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CARTA ABIERTA A ANTONIO GÓMEZ ANDRÉS

Querido amigo:

Como usted sabe, las cosas relacionadas con la publicación de libros o periódicos han ocupado buena parte de mi actividad profesional y, por decirlo brevemente, de mi vida. Sé y reconozco, por tanto, que la argucia de cambiar el prólogo que usted quería por una carta abierta es un anacronismo en los hábitos literarios actuales. No creo que nadie caiga ya en él, excepto yo y probablemente algún autor próximo al ABC o a diarios semejantes. Discúlpeme por ello.

Como por nuestra edad y experiencia estamos más allá de ciertas timideces, me he decidido a adoptar este modelo ya infrecuente de presentación, porque permite escapar a las formas más rígidas del estilo supuestamente académico y, sobre todo, porque me facilita medianamente hablar de su libro de la manera más directa que pueda.

Claro está que la carta han de leerla usted y otros, todos los que sientan curiosidad por recorrer su libro y reflexionar sobre los datos enjutos y serenamente puestos sobre el papel que contiene. Espero que sean muchas personas. He procurado sugerir lo que viene a continuación, sin desvelarlo. En definitiva, no contar «el argumento» de su relato, pero tampoco dejar de lado lo que opino sobre él.

Le confesaré que, al principio, pensé que podría redactar un papel formulario y cortés, con frases del tipo «Las fotos y los escritos de Teresa Andrés reunidos por su hijo complementan las abundantes informaciones biográficas que él ha articulado, llenas de interés y presentadas de manera al mismo tiempo amena y sobria, equilibrada y rigurosa». Me intranquilicé en seguida. Esa solución, de mero trámite, no hubiese sido honesta ni justa, ni para con el biógrafo ni respecto a sus lectores. Usted, entre otras cosas por el trabajo de investigador que ha culminado, merecía por mi parte algunas palabras que en parte lo compensaran y que en cualquier caso resaltaran la importancia de lo conseguido con su esfuerzo y su tenacidad. Y el motivo de su laboriosa investigación reclamaba aún con más derechos mi opinión más sincera, fuera ya de las pautas habituales en los prólogos, las críticas y reseñas que de manera constante invaden a quienes aún se dejan invadir por ellas –le confesaré que no es mi caso, a estas alturas, y pienso que tal vez tampoco sea el suyo.

Buscar una relación más directa entre los textos del autor y del prologuista me parecía más necesario porque yo he sufrido con verdadera pesadumbre adentrándome en estas páginas que dedica a restablecer la personalidad de su madre. Acaso sea esta la causa de que una carta, aun abierta y pública, resulte en mi opinión más directa que un «prólogo».

Digo que he sufrido leyendo su libro. No seré el único, porque no creo que nadie pueda adentrarse con indiferencia en la descripción bien documentada, implacablemente clara, que ha hecho sobre la barbarie que se proyectó sobre la vida de Teresa Andrés y su familia, que trastocó todas sus expectativas y tal vez la llevó a morir a los 39 años, cuando aún tenía tanto por hacer y por decir. Cuando, fuera y libre de la España franquista, acabadas ya la ocupación alemana de Francia y la Segunda Guerra Mundial, había retomado su actividad pública y combativa, al mismo tiempo que su carrera profesional, tan prometedora desde que se inició.

Su trayectoria fue una muestra clarísima de cómo la sublevación de Mola, Sanjurjo, Queipo de Llano, Franco y sus cómplices impidió durante mucho tiempo progresos perdurables en el desarrollo cultural y científico en España.

La persecución y a veces el asesinato de científicos e intelectuales, el «atroz desmoche» de la Universidad de que hablaba Pedro Laín Entralgo –un arrepentido– y que ha servido como título para un estudio estremecedor, la censura y el exilio fueron prácticas brutales para imponer por medio de un eficacísimo sistema de terrorismo de Estado ciertas formas de pensamiento y de expresión, además de unas normas de conducta fundamentalmente hipócritas en el ámbito académico –y fuera de él.

Además, se instauró un sistema de enriquecimiento mafioso en el que se «formaron» familiarmente algunos de los responsables del saqueo que actualmente padecemos y que también va seguido de un nuevo exilio forzoso de jóvenes científicos y del empobrecimiento, tal vez hasta desmoronarla, de la Universidad pública y de la investigación científica independiente.

En ese ambiente, poco podría haber hecho su madre para desarrollar su ya brillante carrera profesional. Pero fuera de él, libre de él, podría haber hecho mucho. La muerte lo frustró.

Todas estas cuestiones tienen una presencia relevante en estas páginas. Y era necesario que así fuese porque, conviene repetirlo, decidió el destino de su madre y su padre, el de buena parte de su familia –su tío Eliseo Gómez Serrano, por ejemplo, fue asesinado por el franquismo.

Ha hecho usted un trabajo admirable de rastreo y reconstrucción de fragmentos. Hay que hacer muchos más como el suyo. Entre otras razones, para dejar claro, a través de cada caso individual, los efectos de una dictadura que aniquiló a una enorme cantidad de personas de toda clase y condición para proteger los beneficios de unos pocos.

En su narración hay, serenamente expuestas, una acumulación de tragedias. Alguien podrá decir con ademanes displicentes de perdonavidas: «casos como este hubo muchos otros». Ese alguien hipotético sería un imbécil. Conque hubiese sólo un caso semejante ya sería motivo suficiente para repudiar a quienes causaron tantas desgracias. Y, de cualquier forma, la historia que usted narra es ejemplificadora de muchos otros episodios semejantes, de los cuales sólo se conoce, después de tantos años, lo que los familiares, y algunos historiadores, han ido sacando a la luz antes de que se borre para siempre la memoria de la barbarie que de manera organizada y durante muchos años fue norma de conducta para los sublevados de 1936. Es la unión de todas las historias particulares la que nos permitirá rehacer una visión exacta y más completa de lo que pasó.

No quieren que se sepa lo que ocurrió en las zonas que fueron poco a poco controlando los rebeldes desde sus puntos de partida, donde de inmediato se aplicaron a la represión inmisericorde. Es lógico que aún haya quien no lo quiera. Pero el crimen generalizado fue tan grande que no pueden taparlo nuestros contemporáneos, que aún prosperan gracias a él, a la herencia que de las matanzas y del miedo recibieron.

Así, este libro resulta ser, al mismo tiempo, un relato emocionante y estremecedor y un testimonio historiográfico que cabe considerar de gran valor acerca de Teresa Andrés, una persona poco o nada conocida hasta hace algunos años. Y también acerca de las circunstancias excepcionales y en buena parte dramáticas que rodearon su vida, a consecuencia de la rebelión de 1936 y, después, del exilio al que tuvo que someterse para evitar las represalias de los vencedores, tres años después, y quién sabe si la muerte por asesinato, semejante a la que ya habían sufrido su padre y uno de sus hermanos.

Puedo pensar que en el origen de esta obra están las muchas preguntas que sobre Teresa Andrés ha debido formularse durante años usted, el médico Antonio Gómez Andrés, nacido en el París ocupado, el 10 de diciembre de 1941, y poco después enviado al triste Madrid, aquella «ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)» de la que hablaba Dámaso Alonso, donde había tenido que refugiarse su familia materna. Allí le enviaron sus padres, probablemente para protegerle de los peligros más inmediatos que podían acecharle, ya que estaban directamente vinculados a labores de resistencia contra los alemanes y los colaboracionistas franceses.

Como declara serenamente en estas páginas, su madre, que murió en el París de 1946, dos años después de la Liberación, fue para usted una completa desconocida. También lo fue durante mucho tiempo su padre, Emili Gómez Nadal, aunque a él logró volver a encontrarlo y, hasta que falleció, pudo mantener con él una relación constante aunque disminuida inevitablemente por la distancia geográfica.

Esta relación supuso sin duda una serie de descubrimientos sobre la personalidad de Teresa Andrés, ya que su padre, aun sin hablarle de ella, le dio documentos relacionados con la que había sido su primera esposa y también con él mismo. Sin duda, aquella desconocida empezó a tomar forma en el pensamiento de su único hijo superviviente, que continuó reuniendo con paciencia datos allá donde pudiera encontrarlos hasta construir esta biografía que ahora llega al lector.

Ha sido indudablemente un esfuerzo arduo, pero el resultado es excelente y viene a completar y reunir amplia y acertadamente otras investigaciones llevadas a cabo en los últimos tiempos sobre la vida y las obras de Teresa Andrés. Fue una mujer ciertamente poco común, incluso comparándola con muchas de las que durante la Segunda República destacaron por sus aportaciones a la defensa y la difusión de la cultura y la democracia y, además, a la profundización y la extensión en el reconocimiento y la práctica de los derechos de las mujeres.

Mientras escribía, he recordado cómo nos conocimos. Su padre, tras la segunda entrevista que mantuvimos Manuel Aznar y yo con él en Valença d’Agen, nos puso en contacto para que me proporcionase fotocopias de artículos publicados por él en revistas del exilio, cuyas colecciones le había dado. Por ello le vi en su domicilio de la calle del General Marvà de Alacant brevemente, creo que en 1981. Después hablamos alguna vez por teléfono cuando murió su padre y finalmente, por una decisión suya que siempre agradeceré, emprendimos juntos la edición de los pocos cuadernos salvados de los diarios de Emili Gómez Nadal. Puede creer que reproduzco con bastante fidelidad en mi memoria visual el momento en que él nos mostró, a Manuel Aznar y a mí, en una estantería de la segunda casa que tuvo en Valença d’Agen, la hilera de cuadernitos con anotaciones manuscritas y más o menos diarias que comenzaban en 1944, por la época de la liberación de París –antes hubiese sido temerario tomar este tipo de notas personales, si habían de ser veraces–. Yo no era ya exactamente joven, pero sí tan ingenuo que me pareció fácil que aquel documento –cuya trascendencia era más que evidente– podría no ya «salvarse», que es palabra ingrata, sino publicarse. Me equivoqué y es una de las equivocaciones que siento más profundamente. No sé de otra parte qué hubiese podido hacer para poner en marcha entonces un proyecto de edición de aquellos manuscritos que sin duda hubiesen sido un hito muy notable en el dietarismo en catalán del siglo XX. Se salvó solamente lo poco que su padre le dio, un documento magnífico.

Desde que usted la emprendió, he seguido con el mayor interés esta operación investigadora, en la que continúa buscando respuestas a lo que fue y no soñando con lo que podía haber sido. Yo no creo que los historiadores hagan otra cosa y usted se ha ocupado de la parcela que le correspondía con una visión deliberadamente externa y neutral, de una admirable claridad en las intenciones. De cronista, como mínimo.

De manera implícita, su trabajo es una reclamación de cuentas hacia quienes decidieron, sin saberlo, que la vida de su madre evolucionase como lo hizo. No sé cómo denominarían en casa de su abuela en Madrid a esta gente, algunos de cuyos apellidos vemos ahora constantemente repetidos a través de descendientes que también nos mandan. En la mía, en Valencia, cuando las personas mayores –que no pasaban de republicanos, de El Pueblo o de El Mercantil Valenciano– hablaban de ellos siempre decían «estos»: «estos han dicho», «estos pueden hacer». Y, sobre todo, había que evitar a «estos». Aquellos «estos» de finales de los años cuarenta del siglo pasado, lo supe fácilmente cuando crecí, eran los franquistas, los falangistas, los carlistas, el ejército, los alféreces provisionales, los que habían estado en la División Azul, la derecha española en todas sus formas y manifestaciones...

Contra esos «estos» dieron la cara y en parte la vida su madre y su padre. Y lo hicieron con decisión, admirablemente, con una valentía que no era común. Mientras escribía estas notas, por una especie de azar, me he ocupado en otras semejantes para la edición de la correspondencia entre su padre y su tío Nicolau Primitiu Gómez Serrano, que ha preparado con su eficacia habitual Josep Daniel Climent. Déjeme decir aquí que la lectura paralela de los dos libros abre amplias perspectivas para entender lo que pasó.

A pesar de las penalidades que para usted habrá supuesto el alejamiento de sus padres, tengo la seguridad de que estará contento de ver cómo, con el paso de los años, se ha ido reconociendo lo extraordinario de sus personalidades. Usted ha contribuido a ello, ciertamente, pero ya sabe que somos muchos los que admiramos y recordamos lo que supuso la gran tarea que desarrollaron aquí, mientras les dejaron, Teresa Andrés y Emili Gómez Nadal. Y también los que lamentamos que no hubiesen podido continuarla y ampliarla, como era del todo previsible, si las cosas no se hubiesen torcido de manera brutal en 1939.

Y aquí acabo esta divagación, mi querido amigo, con un saludo de admiración muy cordial. Probablemente, habré escrito con trazos más gruesos que usted, pero eso prueba su serenidad, su mayor capacidad para dominar sus sentimientos, o la manifestación de ellos, a la hora de ponerse ante los documentos y, después, ante el ordenador. Lo que resulta más admirable, cuando el escritor es en alguna medida protagonista de aquello que narra. Estoy con usted, mi querido amigo, en todo lo que pueda ayudarle para futuras indagaciones.

Con un abrazo muy cordial.

Francesc Pérez i Moragón

Teresa Andrés. Biografía

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