras humanas de soledad y de servicio a la fe. Sin olvidar jamás su servicio incondicional a los más olvidados de los hombres. Y lo hará desde las entrañas de Dios y en las entrañas calientes del desierto.
El camino espiritual y místico de muchos hombres y mujeres considerados santos nos enseña que la loca búsqueda de la aventura humana puede ser una condición previa indispensable para que se acabe fraguando un aventurero de Dios. Llegar a la gran aventura de Dios es lo que necesita alcanzar el cristiano adulto, configurado con Cristo, que hoy busca la Iglesia para la evangelización. Solo con hombres y mujeres así podrá renacer un nuevo camino desde el que dar a conocer con humildad la fe de la Iglesia en una sociedad plural. Así fueron los apóstoles. Así los grandes locos de Dios. Así los que comenzaron aventuras colectivas al servicio de la credibilidad de la fe cristiana: Pablo de Tarso, Antonio abad, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, José de Calasanz, Camilo de Lelis, Juan de Dios, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Teresa de Calcuta...
VIVIDORES CONVENCIDOS Y DANZANTES
Siempre he tenido la certeza, desde que tomé conciencia de mi fe activa y viva, de que los discípulos humildes que dedicarán su vida a la vivencia y la transmisión del Evangelio han de ser unos vividores convencidos de su fe. Y han de fraguarse en medio de un mundo desnortado, implicándose en él sin miedo. Después de los escarceos vividos por ahí, cansados y al margen de Dios, no quedan fuerzas, ni conciencia, ni alegría para hacer con la vida la loca entrega que él requiere del hombre. Pero yo no escuchaba. No quería escuchar. Simplemente me dejé hundir en el barro de la conversión. Por eso sé que los que perseveran en el barro acaban viendo. En el barro propio, el suyo, y en el de los pobres y los pecadores. Esto es muy importante. Nunca estamos solos desde que comenzamos a sentirnos hundidos en Él. Y a partir de ahí la gran experiencia: los discípulos no dejan de ser naturalezas positivas y perturbadoras por su alegría, novedad y fragilidad. Esto es lo que buscamos en nuestra comunidad. Nadie puede decir «yo no puedo» hasta que no lo intenta con pasión. Nadie que haya recibido el don y aprenda a desvelarlo puede decir «no» sin haber probado esta locura sin fin, esta aventura que deja con la boca abierta a los que la intentan. Hay que hacerlo.
Todos somos conducidos por Dios hasta las cotas más altas de entrega y santidad. Y lo hacemos dentro de su Iglesia, en comunión con ella y para su servicio santo. Los discípulos aventureros no dejan de vivir a tope y locamente la aventura de la presencia de Dios en sus vidas. Y asientan bien su aventura en la unión íntima y sincera con los últimos. Será en los últimos donde se encarnarán, si fuera preciso, como en el caso de Foucauld, hasta llegar a su muerte violenta. La muerte del hermano universal, junto a la pequeña custodia que le acompañó en sus soledades, se nos devolverá envuelta y revuelta con las arenas del desierto. «El objetivo de cada vida humana debería ser la adoración de la santa hostia». Para el beato Carlos, esta adoración silenciosa tendrá una importancia radical: «Adorar la hostia santa debería ser el centro de la vida de todo hombre». Y la adoración eucarística, que le custodiará hasta la muerte, será testigo de su prolongada y entrañable oración. El aventurero nunca estuvo solo, siempre estuvo habitado y contrastado por la presencia de Cristo. En la custodia estuvo su gran interlocutor y compañero en tantas soledades. Tuvo en Dios el fundamento de su gran y loca aventura de amor. Y así, abrazado a ella, adorándola, poseyéndola, desposeído de todo y de todos, experimentará el culmen de su aventura: «La eucaristía es Dios con nosotros, es Dios en nosotros, es Dios que se da perennemente a nosotros, para amar, adorar, abrazar y poseer».
El aventurero sabe que sus fuerzas son limitadas. Nadie lo sabe mejor que él, que ha arriesgado cientos de veces la propia vida hasta límites increíbles. Nadie como él sabe lo que son las barreras, los obstáculos, las trabas, las limitaciones 7. Por eso se lanza, arrastrado por una fuerza sobrenatural, a la mayor de todas las aventuras. A través de ella pretende acercar a sus hermanos a Jesús. Parte de sus fragilidades, desde ellas afronta semejante empresa.
Esta oración de Foucauld, encontrada entre sus escritos, es una bella expresión de lo que hemos de pedir cada día. Hemos de dirigirnos al Señor desde la naturalidad. Él, que nos conoce a cada uno, nos pide partir de lo que somos sin engaños:
Ámame tal como eres.
Conozco tu miseria,
las luchas y tribulaciones de tu alma,
la debilidad y las dolencias de tu cuerpo;
conozco tu cobardía,
tus pecados y tus flaquezas.
A pesar de todo, te digo:
dame tu corazón, ámame tal como eres.
Si para darme tu corazón
esperas ser un ángel,
nunca llegarás a amarme.
Aun cuando caigas de nuevo,
muchas veces, en esas faltas
que jamás quisieras cometer
y seas un cobarde para practicar la virtud,
no te consiento que me dejes de amar.