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PREVIOS EPISTÉMICOS Y ANTROPOLÓGICOS DEL PSICOANÁLISIS

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El psicoanálisis ha gestado su propia jerga, como también lo han hecho las otras corrientes en psicología. Por ello, aunque los profesionales de la psicología usan términos tales como el yo, consciente o inconsciente, el sentido semántico no es el mismo dado el corpus teórico explicativo de cada corriente psicológica. La propuesta freudiana tiene una semántica que toca los linderos de problemas propios de la medicina, tales como histeria, obsesión, trauma, pero los atributos y usos dados a estos en la psiquiatría difieren en la teorización psicoanalítica. Un concepto que toca la historia de la filosofía y la propuesta psicoanalítica es el término de pulsión (trieb). Se inician a continuación algunas consideraciones sobre este concepto.

Freud innova con el término de pulsión al referir y reconocer que estamos sostenidos en mociones libidinales. El concepto de pulsión freudiano supera el sentido de impulso de procreación (epitimia) propuesto por Aristóteles quien lo atribuye al alma sensitiva y supone que esta la comparte con el alma racional, en el humano. Para Freud, la pulsión es propia del humano y es la bisagra entre el cuerpo y los procesamientos psíquicos. Inicialmente, en el neonato la pulsión tiene que tramitar las tensiones internas las cuales solo tienen cantidad y es experimentada como tensión orgánica. Por ejemplo, el niño tiene hambre, se le da de comer y cancelada esa necesidad orgánica, queda satisfecho. La repetición de esa cancelación de la necesidad orgánica gracias a la acción específica que hace el tutor conlleva a que el niño pueda cualificar ese sentir como afecto. Junto con la satisfacción de la necesidad se erogeniza el órgano, provocando ahí un placer que está más allá de la necesidad. Por ejemplo, el niño seguirá introduciendo todo tipo de objetos en la boca por el placer concomitante, no porque le dé algún nutrimento. Estas mociones libidinales son el principio diferenciador entre la vida humana y la animal. En tanto que con el alimento entra también el placer del órgano, primero la boca y después los otros tantos goces dados por la piel y por las hendiduras donde se experimentan una mayor sensación libidinal.

Las coordenadas explicativas de este fenómeno son complejas en tanto que Freud articula desde la ontogénesis, una psicogénesis en un medio sociocultural. Es así que reconoce en el neonato un cuerpo que tiene necesidades y que posee determinantes dados por la filogénesis, no nace como tábula rasa sino con ciertos esquemas filogenéticos que lo disponen a reaccionar y desarrollar ciertas capacidades. La carga genética y su potencial latente lo desarrolla en el concepto del ello. Estos determinantes heredados no son sin la co‒influencia cultural, en tanto que la voluptuosidad del cuerpo deviene del exterior, como se ha dicho anteriormente. El desarrollo del sujeto implica una complejización del sentir en su relación con los otros, así va emergiendo un yo el cual se va diferenciando paulatinamente del exterior (el no yo). Desde las primeras interacciones, se van estableciendo las identificaciones con los progenitores como con otros miembros de la especie, del clan, de la familia o de la sociedad. Los atributos y acciones de los primeros patrones serán introyectados como ideales y normas sociales de comportamiento. Ese proceso es denominado por Freud, construcción del superyó y del ideal del yo. La articulación de la pulsión con las demandas de la realidad externa se sostiene en que los contenidos inconscientes son dados por las experiencias primeras del neonato en su relación con el tutor(es), quienes demandan al niño regular su impulso, de modo que el niño desde el inicio queda atado a ella y supone que su deseo es igual a realizar la demanda del otro. Así pues, el presupuesto axiomático de pulsión se articula en su teorización alrededor de la primera tópica del aparato psíquico: lo inconsciente, lo preconsciente y consciente, así como de la segunda: ello, yo y superyó. Hay un pulsar del cuerpo que se configura desde la exterioridad, la satisfacción primordial dada por el otro es la huella fuente de placer y de toda pesquisa posterior en otros tantos objetos de deseo.

El determinante epistémico de Freud es la ciencia de su época, la cual está preñada de metáforas físico–químicas y mecanicistas. Un asunto relevante de la teorización freudiana es que invita a pensar al mundo y al hombre desde una práctica. Es decir, a diferencia de los filósofos, Freud —como médico— somete sus observaciones a evidencias empíricas; enfrenta el padecimiento de sus pacientes con lo cual trata de generar una terapéutica que se distingue del magnetismo e hipnotismo de su época; por lo que su teorización no es especulativa sino conjetural, basada en la experiencia clínica.

Como hombre de ciencia de su tiempo, se esfuerza en dar razón de los fenómenos que analiza; se rige por una metodología que inicia con una descripción minuciosa de los casos que atiende. Después, pasa a analizar las recurrencias en cada caso, en cada historial, genera hipótesis explicativas sobre el qué de los mismos, y finalmente, propone ciertas coordenadas generales a modo de teoría provisional, la cual en cada escrito las sigue poniendo en tela de juicio para seguir actualizando su comprensión del fenómeno clínico.

Dada su aspiración por ofrecer un saber legal para su tiempo, se desmarca del pensamiento religioso como del filosófico. Ambos saberes los critica por suponer que pueden ofrecer una explicación total a las problemáticas humanas para acallar su angustia existencial. Así pues, determina que tanto la religión como la filosofía son cosmovisiones, a saber: “una construcción intelectual que soluciona de manera unitaria todos los problemas de nuestra existencia a partir de una hipótesis suprema; dentro de ella, por tanto, ninguna cuestión permanece abierta y todo lo que recaba nuestro interés halla su lugar preciso” (Freud, 1989n, p.146). En esta misma conferencia, Freud se declara bajo el paradigma científico, el cual observa los procesos naturales e investiga todo campo de la actividad humana mediante un método crítico basado en observaciones minuciosas, comprobables para después proponer elaboraciones intelectuales sobre las mismas. Su propuesta se adelanta al discurso actual que pretende verdad, a saber: la ciencia basada en evidencias.

De acuerdo con Paul–Laurent Assoun (1982), Freud pretende justificar su trabajo clínico desde las ciencias naturales; es así como toma posición respecto a la guerra de los métodos del siglo XIX. Su propuesta aspira a explicar cómo comprender los objetos de análisis, de ahí que sus referencias al modelo mecánico, al físico–químico y al energético pretenden cierta objetividad. Por otro lado, quiéralo o no, su teorización está influenciada por el desarrollo filosófico de su época, el estudio de las religiones y por los hallazgos hasta entonces logrados en la antropología social; recursos que usa cuando discute problemáticas atinentes a la cultura, la sociedad y las artes.

Hay que subrayar la actitud provisoria de sus propuestas, ya que un hombre de ciencia no es un empirista o inductivista ingenuo sino un inconforme que busca y pregunta permanentemente a la realidad que analiza. Es quien considera que sus explicaciones son siempre cambiantes, pues reconoce que la realidad no se puede conocer toda, ni de una vez y para siempre. Y que el concepto no es igual al fenómeno analizado sino que es una representación, una intelección conjetural abierta siempre a nuevas maneras de entenderla.

Los filósofos naturalistas antiguos, así como los hombres de ciencia de la época de Freud reconocen la diferencia entre lo real de la cosa y la predicación que se hace sobre los objetos; por lo que, lo real se evidencia en los fenómenos de los cuales damos cuenta, sea por especulaciones imaginarias o inferencias y conjeturas intelectuales. Si bien esta insistencia de delimitación de los distintos campos de intelección de las cosas está presente a lo largo de toda la obra freudiana, valga de ejemplo revisar el inciso f, del capítulo siete, de La interpretación de los sueños en donde destaca que: “Lo inconsciente es lo psíquico verdaderamente real, nos es tan desconocido en su naturaleza interna como lo real del mundo exterior, y nos es dado por los datos de la conciencia de manera tan incompleta como lo es el mundo exterior por las indicaciones de nuestros órganos sensoriales” (Freud, 1989b, p.600).

Con lo dicho anteriormente, se puede considerar a Freud dentro de los pensadores que se alejan de la explicación religiosa y no quedan atrapados en conceptualizaciones o pretensiones de verdades absolutas y sempiternas de filosofía alguna. En Freud hay una búsqueda permanente por ofrecer respuestas a problemáticas prácticas, como son los casos de neurosis. Su propuesta antropológica va configurándose alrededor del objeto de análisis, el individuo, que en realidad es un di‒vidido, un yo constituido por una variedad de objetos (otros como yo) identificatorios. Asevera que “un in‒dividuo es ahora para nosotros un ello psíquico, no conocido (no discernido) e inconsciente” (Freud, 1989m, p.25). Este yo dividido está jaloneado por tres amos: la realidad, los ideales identificatorios y los imperativos morales y, por las mociones libidinales provenientes del ello. Este ello, como expresión nuda de la fuerza pulsional, es amoral; mientras que el superyó puede mostrarse hipermoral, ya que se expresa punitivamente contra el yo hasta tratar de aniquilarlo sádicamente; como en el caso de las melancolías, o la ideación de mortificación moral, propia del obsesivo.

Teniendo en cuenta esta perspectiva de mundo y de individuo en Freud, dado el objeto de discusión de este libro se puede inquirir: ¿la propuesta moral de Freud es una conceptualización bajo la consigna de que el hombre es el lobo del propio hombre? o es más afín, a la hecha por Rousseau en el Emilio, cuando refiere que en su naturaleza el hombre es un salvaje bondadoso pervertido por la sociedad. En este capítulo se sostiene que no es afín ni a la una ni a la otra, ya que el humano, en la conceptualización freudiana, nace pre–moral y es gracias a la acción específica de los otros que se moraliza; el desarrollo de la pulsión de vida se da gracias al nutrimento, el dormir y a todos los cuidados que le ofrece el medio (los otros). La “fuerza de destrucción” aparece en la oralidad secundaria y en la analidad primaria, cuando el cuerpo tiene la capacidad tanto de morder como de operar vía motora en contra del medio. La expresión de la agresividad es un impulso de vida que, en su combinación con otras pulsiones, busca la adecuación al o del medio (autoplastía–aloplastía). Aunque esta pulsión de apoderamiento también se expresa como autodestrucción en actos masoquistas o sádicos. De tal modo que el impulso de vida como de destrucción no son substanciales al ser del concepto hombre sino fuerzas adquiridas en el desarrollo, en la tramitación que hace el sujeto de sus propios impulsos, las demandas de la realidad y de las prescripciones culturales.

Las vivencias traumáticas potencian la estasis o desmezcla pulsional, por ejemplo, un sujeto puede sufrir una sangría energética que lo lleve a la destrucción del objeto amado o la autoagresión. Además de la teoría del trauma, teoriza la pulsión de muerte cuando el niño repite el dolor de la ausencia y el re–encuentro del objeto perdido. En otros textos (Freud, 1989p) evidenciará que la desmezcla pulsional, así como la descarga total de la energía, son signos silenciosos de la pulsión de muerte. Metapsicológicamente, tanto eros como tánatos entran en juego en la lucha por la vida; si bien influido por el pensamiento materialista y evolucionista de la época, asume que finalmente hay una tendencia de regreso a lo inanimado. Al respecto se puede conferir una reseña más puntual sobre este tema en investigaciones recientes sobre el suicidio (Sánchez & Vázquez, 2015).

Volviendo a la teorización de Freud se puede aseverar que, para él, el humano no es malo o bueno por naturaleza sino que nace con un potencial de configuración por lo que, tanto la predisposición, las identificaciones, las imagos primarias, así como la educación y el vivenciar en las experiencias, jugarán en la modalización erógena, mezcla y desmezcla pulsional. En donde lo bueno y lo malo, para el nuevo ser, está relacionado tanto por su tendencia primaria de buscar el placer y evitar el displacer, como posteriormente por soportar el dolor endógeno y hasta buscarlo con tal de mantener el reconocimiento existencial. Sobre todo, cuando el yo no es robusto y no puede mediar entre sus aspiraciones, los impulsos libidinales internos y las demandas externas.

Finalmente, hay que advertir que la concepción del humano como bueno o malo es relativo a la época; por ello el psicoanálisis, al desmontar en el proceso psicoanalítico la superestructura yoica, propone en ello una ética que va más allá de la moralización o educación del sujeto. Es decir, su propuesta está sostenida en una ética que da admisión a las diversas configuraciones de lo humano, sea o no aceptado por el imperativo categórico de la época; o por los ideales teóricos de salud–normalidad, o los prejuicios morales del analista. Esto se verá más detenidamente en el último apartado del capítulo donde se aborda la práctica psicoanalítica.

Aplicación de los principios éticos en las psicologías

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