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—¡A las buenas!

Una voz segura y ruda le hizo volver la cabeza. De la casa salía don Aurelio caminando ruidosamente, con mucho aplomo, con la mano extendida y los ojos guiñados, midiendo al hombre que aguardaba apoyado en un coche. Estaba sin afeitar, masticaba un palillo alojado en la comisura de los labios y exhibía una seriedad de autoridad. Vestía camisa blanca abotonada al cuello, pantalones de pana marrón desgastada por el uso y alpargatas de esparto. Sus manos eran grandes y ásperas, su tronco orondo y su estatura grande. Y su rostro traslucía una cierta simpatía campechana a pesar de la seriedad con que se presentaba.

—Buenas noches. —Salcedo se incorporó y fue a su encuentro. Mientras le estrechaba la mano no dejó de mirarle a los ojos, como acostumbraba a hacer para estudiar a sus interlocutores—. Me envían de Madrid. Soy el inspector Tirso Salcedo, de homicidios.

—¡Vaya! ¡Ya era hora! —rezongó el alcalde—. Comprendo que en Madrid tengan cosas más importantes que hacer, inspector, pero han tenido que matar a una pobre mujer para que se recuerden de nosotros. ¡Maldita sea! Pase p’adentro.

—Gracias. —El inspector le siguió en cuanto el alcalde le dio la espalda.

—Por cierto... —Se volvió a mirarlo—. ¿Tiene donde hospedarse?

—No lo sé. —Salcedo miró a ambos lados de la calle—. ¿Hay algún hotel en el pueblo?

—¿Un hotel? —Don Aurelio no pudo evitar un mohín sonriente y burlón—. Había un Ritz, pero el negocio era poqueño y se lo llevaron a Madrid. ¡No te digo lo que hay! ¡No, hombre, no! Aquí no tenemos bojío ni nada por el estilo. Pero no se apure, inspector, usted se queda esta noche en mi casa, faltaría más.

El pequeño Lucio miraba a uno y otro, desde abajo, sin perder detalle de la conversación. Estaba pegado a las piernas de don Aurelio, intimidado por la visita del desconocido, pero aun así mucho más atrevido que los demás vecinos del pueblo, que fueron acercándose hasta ellos para ver al forastero que acababa de llegar en un coche negro y que ahora hablaba con su alcalde. El desparpajo de Lucio también era mayor, porque poco a poco se fue separando de las piernas de don Aurelio hasta situarse entre los dos hombres, y su atrevimiento muy distinto a la timidez de los vecinos, que se habían quedado inmóviles a cierta distancia, atentos y reverenciales, sin oír bien lo que se decía aunque disparaban las orejas como los lebreles en las partidas de caza. El pequeño Lucio escuchaba y trataba de memorizarlo todo para poder responder luego con fundamento, cuando le preguntaran, como tantas otras veces.

—Pase usted, inspector. —El alcalde se dio la vuelta y abrió el camino al portón de su casa—. Y tú, diablo, aparta de ahí, qué chiquillo... Un día te enredarás en mis piernas y me romperé la crisma.

—Yo...

Lucio se apartó un poco para dejar pasar a los hombres. Salcedo había sacado del maletero del Ford una pequeña maleta de lona rayada en tonos marrones y crema y siguió al alcalde al interior de la casa. Lucio pretendió seguir su estela, pero al final se paró en el portón, sin atreverse a entrar. Se quedó bajo el quicio de la puerta con los ojos y los oídos alerta puestos en el interior del patio.

—Está usted en su morada, inspector —empezó diciendo el alcalde—. En realidad, aunque sea mi casa, también es la cobijera del ayuntamiento, la oficina del correo y todo lo que haga falta. Llevo tantos años sirviendo a este pueblo... Cuando toca asamblea vecinal, vamos al puente, a decidir lo que sea menester; pero si plueve, nos quedamos aquí. Ya le digo, es mi casa, pero...

—Y la mujer, ¿no se queja? —preguntó Salcedo, tal vez respirando por una herida que el alcalde no llegó a descubrir.

—No hay mujer. Yo vivo solo, inspector —respondió don Aurelio sin ningún énfasis. Luego se quedó pensativo, sin estar seguro de si debía ampliar alguna confidencia, hasta que finalmente decidió que un poco de charla se adecuaba bien a la hospitalidad que debía prestar—: Mi mujer murió hace veinte años y no tuvimos hijos. Aquí solo vive conmigo la Estirá.

—¿La Estirá? —repitió Salcedo, extrañado del apodo.

—La Estirá, sí. Todo el mundo la llama así porque, ¿sabe usted?, es antipática, altivana, medio sorda y desubidiente. Pero ya servía en casa de mi suegra desde niña, luego atendió a mi mujer durante su enfermedad y ahora ya no tengo coraxe para darle un puntapié y dejarla en el arroyo, que es lo que debería hacer. Aunque, a veces, me entran unas ganas... Ya verá: ¡Estirá!

—Si tiene problemas de sordera... —Salcedo alzó los hombros.

—¡Lo que tiene es muy mala leche! —replicó airado don Aurelio—. ¡Estirá!

—¿Quiere que yo le dé aviso, señor alcalde? —La voz pequeña de Lucio resonó desde la puerta, servicial y sonriente, con la cara alegre como una luna recién estrenada en la noche.

El alcalde se volvió, incrédulo de que el chiquillo siguiese allí, bajó el portón.

—Pero, ¿qué diablos haces tú ahí?

—Por si precisan menester... —replicó el chico, un poco acobardado, con los ojos muy fijos en los del alcalde.

—Anda... —Don Aurelio cabeceó, resignado—. Ve a buscar a la Estirá y dile que prepare ahora mismo la habitación del fondo. Que tenemos huespedado. Y asegúrate de que las sábanas que ponga estén bien requetelimpias, que el señor viene de Madrid.

—Como un rayo. —Lucio subió los escalones de dos en dos y se perdió por el corredor del piso de arriba hasta el final de la casa, llamando repetidamente a voces a la mujer.

Don Aurelio invitó a Salcedo a tomar asiento en el patio, al cobijo de un limonero, junto a las puertas abiertas de un granero que estaba vacío. El suelo era de tierra, pero a trozos estaba salpicado por piedras planas que afirmaban el terreno. Alrededor del patio se elevaban las paredes de la casa, encaladas y limpias, y las escaleras de piedra que subían al piso superior estaban defendidas por una barandilla de hierro sin oxidar. Arriba, un corredor con baranda de madera llegaba hasta las diferentes estancias, todas apagadas a esa hora. En el patio había una humedad de recién regado que permitía respirar mejor y, al cobijo del limonero, un círculo de piedras parejas configuraban una especie de asentamiento donde poder reunirse para conversar en torno a unos vasos de vino en las caliginosas noches del estío. Hacía mucho calor, insufrible para un recién llegado, pero al amparo de aquel patio respirar era un poco más fácil.

Salcedo pidió permiso con un gesto inapreciable, dejó la maleta en el suelo, se quitó la chaqueta y la dejó doblada sobre las piernas cuando se sentó en uno de los poyetes de granito. Luego se aflojó un poco más el nudo de la corbata, respiró hondo y se desabrochó el primer botón de la camisa.

—Parece que hace calor —resopló.

—¿Calor? Bueno... Hasta los cuarenta y seis grados hemos llegado hoy. —Don Aurelio suspiró también—. Y así todos los días. Nadie en el pueblo se recuerda de un verano así, tan exagerado, se lo aseguro; pero estamos empezando a acostumbrarnos. ¿Un trago? —Señaló el botijo.

—Gracias. —El inspector Salcedo levantó el botijo y se regó la garganta con poca maña, mojándose la barbilla y la pechera de la camisa, una torpeza que agradeció porque, en esos momentos, refrescarse era lo que más deseaba. Chasqueó la lengua, levantó el botijo y se lo devolvió al alcalde antes de decir—: Espero no incomodarle, don Aurelio, pero traigo instrucciones precisas de Madrid y necesito que me lo cuente todo.

—A eso vamos. —Don Aurelio respiró también profundamente, removiendo el palillo entre los dientes—. ¿Sabe cuántos años llevo queriéndolo explicar a los de la capital? Pues ni caso...

—¿Lo del asesinato?

—Ah, ¿eso? No, eso no.

Salcedo extrajo del bolsillo lateral de su chaqueta una cajetilla de cigarrillos Lucky y ofreció uno a don Aurelio, que lo miró entusiasmado y lo tomó complacido. Le pasó el chisquero a Salcedo, para que prendiese el suyo, mientras contemplaba su cigarrillo y lo acariciaba como si se tratara de un lingote de oro puro.

—Aquí liamos picadura, no hay para más... Estos lujos no son para el pueblo.

Salcedo no respondió. Exhaló la primera bocanada de humo a las alturas y se dejó caer sobre sus muslos, apoyándose en los antebrazos. Luego volvió a alzar la cabeza para respirar mejor. El cielo se había llenado de estrellas, pero la noche seguía envuelta en fuego. No podía dejar de sudar.

—Buena está la noche —comentó.

—Buena, sí.

***

Lo primero que tenía que saberse cuando el pueblo se partió en dos, tal y como dictó el Delegado, era que La Dúvida era un pueblo perteneciente a la República de Portugal: eso tenía que quedar muy claro. Y en un mástil tan altivo como innecesario, elevado en el centro de su calle principal, que por otra parte era la única, debía ondear a toda hora la enseña portuguesa. Desde ese momento, en la escuela, los niños recibirían las lecciones en portugués, sin excusas; y a cargo de una maestra adiestrada que explicaría única y exclusivamente las enseñanzas y valores del Estado recién implantado, al que se debían. Además, todos los vecinos tenían la obligación de aprenderlo y de expresarse en ese idioma. Para que aquello quedase claro, sobre el puente de piedra vieja que cruzaba el río Sever se estableció una aduana que, para ser cruzada, y hasta nueva orden, requería del permiso del mayordomo, regidor o alcalde del pueblo, función que hasta que se decidiese lo contrario desempeñaría el propio delegado gubernativo.

Pero aquello no era todo: a partir de entonces las transacciones dentro de la población se realizarían en escudos, careciendo la moneda española, la peseta, de valor como moneda de cambio. Hasta el dinero dejó de servir por decreto, como si las nuevas autoridades estuvieran convencidas de que cambiando el color del dinero se alteraría el calor de los afectos.

Por último, y como medida de urgencia, se prohibió la venta y difusión de cualquier cabecera de los periódicos españoles, así como todas las revistas y publicaciones que no fueran previamente autorizadas por el Delegado. La censura, principal estandarte del poder absoluto, se había implantado entre unos habitantes tan iletrados e inocentes que, por no saber, no sabían siquiera el significado de esa palabra.

En definitiva, había comenzado una nueva era de paz, justicia y orden para salvaguardar a los vecinos de La Dúvida de la perniciosa influencia de la Segunda República española, a todas luces anarquista, marxista, atea y librepensadora, según hizo saber el señor delegado en cuanto puso sus relucientes botas en la casa que iba a convertirse en su hogar, en su oficina y en su trono.

Aquel conjunto de órdenes desconcertantes, así como el anuncio del nacimiento de los nuevos tiempos, no habrían producido inconvenientes ni trastornos a los vecinos de La Dúvida si, al igual que la mayoría de las leyes absurdas, se hubieran dictado para ser desoídas, tal y como había venido sucediendo secularmente a ambos lados del río Sever cuando Madrid o Lisboa tomaban decisiones a ciegas, creyendo que no hay nada mejor que una ley para romper los vínculos grabados en los árboles genealógicos arraigados desde mucho antes de que nacieran las ideas que procreaban esas leyes. Y así imaginaron todos que iba a suceder una vez más, a un lado y otro del río, hasta que un buen día una madre portuguesa no pudo asistir al parto de su hija en el lado español del pueblo, hasta que otro día le impidieron a un campesino celebrar la comida de Navidad con su hermana en el lado portugués y hasta que, poco después, se inició el reparto oficial de cerdos y vacas para designar cuáles podían pastar u hocicar a una ladera u otra del cauce. La revuelta tardó un mes y medio en fraguarse, siete horas en producirse y diez minutos en sofocarse, justo el tiempo necesario para que dos balas de fusil luso acabaran con las vidas de un porquero portugués y del tahonero español. Hacía ya dos años de aquel trágico suceso y desde entonces anidaba en el pueblo un sentimiento de desconcierto que unas mañanas amanecía disfrazado de rabia y otras de resignación. Y la mayoría, también hay que decirlo, de indiferencia.

La falta de cultura es la peor de las miserias que atenazan la libertad del ser humano. Es madre de desdenes, apatías, resignaciones y sumisiones. La incultura es otra forma de muerte, porque no saber incapacita para exigir. Y junto al hambre, la enfermedad y la esclavitud, permite la injusticia. Al igual que al mendigo lo calla el mendrugo, al inculto lo silencia una palabra que desconoce, un argumento que no comprende, una ley inventada. Un pueblo sin cultura es prisionero de sí mismo y por ello es tan fácil de someter.

Y así sucedió en La Dúvida desde que se dispararon aquellas dos balas tan asesinas como innecesarias.

Por fortuna, con el paso de los días, el luto producido por la soldadesca portuguesa fue aliviándose con la tozudez de la vida y la naturalidad inconsciente de la desobediencia civil, tan sutil como constante y continuada. La caseta de la Guardia Nacional Republicana construida a la entrada del puente permanecía sin habitar cada vez con mayor frecuencia, pasando semanas enteras sin guarda ni vigilancia. Las vacas, iletradas como los vecinos e inmutables como las chumberas, pastaban a un lado u otro del río sin conocer de fronteras sino de hambres; y la llegada del mes de julio, cuando tocaba cosechar el trigo y la cebada, o la época de recogida del fruto de los perales, membrilleros, cerezos, melocotoneros y castaños, reunía a los vecinos de allí o de acá sin que el Delegado ocupara sus pensamientos en otra cosa que en guardarse del calor que, durante el día, sobrepasaba lo humanamente soportable y por la noche obligaba a reposar en una silla clavada a la puerta de la casa para acompasar las bocanadas de aire a las urgencias del cuerpo.

Desde aquel martes de octubre de 1933 en que se revolvieron así las cosas, esperaron en La Duda la respuesta a una carta enviada por el alcalde don Aurelio a Madrid, solicitando instrucciones para, se decía literalmente, «responder a la inaceptable agresión de las autoridades fascistas de Portugal». Y todavía habrían seguido esperando una respuesta si no hubiera sido por la tragedia que había supuesto el brutal asesinato de Guadalupe Veloso, la Lupe, y el posterior secuestro de un vecino portugués a manos del alcalde español y de los dos carabineros que actuaban siempre bajo sus órdenes y le aceptaban como su único mando superior en la aldea, a falta de un guardia local municipal como hubiera correspondido por la escasa entidad de la aldea.

***

El inspector Salcedo no tenía el menor interés en conocer los pormenores de un pueblo en el que, con toda seguridad, no volvería a poner los pies una vez hubiera resuelto el caso que lo había llevado hasta allí. Pero entre la fatiga del viaje, el insoportable ambiente vulturno que incendiaba la noche y la cortesía debida a su anfitrión, no le pareció correcto detener al alcalde en la cháchara que inició en cuanto se refrescó un par de veces el gaznate con el frescor del agua que encerraba aquel botijo pesado como el cofre de un tesoro. Don Aurelio carraspeó con la segunda chupada al cigarrillo rubio y lo primero que dijo fue que en La Duda mandaba él como regidor, mayordomo o alcalde, cada cual lo llamaba de una manera. Su expresión no era de satisfacción, ni de superioridad, ni siquiera de orgullo; más bien parecía de humildad y conformismo con el destino que le había correspondido en la vida.

Y a continuación siguió explicando el modo en que había llegado a esa posición predominante en la aldea, un proceso repetido año tras año según el cual se celebraban elecciones para el cargo un día fijo, o mejor dicho para los cargos, porque la tradición señalaba que los regidores habían de elegirse de dos en dos, y que ambos compartirían en ese periodo decisiones y responsabilidades. Lo que venía ocurriendo, terminó diciendo, era que, aunque siempre saliera algún vecino como el otro mayordomo, él era designado todos los años desde hacía una eternidad. Lo que no dejaba de tenerlo hastiado, confesó.

Por eso su compadre, ya le correspondiese a don Julián, el médico, a don Venancio, el cura, al señor Agapito, a Tobías, al tío Matías, a Silvio, a Pascual o a quien fuera, ninguno de ellos decidía, proponía ni se preocupaba nada por las cosas del municipio, porque sabían que don Aurelio era quien mejor conocía las necesidades de todos y quien las atendía con celeridad y, al decir de la gente, con buen criterio. Por eso, aun siendo dos, era como si siempre le tocase a él velar por el bienestar de todos.

Y luego siguió explicando las peculiaridades de la villa, lo que poco a poco fue atrayendo la curiosidad de Salcedo, por su singularidad y rareza.

—A las elecciones —contó don Aurelio— solo acuden a votar los hombres. Se celebran el día de la Virgen de agosto, a mitad del mes, y el procedimental que seguimos es el heredado de nuestros antepasados, y bien puede decirse que no cabe mayor simpleza: los alcaldes que acaban su año se sientan muy de mañana en la plazoleta de Las Cuatro Esquinas, justo adelante del bar, con una pizarra y un carbonciño, y a las ocho en punto de la mañana comienzan las votaciones. A partir de ese momento los hombres del pueblo, uno por uno, se acercan a uno de los alcaldes salientes y le dicen al oído los nombres de quienes quieren que gobiernen La Duda ese año que empieza. Ellos escriben los nombres en la pizarra, con cuidado de apuntar bien la casa que ha votado para que luego no haya pleitos, repeticiones ni olvidos. Como imaginará, el procedimiental es tan cabal que no más allá de las nueve de la mañana ya han votado las sesenta y dos familias del lado español del pueblo, lo mesmo que antes votaban también las cuarenta y una de la parte que ahora, por ser portuguesa, ya no vota. Y entonces hacemos el recontamiento y se pronuncian en voz alta los nombres de los designados. Si nadie pone objetura alguna, que la verdad es que nadie la pone, se borra la tableja y se la arroja al río como demostración de que la ceremonia es valiosa. Y ya está: se da la votancia por concluida. Y así lo venimos haciende desde..., qué sé yo. En todo caso, muy sencillo y democrático, como verá.

—Sí, sí —aceptó el inspector—. Así lo parece.

—Lo parece y lo es, amigo mío. Lo que queda después es..., ¿cómo se dice?, el traspasamiento de poderes. El mayordomo que sale entrega a uno de los que entra el libro que contiene las cuentas públicas y al otro una caxa de latón, luego se la enseñaré, la tengo ahí mesmo, en mi casa, con los escasos dineros que posee la comunidad. Es una pena que ya no puedan votar todas las familias, porque así era como se venía haciendo hasta que esos malditos portugueses...

—¿Y ahora? —preguntó Salcedo.

—Lo mesmo. Pero ya se lo he dicho: solo votan los hombres de este lado —respondió don Aurelio, sin disimular su descontento—. Y es injusto, porque decidimos controversias y quehaceres que nos afectan a todos por igual. Nuestras tierras, nuestros ganados, nuestras cosechas..., son de todos, como siempre...

—Lo que me sorprende, señor alcalde, es que las mujeres no voten. Se lo digo porque sabrá usted que la Constitución de nuestra República ha declarado que las mujeres pueden votar sin que... —objetó Salcedo, sin buscar con su tono iniciar debate alguno.

—Ya, ya. No necesito que me lo explique usted, inspector, no somos tan burros. —La réplica de don Aurelio no fue amable a pesar de la suavidad de la objeción de Salcedo—. Pero, mire usted por dónde, aquí todavía no, aquí las mujeres no votan. Y, ¿sabe por qué? Pues porque son ellas las encargadas de decir a los mayordomos elegidos lo que es de urgencia atender en el pueblo y, además, el mismísimo orden en que hay que atenderlo. Y aunque no lo crea usted son obedecidas a punto cabal, por supuesto. Son ellas las que mandan, no como en las elecciones de ustedes, las del 33, que han dado el poder a la derecha porque las mujeres han votado lo que les decía su marido y el cura de turno. ¿Qué le parece?

—Ya —aceptó Salcedo sin el menor convencimiento—. Yo creo que las derechas no han ganado por culpa de las mujeres, sino por la desunión de las izquierdas. Pero, así y todo, a lo que vamos es que la ley...

—La ley, la ley... Pues vamos a ver qué tiene de malo nuestra ley. —El alcalde echó otro buche al botijo y, dando por zanjada la interrupción, siguió explicando—: Aluego, si a lo largo del año se apersonan nuevos asuntos, sea un pleito por tierras, discrepancias por laboreos o cualquier voz altiforçada que afecte a la municipalidad, yo mesmo aviso a don Venancio y es la campana de la iglesia la encargada de llamar a la asamblea que por la vespertina nos reúne a todos junto al puente, en el río, y allí se acuerda la solución que convenga por unanimosidad o por mayoría, como tenga que ser.

—Eso está bien —asintió Salcedo, palmeando el aire para alejar, sin conseguirlo, dos moscas cebadas en él.

—Y tanto. —El alcalde resopló satisfecho—. En La Duda y en La Dúvida existen las leyes que nos imponen desde Madrid y desde Lisboa, inspector, se lo aseguro, pero para nosotros son como las margaritas para los puercos: innecesarias. No le digo que no sean buenas, que buenas serán, y con gusto las aceptaríamos si en algo nos sirvieran, pero ya ve que...

—¿Y qué me dice del asesinato de esa mujer? Porque, alcalde, yo he venido a eso...

—Ah. ¿Lo de la Lupe? —Don Aurelio se levantó despacio exhalando un gemido por el esfuerzo—. Ay, amigo, esa música es para otro cantar.

Viaje a La Duda

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