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Capítulo 2

La campanilla

“Cuando era niño, un día vine aquí, a un caminito que aún recuerdo bien, para encontrarme con mi madre que debía volver por este lugar con la carga de leña por la tarde. En aquel tiempo había allí un cerco. Tendría yo ocho o nueve años y estaban conmigo otros niños de mi edad. En un momento dado, hemos visto que sobre el cerco había de esas flores blancas con forma de campanas, esas que popularmente se conocen como campanillas y nos pusimos a cortarlas. También yo corté una, y después, como si estuviese ayudando en la Misa, en el ‘sanctus’, hice instintivamente el movimiento del monaguillo que las hace sonar; y con gran maravilla de mi parte sentí que aquella flor emitía un repiqueteo leve pero sonoro, como si hubiese sido de bronce. No dando crédito a mis oídos, repetí el gesto y de nuevo la flor sonó entre el asombro de mis compañeros que se habían arremolinado en torno a mí y que veían maravillados que las que ellos habían cortado no hacían lo mismo. Acaso el Señor ya desde entonces me quería hacer entender que llegaría a ser sacerdote”.(6)

* * *

Su inclinación a la piedad, su tierna devoción a la Virgen, su espíritu caritativo y de servicio no nos deben engañar. Mamá Carolina que lo conoce bien, vigila y guía con mano firme a aquel hijo más bien inquieto y rebelde.

A los seis años empieza a concurrir a la escuela primaria. Sigue con gusto y provecho las lecciones, pero apenas el maestro da la señal del final, el pequeño Luis a la cabeza de sus compañeros, entre empujones y tironeos se abre cancha para salir entre los primeros y correr despreocupadamente por las calles.

Bien pronto sobresale por inteligencia y vivacidad entre sus compañeros. Es un líder nato. Sus compañeros lo siguen con ganas incluso cuando, al final del juego o de cualquier otra original aventura, los invita a entrar en la iglesia para hacer una breve oración, o a rendir homenaje a la Virgen en alguna de los muchas capillitas del campo.

Por lo demás, en un pueblito las distracciones no son muchas y los días se vuelven fácilmente monótonos. Los chicos desplegando su fantasía se las ingenian para llenar el tiempo de mil maneras. El pequeño Luis no se echa atrás, al contrario, a menudo y con gusto está en el centro de la situación. Si juega es para ganar, si discute, es para tener razón. Y si a veces con los mayores no logra salir airoso por las buenas, recurre sin miedo a métodos más decididos y menos ortodoxos por los que se gana el apodo de “gato salvaje”. Los adultos, más benevolentes, lo llaman “jefe Barrabás”.

Suele ser obediente. Con una madre tan fuerte, empeñada en frenar y orientar hacia el bien todas las energías del hijo, no le queda demasiado espacio. Alguna vez, copado por el entusiasmo del juego, trata de hacerse el sordo. Carolina, sin demasiados cumplidos, pasa a los hechos. Y Don Orione reconocerá de adulto que fueron santas correcciones.

Muerto el ministro Urbano Ratazzi, la familia Orione se ve obligada a buscar otro alojamiento. El patio rodeado de casas y establos es el lugar de encuentro habitual de los niños que viven allí y de otros atraídos por los gritos y las alegres risotadas.

Un día, cuando el juego es un poco más aburrido, alguno busca inútilmente a Luisito, alma de todas las diversiones. ¿Dónde habrá ido? De repente, se abre una ventana, un grito de atención y se inicia el espectáculo. Después de horas y horas de trabajo escondido, con sorprendente habilidad, mueve sus títeres. Una manera nueva y original para divertir a sus compañeros y alejarlos de ocasiones peligrosas.

A veces la aglomeración es demasiada, el espacio insuficiente, la vivacidad incontenible. Entonces los chicos corren unos tras otros, como olas sucesivas, por las calles del pueblo. Los adultos miran desde lejos, pero se tranquilizan cuando reconocen al jefe de la banda, el hijo de Victorio y Carolina, vivo y despreocupado, sí, pero honesto y piadoso.

El año escolar, caracterizado por buenos resultados, pero también por muchas y forzadas ausencias para ganar un pedazo de pan, ha terminado. El calor se hace sentir. Algunos afortunados han dejado el pueblo para ir a respirar el aire fresco de las colinas cercanas.

Una mañana el pequeño Luis se pasea por las calles del pueblo en busca de algún amigo con quien jugar. Pero pasando delante de la hostería ve un nutrido grupo de hombres ociosamente sentados fuera del local. Hay que convencerles de que no pierdan el tiempo en charlas inútiles. Sin detenerse a calcular las consecuencias, busca una larga rama y corriendo para adelante y para atrás, levanta semejante polvareda que obliga a los holgazanes a ponerse en pie. Les gustaría dar al niño una buena lección, incluso alguno trata de correrlo, pero el travieso ya tuvo tiempo de hacerse humo.

Es sorprendente ver a este niño descalzo y descamisado, para nada quedado, demostrar tanta determinación, energía y entusiasmo en las cosas espirituales. Durante el día entra espontáneamente en la iglesia, frecuenta la Misa dominical y oficia de monaguillo también en la Misa diaria. Según la costumbre del tiempo, el Domingo por la tarde participa en el canto de las vísperas y en la doctrina. Sirve con gusto en el altar, ayuda a los otros monaguillos, lee, canta y cuando le permiten, toca con maestría las campanas.

El Señor lo prepara secretamente para la futura misión. Acaso el pequeño Luis sueña, pero de momento debe enfrentarse con la más cruda realidad. La familia es pobre, las exigencias aumentan, es necesario que todos pongan su parte para salir adelante. Aunque con disgusto, Victorio decide retirar al hijo de la escuela y llevarlo con él como empedrador ayudante. Tiene que limpiar y transportar piedras, tirar de la carretilla, cargada de martillos, formones y mazas. Durante dos años acompaña al padre, trabajando un año a las órdenes del tío Carlín en la zona de Tortona y otro año en la zona de Monferrato, bajo la dirección del primo Santiago. Después de Pascua o a comienzos de abril parte la caravana que trabajará hasta principio de noviembre.

El trabajo es duro. La escuela y las lecturas son ahora un mero recuerdo. Las diversiones, la compañía pertenecen a un lejano pasado. Pero el pequeño Luis no lamenta su suerte, está contento y sigue con buen ánimo al padre para evitarle fatigas y ser útil a la familia.

Se acostumbra al cansancio y a las privaciones. Nacido pobre, tiene experiencia directa del sacrificio, del trabajo. Saborea las humillaciones, patrimonio de la gente pobre. Ésta será la sublime escuela de vida que lo preparará para las futuras tareas pastorales.

La pobreza, las privaciones, sí, pero las blasfemias, eso nunca: “En la diócesis de Acqui –cuenta– me acuerdo que estábamos empedrando delante de una Iglesia y tenía compañeros que blasfemaban y decían palabrotas. Ya los había reprendido en alguna ocasión, pero después los dejé porque me di cuenta que blasfemaban para hacerme enojar. Me decían, ‘¡Repite, repite!’ Y yo, en vez de repetirlo, salí corriendo –locuras de muchacho– a la iglesia y me llené la boca con agua bendita como para desinfectarme la boca”.(7)

Algo parecido sucedió en Castelnuovo Calcea y en otros lugares también. El mal moral no le roza, pero la ternura y la misericordia hacia los pecadores agranda el espacio de su joven corazón cada vez más deseoso y decidido a escuchar la voz del Señor, a convertirse en ministro de su amor y de su perdón.

En la época en la que se interrumpe el trabajo en las calles sus padres envían gustosos a Luisito a Casalnoceto, con la tía materna Giuseppina. Con frecuencia, después de tanto andar a pie, llega sin medias, tanto es así que empiezan a llamarlo “Luis sin medias”. Aquellas medias que por compasión le teje la tía, aprovechando las largas tardes invernales, Luisito se las regala a gente más pobre. Una tarde, al calor del establo, oye el relato de una aparición de la Virgen en una localidad cercana y del santuario que surgió en su honor, reducido ahora a un montón de ruinas. Impresionado por el relato, sube a la terraza y mirando hacia aquel lugar reza y se compromete a reconstruirlo. Por la noche duerme poco. Por la mañana, cuando todavía estaba oscuro, ya está en el lugar para buscar entre la nieve las ruinas del santuario. Se arrodilla y reza, reza hasta que siente en el corazón la certeza de haber sido escuchado. Ya siendo sacerdote, fiel a la promesa, se preocupa por la reconstrucción de aquella casa de María. El nuevo santuario de la Fogliata es inaugurado por el mismo Don Orione ante una gran participación de gente el 21 de abril de 1907.

Bajo la guía de un padre poco practicante, pero que era todo corazón, y de una madre siempre atenta y serenamente disponible para dar una mano a quien tuviese necesidad, el pequeño Luis aprende a unir cada vez más la fe, la oración y la caridad activa.

El canónigo P. Miguel Cattaneo, capellán del hospital, aun siendo de familia acomodada, vive del mismo espíritu evangélico. Amigo de los pobres, les distribuye alimentos, ofrece hospitalidad, visita a las personas enfermas acompañado por Luisito. Vive en una casa alquilada, ¡él, que ha construido con su propio dinero y dado alojamiento gratuito a tantas familias pobres! El primer impedimento para amar no es la pobreza sino un corazón cerrado. La alegría de la vida brota de la caridad. No puede ser feliz quien no se vuelve útil para los demás.

Como San Antonio Abad que hoy se festeja solemnemente en el pueblo y en la capilla del hospital, Luisito siente que es para él la llamada a dar a los pobres también eso poco que tiene.

La madre, después de tanto trabajo, logra dar al hijo un par de pantalones nuevos. Pero el pequeño Luis apenas puestos, ya los ha regalado a alguien más pobre. A la madre que se queja con sencillez le dice: “No te enojes. Yo tengo todavía el traje viejo, pero la otra persona tenía frío y no tenía con qué taparse”.

Otro día, volviendo de Tortona, se cruza con un anciano que camina con fatiga bajo una fuerte lluvia. El joven Luis, conmovido, ruega para que acepte su paraguas y se aleja corriendo. Obviamente, cuando llega a casa está empapado de la cabeza a los pies. Mamá Carolina no se queja, sino que se alegra en su corazón y agradece al Señor que su hijo haya aprendido tan bien sus lecciones evangélicas.

6. DOPO I, 143; Parola, 1.5.1931; GEMMA, Las florecillas, 19-20; cf. Juan VENTURELLI, Don Orione, El Apóstol de la Caridad, Buenos Aires, Pequeña Obra de la Divina Providencia, 20043 (traducción, adaptación y ampliación de lo referente a Latinoamérica realizada por el R. P. Enzo GIUSTOZZI, fdp), 13 (en adelante: VENTURELLI, El Apóstol de la Caridad).

7. DOPO I, 187; cf. GEMMA, Las florecillas, 22-24.

San Luis Orione

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