Читать книгу Post Tenebras: La danza de Ada - Araceli Mateos Ghosh - Страница 7
2. CAÍDA LIBRE
ОглавлениеLa lluvia tenía algo de nostalgia, algo casi espiritual cuando contacta el cielo con la tierra; un ritual ancestral que me conducía a la introspección. El aroma de la tierra mojada me reconfortaba, había algo hipnótico en observar cómo impactaba la lluvia desde mi terraza, a una altura de diez pisos.
Me acurruqué bajo la manta mientras apuraba una taza de café. Holgazaneaba, era consciente. Retrasaba el momento de marcharme. No porque mi trabajo no fuera de mi agrado, al revés. Amaba la danza. Y a eso me dedicaba: a enseñar baile clásico y moderno. Lo que odiaba era cómo tenía que llegar hasta allí.
Me desperecé como un gato tirando la manta de pelo al sofá y entré en la casa para comenzar a prepararme para salir.
La lluvia del mes de abril había sido tan incesante como el sonido de mi teléfono meses atrás. Terminé por dejar solo la vibración; aunque Xavi ya hubiera abandonado el intento de comunicarse por esta vía, todavía recibía alguna llamada de su madre o sus hermanas.
Hacía ya un par de meses que me había desmayado en el metro. No habría sido algo inusual en mí si no hubiera tenido que intervenir una ambulancia. Solo recuerdo entrar corriendo en el vagón, la aglomeración, el sudor, mi corazón disparado como si fuera a estallar dentro de mi pecho y no poder respirar. Después, en el despertar, tan débil como si me quedara un aliento de vida, encontrarme siendo asistida en el andén por un equipo de urgencias. El pulso débil. «Síncope vasovagal», decía una voz a lo lejos. «Avisad a mi padre», creí decir yo. Voy y vengo, sin noción del tiempo y el espacio.
Finalmente, volví a casa muy avergonzada, envuelta en mi propia inmundicia debido a la relajación del esfínter. Pero para Marcelo Murano, mi padre, que sabía de lo que hablaba, no podía dejar de ir en metro, ni de acudir a lugares concurridos, aunque me sintiera morir. No podía porque entonces regresaría la agorafobia, y ya no podría salir de casa. Otra vez.
Él me había acompañado en un periplo de psiquiatras infantiles, psicólogos y una larga lista de especialistas en los que se había dejado la piel y el dinero. La ayuda fue poca, o al menos poco efectiva. Los diagnósticos, diversos a lo largo de los años.
En la adolescencia, la ansiedad y los ataques de pánico comenzaron a ser insoportables. Incapacitantes. Deprimentes. Ansiolíticos y antidepresivos formaron parte de mi vida desde los diecisiete años. Demasiado joven para unos efectos secundarios tan devastadores. No tuve tiempo de saber qué era disfrutar del sexo, por ejemplo. No sabía lo que era un orgasmo, apenas tenía libido.
Xavi sostuvo mi mano todos esos años, sin quejas ni titubeos. Renunciando la mayor parte del tiempo a comportarse como los chicos de nuestra edad, aguantando que yo estuviera triste o no quisiera salir. Él siempre estuvo allí, primero como amigo desde la primaria, y después como pareja desde los diecisiete. Y no solo él se había portado bien conmigo; sus hermanas y sus padres me acogieron como una más.
El sentimiento de culpa para con él crecía a medida que pasaban los años: él había dado tanto, y recibido tan poco. Yo me esforzaba por corresponderle. Nunca reconocería que cada uno de los orgasmos que tuve con él fue fingido. Era totalmente vergonzante, pero fue la única manera que encontré de no hacerle más daño.
El embarazo llegó por sorpresa. Leí las instrucciones de uso de la prueba veinte veces hasta que me convencí de que había dado positivo.
Entonces comenzó a perseguirme una pesadilla cada noche; me veía tumbada en la cama, catatónica. De pronto sentía presión en la garganta. Intentaba toser, pero había algo atorado. Mi boca se llenaba pastillas. Rebosaban. Yo las empujaba con la lengua para no asfixiarme. Pero no importaba cuántas escupiera, porque no dejaban de aparecer desde el fondo de mi garganta. Intentaba mover los brazos para llegar hasta mi boca, pero no respondían, y mi respiración se hacía cada vez más rápida. Me ahogaba mientras brotaban lágrimas de impotencia de mis ojos.
La medicación, había comprobado con los años, te envuelve en una estabilidad forzada en la que tu yo no fluctúa naturalmente. La personalidad original de uno se disuelve a medida que la química del cerebro se nivela. Y se muere un poquito más cada día. Así que tú vives con un piloto automático puesto que te lleva a una velocidad de crucero por la vida.
¿Quién era yo en realidad? Era una especie de zombi con miedo a todo lo que me rodeaba, con miedo a vivir.
Le pedí al médico que me pautara la retirada de todo lo que tomaba. Tenía la firme disposición de conocerme, fuera cual fuese el resultado. Y de darle a mi hijo lo mejor de mí.
Y con el paso de las semanas comencé a notar cambios importantes. Tras el impacto inicial de quedarme embarazada tomando anticonceptivos orales, me poseyó la dulce sensación de crear vida dentro de mí. Qué bonita ilusión. Unas gotas de agua en una boca sedienta.
A veces pensaba que era imposible que hubiese acabado bien. Qué podría haberle esperado a un hijo mío si yo era un absoluto desastre. Ni siquiera podía cuidar de mí misma. Ni siquiera estaba enamorada de su padre. Sacudí la cabeza para apartar esos pensamientos recurrentes que tanto me asediaban.
Era la hora de marcharme. Metí la ropa de baile en la bolsa de deporte y cogí las llaves del plato de la entrada. Mi móvil vibró en el bolsillo de atrás del vaquero. Ya llegaba tarde, así que dudé en cogerlo.
—Hola, Bruna, estoy saliendo de casa —dije rápido, sujetando el móvil con el hombro mientras echaba la llave—. Llego tarde al conservatorio.
—Hola. Sí, sí, lo sé, no te metas en el ascensor todavía. No tardo nada —contestó de carrerilla—. Carlos nos ha invitado el fin de semana a un congreso a las afueras.
Carlos no nos había invitado. Ella le había obligado a aceptar que yo también iba.
—¿Un congreso de medicina?
—De neurobiología. Carlos recibió la invitación de su jefe de sección de neurología y creo que te va a parecer interesante. Y tiene un balneario. Y dan masajes. Y no acepto un no.
—Vale, pero paso del congreso. Y me recogéis.
—Trato hecho —contestó triunfal.
Que Bruna me arrastrara a un evento era lo más habitual. Ella era abogada, conocía a mucha gente y siempre recibía invitaciones a sitios a los que a mí no me apetecía ir, llenos de personas con conversaciones de ascensor. Al final del evento, si no desaparecía antes, me dolía la cara de sonreír y terminaba preguntándome qué le encontraba la gente a esa forma de relacionarse.
Bruna había conocido a Carlos hacía seis meses, en un caso de demanda sobre el hospital donde él trabajaba como neurólogo. Y desde entonces no se habían separado. Sus amigos no podíamos creer que Bruna mantuviese una relación de más de unas semanas, pero todo apuntaba a que ambos iban en serio.
—Otra cosa —añadió justo cuando terminaba de pulsar el botón para llamar al ascensor—. Xavi no deja de llamarme para que interceda y al principio no te he dicho nada, pero ya han pasado siete meses, Ada. Creo que...
—No puedo, Bruna, todavía no —la corté tajante—. Viene el ascensor, te cuelgo. Hablamos más tarde.
Todos con la misma cantinela. Le odiaba por quererme pese a todo, o quizá me odiara a mí misma por no tener la suficiente fortaleza para coger las riendas y llevar mi vida por donde quería. Tal era mi egoísmo y mi debilidad.
Aún le echaba de menos. A rabiar. Su risa, su alegría. Sus ojos chispeantes de color miel. Que me cogiera en volandas para ver el mundo desde su metro noventa. Por ese motivo no podía hablar con él.
Las horas transcurrieron lentas en el conservatorio de danza donde impartía clases desde hacía dos años. La clase de infantil no era de las más trepidantes.
Plié, Relevé, Jeté.
Había llegado algo alterada después de salir del metro, pero entrar en el conservatorio era como hacerlo en otra dimensión. Quedaban fuera todas las preocupaciones, repelidas por un velo protector en la entrada.
Doña Aurora, la que fuera mi profesora en mis años de estudiante, dirigía el conservatorio con la experiencia de una octogenaria intentando adaptarse a las nuevas tecnologías. Ella me dio la oportunidad de enseñar en el mismo lugar donde aprendí. Es más, creía en mí. De vez en cuando me ponía al día de todas las pruebas para compañías o castings para musicales. Yo apuntaba la información que ella me daba o cogía los panfletos, pero nunca me presentaba a nada.
Los niños me saludaron a la salida con respeto marcial, pero llenos de afecto. Era maravilloso ver lo rápido que aprendían, lo rápido que crecían. Ahora podía entender un poquito más a doña Aurora.
Caminé rumbo a la librería de mi padre, a unos veinte minutos del conservatorio. Ya había tenido suficiente dosis de transporte público por un día. A la mañana siguiente intentaría arrancar mi viejo coche. Con los cascos puestos, imaginé coreografías nuevas para incluir en mi repertorio mientras andaba por la acera, esquivando gente.
Después de diez años de formación en el conservatorio de danza continué mi aprendizaje otros tantos en escuelas internacionales. Las opiniones externas sobre mi técnica eran halagadoras, aunque provenían en su mayoría de mis seres queridos y profesoras, que me animaban a dar el salto a alguna compañía.
La única barrera era mi propio juicio. No me consideraba lo suficientemente buena, aunque fuera mi modo de vida y no pudiera renunciar a bailar ni un solo día. Difícil hacerlo después de años de disciplina y dedicación. Me había salvado de tanto...
Ahogué las penas en la danza durante meses después de perder a mi hijo de doce semanas. Bailé nueve y diez horas cada día hasta olvidar que su corazón se había parado por un defecto congénito. Adelgacé nueve kilos. Me mordí todas las uñas. Fumé algún cigarro a escondidas en mi propia casa. Veía muy de vez en cuando a mi padre y a Bruna. Quería consumirme hasta que la pena tan grande que sentía me matara.
Después de eso, mi aspecto era tan lamentable que el ultimátum de mi padre, quien no solía ser muy intrusivo, me dio la voz de alarma. Era momento de mirar hacia adelante.
La campanilla de la entrada tintineó, avisando a mi padre de mi llegada. La tienda estaba en su hora de máxima afluencia. Eran las siete y media. Besé a mi viejito en la mejilla y aspiré su olor a limpio. Me puse un delantal para atender a las personas que esperaban en el mostrador.
Mi padre era un policía retirado que había hecho realidad su sueño de tener una librería cuando conoció a Jesús. Con cincuenta años consideró que ya había visto suficiente miseria y sufrimiento para llenar dos vidas, así que no dudó en abrir la tienda en la parte de debajo de nuestra casa, animado por el que sería el gran amor de su vida. Mi padre se empeñó en llamarla Rayuela en su honor, pues era argentino, como Cortázar.
Fuimos una familia de tres miembros hasta que cumplí los veintidós. Después, Jesús fue diagnosticado de cáncer de páncreas. La enfermedad se lo llevó en solo dos meses. Fueron once años de amor incondicional, y cinco de extrañarlo cada día. Su foto, junto con la de mi madre y doña Nicanora, formaban el clan de los ausentes en el salón de mi padre.
Mi padre incluyó el café en un intento de reflotar el negocio cuando surgieron los libros electrónicos, pero la verdad era que la rentabilidad no era la mejor todos los meses y que lo mantenía por una cuestión meramente sentimental, sin grandes beneficios. Podríamos haber vivido con desahogo de su pensión y de los ahorros de toda una vida, pero a él le gustaba el ambiente de su tienda y le permitía mantenerse activo.
Eran las nueve de la noche cuando despedimos al último de los clientes, que había entrado solo para comprar un pedazo de bizcocho de canela casero.
—¿Te quedas a cenar? —Mi padre se sentó en una silla a contar la caja.
—Claro, no tengo nada en la nevera. —Él sonrió mientras negaba con la cabeza. Le pasé una mano por su pelo blanco hasta la nuca.
—Pues sube y ve calentando las berenjenas rellenas en el horno, no tardo.
Hice lo que me pedía. Me quité el delantal y atravesé los estantes repletos de libros impolutos hasta el final del local, donde una escalera de caracol conducía a la casa, en la segunda planta.
La casa permanecía igual que en mi infancia y adolescencia, con los toques que Jesús dejó impresos: las cortinas de lino del salón, el mueble vintage de la entrada. Todo elegido con un gusto que mi padre admiraba. Pero lo realmente importante eran los recuerdos que nos había dejado, que dolían y alegraban con la misma intensidad.
Las llaves de mi padre sonaron en la cerradura. Me encontró derruida en el sofá, las berenjenas quizá quemándose en el horno. Le vi asomar la cabeza y entrar en la cocina.
—He hablado con Javier —dijo elevando la voz para que le oyera bien.
Inhalé hasta inflar el pecho y dejé salir el aire en un soplido. Cuánta presión. Hasta mi padre estaba en mi contra.
—No quiero hablar con él, papá —respondí igual de alto.
—No te estás comportando como es debido, Ada —me regañó asomando por la puerta con un trapo en la mano—. Ha formado parte de nuestra familia durante mucho tiempo y tanto él como sus padres se han portado de forma excepcional siempre.
—Tienes razón, pero no quiero hablar con él, papá. Necesito espacio.
—Confío en que vas a encontrar la manera de explicarte.
—Lo haré en algún momento, te lo prometo.
Pensé que la campana del horno me había salvado de continuar siendo sermoneada, pero la realidad era que él sabía hasta dónde llegar, qué tecla apretar y, sobre todo, cuándo dejar de presionar.
Durante la cena hablamos de la invitación de Bruna y, según mi padre, de lo necesario que era para mí encontrar ayuda profesional para trabajar la pérdida del bebé, que había reactivado mis ataques de pánico y la ansiedad. Él creía que el aborto era un hecho lo suficientemente estresante como para influir en los problemas que ya tenía de base. Le prometí que acudiría a algún especialista y que todo iría bien mientras me tumbaba con la cabeza en su regazo, como cuando era pequeña.
Me quedé dormida sintiendo el suave tacto de las manos de mi padre en mi pelo. Ambos sabíamos que estaba en caída libre, otra vez.