Читать книгу El cuarto poder - Armando Palacio Valdés - Страница 7
IV
Оглавлениеcómo los particulares de sarrió se congregaban en un recinto nombrado el «saloncillo», y lo que allí se platicaba.
Don Melchor de las Cuevas se levantó de la mesa, encendió un cigarro, y dijo, ofreciendo otro a su sobrino:
—Vámonos a tomar café.
Gonzalo quiso guardarlo en el bolsillo porque jamás hasta entonces se había autorizado el fumar delante de su tío; pero éste le retuvo el brazo.
—Enciende, chiquito, enciende; ya has dejado de ser grumete.
El joven sacó un fósforo y se puso a dar chupetones al cigarro con emoción.
Salieron de la casa emparejados y bajaron lentamente por la calle disfrutando del bienestar voluptuoso que sienten las naturalezas poderosas después de una comida abundante. Parecían dos cedros gigantes, majestuosos, orgullosos de su altura. Y guardaban el mismo silencio que ellos cuando no les sopla el viento. Las mujeres que trabajaban a las puertas de sus casas los miraban con curiosidad tocada de admiración.
—¿Quién es el señorito que va con don Melchor?
—Mujer, ¿no le conoces? El sobrino; el señorito Gonzalo, que llegó ayer en la Bella-Paula.
—¡Vaya un real mozo!
—Como su padre don Marcos, que en paz descanse.
—Y como su abuelo don Benito—añadió una vieja.—¡Qué familia tan noble y campechana!
En las bocacalles por donde se descubría un cacho de mar, el señor de las Cuevas solía detenerse un momento para echar una ojeada escrutadora.
—Por ahora bonanza. Dentro de poco terral.
—¿Las ves?—dijo con expresión de triunfo al cabo de un instante.
—¿Qué?
—Las lanchas, hombre, las lanchas. ¡Cómo lo han olido!
—No veo nada,—repuso Gonzalo sacándose los ojos por columbrarlas en el horizonte.
—Sigues como antes. No ves más que la sopa en el plato—manifestó el tío sonriendo con lástima.
El café de la Marina hervía ya de gente. El rumor de las conversaciones y disputas, el campaneo de las copas, el choque de las fichas de dominó contra el mármol de las mesas, formaba un ruido ensordecedor. Estaba situado en una plazoleta que formaba la Rúa Nueva al desembocar en el muelle, y una de sus fachadas miraba al mar. Reuníanse en él la mayor parte de los capitanes y pilotos que estaban en Sarrió de paso, y casi todos los que sin ejercer el oficio habitaban en la villa, con más los vecinos que sentían de un modo o de otro inclinaciones marítimas. Al atravesar por medio fueron llamados a gritos de diferentes mesas. Don Melchor era el hombre más popular, el más querido y respetado que entraba en aquel café. Fué necesario acercarse a saludar a unos y a otros, y presentarles a Gonzalo. Aquellos lobos se extasiaron mirándole; le apretaban la mano hasta descoyuntársela, y le ofrecían con todas las veras de su corazón una copa de ron y marrasquino. Cuando la rehusaba hablando de subir a tomar café arriba, la tristeza más honda se pintaba en sus rostros curtidos.
Don Melchor tenía, en efecto, la costumbre de tomarlo en el Saloncillo. Este era un aposento del piso principal de aquella casa, que tenía comunicación con el café por medio de una escalerilla de hierro. Por ella subieron al cabo tío y sobrino. Ya estaban reunidos los notables del pueblo, sentados en un diván corrido, con sendas mesillas japonesas delante, donde cada cual tomaba su café. Por una de las puertas, que generalmente estaba abierta, se veía la sala de billar donde jugaban siempre las mismas personas rodeadas de los mismos mirones.
Cuando don Melchor y su sobrino entraron, se hablaba de un proyecto de mercado cubierto para preservar de la intemperie a las pobres mujeres que vendían al raso legumbres y leche. Y Gonzalo recordó que en cierta ocasión que subió a buscar a su tío antes de irse a Inglaterra, se estaba debatiendo el mismo asunto. Los temas variaban poco en aquella asamblea. La existencia de la villa se deslizaba tranquila y serena en medio del trabajo cotidiano. Los únicos acontecimientos que sacudían de vez en cuando su letargo, eran la entrada o salida de cualquier barco importante, la muerte de una persona conocida, una letra protestada, el empedrado de algunas calles, la avería de algún cargamento, el alijo de un contrabando, la limpieza del muelle.
Las mujeres y los muchachos estaban más socorridos de asuntos para saciar el humano afán de novedades: la llegada de un forastero guapo y elegante (gran sensación entre las niñas casaderas), que Fulanito acompañó a Margarita en el paseo por primera vez (¿por lo visto es cosa hecha ya?), que Severino el de la tienda de quincalla deslomó a su mujer de una paliza (¡bien empleado la está por haberse casado con ese burro!...). El traje que Fulanita sacó el día de Nuestra Señora (dicen que vino de Madrid... ¡Qué Madrid, mujer, si yo misma se lo he visto cortar a Martina!). El baile de confianza que se dará el jueves en el Liceo. (No toca baile ese día.—Pagan el gasto los pollos a escote.) Los graves varones que se reunían en el Saloncillo desdeñaban estos temas, aunque de vez en cuando, por excepción, picaban en ellos.
A algunos, a don Rosendo, a don Mateo, a don Pedro Miranda y al alcalde don Roque, ya Gonzalo les había saludado la noche anterior. Pero estaban allí además Gabino Maza, don Feliciano Gómez, el ingeniero francés M. Delaunay, Alvaro Peña, Marín, don Lorenzo, don Agapito y otros cinco o seis señores, que se levantaron para abrazarle.
Don Pedro Miranda, de quien ya hemos hecho mención, era un hombre que pasaba bien de los sesenta, bajo de estatura y de color, las mejillas rasuradas, la cabeza monda y lironda, los ojos grandes y apagados, los ademanes tímidos. Era el propietario territorial más rico de la población y el representante genuino de la aristocracia por venir de una antigua familia de terratenientes y no haber en la villa persona titulada que mejor la representase. No daba, sin embargo, importancia a este privilegio. Era hombre afable, modesto, que con todos los vecinos alternaba sin atender a su condición social, extremadamente servicial, siempre que no se tratase de dinero, y poco amigo de imponer su voluntad ni contradecir a nadie. Pero si declinaba enteramente las preeminencias del nacimiento, en cambio era celosísimo de sus derechos de propiedad. Jamás se había conocido ni se conocerá un propietario más propietario que don Pedro Miranda. Las instituciones de derecho vigente, las del derecho antiguo, las universidades, el ejército, la marina, la constitución política y hasta la religión, no tenían razón de ser a sus ojos sino como elementos que de un modo directo o indirecto afianzaban aquellos derechos. La máquina asombrosa del Universo estaba formada para sustentar sus títulos indiscutibles al dominio pleno de los Praducos, caserío situado a media legua de la villa, y al directo que poseía sobre el de las Meanas, con un canon anual de ciento quince ducados. Esta conciencia clarísima de su derecho engendraba, no obstante, por exceso de claridad, algunos conflictos. Venía un colono y le decía:—Señor; Joaquín el martinetero, ha cortado ayer las cañas del nogal que colgaban sobre su huerta.—¡Pero el nogal era mío!—exclamaba don Pedro enrojecido súbito por la cólera y sorpresa.—Sí, señor... pero como colgaban sobre su huerta...—¿Cómo se ha atrevido ese pillo a tocar en una cosa que es mía, mía?—Inmediatamente entablaba un interdicto, y como es natural, lo perdía. De estos interdictos había perdido ya algunas docenas en su vida, sin escarmentar jamás.
Don Roque de la Riva, alcalde constitucional de Sarrió, a quien hemos tenido el honor de comparar, cuando por primera vez le vimos en el teatro, a un cortesano de Luis XV, o a un cochero de casa grande, no se distinguía por la pureza de la dicción; antes era ésta tan atropellada y confusa, que al interlocutor le costaba gran trabajo entenderle. No sabemos si era en la boca o en la garganta o en la región de las fosas nasales, donde el señor de la Riva tenía a bien machacar y atormentar las palabras; lo cierto es que salían casi siempre transformadas en sonidos obscuros, huecos, caóticos, completamente ininteligibles. Particularmente después de comer, se hacía imposible conversar con él. Y esto, no por otra razón, según decían, sino porque don Roque solía encargar a los pilotos amigos un vino del Rivero, tan exquisito, que nadie dejaría de beberlo, aun a riesgo de quedarse mudo. El jefe superior civil de la villa salía todas las tardes de su casa solo, en la apariencia, en realidad gratamente acompañado. Su enorme faz rasurada quería echar la sangre por los poros, concentrándose con preferencia en el lomo gigantesco de su nariz borbónica. Los ojos, con ramos de sangre también, medio velados por no poder sufrir la gran pesadumbre de los párpados, se espaciaban lentamente por todo el ancho de la calle, expresando un grado envidiable de bienestar físico. El paso grave, lento, vacilante, acusaba de igual modo una armonía perfecta entre sus facultades psíquicas y corporales. No le faltaba a don Roque para alcanzar la bienaventuranza más que tropezar con un alguacil, o barrendero, o sereno, o picapedrero, con cualquier empleado, en fin, del municipio. Desde lejos lo columbraba, y sus párpados se levantaban repentinamente, y las ventanas de la nariz se le abrían al olor de la presa. Si ésta, olfateando al tigre, se pasaba a la otra acera, o trataba de esconderse, don Roque le llamaba con voz de trueno.
—¡Juan, Juaan, Juaaaan!
La víctima acudía bajando la cabeza.
—¿Has llevado el oficio a don Lorenzo?
—Sí, señor.
—¿Has dicho al secretario que dejase apartado el expediente del cementerio?
—Sí, señor.
—¿Has llevado las cédulas al pedáneo de San Martín?
—Sí, señor.
—¿Has ido a avisar a don Manuel que quite los escombros que tiene delante de su casa?
En fin, iba preguntando, hasta que el pobre alguacil contestaba negativamente.
Entonces, la voz de sochantre del alcalde se dejaba oir en toda la calle, y aun en los confines de la villa. Sus ojos se inyectaban, y su rostro apoplético llegaba a ponerse morado. Imposible entender lo que decía, si no eran los ajos con que salpicaba el discurso, y aun éstos los ahuecaba de tal modo, que sólo la jota se percibía con claridad. La reprensión nunca duraba menos de quince o veinte minutos, el tiempo indispensable para desalojar la inmensa cantidad de ajos que se le habían acumulado en el cuerpo desde la noche anterior. Así como hay personas que por la mañana se meten los dedos en la boca para provocar la bilis, don Roque necesitaba indefectiblemente este desahogo para quedar a gusto. No se le había oído jamás otra interjección, pero, en cambio, de ésta poseía tal abundancia, que no le bastaba poner una a cada palabra; a veces ponía dos o tres.
Los tenderos salían a la puerta a escucharle, pero sonriendo, sin sorpresa alguna, como acostumbrados de antiguo a este espectáculo.
—Don Roque hoy ha tirado de firme a los vencejos—le decía uno a otro en voz alta.
—Mira qué caso le hace Juan.
En efecto, el alguacil a cada vuelta en redondo que daba el alcalde, se llevaba el dedo pulgar a la boca y hacía la seña de empinar.
Don Roque prefería encontrar a un barrendero o picapedrero en el ejercicio de sus funciones. Se acercaba a él cautelosamente por detrás, y le hincaba sus dedazos en el cuello.
—¡...ajo! so tuno, ¿qué modo de barrer es ése? ¿Te parece ¡...ajo! que yo te pago para que me dejes la mitad de la porquería entre las piedras? ¡...ajo! ¿Es esto gratitud? ¡...ajo! ¿Es esto vergüenza? ¡...ajo!
A veces él mismo en el entusiasmo del discurso empuñaba la escoba y se ponía a dar al barrendero una lección de su oficio. Los tenderos, los pocos transeuntes que cruzaban por la calle y alguna señora que se asomaba al balcón con el ruido, soltaban a reir alegremente. El barrendero mismo, a pesar de su crítica situación, no podía reprimir una sonrisa viendo a aquel energúmeno con la levita remangada dando furiosos y desconcertados limpiones al suelo.
—¡Así se barre!... ¡...ajo! (Golpe terrible de escoba.) ¡Así se barre!... ¡...ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo!
Hasta que fatigado, sudoroso y a punto de caer a tierra con un derrame, le entregaba la escoba y recogía el bastón con borlas.
Desahogado de este modo su noble pecho de la copia de ajos que le embargaba, emprendía de nuevo su camino y llegaba al Saloncillo en una felicísima disposición de cuerpo y espíritu.
Gabino Maza era hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, oficial de la Armada, retirado antes de tiempo porque su carácter díscolo no podía sufrir la disciplina militar. De rostro moreno aceitunado, ojos pequeños y vivos con ojeras constantes que pregonaban su temperamento excesivamente bilioso. Alto, seco, musculoso, la barba y el pelo de un color negro que daba en azul; los ademanes descompuestos siempre y violentos; la voz indefinible, grave unas veces, otras, cuando se enfadaba, que era casi siempre que se ponía a hablar, chillona y aguda, de un falsete tan estridente que rompía los oídos. Disfrutaba de una pequeña renta y de un pequeñísimo retiro, con los cuales podía vivir y alimentar a su familia en Sarrió con el respeto de un caballero acomodado. En la capital de la provincia le sería ya imposible. Disputador eterno, poniendo en cada disputa, por nimia que fuese, una cantidad de pasión y de violencia verdaderamente asombrosas; ganoso siempre de llevar la contraria a cuanto se decía aunque fuese más claro que la luz del mediodía; de un pesimismo feroz y antipático para juzgar a los hombres, a tal punto que no se dió el caso jamás de que creyese puros los móviles de una acción humana, por noble y honrada que apareciese; rencoroso y vengativo hasta la locura. Este hombre, sin embargo, no concitaba los odios del vecindario contra sí, como podía suponerse. En las aldeas y villas, por el trato íntimo, largo y constante de las personas, se penetra más en el alma de cada uno que en las grandes poblaciones. Un trato superficial hace, en éstas, simpáticos a muchos hombres fríos, egoístas y hasta perversos. Los modales corteses, las palabras afables, la sonrisa insinuante, proporcionan en seguida opinión de «persona agradable y decente». En provincia no vale nada de esto. Al contrario, se desconfía de la amabilidad excesiva y, sobre todo, de la sonrisa dulzona; se le buscan a cada hombre los pliegues y repliegues del alma con el mismo cuidado y atención con que un disecador va palpando y poniendo a la vista con el bisturí todas las fibras de la máquina corporal. Por donde son generalmente aborrecidos algunos hombres que al forastero le seducen, mientras otros, duros, violentos, agresivos, suelen caer en gracia. El disimulo, que es el talento de las naturalezas rudas y vulgares, no se perdona jamás en provincia, quizá por ser el vicio predominante en todas las relaciones sociales. Los genios vivos, los temperamentos exaltados, no causan temor como los «toros claros». Hay casi siempre en ellos un espíritu justiciero, que aunque exagerado y adulterado por la pasión, no acaba de hacerles antipáticos. Además, como la violencia y la exaltación son causa constante de sufrimiento, de malestar físico y moral, se juzga con razón que los hombres de tal temperamento llevan en sí mismos el castigo de sus demasías.
Gabino Maza no era aborrecido ni excesivamente amado. Los que tenían de él agravios, le murmuraban y evitaban su encuentro llamándole «envidioso» y «mala lengua». Los que no, se reían de sus exageraciones y le abocaban con gusto, sin profesarle gran afecto tampoco.
Otro de los personajes allí congregados era don Feliciano Gómez. Comerciante en géneros ultramarinos al por menor, poseedor al mismo tiempo de tres o cuatro pataches y algunos quechemarines que hacían el comercio de cabotaje por la costa cantábrica, aventurándose una que otra vez los de más porte a llegar hasta Sevilla. De mediana estatura, la cabeza desnuda de cabellos en forma de pirámide, patillas que le llegaban hasta la nariz, la voz casi siempre enronquecida. Era hombre divertido, bondadoso, optimista. Estaba soltero y vivía con tres hermanas de más edad, a quienes había hecho verdaderas señoras a fuerza de trabajo y economía. El pago que ellas le daban según pública voz, era tenerle dominado y sujeto como un niño, reprenderle agriamente las faltas más ligeras, y mortificarle y aburrirle por todos los medios imaginables. No obstante, a él nunca se le oyó una queja de ellas.
El ingeniero belga, M. Delaunay, había llegado a Sarrió años atrás, con el objeto de beneficiar un coto minero de una poderosa compañía inglesa. La explotación no dió resultado. La compañía le retiró su comisión y el sueldo. Pero Delaunay, que poseía genio emprendedor y algún dinero, se metió sucesivamente en seis u ocho empresas industriales. Primero montó una fábrica de papel; después otra de puntas de París; más tarde intentó formar un criadero de ostras; después fábrica de quesos y de hielo. Por último quiso aprovechar unas grandes marismas que había cerca de Sarrió. Todas estas empresas habían fracasado, sin saber nadie por qué. Delaunay era inteligente, ilustrado, laborioso. Conocía cada industria que iba a ejercitar como el más competente maestro; encargaba los aparatos a Inglaterra, los montaba y los hacía funcionar felizmente, obteniendo productos muy aceptables. El achacaba sus caídas a la falta de vías de comunicación. La última de sus grandes empresas, abortada antes de nacer, le desacreditó más que ninguna otra. En una de sus excursiones por los alrededores de la villa, había visto próximos a una pequeña ría ciertos terrenos incultos que con poco esfuerzo podían reducirse a cultivo. Túvolo en cuenta; levantó el plano. Pocos meses después, cuando se vió forzado a cerrar la fábrica de hielo y despedir a los obreros, acordóse de las marismas y habló de ellas a don Rosendo Belinchón, a don Feliciano Gómez y a dos indianos más para que le ayudasen en su magna empresa. Replicaron ellos que era necesario verlas, y concertóse la excursión. Una mañana montados en sendos caballos emprendieron secretamente la marcha hacia la ría de Orleo, distante cuatro leguas de Sarrió. Al llegar cerca de ella dejaron los caballos y subieron a pie una colina, desde la cual se oteaban las marismas. ¡Cuál sería la vergüenza y confusión de Delaunay al ver los terrenos que intentaba robar al mar, cubiertos de maíz, verdes y florecientes que eran una bendición de Dios! En efecto, hacía más de seis años que estaban cultivados. Su equivocación nació de haberlos visto en diciembre cuando estaban descansando. Dieron la vuelta para la villa, y el suceso produjo en ella la risa que debe suponerse.
Quedó al cabo arruinado. Vióse obligado a vivir miserablemente. Pero, lejos de apagarse en su espíritu el furor de las empresas, encendióse en la pobreza con más ímpetu. De tal modo que no dejó un solo capitalista en Sarrió a quien no tantease con el fin de embarcarle en alguna. Unas veces era un tranvía a la capital, otras un puerto de refugio o unos muelles de madera, otras una gran fonda. Algunos indianos, pocos por cierto, por él seducidos, pagaron con algunos miles de duros su inocencia. El caso es que Delaunay era hombre de talento, estudioso, enterado muy bien de todos los adelantos de la ciencia y la industria. Imposible despreciarle sin cometer una injusticia.
El ayudante de Marina del puerto, Alvaro Peña, joven de treinta años, moreno, con grandes ojos negros y bigotes a lo Víctor Manuel, se caracterizaba por un odio profundo, implacable, al estado eclesiástico y a todo el que lo representase, aunque fuese su mismo hermano. Sin ser aficionado en modo alguno a la ciencia o la literatura, poseía una biblioteca bastante numerosa, compuesta exclusivamente de libros contra la religión y sus ministros. Estaba suscripto a tres o cuatro periódicos conocidos por sus opiniones anti-clericales, y se decía que desde hacía algunos años venía ocupándose en acumular datos para un libro que pensaba publicar con el título de La religión al alcance de todas las fortunas, del cual varios vecinos conocían ya algunos fragmentos. Era alegre, valiente, aficionado a cuentos y chascarrillos, donde siempre jugaba papel principalísimo algún cura o monja. No pronunciaba bien las erres.
Don Jaime Marín, propietario de cuatrocientas fanegas de pan, que con la contribución equivalían a unas seis mil pesetas, sería un gran calavera, un licencioso, un monstruo de corrupción si no tuviese por mujer a doña Brígida. Esta eminente señora había conseguido con una saludable energía que su marido no arruinase a la familia y los echase a todos por puertas. Antes que desbaratase su hacienda logró que se le privase judicialmente de la administración de los bienes y se le encomendase a ella. No es fácil representarse la firmeza con que doña Brígida empuñó las riendas de la casa. Ningún patricio romano tuvo jamás una idea más perfecta del sui juris, de los sagrados derechos que «la ciudad» había depositado en sus manos. Desde que esto acaeció, don Jaime, a pesar de sus cincuenta y pico de años, pasó a ser en sus manos una verdadera cosa como previene la Instituta. En su condición de alieni juris hubo de sufrir la acción directa y constante de su dueño y señor, y sujetarse en un todo a su omnímoda voluntad. ¡Adiós cenas opíparas con mariscos y vino de Rueda en el café de la Marina! ¡Adiós caza de la liebre con Fermo el carnicero y Marcelino el tallista! ¡Adiós noches seductoras de tresillo! ¡Tardes de paz y de dicha en el lagar de Sebastián de la Puente, adiós! La inflexible señora depositaba en sus manos cada domingo tres pesetas; ni más ni menos. Era todo el caudal de que disponía durante la semana para sus vicios, salvo el fumar, que ella subvencionaba, comprando los cigarros por sí misma. Cuando necesitaba un sombrero, ella se lo compraba; cuando un traje o unas botas, se avisaba al sastre o zapatero para que viniese a tomar las medidas. Hasta se le impedía ir a la barbería, por temor de que se gastase los dos reales. Venía el barbero a afeitarle los sábados. Por cierto que, con poca o ninguna consideración, el rapador de barbas llegaba algunas veces a las nueve de la mañana, cuando don Jaime estaba durmiendo.
—¿Qué hago?—preguntaba a doña Brígida.
—Aféitele usted—contestaba la severísima señora.
El barbero, obedeciendo la consigna, se acercaba, le embadurnaba la cara de jabón y le despojaba bonitamente de las barbas sin que don Jaime se despertase más que a medias. Echaba otro sueño, y al despertarse de veras solía decir a la criada que le servía el chocolate:
—Hoy es sábado; que llamen, al barbero.
—¡Tonto, borricote, incapaz de sacramentos!—contestaba su dulce consorte desde el gabinete.—¿No ves que estás afeitado ya?
—¡Pues es verdad!—decía el buen señor palpándose la cara.
En un principio solía pedir a sus amigos o conocidos del café algún dinero para jugar al tresillo, y bebía al fiado en el café; pero al poco tiempo ni los amigos quisieron darle nada, ni el dueño del establecimiento le fiaba ya por valor de dos cuartos. Faltó poco para que doña Brígida le echase a rodar por las escaleras cierto día que le llevó una cuenta de ciento veinte reales.
Don Jaime quedó, pues, reducido a pasar las horas mirando jugar al tresillo y dando a los jugadores consejos que no le agradecían. Los gananciosos solían pagarle la copa de ron. Una que otra vez jugaba a las damas con don Lorenzo, y como éste se negaba rotundamente a seguir la partida sin interés, preciso era que Marín arbitrase alguno que no fuese metal precioso. Discurrió exponer uno de los dos cigarros puros que su mujer le daba por la mañana. Cuando lo perdía, aquella tarde se quedaba sin fumar. A veces buscando el desquite, perdía dos y tres que iba entregando uno a uno a su adversario en los días sucesivos. Entonces se dedicaba, como sus amigos decían, «a la gramática», esto es, a pedir aquí y allí un pitillo para calmar el insufrible prurito de chupar. ¡Pobre Marín!
Lo que doña Brígida no pudo jamás, fué hacerle acostarse a una hora regular. Tantos años de trasnochar hasta las cuatro o las cinco de la mañana, habían formado un hábito imposible de vencer. Como reteniéndole en casa no se iba de todos modos a la cama hasta que rayaba el alba, y pasaba la noche trasteando por las habitaciones, y como el vicio de trasnochar por sí solo es de los más baratos que se conocen, la ingeniosa señora le dejaba retirarse a la hora que quisiera. Permanecía en el café de la Marina con los últimos parroquianos. Después que éstos se retiraban, todavía se quedaba mientras los mozos colocaban en su sitio la vajilla y el dueño apuntaba las últimas partidas. Cuando materialmente le echaban del establecimiento se iba a hacer compañía al sereno de la Rúa Nueva, muy su amigo. Charlando con él mataba las horas que aun faltaban para el amanecer.
Don Lorenzo, don Agapito, don Pancho, don Aquilino, don Germán y don Justo, eran indianos, esto es, gente a quien sus padres habían enviado a América de niños a ganarse la vida y habían vuelto entre los cincuenta y sesenta años con un capital que variaba de treinta a cien mil duros. Había de éstos más de cincuenta en Sarrió. El duro trabajo y la sujeción en que habían vivido muchos años, les hacía tener de la felicidad una idea muy distinta de la nuestra. Para nosotros la dicha consiste en gozar un placer nuevo cada día, agitarse, viajar, gozar con el cuerpo y el espíritu de la hermosa variedad de cosas que la Naturaleza nos ofrece. Para ellos se cifraba única y exclusivamente en no trabajar, pasar un día y otro redimidos de la dura ley impuesta por Dios a Adán después del pecado. Y la verdad es que se cebaban ferozmente en este goce singular. La mayor parte de ellos tenían su capital en papel del Estado, cuya renta, cuando se cobra no origina molestia alguna. Levantábanse temprano por el hábito de madrugar, y andaban toda la mañana por las calles o por el muelle en pandillas de seis u ocho mirando la entrada y salida, la carga y descarga de los barcos. Después de comer se iban al entresuelo del café de la Marina o al de la Amistad, y pasaban tres o cuatro horas jugando o mirando jugar al billar.
«¡Anda, bolita de hueso, anda, entra en cabaña!—Déjela, déjela, don Pancho, que va herida.—Sal, niña, sal de la manigüita.—¡Ah, ah, qué bien mete uté, don Lorenso!—No se ponga bravo, don Pancho!»
El juego siempre iba salpicado de estas frases que olían a plátano y cocotero. Cuando los días eran largos, veíaseles allá a la tarde por las cercanías de la villa paseando también en pandilla o sentados sobre el césped a orillas de una fuente. Era la hora de los recuerdos tropicales.
«¿Se acuerda uté, don Agapito, se acuerda uté de aqueya mulatica perra que le venía a dar plasé a la tienda?—¡Y qué bien que cantaba las guarachas, la sinvergüensa!—Disen que uté alguna vese la sobaba, don Agapito, la sobaba duro.—¿Y cómo no, don Pancho, si a lo mejó se me iba al baile de la gente de coló con el negro de mi compare don Justo?—¡Vaya, hombre, no diga eso, que me enoha! El que se iba al baile era uté. ¡Poquita vese que le he visto trabao con eya bailando el chiquita abajo, chiquita abajo!»
No había que contar con ellos para subvencionar la orquesta, ni el teatro, ni otro recreo público. Los jóvenes indígenas si querían divertirse necesitaban apelar al bolsillo de sus papás. Ya sabían que era inútil solicitar el auxilio del oro americano. Esto les indignaba. Por la espalda, y aun de frente, les llamaban roñosos, aldeanos, burros cargados de dinero. Pero los indianos tenían la piel muy dura y despreciaban tales desahogos. El que les tenía un odio declarado (¿a quién no lo tenía?) era Gabino Maza.—«¿Para qué sirven esos cincuenta vagos tirados todo el día por la calle, abriendo la boca y estirándose como los perros? ¡Si destinaran siquiera su dinero a alguna industria útil a la población!»
Cuando don Melchor de las Cuevas y su sobrino entraron en el Saloncillo, el único que se mantenía en pie en medio del corro gesticulando era este mismo Gabino Maza. No podía permanecer dos minutos sentado. La continua exaltación de su organismo, la vehemencia con que trataba de persuadir a sus oyentes, le obligaba a alzarse en seguida del asiento, lanzarse al medio del salón y gritar y manotear hasta que se le concluía el aliento y los fuerzas. Se hablaba de la compañía del teatro que había anunciado su marcha por haber experimentado pérdidas en el primer abono de treinta funciones. Maza trataba de convencerles de que no había habido semejantes pérdidas, que todo era una superchería.
—¡No es verdad, no es verdad! El que diga que han perdido un céntimo ¡miente!... (Bajando la voz y dando la mano a Gonzalo.)—¿Cómo estás, Gonzalo? Ya sé que has llegado ayer. Vienes bueno: me alegro... ¡Repito que miente! ¿A que no se atreven a decírmelo a mí?
—Seis mil reales han perdido en las treinta funciones, según los datos que me presentó el barítono—apuntó don Mateo.
Maza rechina los dientes. La indignación no le permite hablar. Al fin rompe.
—¿Y usted hace caso de ese borracho, don Mateo?... Vaya, vaya (con afectado desdén), a fuerza de tratar con cómicos se le ha olvidado el oficio, como al herrero de marras.
—Oye tú, botarate; yo no he dicho que lo creyese. Lo único que digo, es que así resulta de los datos que me presentó el barítono.
Maza da una vuelta en redondo, se coloca otra vez en medio del salón, arranca violentamente el sombrero de la cabeza con ambas manos, y agitándolo vocifera frenético:
—¡Pero, señor! ¡pero, señor! ¡no parece más que aquí nos hemos caído de un nido!... ¿Quieren ustedes decirme qué han hecho de veinte mil y pico de reales que ha importado el abono, y casi otro tanto que habrá entrado en la taquilla?
—Los sueldos son muy crecidos—apuntó el ayudante del puerto.
—¡No seas borrico, por la Virgen Santísima, Alvaro! ¡No seas borrico!... Te diré en seguida los sueldos (contando por los dedos). El tenor, seis duros; la tiple, otros seis, son doce; el bajo, cuatro, son diez y seis; la contralto, tres, son diez y nueve; el barítono, cuatro...
—El barítono, cinco—apuntó Peña.
—El barítono, cuatro—insistió furibundo Maza.
—A mí me consta que son cinco.
—El barítono, cuatro—rugió de nuevo Maza.
Alvaro Peña se levanta exaltado a su vez, ardiendo en noble deseo de llevar el convencimiento a su adversario, y se entabla una contienda furiosa, descomunal, que dura cerca de una hora, en la que toman parte todos o casi todos los socios de aquella ilustre reunión de notables. Nada más semejante a las famosas reyertas que entre los griegos pasaban delante de los muros de Ilion. El mismo fragor y cólera. La misma sencillez primitiva en los argumentos. La misma violencia candorosa y bárbara en los dictados.
«¡Habrá hombre más pollino!—¡Calla, calla, cabeza de alcornoque!—¡Habló el buey, y dijo mú!—Te digo que faltas a la verdad, y si lo quieres más claro, te digo que mientes.—¡Jesús, qué gansada!—Parece usted una mala mujer.»
Eran muy frecuentes, casi cotidianos, tales altercados en el Saloncillo. Como todos los que tomaban parte tenían un modo directo, enteramente primitivo de apreciar las cuestiones, parecido, por no decir igual al de los héroes de Homero, la argumentación establecida al comienzo de la disputa, seguía invariablemente hasta el fin. Había hombre que pasaba una hora repitiendo sin cesar: «¡No hay derecho a meterse en la vida privada de nadie!» o bien: «Eso sucederá en Alemania, ¡pero como estamos en España!»... Alguno era, todavía más breve, y gritaba siempre que le dejaban un hueco:—«¡Chiflos de gaita! ¿sabéis? ¡chiflos de gaita!» hasta que caía exánime en el diván.
Pero lo que perdían en amplitud los argumentos ganábanlo en intensidad. Cada vez eran expresados con mayor y contundente energía, y con más descompasadas voces. De tal modo, que raro era el día que no saliese de allí alguno ronco; generalmente, eran Alvaro Peña y don Feliciano; los más débiles de laringe, no los más voceadores. Que el Ayuntamiento había mandado podar los árboles del paseo de Riego: disputa en el Saloncillo. Que el dependiente de la casa González Hijos se había escapado con catorce mil reales: disputa. Que el cura de la parroquia se negaba a dar certificado de buena conducta al piloto Velasco: Alvaro Peña tuvo un vómito de sangre a consecuencia de esta disputa.