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INTRODUCCIÓN

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Para mí la lengua no tiene que ver con la política, está más allá, es en todo caso una poética, forma parte de mi instalación en el mundo. Bernardo Atxaga

Es domingo y llueve en Bruselas. Bajo un cielo gris, el día se despereza en una ciudad que siempre fue capital, pero nunca se supo muy bien de qué. Muchos años antes de que existiese el Reino de Bélgica y de que esa abstracción a la que los periodistas llaman «proyecto europeo» echase a andar, Bruselas ya era un destino habitual para quienes deseaban hacer carrera en los altos escalafones de la administración pública. Desde que Carlos V hiciese de la ciudad la capital de sus Países Bajos hasta las negociaciones a contrarreloj durante los peores momentos de la crisis griega, son incontables los españoles que se han prodigado por la ciudad buscando fortuna (o cumpliendo con sus años de destino a regañadientes). Podría decirse que, todavía hoy, los funcionarios españoles que son destinados a las instituciones comunitarias no pueden abstraerse del todo a una cierta sensación de continuidad histórica. Los tiempos cambian, pero el flujo de burócratas y diplomáticos hacia Bruselas sigue inalterado.

¿Qué tendrá la ciudad para, sin ser grande ni fotogénica, conservar semejante poder de atracción durante cinco siglos?

Bruselas ha sido borgoñona, española y austríaca; holandesa y belga. Ha sido neerlandófona y francófona. Ha sido ocupada por los alemanes. Incluso las tropas del general Wellington tuvieron tiempo de detenerse y jugar un partido de cricket en el Bois de la Cambre, de camino a Waterloo, mientras algunos oficiales se entretenían en un baile cerca del barrio europeo y acababan luchando en uniforme de gala.(1) Por Bruselas han pasado todas las naciones de Europa (sin hacer prisioneros) y han dejado su impronta en ella; pero lo que hoy paradójicamente se le reprocha es no parecerse a la miríada de pueblos y Estados que componen el Viejo Continente. Aunque Bruselas ya no sea el trofeo de ninguna gran potencia, ello no significa que su capacidad para atraer a un tipo específico de personas haya decaído. Cada año, miles de jóvenes se desplazan a la capital comunitaria. En su horizonte se dibuja la posibilidad de trabajar en una institución europea, con todo lo que eso comporta.

Jóvenes como Lucía,(2) que desde el asiento del tren que la lleva del aeropuerto al centro ese mismo domingo contempla el decepcionante skyline de la ciudad. La joven ha llegado a Bruselas para probar suerte: ese mismo lunes comenzará unas prácticas en una consultora, y confía en poder aprovechar esos seis meses de trabajo asegurado para poder abrirse un hueco en la burbuja europea y poner un pie en las instituciones. Tras casi cuatro años estudiando relaciones internacionales, Lucía sueña con trabajar en la Unión Europea. Cuando habla de Europa, no es difícil advertir grandes dosis de pasión en su tono de voz y cierta ingenuidad en sus ojos. Habla inglés, y se maneja (más o menos) con el francés. Sin embargo, esto último no le preocupa. Un amigo suyo que vive desde hace años en Bélgica la tranquilizó al asegurarle que en el mundillo europeo de Bruselas el francés ya solo sirve para pedir en los bares.

Por eso, en cuanto se instala en el piso que a partir de esa noche compartirá con otros tres chicos de su edad venidos de otros países, no duda en echarse a la calle y dar un paseo para ver las sedes de las instituciones antes de que anochezca.

Desde que supo que la habían contratado, Lucía tenía preparado todo un itinerario para su primera tarde en la ciudad. El recorrido dejaba de lado lugares como la Grande Place o el Manneken Pis, y se centraba en conocer el corazón del barrio europeo. Todo un Eurodisney (nunca mejor dicho) para frikis de la política y del diseño de oficinas. Pocos minutos después de salir del apartamento, pasa por delante del Palacio Real casi sin reparar en él, y enfila la calle en cuyo final se vislumbra la enorme claraboya de cristal que corona la sede bruselense del Parlamento Europeo. Para cuando llega a la plaza de Luxemburgo, donde los becarios de las instituciones se arremolinan cada jueves al salir del trabajo, la mayoría de los bares están ya cerrando. Así son las tardes de domingo en Bruselas. Lucía, por su parte, prosigue hacia la explanada en la que se sitúa la entrada principal del Parlamento. Aunque el complejo no parece más que un edificio de oficinas, esta entrada se halla flanqueada por dos enormes muros de piedra oscura que lo dotan de cierta monumentalidad.

Desde el otro lado de la explanada, Lucía repara en que en ambos muros hay un texto de grandes proporciones grabado sobre la piedra. Mientras se acerca, se pregunta de qué puede tratarse: ¿qué es eso tan importante que tenía que grabarse en piedra en el templo de la democracia europea?; ¿qué mensaje puede representar la voz de más de setecientos representantes que han sido elegidos, a su vez, por centenares de millones de electores cuyo único vínculo es su condición de europeos?; ¿se trata de algún tipo de homenaje, como las placas que ella misma ha visto en la madrileña Casa de Correos?; ¿es una exaltación de la importancia de los derechos humanos, o tal vez una apelación vaga y arcaica a la paz y a la unidad de los Estados de Europa?

Nada más lejos de la realidad. Lucía se encuentra ya a menos de quince metros de los muros, y puede leer perfectamente lo que está grabado en ellos:

Европейски парламент / Parlamento Europeo / Evropský parlament / Europa-Parlamentet / Europäisches Parlament / Euroopa Parlament / Ευρωπαϊκό Κοινοβούλιο / European Parliament / Parlement européen / Parlaimint na hEorpa / Europski parlament / Parlamento europeo / Eiropas Parlaments / Europos Parlamentas / Európai Parlament / Parlament Ewropew / Europees Parlement / Parlament Europejski / Parlamento Europeu / Parlamentul European / Európsky parlament / Evropski parlament / Euroopan parlamentti / Europaparlamentet

Al verlo, se le cae el alma a los pies. Se pregunta si no habría sido más inteligente buscar un supermercado abierto antes de las ocho, y decide volver al apartamento.

Este pequeño libro (como tantos otros antes que él) no es sino un hijo de su tiempo. Si, como reza la tan manida frase de Antonio Gramsci, las crisis son el momento en el que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, con ellas también surgen multitud de esfuerzos intelectuales (fútiles, la mayoría) que buscan interpretar los cambios y anticiparse a todo aquello que pueda deparar un incierto futuro.

Algo de eso hay en las siguientes páginas. Aunque la resaca de la crisis de la deuda soberana trajo consigo una mayor politización de los asuntos europeos, y dicha tendencia se ha visto potenciada por la crisis de los refugiados y los desgraciados eventos que se han vivido a lo largo del año 2020, es indudable que aún no existe una verdadera conversación pública europea. La información y los debates se abordan aún desde la óptica nacional, y no trascienden las fronteras de cada uno de los Estados que componen la Unión. La politización de la política europea (valga la redundancia) prosigue «sin pausa pero sin prisa»,(3) más lo cierto es que la aparición de un verdadero demos europeo se antoja aún lejana. De hecho, existe un cierto consenso a la hora de afirmar que una verdadera esfera pública europea requeriría de una herramienta equiparable a una lengua común y a un entramado de medios de comunicación que todos los Estados de la unión pudiesen compartir.(4)

Sin embargo, es muy llamativa la ausencia casi total de análisis y escritos que cuestionen si la fragmentación lingüística es uno de los más formidables obstáculos para la aparición de un demos europeo, y analicen las posibles soluciones a este problema. Ante la ausencia de debate en torno a este asunto, hemos optado por lanzarnos a escribir para mostrar cuál es nuestra visión -que combina el análisis histórico con nuestra propia experiencia vital en el quartier européen de Bruselas- con la esperanza de poder abrir una conversación que, por peliaguda que sea, no tiene por qué eludirse.

Así las cosas, que la raison d’être de este ensayo sea esbozar un futuro posible con el inglés como lingua franca continental puede parecer un ejercicio de ingenuidad difícilmente conciliable con las inquietudes que de forma más o menos velada manifiestan grandes capas de población del continente. Tras una larga década de continuas crisis y amenazas cerniéndose sobre el proyecto europeo, es difícil que no decaiga el optimismo.

Por ello, la tesis principal de este ensayo está convenientemente matizada (¡qué le vamos a hacer!), y parte de la asunción de que el futuro de la Unión nos conducirá a un escenario que haga imposible concebir la cuestión lingüística como se hacía en el mundo de los Estados nación decimonónicos. En Europa conviven una pluralidad de lenguas, y es improbable que alguna de ellas se imponga sobre las demás y cree un espacio lingüístico equiparable al que existe en la actualidad en países como Francia y Alemania. Lo que sí podría ocurrir, sin embargo, es que una lengua alcance un rol preponderante y se baste para articular toda la conversación pública europea, pasando de ser una simple lengua franca a algo más.

Este ensayo se halla dividido en dos partes. La primera se sumerge en el pasado de Europa para comprender cómo se generaron los equilibrios lingüísticos que subsisten en la actualidad. Y, partiendo de ahí, en la segunda mitad se intentan esbozar los posibles escenarios lingüísticos y sociales que el porvenir puede deparar a la UE. Ese, y no otro, es el fin último del presente ensayo: tratar de arrojar luz sobre cuál será el equilibrio lingüístico futuro en Europa, e intentar dilucidar si el hecho de que exista un proyecto político como la Unión Europea va a conducir a algún tipo de proceso que cree un simulacro de lengua o de identidad común.

La parte primera arranca con un breve análisis del vínculo íntimo que existe entre las lenguas y la identidad de los individuos con el fin de explicar por qué la convivencia entre distintas comunidades lingüísticas es una cuestión particularmente espinosa desde un punto de vista político. Y, a partir de esa constatación del rol que juega la lengua en la formación de las identidades, se acomete un breve repaso histórico por los diferentes ecosistemas lingüísticos europeos desde la caída del Imperio romano (razón última y primigenia del anhelo de unidad que se persigue en Europa) hasta la consolidación de los Estados nación.

En ocasiones, las sociedades se sirvieron de lenguas cultas que las precedían en el tiempo, mientras que en otros casos fueron las hablas locales las que hicieron fortuna hasta convertirse en lenguas francas. De la consolidación del Estado francés a través de la lengua hasta el rol del latín como lengua de cultura (pasando por la macedonia de identidades que fue el Imperio austrohúngaro), son muchos los escenarios históricos de los que pueden extraerse valiosas lecciones que proyectar hacia el futuro.

El repaso histórico que ocupa la primera mitad de este ensayo concluye con un breve análisis de los orígenes de la Unión Europea como una organización internacional que buscaba superar el identitarismo, y de la falta de evolución de su marco lingüístico a pesar de los numerosos cambios en los equilibrios lingüísticos que se han producido durante las últimas décadas.

La parte segunda del ensayo plantea en primer término una pregunta: ¿está surgiendo una nueva variante del inglés entre las élites corporativas y políticas de la Unión? A día de hoy, el broken English que se escucha en lugares como Bruselas, algo tosco y falto de naturalidad, no merece siquiera el calificativo de habla. Sin embargo, ya empiezan a adivinarse en él ciertos rasgos distintivos, basados en palabras y expresiones de las lenguas maternas de quienes lo usan como segunda lengua.

Ante la evidencia de su generalización, cabe preguntarse si el uso del inglés como lengua propia podría extenderse entre los ciudadanos europeos hasta el punto de amenazar la hegemonía de algunas de las lenguas nacionales. A tal fin se dedica el capítulo quinto, mientras el siguiente explora los riesgos polí-ticos que entrañaría la aparición de una élite anglófona en el continente. ¿Conduciría esto a un deterioro de la cohesión social? ¿Es posible que se busque reforzar la identidad europea a través de la adopción del inglés como lengua común? Aunque sea pronto para hacer conjeturas sobre un hipotético nation-building europeo y avanzar acontecimientos, tal vez la Viena de Klimt y Freud esconda más pistas de lo que pudiera parecer a simple vista.

A pesar de que la variante continental del inglés se halle en una fase embrionaria y los principales idiomas europeos gocen de buena salud, la tensión creciente entre grandes capas de la población y unas élites a las que se presenta como desconectadas de la realidad y propensas a abandonar sus identidades nacionales hace presagiar que la pujanza del inglés como lengua franca continental puede terminar por convertirse en un nuevo elemento de la pugna entre los ejes nacional y global. Si las tendencias actuales se mantienen, es difícil imaginar cómo una profundización en la construcción europea podría evitar toparse con ese debate.

¿Es viable construir una comunidad política limitándose a yuxtaponer veintisiete identidades diferentes? ¿Es posible que se genere una esfera pública de la que participe toda la ciudadanía europea sin que una lengua se asiente como la herramienta común de comunicación? ¿Es factible, en fin, que la Unión alumbre una identidad común sin que ello suponga un perjuicio al riquísimo acervo cultural que atesora nuestro pequeño continente?

La consolidación lingüística es uno de los principales nudos gordianos a los que habrá de enfrentarse la sociedad europea en el futuro, y la historia es parca a la hora de mostrar precedentes en los que dichos procesos de consolidación lingüística se hayan completado sin tensiones ni conflicto.

Responder a todas estas preguntas será, por consiguiente, uno de los desafíos a los que deban enfrentarse quienes, como Lucía, aspiren a completar el salto que puede llevar a la Unión de ser una mera organización internacional a convertirse en un verdadero demos. Las siguientes páginas pretenden cartografiar el pasado y esbozar una suerte de carta náutica que permita anticipar algunos de los conflictos y las tensiones que puedan aparecer ligados a la cuestión lingüística. Suya será, después, la responsabilidad de navegar tan procelosas aguas.

¿Quién hablará en europeo?

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