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LA NOVENA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

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Rayaba apenas el día cuando nuestra joven se levantó bruscamente del suelo. Quedose inmóvil un instante con el oído atento; pero no percibió el sonido de las campanas de San Felipe, que creyó escuchar en sueños. Se había equivocado; todavía no eran las seis. Encendió la lámpara, y saliendo al gabinete se puso a orar humildemente postrada frente a la imagen de Jesús. Como no tenía puesta más que una fina camisa de batista, el frío la traspasó en seguida y empezó a tiritar; pero no quiso dejarse vencer y siguió orando hasta que sus dientes chocaron fuertemente unos contra otros. Sólo entonces se decidió a dejar la postura que había tomado y vestirse. Después abrió las cuatro ventanas del gabinete y apagó la luz.

Una escasísima claridad triste y fría invadió la habitación de la señorita de Elorza, prestando a los muebles un aspecto lúgubre que estaban lejos de tener ordinariamente. El frío de la mañana los penetraba también como a su dueño; yacían silenciosos y melancólicos, esperando, sin duda, que los rayos del sol mostraran su belleza y esplendor. Sólo en tal sitio que otro, al caer la luz sobre el barniz, producía un blanco reflejo que semejaba al ojo vidrioso y opaco de un moribundo. El gabinete se hallaba en una especie de torreón cuadrado que la casa tenía por la parte de atrás en uno de sus ángulos. Levantaba por encima de ella algunas varas y recibía luz por los cuatro lienzos de sus paredes. La torre no contenía más que dos habitaciones: la de María, compuesta de gabinete y alcoba, y la de su doncella Genoveva, que constaba de un solo cuarto. Eran las habitaciones más frías, pero también las más alegres de la casa. Las pocas veces que el sol se dignaba salir en Nieva, iba derecho a alojarse en ellas; las invadía sin miramientos como un huésped soberano, y se pasaba el día en su interior reflejándose en los espejos, matizando el raso de las sillas, estropeando el charol de los armarios y regalándose, en fin, de mil diversas formas. Todo esto, por supuesto, si Genoveva no había tenido la precaución de echar las cortinas a tiempo. Eran también las más silenciosas. Los ruidos de la casa no llegaban hasta ellas, y los de fuera, por la situación que ocupaban, era imposible que las turbaran. Solamente el viento, que casi nunca dejaba de soplar fuerte en la torre, producía ruidos extraños, sobre todo por la noche, suspirando unas veces, riñendo otras y lamentándose constantemente de que le tuviesen herméticamente cerradas las ventanas. Durante el día, ni se lamentaba ni reñía, contentándose con zumbar perpetuamente, pero con mucha discreción, como los caracoles de mar cuando se acercan al oído.

María se acercó rebujada en su chal y tiritando aún a una de las ventanas que daban a la huerta, cuyas tapias lindaban con el muelle. Desde aquella ventana se oteaba la ría entera de Nieva hasta El Moral, que era el sitio por donde comunicaba con el mar. No mediría más de una legua de largo; el ancho variaba extremadamente, según se la viese en baja o pleamar, en mareas vivas o muertas. Cuando las grandes mareas alcanzaría hasta media legua, lamiendo las faldas de las colinas cubiertas de pinos que a uno y otro lado cerraban la cuenca. En la hora de bajamar el agua se retiraba por completo, dejando apenas un hilo estrecho y retorcido que corría por el centro. Entre las colinas limítrofes y este canal quedaba por ambas orillas una extensa superficie gris de limo suelto, salpicado de charcos de agua donde los pilluelos del muelle gustaban de hundirse y revolcarse hasta que se embadurnaban asquerosamente para ir luego a lavarse arrojándose de cabeza en el canal. Por encima de las tapias de la huerta asomaban los palos de algunos barcos, que no llegarían a una docena, anclados en el muelle, los más de ellos pataches y quechemarines de escasísimo porte.

La joven contempló un instante el cielo, que se mostraba todavía profundamente obscuro hacia el poniente, borrando y confundiendo el perfil de los montes lejanos. Después fue a tomar un libro que tenía en la mesa de noche de su cuarto y vino hacia la ventana a ver si podía leer. Aun no había suficiente claridad. Posó el libro sobre una silla y se acercó de nuevo a la ventana, apoyando la frente sobre los cristales. El cielo iba agrandando sus claraboyas por la parte de El Moral sin infundir vida ni alegría sobre la tierra. La luz creciente no servía más que para esclarecer su semblante hosco. Se preparaba un día desapacible, como los que acostumbran a disfrutar los habitantes de Nieva la mayor parte del año.

El gabinete se iba iluminando lentamente; los primorosos muebles y objetos que lo adornaban salían de la obscuridad graciosos, esbeltos y risueños como las bailarinas de las óperas cuando a un golpe de la orquesta se despojan del manto que las transformaba en espectros. Pero la luz no sonreía; cada vez se mostraba más triste y severa. Por delante de las grandes nubes de un color violeta obscuro que se amontonaban allá en el horizonte sobre las cuatro o cinco casas de El Moral cruzaban velozmente otras pequeñas y blancas como jirones arrancados de una gasa; signo cierto de borrasca.

María sintió de pronto vibrar el cristal en que se apoyaba. Una ráfaga de aire y de lluvia había azotado con fuerza la ventana. Se apartó un poco hacia atrás y vio llorar a todos los cristales a la vez. Por algún tiempo se entretuvo en seguir con la vista el camino más o menos rápido y tortuoso que las gotas de agua seguían al bajar por la superficie tersa del vidrio. El redoble intermitente de la lluvia le trajo a la memoria las muchas tardes que había pasado cerca de aquella misma ventana escuchándolo con un libro abierto en la mano. El libro era siempre una novela. Más de cuatro meses anduvo solicitando de sus padres que la dejasen habitar el gabinete de la torre, con objeto de entregarse de lleno, y sin temor de que nadie la molestase, a su recreo favorito. Pero don Mariano temía concederle este permiso porque los cuartos de la torre eran fríos y la salud de la niña delicada. Al fin, rendido por sus ruegos y halagos, consintió en ello, después de haber tapizado las habitaciones esmeradamente y con la condición de que Genoveva durmiese cerca de ella.

Fue una época feliz para María. Tenía entonces dieciséis años, y el pensamiento inquieto y atrevido. La música, en la cual había hecho prodigiosos adelantos, había fomentado en su corazón cierta tendencia a la melancolía y al llanto. Lloraba por cualquier cosa; a veces sin motivo alguno y cuando menos se esperaba; pero las lágrimas eran tan dulces y sentía con ellas placer tan intenso, que en muchas ocasiones las provocaba con artificio. ¡Cuántas veces, contemplando desde aquella ventana los celajes del horizonte teñidos de grana y los últimos resplandores del sol moribundo, sintió su corazón acongojado por una profunda melancolía que venía a deshacerse en sollozos! ¡Cuántas veces había atormentado a su padre con lloro intempestivo, cuya causa no acertaba a decir porque no la sabía ella misma! El conocimiento de la pintura, en la cual también había descollado, despertó su inclinación hacia la luz y el paisaje, lo cual contribuyó asimismo a que solicitase con ardor las habitaciones de la torre. Una vez instalada en ellas con su piano, pinceles y novelas, se juzgó la mujer más dichosa de la tierra. Cuando en mitad de un día esplendoroso de sol, bajo un cielo azul reverberante, abría todas las ventanas del gabinete y dejaba pasar el viento fresco y acre que levantaba sus cabellos y arrojaba por el suelo los papeles de la mesa, pensaba con deleite que había ascendido en un globo y se hallaba en mitad del espacio nadando por el aire a merced de todas las venturas. Y esta ilusión, que procuraba conservar con empeño, la hacía feliz algunos momentos. Por la noche solía abrir también algunas veces las contraventanas y encender, además de la lámpara, todas las bujías de los candelabros para imaginarse que se hallaba metida dentro de un gran farol. «Desde la ría, esta torre debe parecer un faro y mi habitación la lámpara que acaba de encenderse», se decía con gozo infantil. Y se ponía a inspeccionar por los cristales si alguna embarcación cruzaba entonces hacia El Moral, hasta que, amedrentada por la obscuridad de fuera y ofuscada por la claridad de adentro, concluía por asustarse de tanta iluminación y empezaba a apagar las luces apresuradamente.

Don Mariano llamaba a aquel gabinete ligero y aéreo la jaula de María. Y en verdad que le cuadraba admirablemente el nombre; porque la niña revoloteaba sin cesar dentro de él, moviendo los muebles y trasladando los objetos de un sitio a otro, tan inquieta y nerviosa como un pájaro. Para que la semejanza fuese más completa, cuando la familia se hallaba en el comedor oíanse muchas veces los trinos lejanos de alguna cavatina o romanza que estudiaba. Don Mariano nunca dejaba de exclamar con su habitual y bondadosa sonrisa: «¡Ya canta el pajarito!» Y todos sonreían también llenos de complacencia; porque en la casa todo el mundo quería y admiraba a la niña.

En dos o tres años entró un cargamento de novelas en el gabinete de la torre, y volvió a salir después de haber entretenido largas horas los ocios de nuestra joven, que puso a contribución para ellos no sólo la biblioteca de su padre y su bolsillo, sino también las librerías de todos los amigos de la casa. Don Serapio fue su primer proveedor. Así que durante una larga temporada no leyó más que relaciones sangrientas de crímenes terribles y monstruosos, en las cuales tanto se placía el fabricante de conservas alimenticias. En aquella temporada no gozó gran cosa, porque estas novelas, aunque excitaron en alto grado su curiosidad, teniéndola suspensa y sujeta a la lectura gran parte del día y de la noche, no dejaban en su espíritu ningún recuerdo dulce ni poético con que recrearse, y las olvidaba al día siguiente de leídas. Además, la aterraban demasiado: no pocas veces le habían quitado el sueño, y hasta en algunas ocasiones pidió a Genoveva que se acostase a su lado porque se moría de miedo.

Después de haber agotado la librería de don Serapio, pidió a una de las señoritas de Delgado que le abriese la suya, que tenía fama de hallarse ricamente abastecida. En efecto, contenía gran número de novelas, todas de la escuela romántica primitiva, cuidadosamente encuadernadas, pero muchas de ellas ya grasientas por el uso. En los pasajes más tiernos solían tener las hojas algunas manchas amarillentas, lo cual ponía de manifiesto que las distintas lectoras en cuyas manos había estado el libro habían tributado algunas lágrimas a las desdichas del héroe. Ya sabemos que una de las señoritas de Delgado lloraba con extrema facilidad. Las novelas que entonces leyó fueron, entre otras: Ivanhoe, La dama del lago, Maclovia y Federico o Las minas del Tirol, Saint Clair de las islas o Los desterrados a la isla de Barra, Oscar y Amanda, El castillo del Águila Negra, etc. Estas le hicieron gozar muchísimo más. Entró de lleno, con vida y alma, en la región de las quimeras deliciosas con que el ilustre Walter Scott y otros novelistas no tan ilustres solazaban a nuestros padres creando una Edad Media para su uso, poblada de trovadores y torneos, de hazañas estupendas, de castillos góticos, de héroes y de amores invencibles. Lo que más seducía a la señorita de Elorza era la inquebrantable constancia de afectos que los protagonistas de aquellas novelas manifestaban siempre. Ya fuese varón o hembra, cuando una pasión amorosa les prendía no había que empeñarse en llevarles la contraria, porque todo era inútil. Al través de la oposición de los padres y tutores, y por encima de las asechanzas que les tendían, los amantes desdeñados, purificados con mil pruebas diversas, padeciendo mucho y llorando mucho más, al cabo salían siempre triunfantes. Y bien lo merecían. La señorita de Elorza prometía secretamente en el santuario de su alma guardar la misma fidelidad al primer novio que la Providencia le deparase, e imitar su fortaleza en las adversidades.

Cada una de aquellas novelas dejaba huella duradera en su juvenil espíritu, y durante algunos días, en tanto que los personajes de otra no lograban cautivarla, pensaba sin cesar en los hermosos milagros que el amor de la heroína, puro como el diamante y tan firme, había realizado. Y tomando la acción donde el novelista la había dejado, que era siempre en el acto de celebrarse las bodas de los atribulados amantes, la proseguía en su imaginación fingiéndose con todos sus pormenores la vida venturosa que los esposos llevarían rodeados de sus hijos y recorriendo con las manos enlazadas los sitios donde tan frecuentemente habían caído sus lágrimas. Nuestra joven ansiaba que una de estas pasiones irresistibles y lacrimosas se apoderase de su corazón, pero no concebía que ningún joven de los que visitaban su casa vestidos de chaquet o americana lograse inspirársela. Para ella el amor tomaba siempre la forma de un guerrero y se le representaba con casco y loriga viniendo jadeante y cubierto de polvo, después de haber sacado a su competidor fuera de la silla de un bote de lanza, a doblar la rodilla delante de ella para recibir la corona de su mano, que después besaba con ternura y devoción. Otras veces, despojado del casco y con disfraz de villano, pero dejando adivinar por su gallardo porte la nobleza y bravura de su sangre, llegaba por la noche al pie de la torre y entonaba, acompañándose con el laúd, preciosas endechas en que la invitaba a huir con él por los campos hasta algún castillo ignorado, lejos de la tiranía de su padre y del esposo aborrecido que le quería dar. La noche estaba obscura, los centinelas del castillo narcotizados con un filtro, la escala colgada ya de la ventana y los raudos corceles piafaban no muy lejos... «¿Qué aguardas, dueño mío, qué aguardas...?» María oía tocar suavemente a los cristales, y más de una vez se había levantado del lecho con los pies desnudos a cerciorarse de que no era su guerrero, sino el viento, quien la llamaba suspirando. Por aquella época no podía ver durante la noche cruzar un bote hacia el puerto sin estremecerse. El misterio que guarda siempre una embarcación que se divisa entre las sombras le hacía pensar vagamente en una celada tendida por algún amante ignorado y brutal que, temiendo ser desairado, quería arrebatarla por la fuerza de su casa, y arrastrarla a lejanas riberas donde pudiese satisfacer con ella sus bárbaros deseos. Necesitaba observar que el bote atracaba sosegadamente en el muelle y descargaban de él algunos barriles y cajones para sentir desvanecerse su ilusión.

Pero la novela que más honda impresión le produjo fue sin disputa la titulada Matilde o Las cruzadas. Ésta, mejor que ninguna otra, consiguió trasladar su espíritu a la época singular y brillante que representaba, haciéndola asistir a aquella lucha heroica trabada debajo de los muros de Jerusalén. Fácil es de concebir, no obstante, que no eran las batallas entre infieles y cristianos lo que más la interesaba de la relación, sino aquel amor extraño, inverosímil, tanto como tierno y fogoso, que prendió en el corazón de la heroína hacia uno de los guerreros moros que usurpaban el sepulcro del Señor. La señorita de Elorza disculpaba y hasta aplaudía con toda su alma esta pasión, donde el pecado de amar a uno de los más terribles enemigos de Cristo prestaba mayor atractivo y un sabor más picante. ¡Cómo no apasionarse de aquel ínclito Malec-Kadel tan fiero y terrible en los combates, tan tierno y sumiso con su dama, tan noble y generoso en todas ocasiones! ¡Ah, si ella hubiera estado en lugar de Matilde, hubiera amado del mismo modo a despecho de todas las leyes humanas y divinas! Este moro fue el personaje que más la sedujo en toda su vida, hasta el punto de inspirarle un cuadro muy bonito en que lo representaba sobre la cubierta del buque donde iba con Matilde, salvándola de las garras de sus enemigos, teniéndola protegida con la mano izquierda y cercenando cabezas con la derecha, como quien siega mieses en verano. Cuando mejor pudo comprobarse este entusiasmo fue a la llegada de un turco a Nieva vendiendo objetos de nácar y babuchas. Quedó tan sorprendida al verle pasar por delante de casa y a tal punto excitada su curiosidad que no paró hasta trabar relación con él, haciéndole sufrir largo interrogatorio acerca de la campiña de Jerusalén, donde se efectuaron las escenas amorosas que tan impresionada la tenían, de las costumbres, de los trajes y del gobierno de los agarenos. Mas el turco, ya porque no tuviese humor de andar en parlamentos, o por razón de ser natural de Reus, en la provincia de Tarragona, y no haber estado en su vida en Palestina, respondió con sobrada concisión a sus preguntas.

No obstante, hacía ya mucho tiempo que María no tomaba una novela en las manos. El recuerdo de esa época en que tantas había devorado, produjo leve turbación en su fisonomía e hizo nacer en su tersa frente una arruga ancha y profunda.

Las ráfagas de viento cargadas de lluvia batieron durante largo rato los cristales hasta que enteramente los lavaron. Poco a poco se fueron haciendo sus golpes menos frecuentes; al cabo cesaron por completo. La luz había crecido en tanto, extendiendo por todo el nublado firmamento y mostrando ya los bultos de las colinas lejanas de Occidente, que se veían por la ventana de la pared opuesta. El temporal se resolvió, como ordinariamente, en lluvia fina y menuda que empezó a descender con pausa, tendiendo por la atmósfera un velo sutil y tremante, formado de hilos de agua, el cual amortiguaba aún más el brillo de la luz naciente y borraba los contornos de los objetos lejanos. La marea subía. La gran sábana de agua que se extendía hasta El Moral tomaba un color terroso por los bordes, obscuro y profundo por el centro.

María cogió de nuevo el libro, acercó una silla a la ventana y, sentándose en ella, se puso a leer, porque la luz ya se lo permitía. Era la Vida de Santa Teresa escrita por ella misma, encuadernada con la pasta sólida de filos dorados que caracteriza a los libros religiosos.

A medida que se enfrascaba en la lectura, el rostro de la joven se fue serenando más y más, y la profunda arruga de la frente concluyó por desaparecer. Leía el capítulo segundo, en que la santa manifiesta cómo mostró afición en los primeros años de su juventud a los libros de caballerías y a las vanidades del tocador, y da cuenta con palabras encubiertas de unas relaciones amorosas que por la misma época mantuvo. Cuando levantó los ojos del libro advertíase en ellos cierto regocijo o satisfacción íntima.

Sonaron al fin verdaderamente las campanas de San Felipe. Dejó bruscamente el libro y abrió la puerta del cuarto de su doncella:

—¡Genoveva, Genoveva!

—Ya estoy despierta, señorita.

—Levántate; ya tocan en San Felipe.

En un abrir y cerrar de ojos se levantó, se vistió y apareció en el gabinete de su ama. Genoveva era una mujer de cuarenta años poco más o menos; baja, gruesa, morena, mofletuda, con ojos grandes y pardos a flor de la cara, que no decían nada, absolutamente nada, el cabello muy lamido y formando ondas por las sienes. Vestía saya lisa del hábito del Carmen y manto negro de merino anudado a la espalda, al uso de todas las sirvientas provincianas. Había entrado en la casa cuando María apenas contaba un año para servirla de niñera, y nunca más la dejó, siendo ejemplar notable de criada fiel y consecuente.

—¿Desde cuándo está ya vestida mi palomita?

—Hace ya cerca de una hora, Genoveva. Creí escuchar las campanas y me engañé. Ahora suenan de veras. No perdamos tiempo; toma los paraguas y vámonos...

—Vamos, vamos cuando usted quiera, señorita; ya estoy lista.

Ambas se pusieron las mantillas, y procurando no hacer ruido bajaron hasta el portal, abrieron con precaución la puerta, que aun se hallaba cerrada, y salieron a la calle, que atravesaron con los paraguas abiertos hasta llegar al soportal de enfrente.

La villa de Nieva, como ya se ha dicho, tiene soportal en casi todas sus calles, de uno o de otro lado; a veces de los dos. Suele ser mezquino, bajo, desigual y sostenido por columnas lisas y redondas de piedra, sin adornos de ningún género; muy mal empedrado asimismo. Sólo en tal o cual paraje, donde alguna casa se había reedificado, ofrecía mayor amplitud y un pavimento más cómodo. Si todas las casas se restaurasen (y no hay duda que sucederá con el tiempo), la villa, merced a este sistema de construcción, tomaría cierto aspecto monumental que la haría digna de verse. Tal cual es, si no de apariencia muy bella, a lo menos ofrece comodidad a los transeúntes, que no se mojan más que cuando quieren pasar de una acera a otra. Y ciertamente que anduvieron precavidos sus ilustres fundadores, pues en punto a llover firme y acompasado, no hay población en España que le pueda alzar el gallo a nuestra villa.

Guarecidas de la lluvia ama y criada, atravesaron la plaza por uno de sus flancos, internándose después por una calle estrecha, larga y solitaria. Los honrados habitantes dormían el sueño dulce de la mañana. Sólo de vez en cuando tropezaban con algún marinero cubierto de burdo capote impermeable que, con los enseres de pescar en la mano y haciendo gran ruido con sus enormes botas de agua, se dirigía a paso largo hacia el muelle.

—¿Va usted bien abrigada, señorita? ¡Mire usted que hace un frío!... Parece que estamos ya en enero.

—Sí; me he puesto cuerpo de terciopelo, y además este gabán está bien forrado.

—Eso, eso, mi corazón. Si papá sabe que salimos tan de mañana, me va a reñir porque se lo consiento. Es usted demasiado virtuosa, señorita. Pocas o ninguna llevarán a la edad de usted vida tan santa...

—Calla, calla, Genoveva, no digas eso; no soy más que una miserable pecadora; mucho más miserable de lo que tú te figuras.

—¡Señorita, por Dios!... No soy yo quien lo dice, sino todo el mundo... Ayer me decía doña Filomena que la edificaba verla a usted oír la misa y comulgar y que daría cualquier cosa porque sus hijas fuesen lo mismo... Y razón tiene para desearlo, porque una de ellas, la última, es de la piel del diablo... ¿Querrá usted creer, señorita, que el otro día arañó a su hermana en la iglesia, sobre si había de confesar una primero que otra?... ¡Bonito arrepentimiento! ¡Si da vergüenza, señorita, da vergüenza el ver cómo andan algunas por la iglesia! ¡Parece que están en su casa! ¡Ay, no se hacen cargo las pobrecitas de que están en la casa del Señor de los cielos y tierra que les ha de pedir cuenta de su pecado!... ¿No le ha enseñado doña Filomena el rosario que le mandó su hermano de la Habana? ¡Es una maravilla! Todo de marfil y de oro con un crucifijo grande de oro macizo. Para rezar no hace falta tanto lujo, ¿verdad, señorita?

—Para rezar no hace falta más que un corazón limpio y humilde.

—¡Ay, señorita, qué bien habla usted! Parece mentira que no tenga más que veinte años. Pero cuando Dios quiere conceder dones a una criatura, lo mismo da que sea joven o vieja, rica o pobre. Todos los días pido a la Virgen Santísima que le conserve la salud para que sirva de ejemplo a los que están en pecado mortal.

—Lo que debes pedir, Genoveva, es que purifique mi alma y me perdone los muchos que he cometido.

—¡Bendito sea Dios! Si usted necesita que la perdonen siendo tan piadosa y humilde, ¡qué necesitaremos los demás! No sea tan severa consigo misma. Fray Ignacio la estima a usted tanto que no se cansa de elogiarla... y eso que no tiene la manga muy ancha, como usted sabe... A estas horas ya debe de estar en la sacristía el santo varón aguardando a la gente. ¡Qué salud tiene!... Parece que Dios lo hace... No come, no duerme, no descansa un momento... y, sin embargo, cada día está más fuerte y con más ánimo para servir a Dios... No sé cómo puede pasar tantas horas en el confesonario sin tomar alimento... Sólo el Señor puede darle fuerzas. Bendito sea por siempre jamás. Amén.

—Es verdad; Dios obra verdaderos milagros con él, porque hace falta en el mundo. ¡Oh, Dios mío, qué sería de mi alma si estos santos misioneros no hubieran llegado a abrirme los ojos!

—Aunque la hayan ayudado mucho en el camino de la salvación, antes de que ellos viniesen ya era usted muy buena y frecuentaba los sacramentos...

—¡Qué poco es eso, Genoveva, cuando no se escudriñan los últimos pliegues de la conciencia!

—Dígame, señorita, ¿ha visto en sueños hoy, como las noches pasadas, el hermoso pájaro de plumas de fuego con la cruz en el pico?

María se detuvo repentinamente y se llevó la mano al pecho, como si hubiese recibido un golpe. Después volvió a emprender la marcha y exclamó sordamente:

—Esta noche no podía verlo.

—¿Por qué, corazón?

No contestó. Siguió caminando algún tiempo y dejó escapar un gemido. Después parose nuevamente, y echando los brazos al cuello a su doncella, comenzó a sollozar con amargura.

—¡Soy muy mala, Genoveva, soy muy mala! Mi corazón no acaba de verse libre de impurezas; el demonio y la carne me tienen aún sujeta. ¡Si supieses qué pecado he cometido ayer!

—Calle, calle, no se desconsuele. ¡Qué pecado había usted de cometer, cordera!

—Sí, sí; soy más mala de lo que piensas. Cuanta más luz recibo de Dios, más me empeño en hundirme en las tinieblas; cuantos más favores me otorga, más ingrata soy hacia Él.

—Dios es infinitamente misericordioso, señorita.

—Pero infinitamente justo también...

—Encomiéndese a San José bendito. No hay culpa que el Señor no perdone por su intercesión... Vamos, déjese de lloros, que ahora va a confesarse y todo queda perdonado.

Después de serenarse un poco la niña, siguieron marchando. Y llegaron a cierta plazuela no muy espaciosa, donde se alzaba la fachada parda y severa de una gran iglesia que no llamaba la atención por su esbeltez ni por otra cualidad buena o mala. Atravesaron un pórtico grande y pardo como la fachada y entraron en el templo, que era igualmente pardo y enorme. Estas cualidades concluían por caracterizarlo. Constaba de tres naves, la del centro ancha y elevada como la de una catedral; las de los lados, bajas y estrechas; todas ellas enjalbegadas en otro tiempo, muy lejano, cubiertas ahora de polvo, descascaradas por varios sitios y salpicadas de manchas extensas y misteriosas. Los altares, profusamente tallados, ofrecían ya un color gris muy diferente del dorado que en un principio tuvieran. Al través de los cristales sucios percibíase la figura rígida de algún santo con nimbo de metal o el rostro sombrío y angustiado de un Eccehomo.

Era demasiado temprano para que hubiese mucha gente. Sin embargo, diseminadas aquí y allá, orando prosternadas frente a los altares con la cabeza cubierta, veíase algunas mujeres; otras se arrimaban a las ventanillas enrejadas de los confesonarios y extendían la mantilla por ambos lados de la cara para depositar con un cuchicheo imperceptible sus pecados en el sagrado tribunal de la penitencia. Algunos sacerdotes tenían abiertas las puertas del confesonario y se les veía con sotana y bonete inclinar el cuerpo y oído hacia la ventanilla, reflejando en su rostro fruncido y en su postura desmadejada el cansancio que sentían. Otros las tenían cerradas herméticamente y apenas se advertía dentro, al pasar, la presencia de un ser humano.

La luz bañaba tristemente algunos parajes del recinto, dejando los ángulos y los huecos de los pilares casi en total obscuridad. Las enormes lámparas de metal amarillo se balanceaban en el espacio sujetas al techo por un cordel. Los vidrios emplomados de dos grandes rosetones abiertos en lo alto de las paredes de la gran nave central dejaban paso a una triste claridad que se extendía como blanco mantel delante del altar mayor. Al lado de éste y algo separado, había otro altarcito sobre el cual se alzaba una imagen del Salvador con el pecho abierto, dejando ver un corazón ensangrentado, ceñido por corona de espinas y coronado de llamas. En torno de la imagen había una muchedumbre de cirios encendidos que chisporroteaban lúgubremente en el inmenso ámbito silencioso de la iglesia. Era un altar de quita y pon que se había colocado a causa de la novena del Sagrado Corazón de Jesús, que por aquellos días se celebraba.

Genoveva fue a la sacristía a preguntar a Fray Ignacio si podía confesar a su señorita. Ésta quedó hincada de rodillas al lado del confesonario esperando al sacerdote. Experimentaba cierta impaciencia medrosa; un poco de temor mezclado de ansiedad y deseo. El templo exhalaba un olor confuso de humedad y polvo, de cirios apagados y flores ajadas que la penetraba de respeto. Los momentos que precedían a la confesión eran de sobresalto amable para María. El aparato y misterio de que estaba rodeada aquella confidencia íntima, la más íntima que en el mundo existe, ejercía cierta fascinación sobre su espíritu y la turbaba hasta el fondo sin producirle disgusto. Sentía correr por su cuerpo leves temblores de frío alternados con ráfagas cálidas que le subían al rostro y se lo encendían. En aquel momento no pensaba en sus pecados, sino en la manera que tendría de relatarlos.

La figura negra, firme y severa de Fray Ignacio se abalanzó hacia el confesonario y sin dirigir siquiera una mirada a su penitente se introdujo en él. María, trémula y enternecida, se acercó a la ventanilla. Cuando se separó, al cabo de una media hora, tenía los ojos enrojecidos y las mejillas pálidas.

La iglesia, en tanto, se había ido poblando, aunque casi exclusivamente de mujeres. Algunas entraban hasta el medio con almadreñas, produciendo verdadero estrépito al caminar sobre el embaldosado pavimento; las más se despojaban de ellas a la puerta y las traían en la mano. Un clérigo anciano, con sobrepelliz, subió al púlpito, que estaba cubierto con paño de tisú de oro. Los fieles, desde los más apartados parajes de la iglesia, se fueron replegando hacia el centro, formando apretado grupo en torno del púlpito. María y Genoveva hicieron lo mismo. El sacerdote hizo la señal de la cruz y comenzó el rosario en alta voz. Terminado el rosario comenzó la novena, la novena del Sagrado Corazón de Jesús. El clérigo se puso unas enormes gafas de plata, y con voz gangosa y lastimera exclamó:

«¡Oh corazón!—La muchedumbre repitió con solemne rumor:—¡Oh corazooón!—amantísimo—amantísimooo—santísimo—santísimooo—y melifluo—y melifluooo—de mi divino Jesús—de mi divino Jesús.—Corazón—corazooón—lleno de llamas—lleno de llamas—de purísimo amor—de purísimo amooor.»

María repetía las palabras de la oración con el borde de los labios, puestos los ojos en el suelo. Genoveva las decía en alta voz, mirando cara a cara al sacerdote. La muchedumbre suspiró después de decir Amén.

Terminadas las oraciones, el sacerdote propuso que cada cual pidiese a Dios, por medio de estos sagrados corazones, lo que mejor le conviniera, y la muchedumbre meditó en silencio breves instantes. María pidió fervorosamente a Dios que la hiciese más buena. Genoveva estuvo un rato vacilando sin saber qué pedir, y, por último, pidió paciencia para sufrir los dolores de reuma. El cura leyó con voz gangosa que se arrastraba sobre las sílabas como un lamento el siguiente

Marta y María: novela de costumbres

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