Читать книгу Post Tenebras: La danza de Ada - Araceli Mateos Ghosh - Страница 9
4. LA TERAPIA
ОглавлениеDespués de un circuito en el spa del hotel y un masaje de una hora, el confortable coche de Carlos nos sirvió para dormir todo el camino de vuelta a Bruna y a mí.
Mi amiga había reído a carcajadas cuando le conté el ridículo incidente de mi caída en el pasillo del hotel. Yo le pedí que bajara la voz, porque algunas personas estaban escuchando desde el jacuzzi de al lado. Ella movió una mano restándole importancia y me regañó por no conseguir, como mínimo, su teléfono. A mí no se me ocurría cómo podría haber conseguido semejante cosa con mis escasas habilidades sociales.
Carlos nos despertó nada más aparcar al otro lado del parque. Tenía prisa por llegar al centro, porque había quedado en casa de sus padres para comer. Me despedí de ellos soñolienta y caminé para atravesar el parque.
El pulso se me aceleró cuando le vi. Estaba esperando en el portal, apoyado en el murete. Parecía tranquilo, pero diferente; se había dejado crecer la barba en estos meses.
Él me vio también y se irguió. Se metió las manos en los bolsillos y miró al suelo. Volvió a sacar las manos de los bolsillos, perdiendo cualquier resto de su calma anterior.
—¿Te ayudo con eso? —preguntó cuando llegué a su altura, aunque no esperó a que respondiera y cogió la bolsa.
—Hola.
Xavi hizo un gesto con la cabeza para saludarme. Había llegado el momento.
Le di también la funda con el vestido mientras abría la puerta. No dejó de mirarme en el ascensor. Parecía pensar a toda velocidad. Yo, por mi parte, ya había aceptado que debíamos hablar y que él se merecía una explicación, aunque nunca me pareciera un buen momento.
—Pasa. Deja la maleta ahí mismo —dije tirando las llaves al plato de la entrada.
Xavi dejó la maleta y sus zapatos en la entrada, como cuando vivía en casa, y se dirigió a su sitio habitual en el sofá.
—¿Quieres tomar o comer algo?
—No, solo necesito hablar.
Me senté frente a él, despacio, puse un cojín en mi regazo.
—Han pasado meses desde que me pediste que me fuera porque necesitabas pensar. He sido muy paciente, pero necesito que me expliques qué ha pasado.
Pensé unos segundos en cómo expresar la verdad de lo que sentía.
—Ya no te quiero —dije. Y me arrepentí al momento de no haberlo edulcorado o, dicho de otra forma.
Se hizo un silencio mientras él procesaba mis palabras, que habían sido como un golpe en el estómago. Algo se rompió dentro de él, pude verlo en la expresión de su cara. Mis palabras habían sonado más duras de lo que habían sido en mi cabeza. Me odié por la falta de tacto. Ambos nos contuvimos. Y el ambiente se hizo pesado e irrespirable.
—Lo siento —susurré soltando el cojín y acercándome a él.
—No. —Levantó una mano.
Me quedé parada por un segundo y entonces volví a mi posición anterior.
—Al menos ya sé a qué atenerme. Pero dime una cosa, ¿alguna vez has estado enamorada de mí?
Guardé silencio unos instantes tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—No lo sé —respondí con total sinceridad—. He intentado corresponderte, me he esforzado, lo juro. Tú sabes que algo nos faltaba, tú lo has sabido todo este tiempo tan bien como yo. Pero hemos preferido no verlo.
—Me estás destrozando —respondió frotándose los ojos con la palma de la mano.
—Querías escuchar la verdad, que te diera explicaciones. Pues bien, no tengo otra verdad para ti más que esta.
—¿Es necesario ser cruel? ¿No te puedes poner en mi lugar? He pasado de tener a la mujer que quiero y esperar un hijo a perderlo todo.
—¿Te puedes poner tú en el mío? —casi grité perdiendo los nervios—. No puedo estar contigo, no puedo. Porque cada vez que me veo en tus ojos veo a una persona que no soy. Y, aunque lo intente, no siento lo que debo, nunca llegaré a ser lo que esperas de mí. Soy débil, soy cruel. Imperfecta. ¡Estoy jodida!
—No lo eres, ¿por qué te empeñas en autodestruirte? Yo te veo tal y como eres.
—No. Tú te has formado una idea de lo que soy. No me conoces una mierda. Acéptalo ya y márchate de una puta vez de mi vida. —Tiré el cojín contra suelo y me levanté. Señalé la puerta de la calle.
Xavi se limpió una lágrima rabiosa antes de que cayera y después hizo temblar las paredes tras cerrar de un portazo la puerta de la calle.
Aporreé el cojín mientras gritaba, llena de ira. Recorrí la casa farfullando, cerrando cajones con todas mis fuerzas, pegando patadas a las cosas. Después de unas horas, cansada, solo quedó un poso de tristeza.
La noche trajo consigo inquietud y oscuridad a mi mente nublada. Quise llamarle un par de veces para intentar arreglar el daño causado por mis palabras, pero el dolor que provoca la verdad solo puede enmendarlo una mentira. Así que no lo hice.
No conseguí dormir hasta casi al alba. Afortunadamente, mis clases del lunes no comenzaban hasta la tarde. Abrí los ojos alertada por el ruido de la puerta, sin ganas de levantarme, ni de comenzar la semana. Si no hubiera tirado todas las pastillas a la basura, habría tomado un sedante para dormir durante todo el día. No habría ido a trabajar, no tenía fuerzas. Quizá hubiera llamado al conservatorio si mi padre no hubiera aparecido.
—Hola... ¿Ada?
—Estoy en la habitación, papá —respondí muy bajito, desganada.
—Hija, estaba preocupado —dijo asomando por la puerta de mi habitación. Caminó hasta la ventana y subió la persiana lentamente—. Son las tres de la tarde, y no me coges el teléfono ni contestas a mis mensajes desde ayer.
La luz me hizo daño. Mis ojos se hicieron dos rendijas para repeler los potentes rayos del sol que pasaban a través del ventanal.
—Ve levantándote, te he traído comida.
—Papá, estoy bien. Me había puesto el despertador, ¿sabes? Deja de tratarme como una niña.
—No estás bien, Ada, es hora de afrontarlo y solucionarlo.
Me levanté de un salto y fui tras él a la cocina, donde comenzó a sacar recipientes de una bolsa.
—Lo sé, pero, aunque no te lo creas, voy a contactar con un conocido de Carlos que es psicólogo. Esta semana misma. —Él cerró la nevera y me miró atentamente. Asintió despacio y se sentó en un taburete, cansado—. Venga papá, no te preocupes. Por favor.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó señalando mi cara. Supuse que mis ojos estarían hinchados
—Ayer hablé con Xavi. Y fue una conversación dura.
Mi padre no dijo nada más, se levantó y siguió sacando la compra de las bolsas. Llenó el triste y vacío frutero de manzanas rojas y plátanos, la nevera de leche y comida casera, la despensa de legumbres y arroz.
—Vas a llegar tarde si no te duchas ya.
Por fuera, el edificio era gris e insustancial, pero cuando cruzabas su puerta, la luz que entraba por la gran bóveda central se proyectaba sobre la escalinata y te transportaba a otra época. A un baile de máscaras en el siglo XVI. Mis manos habían tocado el pasamanos de caoba para subir y bajar por la escalera cientos de veces, me había asomado por la balaustrada dorada desde que era estudiante. Era mi segundo hogar.
Doña Aurora levantó una mano desde lo alto de la escalera, justo en el punto donde se bifurcaba, llamándome:
—Ada, espera —gritó antes de que me metiera en el ascensor—. Tengo que hablar contigo.
Subí los peldaños todo lo rápido que pude. Mi clase estaba a punto de comenzar. Doña Aurora me sonrió como quien porta buenas noticias; sus ojos casi cerrados por los pliegues que se arremolinaban a su alrededor. «Cuántas veces habría sonreído en su vida», me pregunté. Al igual que mi padre, aún conservaba vestigios de su juventud tras todas esas arrugas si la mirabas atentamente.
—Quería hacerle una proposición, señorita. —Yo asentí y ella cogió mi mano. Mi curiosidad creció con ese gesto—. Marisa se ha quedado embarazada y se va a dar de baja. A mí me encantaría que tú te hicieras cargo de sus clases. ¿Qué te parece?
—Que puedes contar conmigo, Aurora. Lo que necesites.
—Gracias, Amada, sabía que no me fallarías. —Soltó mi mano y abrió su bolso. Sacó un papel y me lo extendió para que lo cogiera—. Es una gran oportunidad —dijo señalando el folleto con ímpetu—, tú has nacido para esto.
Sostuve el impreso sin mirarlo, sabiendo de lo que se trataba. Ella se atusó la melena blanca y sedosa, me guiñó un ojo y subió la escalera hasta su despacho de forma grácil. Arrugué el papel y lo metí en el bolsillo trasero de mi pantalón.
Corrí escaleras arriba. Ya llegaba tarde. Me cambié en los vestuarios todo lo rápido que pude. Los niños ya estaban esperando en clase, inquietos. Comenzamos con movimientos libres para que ellos fluyeran y se expresaran.
La danza me había salvado cuando era una niña, como mis alumnos. Yo era tan introvertida, estaba tan bloqueada que cuando entré en aquella clase y vi aquel espectáculo ya no encontré mejor manera de sacar lo que tenía dentro que la del movimiento. Enseñaba a mis alumnos a comunicar y canalizar las emociones a través de la danza, vehiculizando a través de la música.
Las dos clases pasaron muy rápido, aun habiendo añadido tiempo a cada una de ellas por mi tardanza. Tras despedir a los niños, bajé a la recepción para pedir las llaves de una sala. Tenía previsto practicar una coreografía nueva hasta la extenuación, pero una rubia atractiva, vestida de alguna marca glamurosa, me interceptó por el camino. Bruna y yo decidimos caminar hasta la tienda de mi padre, aunque yo habría apostado la vida a que no iba a aguantar con esos tacones veinte minutos de caminata.
—¿Sales ahora del despacho?
—He tenido un día de mierda. He perdido un juicio y he discutido con Carlos. —Me miró con sus ojos refulgiendo azul y se paró de repente—. Me ha pedido que viva con él, ¿qué te parece?
Continuó la marcha repiqueteando a cada paso contra la acera dejando tras de sí un reguero oloroso de perfume. No supe qué decir. Eran la pareja perfecta: hasta cumplían años el mismo día. Ambos compartían estatus y ambiciones. Quizá Carlos era algo más conservador que Bruna, pero parecían hechos a la medida.
—La pregunta no es esa. La pregunta es: ¿qué te parece a ti?
—Que solo le conozco desde hace seis meses y que tengo miedo de lo que me hace sentir.
—¿Eso es malo?
—Creo que no. Es solo que todo está yendo demasiado rápido.
—Pero es algo reversible. Si no funciona, te separas.
—Lo tengo que pensar —dijo agobiada. Se sentía ex-puesta por primera vez en su vida—. Por cierto —me paró en seco en un semáforo en rojo que yo no había visto y sacó dos tarjetas de su bolso—, Carlos me ha dado esto a la hora de la comida.
—Gracias —respondí mirando lo que ponía—, luego le escribo para darle las gracias.
—Oye..., ¿aquella no es Clara? —preguntó Bruna señalando a dos chicas que salían de un bar. Bruna hizo ademán de cruzar la carretera para gritarle algo a la hermana pequeña de Xavi.
—Sí, sí es ella. Pero no entiendo qué hace con Olga...
Bruna abrió mucho la boca, igual de extrañada que yo. Tras tomar otra ruta para evitar el encuentro, caminamos hasta la Rayuela recordando las tardes de nuestra infancia y adolescencia peleando con Olga y sus amigas. Siempre compitiendo con Bruna por la popularidad, por los chicos, por el premio de teatro. Y así hasta el infinito.
Le conté a Bruna el encuentro con Xavi con todo detalle. Ella escuchaba, evitando posicionarse entre sus dos amigos. Y yo lo entendía, así que busqué otro tema de conversación en cuanto vi la oportunidad.
Tras terminar de cenar en casa de mi padre, revisé las direcciones de las dos tarjetas y, siguiendo un criterio de proximidad, reservé cita para la mañana siguiente en una de las consultas.
Tras una larga sobremesa, pasada la media noche, Bruna cogió un taxi y yo me quedé a dormir en mi vieja habitación para poder caminar a la mañana siguiente hasta la consulta del psicólogo más cercano a la tienda.
No fue difícil encontrar la consulta en la Castellana más señorial. La tienda, ubicada en el casco antiguo del centro de la ciudad, quedaba a mano de cualquier sitio importante para mí; la casa de Bruna y su despacho, la casa de los padres de Xavi, el conservatorio o el colegio y la universidad, en mi época de estudiante. La única excepción era mi casa, que, por una cuestión de presupuesto, se situaba en el extrarradio.
Paseando bajo un sol radiante fui encontrando los edificios más nobles de la ciudad, salpicada de palacetes, museos y los mejores hoteles de la capital. En solo diez minutos, llegué a la dirección de una de las tarjetas.
La clínica albergaba toda la planta baja. Nerviosa, busqué el nombre del profesional entre las especialidades que se exponían en el cartel de lamas de la entrada. No lo encontré.
—Disculpe, estoy buscando esta consulta —dije a la recepcionista mostrándole la tarjeta. Ella se levantó del asiento para darme indicaciones.
—Pasillo de la derecha, última puerta.
Le di las gracias y recorrí el pasillo amplio y de luz blanca. Kandinsky decorando sus paredes. Identifiqué el nombre en la última puerta y tomé asiento en una mullida butaca en la sala de espera, donde sonaba una suave melodía a través del hilo musical.
La puerta de la consulta se abrió y salió alguien. Me levanté y casi me marcho detrás del último paciente. Pensé en mi padre. Me acerqué a la puerta y leí de nuevo el nombre de la placa: «Tristán Zárate».
Giré el pomo y di un paso para entrar. Él levantó la vista tras su mesa al oír la puerta y ambos nos quedamos congelados varios segundos. A mí me faltó el aire al reconocerlo, pero él reaccionó enseguida:
—Hola, ¿qué tal? Pasa, siéntate.
Sentí la cara arder. Titubeante di varios pasos adelante, dejé el bolso y el abrigo en una silla y me senté en la otra, sin atreverme a mirarle directamente.
—¿Al final fue grave el asunto del pie?
—No, no fue nada —respondí algo más relajada—. Al día siguiente podía andar perfectamente.
—Me alegro de que solo fuera el susto —sonrió, controlando la situación—. Amada Murano —pronunció lentamente—. Carlos me dijo que probablemente pedirías una cita. —Apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos de ambas manos—. Y bien, ¿cuál es el motivo de tu consulta?