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B) ORÍGENES Y EXPRESIONES HISTÓRICAS

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Según Berlín19, en Occidente, «el nacionalismo es creado por las heridas infligidas por una humillante opresión».

Sobre Luis XIV cae la responsabilidad de los comienzos, hacia los 1670s, del nacionalismo alemán. En tierras alemanas, la resistencia a la hegemonía francesa se convirtió, de mero caldo de cultivo del nacionalismo, en una fuerza social y política.

Ajuicio de Berlín, «tarde o temprano, la reacción violenta se desata con una fuerza incontenible que hace surgir las preguntas nacionalistas: ¿por qué estar sometidos a los que ocupan militarmente nuestro territorio?, ¿qué derecho tienen?...».

El universalismo ilustrado era, en el siglo XVIII, la doctrina del país más poderoso, Francia. No hay que admirarse, de que el resto de los países en Europa, y Estados Unidos incluido, se intentara emular la brillante Cultura francesa de la época.

El escritor radical ruso Alexandr Herzen20 creía que la idea ilustrada de un progreso continuo para la Humanidad era una fantasía, y protestó contra las nuevas idolatrías, las abstracciones de la clase social, contra la inmolación del presente en aras de un futuro incierto que, presuntamente, conduciría a una Arcadia feliz, el infalible Partido comunista o la marcha de la Historia.

Los históricamente originarios nacionalistas, los alemanes, combinaban el orgullo cultural herido y una visión histórico-filosófica para restañar las heridas y crear un foco interior de resistencia. Primero, surgió un pequeño grupo de ilustrados y descontentos francófobos. A mediados del siglo XIX, las aspiraciones de unidad política y autogobierno de alemanes e italianos parecían encaminarse hacia su realización.

Después vendrían Italia, Polonia y Rusia; a continuación, las nacionalidades balcánicas y bálticas e Irlanda y, desde la debacle en las dos Guerras mundiales hasta nuestros días21, las repúblicas y dictaduras de Asia y África así como las revueltas nacionalistas de grupos étnicos regionales en Flandes, Córcega, Quebec, País Vasco y Cataluña, Chipre, Kurdistán, Chechenia incluso en Bretaña y Escocia y quién sabe dónde más.

El caso es que nadie creyó más en la universalidad que los marxianos: Lenin, Trotski y los revolucionarios de 1917 se veían a sí mismos como discípulos de la Ilustración, puestos al día por Marx. En favor de Stalin habría que decir que, si bien al precio de asesinar a cuarenta millones de personas, mantuvo los nacionalismos rusos bajo control, evitando que la Babel étnica estallara en forma de anarquía. Ciertamente, mantuvo controlados los nacionalismos, pero no acabó con ellos. Hasta el extremo de que, al hacer crisis, en 1989, la Unión Soviética, resurgieran los nacionalismos oprimidos.

Para los marxistas y otros socialistas radicales, el sentimiento nacional era una suerte de falsa conciencia22, una ideología generada por la dominación económica de la burguesía en alianza con los restos de la aristocracia. El control de la situación por parte de éstas descansaba, a su vez, en la explotación de la fuerza laboral del proletariado. En términos marxianos, la lucha de clases acabaría con la muerte del capitalismo; con ella desaparecería la ideología de los sentimientos nacionales. Los marxistas dejaban abierto que pudieran sobrevivir las diferencias nacionales; pero, de forma semejante a las características étnicas y locales, se verían superadas por la solidaridad de clase de los obreros del mundo. Los marxistas creían que el nacionalismo era un producto efímero de las frustraciones del anhelo humano de autodeterminación. Se daba por descontado que el nacionalismo desaparecería con sus causas: éstas serían arrasadas por el avance irresistible de la Ilustración –victoria de la razón y del progreso material–, expresión de los cambios en las fuerzas y relaciones de producción. Tarde o temprano se lograría la plena y universal realización de las potencialidades humanas. En los círculos del Movimiento Obrero y de los Partidos socialistas se pensaba que las reivindicaciones de los nacionalismos tenderían a perder importancia.

Al término de la Primera guerra mundial, hacia 1919, el principio del derecho al autogobierno nacional parecía universalmente aceptado. El Tratado de Versalles reconocía el derecho a la independencia nacional y, con ello, se pensaba que era una respuesta adecuada a la cuestión de las nacionalidades. Se consideraba que el nacionalismo era una patología de una conciencia nacional herida en respuesta a la opresión y que, con la desaparición de ésta, se desvanecería. Tanto liberales como socialistas daban por descontado que, habida cuenta de que se estaba en vías de que fueran curadas las heridas infligidas a las naciones, con el tiempo y la descolonización acabaría esfumándose el nacionalismo.

La autodeterminación cultural sin un Estado nacional propio es precisamente ahora el problema y no sólo en el Éste de Europa. España tiene a vascos y catalanes; Gran Bretaña a los escoceses y norirlandeses; Italia a la Lombardía; Francia a la Isla de Córcega; Canadá a los quebequenses, Bélgica a los flamencos; Israel a los palestinos, y así sucesivamente.

Tan cargadas corrientes alimentaron la tensión que se había estado acumulando en toda Europa, pero sobre todo en las tierras vulnerables y multirraciales al éste del Rin. Resulta fácil trazar el desarrollo del proceso: desde la pacífica analogía, de Herder, entre la sociedad humana y un jardín en el que todos los grupos de plantas (las naciones) podrían pacíficamente convivir y, de hecho, fertilizarse recíprocamente. Vía las imágenes románticas de la Historia como un salvaje campo de batalla entre distintas visiones, temperamentos, culturas y fuerzas creativas ocultas. Hasta llegar a las siniestras doctrinas raciales de Georg Friedrich Treitschke23, Richard Wagner24, Houston Stewart Chamberlain25, los antisemitas y antieslavos nacionalistas austríacos del Tirol y de Viena durante el reinado del último emperador alemán, Eric Ludendorff26 y los generales vencidos, el pastor Adolf Stoecker27 en Potsdam y, finalmente, Hitler.

El estallido de la Unión Soviética bien pudiera ser el penúltimo acto de deconstrucción de los ideales ilustrados. En cuanto a Europa Oriental y el antiguo Imperio soviético28, ambos parecen ser hoy una enorme herida abierta. Tras años de opresión y humillación, parece natural que se haya producido un estallido de orgullo nacional; sin excluir la autoafirmación agresiva –Polonia y Hungría, sin ir más lejos– por parte de las naciones liberadas y de sus dirigentes.

El más extraño de estos fenómenos: el pueblo judío, desde su expulsión de Jerusalén por parte del Emperador Adriano29, desprovisto de cualquier base territorial, desarrolló con el Sionismo el intenso deseo de un renacimiento nacional similar al de los italianos, griegos e irlandeses.

Los Estados Unidos parecen ser el único país en el que los diversos grupos étnicos –italianos, polacos, judíos, latinos/ hispanos,...– han conservado, al menos en parte, sus Culturas originales.

Con las excepciones de rigor –Helmut Schmidt30, Helmut Kohl31, Jürgen Habermas32, Konrad Hesse33, Christian Tomuschat34, Michael Stolleis35, Peter Häberle36–, desde la Re-unificación alemana (1989-1990), bajo las Cancillerías de Gerhard Schröder37 y Angela Merkel38, con la complicidad del Bundesverfassungsgericht y de la mayoría de los Staatsrechtslehrer, Alemania ha abrazado lo que, personalmente denominaría, el «Volknacionalismo»39, anticipación del America first del demagogo Presidente Donald Trump. Lo que desde el referéndum del Brexit40, las elecciones a la Presidencia de Estados Unidos41 y la elección como Prime minister de Borish Johnson (elegido líder del Partido tory y designado Prime minister)42, ha sido United Kingdom y America first, ha devenido en Alemania satisfacción con su status y altos beneficios actuales dentro de la Unión Europea del Tratado de Lisboa y el consiguiente bloqueo para con cualquier reforma significativa43, no digamos la refundación de la Unión Europea propuesta44, en el Discurso en La Sorbona, por el Presidente francés Emmanuel Macron.

La cuestión alemana

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