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Una singularidad europea

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Si se asume que, tal y como reza el dicho, las fronteras son las cicatrices que nos ha legado la historia, las disputas lingüísticas o religiosas son con frecuencia las heridas que las motivaron. Y, de entre todas las tierras del mundo, las de Europa han sido especialmente propensas a sufrir desgarros de este tipo.

No es fácil explicar con criterios geográficos cómo el continente europeo devino en una ecuación con centenares de lenguas que ni siquiera la modernidad logró despejar. Sin embargo, hay tres condicionantes que se han planteado a lo largo de los años y que deberían constar en cualquier análisis, al menos como hipótesis pendientes de ser testadas. En primer lugar, el núcleo del continente europeo forma un continuo por el que resultaba sencillo que circulasen la información y las gentes. Una gran planicie se extiende desde Bruselas a la frontera rusa, mientras que las grandes cordilleras europeas son únicamente las costuras que cosen las tres grandes penínsulas del sur a la masa continental. Por otra parte, y a pesar de que Europa siempre fue un continente con unos límites definidos, lo cierto es que se halla enormemente expuesto a la influencia de sus vecinos, desde el estrecho de Gibraltar y las islas del Egeo hasta las llanuras de la Rusia europea. Y, por último, las tierras del continente europeo tienen una distribución anómala, pues otra parte relevante de su territorio se compone de penínsulas como la itálica e islas como Gran Bretaña. Los golfos, los canales y las cordilleras constituyen grandes barreras que separan la llanura central de la periferia, lo que facilitó que en un continente tan pequeño surgiesen ecosistemas lingüísticos muy diferenciados.

Si la planicie central y sus grandes ríos fueron decisivos a la hora de facilitar los intercambios culturales y el desarrollo económico (al igual que sucede en otras áreas geográficas), la influencia proveniente de los continentes vecinos fue clave a la hora de incorporar elementos que hoy son percibidos como centrales en la cultura europea. El cristianismo, para algunos el verdadero germen de la civilización occidental, no deja de ser una fe importada del Medio Oriente, sin ir más lejos.

Por lo que respecta a la tercera particularidad, la comparti-mentalización del continente en unidades geográficas más pequeñas contribuyó a que la progresiva homogeneización lingüística que trajo la Edad Moderna se produjese de forma distinta en cada uno de los distintos compartimentos geográficos: mientras el inglés se expandía por las islas británicas, el castellano hacía lo propio a costa del acervo lingüístico ibérico. La fragmentación política contribuyó a preservar la diversidad lingüística, cierto, pero las barreras geográficas lo hicieron en igual o mayor medida. En Italia, cuyo norte estuvo expuesto durante siglos a la influencia y dominación germana, los dialectos italianos se mantuvieron indemnes, mientras que el castellano (y antes el catalán) no lograron asentarse en el reino de Nápoles a pesar de los siglos de dominio hispánico. Los Alpes y el mar Tirreno demostraron ser una barrera más formidable que las fronteras entre las pequeñas repúblicas italianas.

Aunque no esté del todo claro que estas particularidades fuesen la única causa de la fragmentación lingüística que aún hoy impera en el Viejo Continente, lo indiscutible es que Europa se convirtió pronto en un continente donde pervivían numerosas comunidades lingüísticas muy cerca las unas de las otras. Pero sería falso afirmar que este hecho, a pesar de haber creado un fermento de desconfianza ya presente durante el periodo medieval, se encuentra detrás de los conflictos a gran escala que asolaron el continente durante la Edad Moderna. Mientras la noción de cristiandad se impuso sobre la noción cultural de Europa, la religión fue el principal elemento catalizador de los conflictos religiosos y sociales. De la Noche de San Bartolomé a la de los Cristales Rotos, la pulsión sectaria ha sido uno de los principales motores de la violencia sobre la población durante los últimos cinco siglos. Solo cuando el declinar de la religión como elemento aglutinador permitió que los Estados se lanzasen a ocupar los vacíos que esta había ido dejando pasaron las lenguas a ocupar progresivamente el carácter divisivo que la religión había jugado durante la alta Edad Moderna. Ya en el siglo XIX, parecía que las diferentes ramas del cristianismo habían perdido su prestigio como elemento identitario, mientras que las lenguas lo conservaban intacto.

Era previsible, con todo, que en un continente con las condiciones arriba descritas la cuestión lingüística terminase por ser el principal catalizador de los conflictos internos. Aunque en Europa pueda parecer algo inconcebible, los nacionalismos no siempre necesitan beber de las lenguas. Ahí están las experiencias de Latinoamérica y los países árabes para demostrarlo.

¿Quién hablará en europeo?

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