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Koinés y sus imperios

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La cohabitación lingüística es un fenómeno viejísimo, que ha generado enormes conflictos, pero también ha facilitado que los grandes avances científicos y culturales se desparramasen con gran facilidad de unas comunidades a otras desde la Antigüedad.

Frente a la concepción de las lenguas como bienes privativos de cada comunidad o tribu, lo cierto es que la historia se ha conducido por otros derroteros en multitud de ocasiones. Algunas lenguas se han extendido a otras comunidades de hablantes, toda vez que han surgido nuevas poblaciones o comunidades compuestas por hablantes de diferentes idiomas. La casuística es infinita.

En ese sentido, el surgimiento de entidades políticas que aglutinaban distintos pueblos y reinos bajo su manto protector (la definición más tosca y simple de un imperio) ha provocado a lo largo de la historia que muchas lenguas hayan dejado de ser únicamente la herramienta de comunicación de una sola comunidad. Las construcciones políticas complejas permitieron así que algunos idiomas hiciesen de puente entre comunidades muy diversas, y que facilitasen los intercambios culturales y la difusión de los avances científicos. Son muy numerosos, de hecho, los autores (10) que han relacionado los imperios (con la inevitable mezcla de culturas y pueblos que conllevan) con los grandes saltos que ha dado la humanidad, y Nebrija llegó incluso a vincular el éxito de la empresa imperial española con el hecho de tener una lengua que pudiese servir de herramienta para facilitarlo.(11) Si bien la historia de los imperios suele llevar consigo la exterminación de culturas enteras y la búsqueda de una cierta uniformidad cultural, no es menos cierto que estas experiencias han servido al mismo tiempo de puentes entre realidades que hasta ese momento habían discurrido paralelas, favoreciendo la difusión de los avances técnicos y de las ideas.

Las lenguas de los imperios salieron de su propio ámbito y pasaron a ser un canal disponible para quienes ya tenían su propia lengua, pero necesitaban comunicarse fuera de la tribu. De esta forma, frente a la lengua como elemento identitario y de cohesión se sitúan las lenguas que siguieron caminos distintos y ejercieron de puente entre distintas realidades culturales (aunque esto pueda parecer un eufemismo para evitar mencionar las atrocidades que con frecuencia las acompañaron).

El término koiné, al que se hará referencia en múltiples ocasiones a lo largo de esta obra, remite originalmente a la variedad del griego que se hablaba en los restos del efímero imperio de Alejandro el Magno. Del Peloponeso a Asia Menor, pasando por lugares tan dispares como Egipto, Siria, las costas del Mar Negro o incluso algunos núcleos poblacionales en lo que hoy es Pakistán, la lengua de los conquistadores favoreció que los intercambios culturales y comerciales perviviesen a lo largo de las tierras que había unido la espada de Alejandro. Más allá de Grecia, la koiné no era la lengua de ningún otro colectivo o tribu (si acaso la lingua franca de las élites que rodeaban a los generales de Alejandro en cada uno de los reinos que este les legó), sino un vehículo de comunicación entre distintos pueblos y reinos, sin llegar a amenazar las lenguas originarias de cada uno de ellos. La koiné convivió con múltiples lenguas de gran tradición, como el arameo o el copto. Y de ahí, al Nuevo Testamento (toda una garantía de pujanza editorial en los siglos venideros).

Pero, si a lo largo de este ensayo recurrimos a la palabra koiné, es porque el término con el que se conocía a la lengua de intercambio utilizada en el mundo helenístico sirvió igualmente para dar nombre a toda una categoría de idiomas. Así, el término koiné hace referencia hoy a aquellas lenguas que surgen como consecuencia de la convergencia de otras dos lenguas. Las koinés son, por tanto, resultado de la interacción entre grupos distintos, fruto de la coexistencia y de la integración entre diferentes. Si una lengua franca lo es por el rol que juega dentro de un colectivo humano, la koiné es tal por ser fruto de un proceso de agregación lingüística. La categorización de un idioma como lingua franca no requiere de consideraciones lingüísticas sino sociológicas, mientras que toda koiné lleva en sí misma las huellas del mestizaje lingüístico que la ha visto nacer. Koiné y lingua franca, linguae francae o koinés, ambas nos acompañarán a lo largo de este escrito.

Con todo, esta pluralidad de roles no debe conducir a planteamientos ingenuos que atribuyan a ciertas lenguas virtudes cosmopolitas de forma acrítica y desdeñen otras por su efecto sobre los individuos y los juicios subjetivos que estos se forman. De ninguna manera. Los párrafos anteriores dan sobrada cuenta del punto hasta el cual cualquier lengua es una herramienta movilizadora poderosísima en potencia, y de por qué las utopías con horizontes uniformizadores acostumbran a caer en la paradoja de convertir a su vez a las lenguas francas o a las koinés en armas identitarias. Abordar la problemática lingüística ha de pasar, necesariamente, por asumir de forma sincera la naturaleza ambivalente de toda lengua, y por interiorizar que cualquiera de ellas puede cumplir funciones opuestas dependiendo del lugar y del contexto.

En pocos lugares se ha vivido todo lo anteriormente descrito con mayor crudeza que en el Viejo Continente. En esa masa continental deforme, compuesta en gran parte por islas y penínsulas, se acumularon durante los últimos milenios las lenguas, las gentes y las sectas hasta formar un todo con rasgos comunes, pero fragmentado en centenares de piezas pequeñas que parecían no casar entre sí. En un contexto así, era casi cuestión de tiempo que las lenguas terminasen por determinar los grupos, las idiosincrasias y hasta el propio carácter de sus hablantes. En esa torre de Babel, algo tan abstracto como la lengua terminó por justificar el derramamiento de algo tan corpóreo como la sangre. Al fin, el verbo se había hecho carne.

Volvamos, pues, a hablar de Europa.

¿Quién hablará en europeo?

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