Читать книгу Post Tenebras: La danza de Ada - Araceli Mateos Ghosh - Страница 8

3. DESPERTARES

Оглавление

Aún disponía de un par de horas antes de que Bruna pasara a recogerme. Había metido algo de ropa en una bolsa de deporte, nada elegante, algo de maquillaje y unos zapatos negros de tacón sin estrenar que parecían muy incómodos. Aunque nada que mis pies, deformes por tantas horas de entrenamiento, no pudieran soportar.

Me sobresaltó la vibración del móvil contra el cristal de la mesa. Mi padre quería saber si ya había salido y Xavi, si me venía bien quedar ese fin de semana. Por lo visto, su agente infiltrado, Bruna, no le había informado de nuestros planes.

Respondí a mi padre, que no se había enterado de la hora a la que salíamos, y estuve tentada de quedar con Xavi para el lunes, después de clase. No quería castigarlo más, era solo que no podía fiarme de mí misma ni de lo mucho que él me conocía. Mi móvil volvió a vibrar, y la cara de Bruna apareció sonriente en la pantalla. Ya estaba abajo esperándome, siempre puntual.

Distinguí el Porche Cayenne de Carlos en seguida, destacando sobre los coches de gama media de mi calle. Bruna levantó el brazo cuando ya estaba de camino hacia ellos. Crucé el parque. Metí mi mochila en el maletero y después la abracé, impregnándome la ropa de su perfume.

No tardamos mucho en llegar o quizá fueron las anécdotas de Bruna las que amenizaron el viaje. El caso es que en seguida dejamos atrás la señal que daba la bienvenida a la comunidad de Castilla La Mancha y nos adentramos en un complejo hotelero de cinco estrellas.

Bruna bajó del coche después de que yo cerrara el maletero. Primero un pie que terminaba en un tacón muy alto, después una larga pierna. Carlos le dio la mano y le ayudó a bajar del todo. El aparcamiento estaba lleno de los asistentes al congreso, y nadie quedó indiferente a Bruna; su pelo rubio pulcramente peinado hacia atrás, pendientes largos rozando las clavículas, bellas facciones angulosas, ojos azules grandes y expresivos. Carlos, tras coger las maletas se apresuró a darle la mano a su novia y nos instó a entrar en el complejo.

Varios edificios de diferentes alturas aparecieron en un primer barrido. Nos dirigimos al más alto, el cual supuse que albergaba las habitaciones. El enclave natural, rodeado de montañas, era digno de contemplar; el aire limpio, jardines verticales en varios edificios, ninguna ciudad cerca en varios kilómetros a la redonda. Hasta me pareció ver un lago tras el edificio redondo del fondo cuando atravesamos la puerta de entrada del hotel.

Nos registramos en la recepción de un blanco impoluto, roto solamente por el verde de la vegetación de algunas paredes y el agua cayendo en forma de cascada. En el centro de la recepción, un patio redondo con varios jardines hacía de eje y se elevaba hasta el tejado del edificio, separado por un metacrilato transparente. Aportaba luz y fundía el interior con el exterior de una manera muy hermosa.

Cada vez había más gente haciendo cola para registrarse cuando por fin terminamos de dar nuestros datos. Carlos saludaba cada dos pasos a alguien de camino al ascensor.

—Toma —dijo Bruna ofreciéndome la tarjeta de la habitación mientras pulsaba el botón de uno de los as-censores—. Y esto de regalo —añadió tendiéndome una bolsa de tintorería.

—No tenías que haberte molestado —respondí sorprendida.

—No es nada. Supuse que habrías echado en tu bolsa solo un par de vaqueros, y de vez en cuando está bien variar. —El ascensor paró en la segunda planta, donde les esperaba una suite. Bruna y Carlos bajaron—. Nos vemos en la recepción en media hora. —Yo asentí y continué hasta la cuarta planta.

Pasé la tarjeta por el sensor y la puerta se abrió. La habitación era muy amplia, igual de blanca que la recepción, la cama doble con dosel. Sonreí al ver la terraza. Aparté la cortina y salí de inmediato. El lago daba paso a las montañas, tras las que el sol se ponía vertiendo sobre el agua sus últimos rayos naranjas y violáceos.

Una vez dentro, saqué lo poco que traía en la bolsa y lo dejé en un armario de madera envejecida. Reservé para el final la sorpresa que Bruna había elegido para mí, seguramente con mimo, pensando en algo que fuera con mi estilo. Ella era así: generosa y buena amiga.

Me di una ducha rápida, sequé mi pelo largo cuanto pude, pese a que el secador del hotel era de una calidad más que aceptable. Lo recogí en un moño bajo. Me apliqué algo de rímel en las pestañas y un poco de color en los labios y finalmente abrí la cremallera de la funda azul.

El vestido era sencillo, de color negro, de tubo hasta la rodilla, con la espalda escotada. Sonreí. Bruna siempre decía que la espalda era la parte más bonita de mi anatomía, porque la musculatura estaba bien definida, y era fuerte y delicada al mismo tiempo. Miré la firma de la etiqueta y pensé que yo nunca me habría podido permitir ese lujo.

Bajé a la hora acordada. Bruna ya me esperaba junto al jardín interior, siempre puntual. Vestía un traje blanco de pantalón vaporoso y, como era costumbre en ella, unos zapatos de tacón de aguja. Sus ojos azules me sonrieron.

—Gracias por venir conmigo. Y gracias por ponerte ese vestido por mí —susurró en mi oído mientras me besaba en la mejilla.

No contesté que la que debería de estar agradecida era yo por querer formar parte de mi vida desde niñas, pese a todos los problemas que eso le había acarreado. No le dije que sentía que era más que una hermana, que la quería. Me limité a sonreírla con cariño.

—¡Aquí, chicas! —gritó Carlos desde la puerta del edificio.

Los asistentes al congreso comenzaron a salir de sus habitaciones para acudir al edificio contiguo, donde se celebraban las ponencias. Le alcanzamos tras unos segundos esquivando grupos de personas que se paraban a saludarse. Comencé a sentirme aturdida entre la multitud.

—Soy el tipo con más suerte de todo el congreso —dijo Carlos entrelazando los dedos con los de Bruna y lanzándome un guiño adulador. Ella sonrió encantada—. Vamos al edificio de al lado, al redondo —señaló levantando el brazo.

Entramos insertados en una marea de gente, moviéndonos como lo hacen los bancos de peces. Y subimos en el ascensor atestado hasta la tercera planta. Yo sudaba cuando accedimos a la sala de conferencias donde docenas de personas buscaban su lugar asignado en las mesas.

Me temblaban las manos y las piernas sobre los tacones; me sentía tan inestable que podría haberme caído en cualquier momento mientras me forzaba a sonreír a las personas que saludaban a Carlos. Mi respiración era superficial, casi no me entraba el aire. Miré hacia la salida taponada, hacia el pasillo lleno de gente.

—Carlos, cariño, perdona. Te esperamos en la terraza hasta que encuentres nuestra mesa.

Él asintió cuando Bruna ya estaba llevándome por el codo hacia la terraza que bordeaba toda la sala circular.

—No va a pasar nada. Yo estoy aquí —la oí decir entre el ruido de la gente.

«Lo siento. Lo siento. No puedo ir a ningún sitio, soy un lastre. No valgo para nada». Me apoyé en la barandilla agradeciendo el aire fresco que me rozaba las mejillas azoradas y entraba por mis fosas nasales.

—No llores, ¿eh? Esto se va a pasar y vas a disfrutar del resto de la tarde.

—Perdóname —respondí cogiendo el pañuelo de papel que me ofrecía. Respiré profundamente, intentando apartar las brumas que emborronaban mi mente.

—No seas tonta, por favor. Si no estuvieras, tendría que estar fingiendo constantemente que me importa lo que me cuentan los colegas de Carlos. Tú eres mi oasis, ¿entiendes?, donde puedo ser yo. —Se colocó un pendiente largo que se había doblado con el viento y apoyó su mano en mi hombro—. Tú has estado conmigo siempre; cuando murió mi padre, cada vez que tengo una ruptura, cuando necesito un consejo. Deja de actuar como si no aportaras nada a nuestra relación.

Me limpié la cara y respiré hasta llenarme el pecho varias veces antes de asentir y hacerle un gesto a mi amiga para que entrásemos. Estaba preparada para intentarlo de nuevo. Buscamos a Carlos entre la multitud de mesas. Una vez localizado por la zona del medio, nos acercamos.

El acto comenzó con el discurso del presentador sobre los nuevos retos de la Neurología actual. Una hora después, Carlos salió a escena e hizo una magistral ponencia de veinte minutos sobre psicofarmacología y las investigaciones en curso. Tenía razón Bruna cuando dijo que era un tema interesante. Realmente me imbuí en cada aportación sobre enfermedades del cerebro, los nervios periféricos, la médula... a cada cual más interesante.

Faltaba media hora para las nueve, hora en que daban la cena. Y antes de que la gente comenzara a levantarse, Bruna se disculpó y dijo:

—Nos vemos en el restaurante en un rato, cariño. —Le beso en la mejilla y me cogió del brazo para dirigirnos hacia la salida.

Bruna y yo paseamos por el lago, donde nos relajamos hablando de los viejos tiempos y de lo perplejos que estaban sus compañeros de facultad con su relación seria; sobre todo su amigo Julen, que no podía creer que Bruna hubiera sentado la cabeza. Me confesó que le había contado a Carlos algunas cosas sobre mí, no todo, pero lo suficiente para que entendiera. No me importaba: si seguía con Bruna en algún momento se harían evidentes mis problemas. No debía sentir vergüenza, aunque la sentía. Y vulnerabilidad.

Una marea de hombres y mujeres trajeados ondeaban alrededor del edificio redondo. Segunda ronda. Las paredes de cristal filtraban la escasa luz de una noche cerrada, sin estrellas ni luna. Dentro, el ambiente era animado. Mucho contacto social entre colegas.

—¿Estás bien? —me preguntó Carlos cuando nos sentamos a la mesa.

—Sí, disculpa, Carlos. —Miré hacia abajo evitando su mirada—. Agorafobia.

—No te disculpes. ¿Has hecho terapia alguna vez?

—Para la ansiedad cuando era adolescente, pero sobre todo tratamiento psiquiátrico y farmacológico. Parece que estoy en el lugar adecuado. —Carlos sonrió de medio lado—. El caso es que no me medico desde hace ocho meses.

—Bueno, la tendencia a recetar es evidente en el modelo biomédico. Yo te recomendaría probar con una terapia cognitivo-conductual si la medicación no te ha ayudado hasta ahora. Normalmente se conjugan ambos tratamientos, pero si el psicológico es efectivo por sí solo, se evita medicar innecesariamente. —Carlos se retiró un poco con la silla mientras el camarero le servía un entrecot de Wagyu.

—Tú conoces varios, ¿verdad? —preguntó Bruna.

—Sí, puedo pasarte un par de contactos si estás interesada.

—Te lo agradecería mucho —respondí terminando el último bocado de mi ensalada. Mi padre se iba a poner muy contento.

—Hecho. —Carlos golpeó la mesa con un dedo y asintió.

Después de la cena, el ambiente se distendió aún más y gran parte de los comensales se animaron a pasar a la barra. Carlos se perdió entre la multitud hablando con unos y con otros. Bruna le acompañaba cuando la requería, haciendo gala de ser una estupenda relaciones públicas. Yo ya me había relajado por completo.

Dos copas para una abstemia era demasiado, así que a las once le pedí a Bruna, que me acompañara al hotel. Ella también quería marcharse para aprovechar al día siguiente el spa conmigo, así que nos marchamos juntas. Bruna se bajó en el segundo piso. Yo me quité los zapatos y, cuando me di cuenta, volvía a estar en la planta baja. Pulsé, ahora sí, el botón de la cuarta planta.

Un brazo se introdujo cuando la puerta se cerraba y esta se volvió a abrir. Un hombre trajeado se coló ágilmente en el ascensor.

—También voy a la cuarta planta —dijo divertido mirando mis pies descalzos.

Eché un vistazo hacia arriba. Quise ponerme los zapatos de nuevo, pero ya no tenía sentido. Volví a mirar de reojo varias veces. Fingí no darme cuenta de cómo se le ajustaba la camisa a su cuello hercúleo, ni de su nuca afeitada de pelo negro. Tampoco miré apenas sus ojos oscuros rodeados de largas pestañas. Cerré los ojos para no mirar más. Olía muy bien.

Llegamos a la cuarta planta cuando fingía no mirar. La puerta se abrió y ambos salimos en la misma dirección. Pisé su talón y caí de rodillas al suelo.

—¿Estás bien? —El chico se agachó preocupado, apoyando una rodilla en el suelo.

—Sí... creo. —No me moví, paralizada por el bochorno.

Él me ayudó a levantarme y entonces reaccioné. Apoyé el pie y lo levanté de nuevo, comencé a andar cojeando de forma absurda, porque en realidad no sentía dolor más que en mi propio ego.

—Te acompaño hasta tu habitación. —Me cogió por el codo—. ¿Quieres que avise a alguien?

—No te preocupes, esta es mi habitación. —Señalé la 444.

—Vaya, la mía es la siguiente — sonrió. Me soltó el codo y se colocó justo delante de mí—. ¿Estás segura de que no necesitas nada? Estamos en un congreso médico.

Yo le reí la gracia mientras él esperaba una respuesta. Le miré durante unos segundos en los que cupieron muchas posibilidades. Negué despacio con la cabeza, con una medio sonrisa y finalmente saqué la tarjeta del bolso.

—Gracias por tu ayuda.

—No ha sido nada. Que descanses.

Cerré la puerta tras de mí con el corazón galopándome en el pecho. Mi cuerpo vibraba desinhibido por el alcohol. Esperé cerca de la puerta hasta que, pasados largos segundos, escuché cómo se cerraba la suya.

Arrojé los zapatos hacia una esquina de la habitación. Y me mordí el labio mirando hacia la pared que daba a la otra habitación. Deseé haber tenido más confianza en mí misma.

Me tumbé en la cama después de quitarme el vestido, pensando en la manera en que ese hombre había encendido en mí algún interruptor desconocido. Mis manos viajaron hasta el centro de mi cuerpo imaginando que eran las suyas, calibrando el peso de su cuerpo en mi mente. Saboreé un beso lento. Lamí su cuello mientras él se deslizaba hacia abajo. Su nariz hundida en mi sexo húmedo, su lengua moviéndose al ritmo de mis caderas...

Ahogué un orgasmo intenso en la almohada, totalmente extasiada. A continuación, un sueño placentero vino a buscarme.

Post Tenebras: La danza de Ada

Подняться наверх