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A) NATURALEZA

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Los pensadores del nacionalismo impostaron de los siglos XVIII y XIX europeos una serie de ideas acerca del significado, de que gentes diversas se constituyeran en una nación. Recurrieron a tales ideas tanto para definir la propia nación como para identificar otras más o menos antagónicas. Tales ideas se extendieron por toda Europa y, eventualmente, por el resto del mundo.

En reacción contra el racionalismo de la Ilustración, el Romanticismo generó nuevos sentimientos e ideas, particularmente en las clases medias en expansión. Entre los rasgos del movimiento se contaban un nuevo entusiasmo por las emociones, un aprecio de la naturaleza frente al proceso de industrialización (hacia los 1750s), una pasión por el espíritu democrático de la Revolución francesa así como una celebración tanto de tradiciones popular-costumbristas como de héroes contemporáneos. El Romanticismo surgió tanto en reacción a las guerras napoleónicas como a la genialidad e irradiación de los Beethoven, Byron, Goethe, Schiller,...

Con el Romanticismo cobró auge el nacionalismo; de ahí que uno de sus temas centrales fuera el sentido romántico de lo que hace, de un pueblo, una nación. La comprensión del carácter nacional fue transformada mediante la celebración del Volksgeist (espíritu popular), un concepto acuñado por Georg Wilhelm Friedrich Hegel2 y Johann Gottfried von Herdefi3.

En el movimiento literario y filosófico Sturm und Drang4, que inició el Romanticismo, Herder exploró la idea de que el pueblo alemán era mantenido unido como nación por un Geist (espíritu) encarnado, sobremanera, mediante la lengua y la literatura. A medida que la prensa y la alfabetización se fueron extendiendo por vastos territorios, más y más gentes de a pie comenzaron a concebirse a sí mismas como formando parte de una vasta «Gemeinschaft» («comunidad») de conciudadanos. Tal idea se fue haciendo cada vez más imperativa al paso del siglo XIX. En Italia, el patriota genovés Giuseppe Mazzini5, ardiente republicano y fundador de la sociedad secreta Giovanne Italia, inspiró a multitudes con su convocatoria de avegliare l’anima de l’Italia.

El caso es que las diversidades lingüísticas y culturales dentro de una «comunidad» nunca harían desaparecer las tensiones con la visión romántico-nacionalista de «comunidades» unidas por el lenguaje y la Cultura. Siendo las tensiones la norma general más que la excepción.

Si los Estados europeo-occidentales, en los que se desarrolló el ideario herderiano, no se ajustaban al molde de un Estadonación mono-étnico, resulta arduo encontrar casos del mismo –excepción hecha de las actuales Polonia y Hungría–. Lo asuman o no, China e Indonesia tienen toda suerte de etnias. Los países del Continente americano, Estados Unidos incluido, reconocen la diversidad de sus orígenes. Lo que no quiere decir, que no se den singularidades: en Japón, el 90% de sus habitantes se identifica como japoneses. Lo que sucede es que su alfabeto trae causa de la lengua china. Más, la confesión religiosa, la segunda más numerosa, el Budismo, procede de La India y los etnólogos tienden a hablar de hasta quince lenguajes japoneses. Por regla general, la gente nunca vive ni va a vivir en Estados-nación mono-culturales, mono-religiosos ni mono-lingúisticos6.

Abraham Lincoln contra los Estados secesionistas del Sur, China, contra la independencia del Tíbet, Francia, contra los secesionistas de la Isla de Córcega, el Reino Unido, contra los escisionistas de Escocia, España, contra la independencia de Cataluña han coincidido en la argumentación, de que la mayoría de los respectivos pueblos norteamericano, chino, francés, británico y español se opone a la secesión. El caso es que quiénes constituyan el «nosotros», nunca va a tener una única respuesta. En el período que discurre desde las guerras napoleónicas hasta fines del siglo XX, el relato románticonacionalista hegemónico nunca fue el único discurso en el debate.

La bibliografía sobre el particular es inabarcable. Me dejaré, así, guiar, por los documentados ensayos de Isaiah Berlin7, de Kwame Anthony Appiah, y de Ivan Krastev8 sobre el tema.

El filósofo y poeta alemán, del siglo XVIII, Johann Gottfried von Herder9 creó el concepto de pertenencia a una «Comunidad», tradición, minoría etno-cultural, región, país: a su juicio, la Humanidad comporta la capacidad de sentirse en casa en algún lugar, con los tuyos. Cada grupo tiene su propio Volksgeist o Nationalgeist (espíritu popular o espíritu nacional) un conjunto de costumbres, un estilo de vida, una manera de percibir las cosas y de comportarse, a los que otorga un alto valor por considerarlo algo propio. La vida cultural adopta su forma en el seno de la particular corriente de la tradición originada por una experiencia histórica colectiva, compartida exclusivamente por los miembros pertenecientes al grupo. Pero más allá de todo ello, a juicio de Herder, cada grupo humano debe proponerse lo que tiene en su seno, lo cual acostumbra a formar parte de la tradición.

Para Herder, esta energía vital estaba encarnada en las creaciones del genio colectivo de los pueblos: leyendas, poesía heroica, mitos, leyes, costumbres, canciones, bailes, simbolismo religioso y secular, templos, catedrales, actos rituales. Todos ellos eran formas de expresión y comunicación creadas no por autores concretos o grupos identificables, sino por la imaginación y la voluntad colectivas e impersonales de la entera «comunidad», que actuaban en diversos niveles de la conciencia. Propugnó, así, un nacionalismo pacífico que, históricamente, sólo como idea romántica ha existido.

La protesta nacionalista adopta, a veces, la forma de un nostálgico anhelo de épocas anteriores, cuando los hombres eran virtuosos, felices o libres; o bien se presenta como el sueño de una utópica futura edad de oro, o de una restauración de la sencillez, la espontaneidad, la humanidad natural, la economía rural autosuficiente, cuando, al no depender el hombre de la discrecionalidad, si no de la arbitrariedad, de los otros, podrá recuperar su plenitud física y moral. El resultado consistiría, presuntamente, en el imperio de esos valores eternos que, mirando al interior de sí mismos, todos pueden reconocer. Esto es lo que creían Rousseau10, Tolstoi11 y un buen número de más o menos pacíficos anarquistas, y lo que aún pretende una minoría de los actuales auto-definidos nacionalistas. Los movimientos populistas del siglo XIX12 que idealizaban a los campesinos, a los pobres, a la auténtica nación representaron intentos de este tipo: un retorno del pueblo, una huida de valores falsos, de vidas inauténticas, de esos seres oprimidos, sojuzgados, sometidos de los que hablaban Ibsen13 o Céchov14, un mundo en el que había quedado abortada o frustrada la capacidad humana para la justicia o el trabajo creativo, el disfrute, la curiosidad, la búsqueda de la verdad y el amor o la amistad.

El nacionalismo está conectado a tal estado de ánimo. Rousseau instó, así, por ejemplo, a los polacos15, a que, aferrándose a sus instituciones, sus costumbres, sus modos de vida, sus vestiduras, resistiesen la invasión rusa; las reivindicaciones de una Humanidad universal estaban encarnadas en su rebelión. Una actitud similar se dio en los populistas rusos del siglo XIX. Y lo mismo encontramos en la miríada de minorías o pueblos que han sido reprimidos hasta la fecha, esos grupos étnicos que se sienten humillados u oprimidos, grupos para quiénes el nacionalismo mítica o realmente equivale a vivir «con la cabeza erguida» (Ernst Bloch), a recuperar una libertad que quizás nunca han tenido, a vengarse por la ofensa que en cuanto seres humanos han sufrido.

Isaiah Berlin entiende por nacionalismo, la convicción de que los hombres pertenecen a un grupo humano particular, y de que la forma de vida del grupo difiere de la de los otros; de que las características de los individuos que integran el grupo son conformadas por el carácter del grupo, y de que no pueden ser comprendidas al margen de él; que viene definido por el hecho de compartir territorio, costumbres, leyes, memorias, creencias, lenguaje, expresión artística y religiosa, instituciones sociales y formas de vida, a lo que algunos añaden el legado histórico, el linaje y las características raciales. Se trata de la convicción, de que son éstos los factores que dotan de Gestalt a los seres humanos, a sus propósitos y sus valores.

En segundo lugar, para el nacionalismo, la unidad humana esencial no es la persona sino el Volk, la nación, el pueblo. Así, para ser fieles a sí mismas, la familia, la tribu, la provincia, la comarca, la «comunidad» deben estar dirigidas al bien del Volk, de la nación, del pueblo. Lo que puede llamarse su sentido, deriva de la naturaleza y del propósito del Volk, de la nación –al margen de su estructura social– o su forma de gobierno. Los objetivos de la «comunidad» de que se trate son supremos. En caso de conflicto con otros valores –étnicos, religiosos, morales, intelectuales, particulares, universales– los valores supremos de la «comunidad» deberán prevalecer.

Al final, el nacionalismo ha alcanzado la posición en la que, frente a no importa qué grupos, la «comunidad» a la que se pertenece no tiene alternativa a constreñirlos a doblegarse; de ser necesario, por la fuerza. Si el propio Volk, la propia nación, el propio pueblo tienen derecho a hacerse realidad política, ello legitima eliminar, no importa con qué medios, cualesquiera obstáculos en el camino de su plena realización.

Se habla así de la ideología, de la lealtad, del Volk como portador de los valores nacionales, las raíces históricas, la voluntad nacional, la voluntad popular. Se trata del estudio y catalogación del enemigo que comienza en las páginas de Edmund Burke16, llegando al clímax en Johann Gottlieb Fichte17 y sus seguidores románticos. Al paso del siglo XIX, Tal idea se hizo cada vez más imperativa. En Italia, el patriota genovés Giuseppe Mazzini, ardiente republicano y fundador de la sociedad secreta Giovanne Italia, inspiró a multitudes. Alcanzó un nuevo umbral en los escritos propagandísticos de las dos Guerras mundiales y, en el siglo XX, en los anatemas dirigidos contra la Ilustración de los escritores románticos y fascistas.

Hay nacionalistas que se proponen demostrar que determinada nación o etnia –digamos, la raza aria alemana o, el caso que tenemos más próximo, Cataluña– es superior a otros pueblos de cultura inferior –los hispano-parlantes, específicamente– y que, por tanto, sus objetivos trascienden los objetivos de las otras naciones –España y Francia–. En particular, Fichte habla así del papel en la Historia que sólo las naciones históricas juegan. Los nacionalismos europeos y el estadounidense han tendido a ser una poderosa expresión de ello.

Una retórica y un lenguaje similares han sido históricamente empleados para identificar los auténticos intereses del individuo con los de su religión, su raza, su cultura, su casta, su clase, su partido. Ahora bien, ninguno de tales epicentros ha demostrado ser tan poderoso, tan capaz de actuar como fuerza unificadora o fraccionadora, segregadora, destructiva y dinámica como la nación. Más. Cuando la etnia, la religión, la clase, la lengua, la cultura se unen a la nación, su invocación deviene una fuerza incontenible, el trágico caso de los social-demócratas alemanes que, en 1914, acabaron votando en el Reichstag los fondos para financiar la Guerra, o, actualmente, de muchos radicalizados musulmanes franceses18, sin ir más lejos.

El nacionalismo de Estado afirma apodícticamente creer en la necesidad de pertenecer a una nación; en la relación orgánica de todos los elementos que constituyen tal nación; en el valor de lo que les es propio, simplemente, porque es el suyo; y, finalmente, en la supremacía de sus reivindicaciones cuando se ve confrontado por quiénes por conseguir autoridad y lealtad rivalizan con él.

En la mayoría de los casos, hacia fuera o contra antagonistas externos, el nacionalismo acostumbra a ser expansivo y agresivo «el nacionalismo es la guerra», que dijera Mitterrand ante el Parlamento Europeo.

La cuestión alemana

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