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I

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No sé qué día de agosto del año 1816 llegó á las puertas de la Capitanía general de Granada cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido ó sobrenombre{30-2} Heredia, caballero en flaquísimo y destartalado burro mohino, cuyos arneses se reducían á una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo{30-3} pie á tierra, dijo con la mayor frescura «que quería ver al Capitán general

Excuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar á conocimiento del Excelentísimo Sr. D. Eugenio Portocarrero, conde del Montijo,{30-4} á la sazón Capitán general del antiguo reino de Granada... Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor á lo ajeno... con permiso del engañado dueño,{30-5} dió orden de que dejasen pasar al gitano.

Penetró éste en el despacho de Su Excelencia, dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y poniéndose de rodillas exclamó:

—¡Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el mundo!

—Levántate; déjate de zalamerías, y dime qué se te ofrece...—respondió el Conde con aparente sequedad.

Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo:

—Pues, señor, vengo á que se me den{31-1} los mil reales.

—¿Qué mil reales?

—Los ofrecidos hace días,{31-2} en un bando, al que{31-3} presente las señas de Parrón.

—Pues ¡qué! ¿tú lo conocías?

—No, señor.

—Entonces...

—Pero ya lo conozco.

—¡Cómo!

—Es muy sencillo. Lo{31-4} he buscado; lo he visto; traigo las señas, y pido mi ganancia.

—¿Estás seguro de que lo has visto?—exclamó el Capitán general con un interés que se sobrepuso á sus dudas.

El gitano se echó á reir, y respondió:

—¡Es claro! Su merced dirá: este gitano es como todos, y quiere engañarme.—¡No me perdone Dios si miento!—Ayer vi á Parrón.

—Pero ¿sabes tú la importancia de lo que dices? ¿Sabes que hace tres años que se persigue{31-5} á ese monstruo, á ese bandido sanguinario, que nadie conoce ni ha podido nunca ver? ¿Sabes que todos los días roba, en distintos puntos de estas sierras, á algunos pasajeros, y después los asesina, pues dice que los muertos no hablan, y que ése es el único medio de que nunca dé con él la Justicia?{31-6} ¿Sabes, en fin, que ver á Parrón es encontrarse con la muerte?

EL gitano se volvió á reir, y dijo:

—Y ¿no sabe su merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga sobre la tierra? ¿Conoce nadie cuándo es verdad nuestra risa ó nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que sepa tantas picardías como nosotros?—Repito, mi General, que, no sólo he visto á Parrón, sino que he hablado con él.

—¿Dónde?

—En el camino de Tózar.

—Dame pruebas de ello.

—Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho días{32-1} que caímos mi borrico y yo en poder de unos ladrones. Me maniataron muy bien, y me llevaron por unos barrancos endemoniados hasta dar con una plazoleta donde acampaban los bandidos. Una cruel sospecha me tenía desazonado.—«¿Será{32-2} esta gente de Parrón? (me decía á cada instante.) ¡Entonces no hay remedio, me matan!{32-3}..., pues ese maldito se ha empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan á ver cosa ninguna.»

Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, y dándome un golpecito en el hombro y sonriéndose con suma gracia, me dijo:

—Compadre, ¡yo soy Parrón!

Oir esto y caerme de espaldas, todo fué una misma cosa.

El bandido se echó á reir.

Yo me levanté desencajado, me puse de rodillas, y exclamé en todos los tonos de voz que pude inventar:

¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres!... ¿Quién no había de conocerte{33-1} por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? ¡Y que haya madre que para{33-2} tales hijos! ¡Jesús!{33-3} ¡Deja que te dé un abrazo, hijo mío! ¡Que en mal hora muera{33-4} si no tenía gana de encontrarte el gitanico{33-5} para decirte la buenaventura y darte un beso en esa mano de emperador!—¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe á cambiar burros muertos por burros vivos?—¿Quieres vender como potros tus caballos viejos? ¿Quieres que le{33-6} enseñe el francés á una mula?

El Conde del Montijo no pudo contener la risa...

Luego preguntó:

—Y ¿qué respondió Parrón á todo eso? ¿Qué hizo?

—Lo mismo que su merced; reirse á todo trapo.

—¿Y tú?

—Yo, señorico, me reía también; pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas.

—Continúa.

En seguida me alargó la mano y me dijo:

—Compadre, es V. el único hombre de talento que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me ponen de mal humor. Sólo V. me ha hecho reir: y si no fuera por esas lágrimas...

—¡Qué, señor, si son{33-7} de alegría!

—Lo creo. ¡Bien sabe el demonio que es la primera vez que me he reído desde hace seis ú ocho años!—Verdad es que tampoco he llorado...

—Pero despachemos.—¡Eh, muchachos!

Decir Parrón{34-1} estas palabras y rodearme una nube de trabucos, todo fué un abrir y cerrar de ojos.

—¡Jesús me ampare!—empecé á gritar.

—¡Deteneos!{34-2} (exclamó Parrón.) No se trata de eso todavía.—Os llamo para preguntaros qué le habéis tomado á este hombre.

—Un burro en pelo.

—¿Y dinero?

—Tres duros y siete reales.

—Pues dejadnos solos.

Todos se alejaron.

—Ahora dime la buenaventura—exclamó el ladrón, tendiéndome la mano.

Yo se la cogí;{34-3} medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con todas las veras de mi alma:

Parrón, tarde que temprano, ya me quites la vida, ya me la dejes..., ¡morirás ahorcado!

—Eso ya lo{34-4} sabía yo... (respondió el bandido con entera tranquilidad.)—Dime cuándo.

Me puse á cavilar.

Este hombre (pensé) me va á perdonar la vida; mañana llego á Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen... Después empezará la sumaria...

—¿Dices que{34-5} cuándo? (le respondí en alta voz.)—Pues ¡mira! va á ser el mes que entra.

Parrón se estremeció, y yo también, conociendo que el amor propio de adivino me podía salir por la tapa de los sesos.{34-6}

—Pues mira tú, gitano... (contestó Parrón muy lentamente.) Vas á quedarte en mi poder...—¡Si en todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo á ti, tan cierto como ahorcaron á mi padre!—Si muero para esa fecha, quedarás libre.

—¡Muchas gracias! (dije yo en mi interior.) ¡Me perdona... después de muerto!{35-1}

Y me arrepentí de haber echado tan corto el plazo.

Quedamos en lo dicho: fuí conducido á la cueva, donde me encerraron, y Parrón montó en su yegua y tomó el tole por aquellos breñales...

—Vamos, ya comprendo... (exclamó el Conde del Montijo.) Parrón ha muerto; tú has quedado libre, y por eso sabes sus señas...

—¡Todo lo contrario, mi General! Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia.

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