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DESDE LA CALLE

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Dentro del soportal la gente se estrujaba sin compasión: cada cual hacía prodigios de habilidad para burlar la ley física de la impenetrabilidad de los cuerpos, reduciendo el suyo a un volumen imaginario. La noche era densa y oscura como pocas. Los pies de los curiosos se buscaban en las tinieblas, y al encontrarse prodigábanse caricias harto expresivas. Los codos de los unos, por secreto y fatal impulso, iban derechos a los ojos de los otros. El sujeto pasivo de tales caricias llevaba inmediatamente la mano al lugar del contacto, y solía exclamar ásperamente: «¡Bárbaro! ¡Ya podía usted...!» Pero un enérgico chiis chiis de la muchedumbre le obligaba a matar en flor su discurso. Y volvía a imperar el silencio. El silencio era a la sazón la necesidad más apremiante que sentían los vecinos de Nieva allí congregados. El menor ruido era considerado como acto sedicioso y castigado inmediatamente con un chicheo amenazador. Estaban prohibidas las toses y los estornudos, y con penas más aflictivas aún la risa y las conversaciones. Se sudaba muchísimo, aunque la noche no era de las más templadas de otoño.

En los soportales de las casas de enfrente acaecía poco más o menos lo mismo; pero en la calle había poca gente, porque estaba cayendo pausadamente una agua menudísima que los vecinos de Nieva se habían acostumbrado a no despreciar, pues a la postre, y a pesar de sus modos blandos y sutiles, moja como cualquiera otra. Sólo unas cuantas personas con paraguas y algunas otras que, no teniéndolo, se amparaban de su filosofía permanecían a pie firme en medio del arroyo.

Los balcones de la casa de Elorza se hallaban entreabiertos, y por la abertura salía una viva y regocijada claridad que tornaba aún más triste la noche oscura y húmeda del exterior. También salían por intervalos torrentes de notas armoniosas desprendidas de un piano.

La casa de Elorza era la primera de una calle estrecha y larga y guarnecida por ambos lados de soportal, como casi todas las de la villa de Nieva. Su fachada más importante miraba, pues, a esta calle; pero tenía otra con balcones a la plaza del pueblo, que era amplia y hermosa como la de una ciudad. Aunque la oscuridad no nos permite descubrir exactamente el aspecto de la casa, se puede asegurar que es un edificio de piedra labrada y de un solo piso, con espacioso soportal, cuya arquería elegante y soberbia declara desde luego la jerarquía de sus dueños. Este soportal, que bien merece los honores de pórtico, contrasta notablemente con el de las casas que le siguen, bajo y estrecho, y sostenido por pilares redondos y toscos sin ornamento alguno. También se observa la misma diferencia en el piso, que en el soportal de que hablamos es de losa bien aderezada, mientras los demás ofrecen solamente un incómodo pavimento empedrado de guijarros. Sin osar, por tanto, llamarla un palacio, no es aventurado afirmar que aquella mansión había sido construida por una persona principal para su exclusivo uso y regalo. La circunstancia de tener sólo un piso, bien claramente lo decía. Exige la verdad que manifestemos asimismo que el arquitecto había dado pruebas de buen gusto al trazar el plano del edificio, pues sus proporciones no podían ser más elegantes y correctas. Pero lo que más saltaba a la vista en él, sin duda alguna, era cierto bienestar amable y aristocrático, exento de presunción que, aunque lograse inspirar envidia, no despertaba ciertamente en el corazón de la plebe los odios y rencores que excita siempre la opulencia soberbia.

El ceñudo firmamento dejaba caer sin cesar toda la ceniza húmeda y fría de que estaban preñadas sus nubes. Las sombras envolvían y borraban los contornos de la casa, amontonándose en lo interior de los arcos y en los huecos de sus molduras de piedra; pero no intentaban siquiera acercarse a la abertura luminosa y feliz de los balcones, que las rechazaba con espanto. Miraban furtivamente el dorado paraíso de lo interior, y roídas por la envidia descargaban su indignación acuosa sobre la cabeza de los filósofos que escuchaban al descubierto.

El apiñado grupo de curiosos que se guarecía en los soportales de enfrente no apartaba los ojos de aquellos balcones, mientras los que se agrupaban debajo de los arcos de la casa, careciendo de tal recurso, ateníanse exclusivamente a sus orejas, cuya capacidad receptiva procuraban perfeccionar colocando la palma de la mano por detrás de su pabellón y doblándolo un poquito hacia adelante. La oscuridad era grande en ambos soportales, porque los faroles del municipio despedían sus pálidos rayos a respetable distancia. Sólo servían para esclarecer en apartados parajes de la plaza un círculo bastante reducido, produciendo reflejos tristes sobre las piedras mojadas del suelo. Entre las sombras brillaba de vez en cuando el fuego de un cigarro, que con su lumbre roja iluminaba un instante los bigotes del fumador. Allá a lo lejos, en la esquina, aún permanecía abierta una tienda de quincalla; mas podía verse la sombra del dueño cruzar con frecuencia por delante de la puerta arreglando ya sus cosas para cerrarla. En el piso principal de la misma casa, los balcones se hallaban abiertos de par en par. Por ellos salían voces, risas desentonadas y chasquidos de bolas de billar, que afortunadamente llegaban muy debilitados al soportal. Era el café de la Estrella, concurrido hasta las altas horas de la noche por una docena de indefectibles parroquianos. Reinaba, pues, silencio, aunque no podía evitarse el zumbido particular que origina la aglomeración de gente en un sitio, producido por el roce de los pies, el movimiento de los cuerpos, y sobre todo por las frases reprimidas que en tono de falsete dejaban caer los unos en los oídos de los otros.

El piano, en el momento de dar comienzo la presente historia, preludiaba con sonidos vibrantes el allegro apasionado de la Traviata «gran Dio, morir si giovine». Terminado el preludio, empezó un acompañamiento suave y discreto. La ansiedad era grande. Al fin, sobre el acompañamiento se alzó una voz clara y dulcísima que sonó en toda la plaza como eco del cielo. Los dos grupos de curiosos se estremecieron cual si hubiesen tocado con el dedo en el botón de una máquina eléctrica, y un murmullo sordo de complacencia corrió por encima de ellos.

—Es María—dijeron tres o cuatro, esperando que no les oyese más que el cuello de la camisa.

—¡Ya era tiempo!—apuntó uno en voz algo más alta.

—Ésta sí que canta en la mano, ¡olé!, y no el otro bestia de la fábrica de conservas—exclamó un tercero todavía más indiscreto.

—¡Tengan ustedes la bondad de callarse, señores, para que podamos oír!—gritó una voz irritada.

—¡Que se calle ése!

—¡Fuera!

—¡Silencio!

—¡Chis, chiis, chiis!

—¡Siempre he dicho que no hay gente peor educada que la de este pueblo!—volvió a exclamar la voz colérica.

—¡Cállese usted!

—¡No sea usted estúpido, hombre!

—¡Chis, chiis, chiis!

Al fin callaron todos y pudo oírse la fogosa melodía de Verdi, interpretada con singular delicadeza. La voz femenina que salía por los entreabiertos balcones rasgaba la atmósfera acuosa del exterior vibrando con fuerza por el ámbito de la plaza y yendo a perderse en las encrucijadas de la villa. La soledad y tristeza de la noche aumentaban el poder y la extensión de aquella voz amable, ¡amable sobre todo elogio! Para un inteligente de los que se sientan embozados en la escalerilla del paraíso del Teatro Real, es posible que no fuese la cantante un prodigio de maestría en el atacar, filar y trinar las notas; mas para los que no se ven atormentados por escrúpulos filarmónicos, puede afirmarse que cantaba muy bien y que poseía especialmente una voz hechicera, de timbre apasionado que llegaba hasta lo profundo del alma.

Los curiosos de ambos soportales, lo mismo que los filósofos del arroyo, daban pruebas inequívocas de hallarse conmovidos. La afición a la música en los pueblos ofrece siempre un carácter más violento e impetuoso que en las capitales. Quizá se deba a que en éstas anda prodigada en demasía por iglesias, teatros y salones, mientras en aquéllos sólo alguna que otra vez pueden gustarla. Nadie chistaba ni se movía un punto de su sitio. Con la boca entreabierta y la mirada perdida seguían extáticos el curso de aquella melodía desesperada en que Violeta se lamentaba de morir después de haber penado tanto. Los más sensibles empezaban a soltar lágrimas, recordando alguna aventura galante de su vida juvenil. El cielo seguía dejando caer, inflexible, su depósito inagotable de polvo líquido. Dos de los filósofos del arroyo se palparon la ropa, sacudieron el sombrero y, lanzando una sorda imprecación a los elementos, vinieron a refugiarse al soportal, produciendo al llegar leve disturbio entre sus convecinos.

Algo alejados de ambos grupos y arrimados a una columna, se percibían no muy distintamente tres bultos menudos, con los cuales necesitamos poner al lector en relación por breves instantes. Uno de ellos sacó una cerilla para encender el cigarro, y aparecieron tres rostros de catorce o quince años, frescos, risueños y maliciosos que volvieron a borrarse al morir el fósforo.

—Oye, Manolo—dijo uno apagando todo lo posible la voz—, ¿quién te ha dado esa boquilla?

—Pues se la he limpiado a mi hermano.

—¿Es de ámbar?

—De ámbar y espuma de mar: le ha costado tres duros en Madrid.

—¡Pobre de ti si llega a saber que has sido tú...!

—Calla, tonto. ¿Para qué está el criado en casa, sino para pagar estas culpas?...

Un sujeto que estaba más cerca que los demás, les mandó callar ásperamente. Los chiquillos obedecieron. Mas de pronto dijo Manolo con voz apenas perceptible:

—Escuchad, muchachos. ¿Queréis que yo deshaga esto en un instante?

—¡Sí, Manolo; sí, Manolo!—repusieron precipitadamente los otros, que, por lo visto, tenían gran confianza en las facultades destructoras de su compañero.

—Pues vais a ver; estaos quietos ahí.

Y apartándose poco trecho de ellos se agazapó al lado de una puerta y soltó tres chillidos descomunales, idénticos a los que lanzan los perros cuando se les castiga. Un ladrido inmenso, furioso, universal, resonó inmediatamente por los espacios. Los perros todos de la población, unidos y compactos como un solo mastín, protestaban enérgicamente contra la pena infligida a un semejante suyo. El canto de María se perdió completamente dentro de aquel formidable ladrido. La multitud que escuchaba experimentó dolorosa sacudida, se agitó tumultuosamente unos instantes, lanzó exclamaciones incoherentes contra los malditos animales, trató de imponerles silencio a gritos, y, por último, visto lo inútil de sus esfuerzos, se resignó a esperar que cesasen. Los ladridos, en efecto, se fueron extinguiendo paulatinamente, haciéndose cada vez más raros y lejanos. Sólo el perro del comercio de quincalla, que acababa de cerrarse, continuó algún tiempo ladrando con furia. Al fin también éste cesó, aunque muy a disgusto. El canto de la moribunda Violeta volvió a escucharse, puro y límpido como antes. Los oyentes tornaron a reanudar las suaves emociones que les había producido, si bien un poco inquietos y nerviosos, como si temiesen a cada instante verse privados de aquel placer.

Manolo se acercó a sus compañeros ahogando la risa y fue recibido también con risas y aplausos ahogados.

—Anda, Manolito, chilla otra vez.

—Esperad, esperad un poco; hace falta que estén descuidados.

Pasado un rato, Manolo se alejó de nuevo cautelosamente, y, rodeando el grupo, fue a situarse en el extremo opuesto. Desde allí lanzó otros tres lamentos como los anteriores, y el mismo ladrido atronador pobló el espacio respondiendo a ellos. La muchedumbre se alborotó nuevamente, pero con mucho mayor estrépito. Todos hablaban a un tiempo y lanzaban furiosas exclamaciones.

—¡Esto es horrible!

—¡Vaya un concierto que nos están dando esos condenados de perros!

—¡El perro que chilla es el que tiene la culpa!

—¡Maldito!...

—¡Condenado!...

—¡Silencio, silencio, que ya se oye algo!

—¡Qué se ha de oír!... ¡Maldita sea mi suerte!

—¡Silencio, silencio!

—¡Chis, chiis, chiiiiis!

Los perros fueron callando uno en pos de otro cuando lo tuvieron por oportuno, y poco a poco se fue restableciendo la calma. El cántico de Violeta tornó a aparecer lleno de dulzura melancólica y de pasión. La voz de María sollozaba de tal suerte al interpretarlo, que el corazón se oprimía y las lágrimas brotaban en los ojos. Un solo perro, el del comercio de quincalla, siguió ladrando con persistencia sumamente incómoda, pues la voz de la cantante no acababa de llegar a los oídos del público con la debida pureza. Un hombre con garrote en mano se destacó del grupo, y expuesto a la intemperie, atravesó la plaza para hacerle callar; mas el perro olió en seguida la caña y puso pies en polvorosa. El hombre se metió otra vez en el soportal. Al fin reinaba completo silencio en la plaza y los aficionados disfrutaban a su sabor del concierto de los señores de Elorza.

¿Qué había sido de Manolo? Sus compañeros le aguardaban hacía rato para tributarle los elogios a que se había hecho acreedor; pero no acababa de aparecer.

El más pequeño preguntó, al fin, tímidamente, al otro:

—Di, ¿qué le harían si le cogiesen chillando?

—Pues nada: le administrarían un poco de jarabe de bastón.

El que había hecho la pregunta se estremeció levemente y guardó silencio.

—Pero ¡ca!—continuó el otro—, no le han cogido, no. ¡Bueno es él para dejarse atrapar!

En este momento Manolo lanzó dos gritos más rabiosos aún desde el soportal de enfrente, y con la misma rabia contestaron ladrando los perros de la vecindad. No es posible describir lo que entonces acaeció en la muchedumbre de oyentes de uno y otro soportal. El tumulto que se produjo fue en realidad imponente. Una porción de manos se agitaron en la oscuridad esgrimiendo terribles bastones y paraguas. Y de ambos grupos salió un coro de imprecaciones nada lisonjeras para la raza canina. La confusión y el desorden se apoderaron de todas las cabezas. Los pechos no respiraban más que venganza y exterminio.

—¡Matad a ese perro indecente!—gritó una voz dominando el tumulto.

—¡Sí, sí, rompedle el espinazo!—repuso otro buscando ya el género de muerte más adecuado.

—¡Ese perro, ese perro!

—Pero ¿dónde está ese maldito?

—Buscadlo y rompedle el espinazo.

—Y si no se encuentra el perro, rompédselo al amo.

—¡Mala centella los mate a los dos!

El alboroto había subido de tal suerte y la gritería era tan escandalosa, que algunos balcones de la vecindad dejaron escapar un chirrido y se abrieron discretamente. Las cabezas investigadoras que por ellos asomaron, no logrando enterarse de lo que ocurría y temiendo resfriarse, se retiraron al instante. En la casa de Elorza se asomaron tres o cuatro personas, que también se metieron velozmente, y ¡oh dolor!, al retirarse cerraron tras sí los balcones.

—¡Ea, ya oímos lo que teníamos que oír!

—¿Han cerrado los balcones?

—Sí, señor, los han cerrado y han hecho perfectamente.

De aquella muchedumbre salió un suspiro apagado de fatiga y de rabia. Hubo silencio durante un momento, como tributo rendido a sus esperanzas muertas. Nadie se movía de su sitio. Al fin uno dijo en alta voz:

—Señores, buenas noches y divertirse. Me voy a la cama.

Este saludo les sacó de su estupor. Los grupos empezaron a disolverse lentamente, no sin lanzar coléricas exclamaciones. Algunas personas se alejaron caminando dentro de los soportales. Otras atravesaron la plaza con los paraguas abiertos. Los menos, permanecieron en el mismo sitio haciendo interminables comentarios sobre lo que acababa de ocurrir. Al fin quedó una media docena de curiosos, que, fatigados de murmurar en aquel paraje, se fueron a hacer lo mismo al café de la Estrella. Mientras salvaban la distancia que mediaba entre el soportal y el café, una voz irritada, la misma que había protestado contra la mala educación de aquel pueblo, decía con más cólera aún:

—¡Siempre he dicho que no hay perros peor enseñados que los de esta villa!

Marta y María: novela de costumbres

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