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DE CÓMO EL MARQUÉS DE PEÑALTA FUE CONVERTIDO EN DUQUE DE TURINGIA

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Pocos días después, Ricardo salió como de costumbre de su casa a las diez de la mañana y se dirigió a la de su novia. No era el amor solamente quien le empujaba tan temprano a pisar la calle, sino también la triste soledad que reinaba hacía tiempo en el inmenso y vetusto caserón en donde vivía; porque nuestro joven se hallaba solo en el mundo desde hacía poco más de un año. Su padre, el viejo marqués de Peñalta, había fallecido cuando él no contaba más de seis años de edad. Apenas recordaba vagamente su rostro pálido asomando entre las sábanas del lecho cuando le llevaron a darle un beso algunas horas antes de morir. Se acordaba también de que aquel mismo día todo el mundo le abrazaba y le besaba llorando, lo cual le había llamado la atención hasta hacerle preguntar: «¿Por qué lloráis todos hoy?»

Su madre le había amado con uno de esos cariños concentrados y feroces que asfixian a fuerza de cuidados. Durante la niñez le tenía preso a sus faldas, sin consentirle tomar parte en los juegos de los demás niños por temor de que se lastimase. Ya bastante crecido, todavía iba ella a acostarle por las noches, rezando con él un sinfín de oraciones inocentes, y esperando sentada, con los brazos cruzados, a que se durmiese, para salir de la alcoba sobre la punta de los pies. Al llegar a la pubertad no tuvo más remedio que pensar en la carrera de su hijo, porque el difunto marqués dejó prevenido que la siguiese. Ricardo quiso ser artillero. ¡Cuántas lágrimas costó a su madre esta implacable decisión del niño! La primera vez que partió a Segovia, la buena señora creyó morir; se empeñó en no salir de casa hasta que su hijo volviese, y cumplió su empeño. Cuando venía a pasar las vacaciones, no se saciaba de estar junto a él, mirándolo, acariciándolo y adivinando en los ojos sus más leves caprichos, para cumplirlos inmediatamente. Dos o tres días antes de partir, otra vez empezaban los sollozos y las lágrimas; le tenía apretado contra su pecho largos ratos y le hacía prometer un millón de veces que le escribiría todos los días, que se abrigaría bien durante el viaje y que no saldría por las noches de casa. Lo único que lograba distraerla algunos momentos era el arreglo del baúl del cadete, al cual consagraba tantos y tan prolijos cuidados que nada se echaba de menos en él, desde las prendas más usuales de ropa hasta un pedazo de tafetán de golpes y un paquete de hilas para el caso de herirse. Ricardo evitaba siempre la despedida, escapándose.

Gracias a su carácter bondadoso, alegre y simpático, más que a su aplicación, terminó el joven marqués de Peñalta la carrera. En el colegio todo el mundo le quería, lo mismo alumnos que profesores. Era uno de esos muchachos francos y entrañables con los cuales es difícil reñir, y que todos buscamos para depositar alguna misteriosa confidencia del corazón en los amargos trances de la vida. Siempre se le encontraba risueño y comunicativo, esparciendo la alegría y la confianza dondequiera que estuviese. Rara era la querella entre dos cadetes que él no consiguiese arreglar amistosamente. A pesar de su temperamento conciliador, nadie dudaba en el colegio ni fuera de él de su valor, ni mucho menos de la increíble fortaleza de sus puños. Más de una vez, en las frecuentes reyertas entre cadetes y paisanos que estallaban generalmente en los bailes de candil, había tirado al suelo tres o cuatro mozos de tres o cuatro puñetazos, lo cual llamaba tanto más la atención del vulgo cuanto que nada tenía de corpulento y atlético en su figura.

Un día, hallándose destinado ya en el parque de Sevilla, le llamó el coronel a su pabellón y le preguntó:

—¿Hace muchos días que no ha recibido usted carta de su madre, Peñalta?

Ricardo se puso pálido como un muerto.

—¿Qué pasa, mi coronel, qué pasa?

—No se sofoque usted, criatura. Sé por una casualidad que se encuentra un poco enferma.

Ricardo lo adivinó todo y cayó en brazos del coronel, derramando un torrente de lágrimas. Aquella noche tomó asiento en el tren del Norte.

La noche funesta de aquel viaje quedó grabada hondamente en su corazón. Cuando la máquina lanzó el grito de marcha y los compañeros que le habían ido a despedir le dijeron adiós con la mano en pie sobre el andén, se fue a sentar en un rincón del carruaje envuelto en una manta, aparentando dormir para entregarse mejor a sus dolorosos y sombríos pensamientos. ¡Oh, qué pensamientos tan dolorosos y sombríos! Se representó el ángel tutelar de su infancia, a la madre de su corazón muriendo sola, sin recibir el beso postrero de su hijo, tal vez llamándole con ansia en los momentos supremos de la agonía. Recordaba que cuando se despidió de ella ya tenía la salud bastante quebrantada y que el abrazo que le dio fue mucho más prolongado y estrecho y sus besos más vivos que otras veces, como si la infeliz tuviese el presentimiento de que no había de verle más. En sus ojos rasgados y húmedos se leía un ruego ferviente y silencioso: que dejase la carrera y no se apartase de ella. Pero él, pagado de las vanidades sociales y seducido por la voz del egoísmo, no había atendido a este ruego que la desdichada mujer no se había atrevido a formular con sus labios. Sentía ira profunda contra sí mismo y se apellidaba interiormente con los adjetivos más injuriosos y humillantes. De vez en cuando sacaba la cabeza fuera del carruaje y respiraba el aire fresco de la noche para evitar que los sollozos le ahogaran.

El misterioso y vago contorno de las ondulaciones del paisaje envuelto en las sombras cambiaba su desesperación en desconsuelo, que poco a poco se iba transformando en melancolía solemne, como los obscuros celajes que se cernían sobre la tierra aun más obscura. Aquella majestad silenciosa de la naturaleza muerta calmaba su excitación, pero le hacía pensar con temblores de frío en la profunda soledad que le aguardaba. Se había roto el lazo de amor que le ataba a la tierra, y por el cual se creía emparentado con todos los humanos. Ya no tenía en el mundo ningún ser que pudiera llamar suyo. El viento que la rauda marcha del tren agitaba, zumbando en sus oídos, parecía decirle: ¡solo!, ¡solo! El traqueteo áspero de las ruedas y maquinaria despertaba con violencia a la naturaleza de su letargo, causándole quizá una sensación de dolor como la que le causaba a él su pensamiento al cruzar por el cerebro. El ritmo sonoro y metálico de las ruedas parecía decirle también con acento más implacable: ¡solo!, ¡solo! Paseaba su mirada triste por los senos profundos del horizonte y éste le devolvía, en trémulos y fatídicos reflejos, que apenas conseguían rasgar la malla de sombras, tristeza por tristeza. La luz de la máquina iba esparciendo una claridad roja, que teñía de sangre el suelo y los árboles de la vía. Donde no había árboles, los postes telegráficos pasaban con vertiginosa rapidez por delante de su vista como las horas felices de la niñez. Por encima de su cabeza flotaba el negro y colosal penacho de humo sujeto al cañón de la máquina que al disiparse en la atmósfera se partía formando mil extraños y monstruosos fantasmas. Estos fantasmas, al huir de la vía arrastrándose por el suelo, le decían también lúgubremente: ¡solo!, ¡solo! Entonces, no pudiendo soportar el soplo glacial del paisaje desierto que le traspasaba el pecho y le secaba los ojos, cerraba la ventanilla y tornaba nuevamente a su rincón y a sus lágrimas.

Dentro del carruaje había otras cuatro personas: una señora anciana y un joven de veinte a veinticinco años, una muchacha de dieciocho a veinte y una niña de cinco o seis que parecían sus hijos. La señora dormitaba abriendo una que otra vez los ojos para vigilar a la niña, que corría de un lado a otro sin cesar. Los dos jóvenes charlaban suavemente en el otro extremo cogidos de la mano. El espectáculo de esta madre rodeada de sus hijos, y posando a cada instante en ellos su mirada amorosa, enterneció todavía más a Ricardo. El susurro apagado de la conversación de los dos hermanos, cortado a menudo por alguna carcajada reprimida, despertaba en su corazón una envidia punzante y triste. La joven era hermosa, con una fisonomía noble y simpática. Ricardo, sin darse cuenta, la estuvo mirando toda la noche; pero ella no pareció fijar la atención en él. Cuando el mozo de la estación gritó: «Córdoba, veinte minutos de parada», todos se levantaron bruscamente y tomaron sus enseres disponiéndose a salir. Sólo entonces fijó la joven en él una mirada suave y prolongada, diciéndole al tiempo de salir con sonrisa triste y compasiva: «Buenas noches, que usted lleve feliz viaje.» No ofrecía duda que se había hecho cargo de su dolor. Ricardo sintió profunda pena de que se quedasen allí, como si le ligase a aquella familia algún vínculo de amor, y tuvo deseos de decir a la mamá: «Señora, acabo de perder a mi madre; estoy solo en el mundo y no tengo a nadie a quien amar ni que me ame; ¿quiere usted llevarme a su casa como hijo?» La puerta del carruaje se cerró de golpe, sonó la campanilla, se oyó el grito ronco de la máquina y el tren prosiguió la marcha con su traqueteo metálico que clamaba sin cesar en el silencio de la noche: ¡solo!, ¡solo!, ¡solo!

Fueron a esperarle algunos parientes y amigos y le acompañaron silenciosamente hasta su casa, donde le dejaron después de un rato de conversación insulsa. En los días siguientes recibió muchas visitas con traje negro, que le ensalzaron las virtudes de su madre y le recomendaron mucha resignación. Todos le llamaban marqués. Nunca padeció más que entonces. La única persona con quien tenía gusto de hablar era con don Mariano Elorza, que había sido muy amigo de su padre, y cuya casa visitaba con gran confianza siempre que venía a Nieva de vacaciones. Don Mariano, que era expansivo y amable con todo el mundo, no podía menos de mostrarse con él doblemente afectuoso por la situación desgraciada en que se hallaba. Su casa fue para nuestro joven, en la temporada que siguió a la muerte de la marquesa, un lugar de refugio donde distraía sus penas y hallaba un poco de calor de familia que le hacía tanta falta. Por otra parte, es necesario decirlo, Ricardo siempre había sentido hacia la hija primera de don Mariano cierta admiración y simpatía, que fácilmente se trueca en amor cuando la edad y la ocasión convidan y la frecuencia del trato estimula; con mayor motivo aun cuando ni él ni ella habían estado enamorados nunca. Mucho antes de que se formalizasen sus relaciones, ya se hablaba en la villa del matrimonio del joven marqués de Peñalta con la señorita de Elorza. Era un matrimonio indicado y pedido por la opinión pública. Porque es de advertir que las familias de Peñalta y Elorza eran las más opulentas de la villa, y el público encuentra siempre tan lógico que la riqueza vaya a la riqueza, como los ríos a la mar. Así que Ricardo y María fueron declarados marido y mujer, poco después de su nacimiento. Las comadres de la villa no les perdonarían que se hubiesen sustraído a este auto acordado de las tertulias de Nieva. Ya sabemos de buena tinta que los muchachos no pensaron en semejante substracción, y que acataban con la mayor humildad el fallo soberano.

Volviendo, pues, adonde quedábamos, cumple manifestar que Ricardo llegó muy presto al portal de la casa de Elorza, que era espacioso y obscuro. De la gran puerta sólida y ennegrecida por el tiempo y el uso pendía una cadena de bronce con la cual se llamaba. Entrábase inmediatamente en un patio bastante amplio con fuente en el medio. A este patio venía a parar una anchurosa escalera de piedra con balaustrada de la misma materia. Estaba ya gastada y necesitaba reparos en algunos sitios. En el primer descanso esta escalera se partía en dos brazos, uno de los cuales conducía a las habitaciones de los señores y otro a la de los criados. El primero de dichos brazos terminaba en un ancho corredor o galería de cristales que miraba al patio. Toda la casa ofrecía el mismo desahogo, al igual de los antiguos palacios, por más que fuese construida en época relativamente moderna. Llevaba ventaja a los vetustos caserones solariegos, como el del marqués de Peñalta, en que al fabricarla no se había atendido tanto a la vanidad de sus dueños cuanto a la apropiada distribución de las habitaciones para los usos de la vida. No era triste y obscura como suelen serlo aquéllos. Por el contrario, todo su interior denotaba alegría, bienestar y elegancia. Era, pues, un edificio grande sin ser imponente, y cómodo sin caer en la vulgaridad desgraciada de las construcciones modernísimas. Manteníase en un término de conciliación entre la aristocracia y la burguesía, aceptando la altivez fastuosa de aquélla y las inclinaciones prácticas y sensuales de ésta.

La casa reflejaba en cierto modo la posición de sus dueños. Ambos eran hijos de las familias más principales, no tan sólo de Nieva, sino de la provincia en que esta villa radica. La señora era hermana del marqués de Revollar, que tanto había figurado en Madrid hacía pocos años por su increíble disipación y prodigalidad, y que ahora, totalmente arruinado y perseguido de cerca por sus acreedores, había corrido a refugiarse en las huestes del Pretendiente, a quien servía como ministro y consejero. Don Mariano procedía de una familia menos gloriosa y añeja, pero mucho más acaudalada. Su abuelo había traído una fortuna inmensa de Méjico en las postrimerías del pasado siglo, y con ella se había hecho el terrateniente más poderoso de Nieva y fabricado la casa de que estamos hablando. Lo mismo él que su hijo y su nieto habían procurado dar lustre a los millones enlazándose con familias nobles.

Marta y María: novela de costumbres

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