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III

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Quince días después de la escena que acabamos de referir, y á eso de las nueve de la mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San Juan de Dios y parte de la de San Felipe{41-1} de aquella misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes que debían salir á las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías, había al fin averiguado el Conde del Montijo.

El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos para marchar á tan importante empresa. ¡Tal espanto había llegado á infundir Parrón á todo el antiguo reino granadino!

—Parece que ya vamos á formar... (dijo un miguelete á otro), y no veo al cabo López...

—¡Extraño es, á fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca de Parrón, á quien odia con sus cinco sentidos!

—Pues ¿no sabéis lo que pasa?—dijo un tercer miguelete, tomando parte en la conversación.

—¡Hola! Es nuestro nuevo camarada... ¿Cómo te va en nuestro Cuerpo?

—¡Perfectamente!—respondió el interrogado.

Era éste un hombre pálido, y de porte distinguido, del cual se despegaba mucho el traje de soldado.{41-2}

—Conque ¿decías?...—replicó el primero.

—¡Ah! ¡Sí! Que el cabo López ha fallecido...—respondió el miguelete pálido.

Manuel... ¿Qué dices?—¡Eso no puede ser!...—Yo mismo he visto á López esta mañana, como te veo á ti...

El llamado Manuel{41-3} contestó fríamente:

—Pues hace media hora que lo ha matado Parrón.

—¿Parrón? ¿Dónde?

—¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la Cuesta del Perro se ha encontrado el cadáver de López.

Todos quedaron silenciosos, y Manuel empezó á silbar una canción patriótica.

—¡Van once{42-1} migueletes en seis días! (exclamó un sargento.) ¡Parrón se ha propuesto exterminarnos!—Pero ¿cómo es que está en Granada? ¿No íbamos á buscarlo á la Sierra de Loja?

Manuel dejó de silbar, y dijo con su acostumbrada indiferencia:

—Una vieja que presenció el delito dice que, luego que mató á López, ofreció que, si íbamos á buscarlo, tendríamos el gusto de verlo...

—¡Camarada! ¡Disfrutas de una calma asombrosa! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!...

—Pues ¿qué es Parrón, más que un hombre?—repuso Manuel con altanería.

—¡Á la formación!—gritaron en este acto varias voces.

Formaron las dos compañías, y comenzó la lista nominal.

En tal momento acertó á pasar por allí el gitano Heredia, el cual se paró, como todos, á ver aquella lucidísima tropa.

Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete, dió un retemblido y retrocedió un poco, como para ocultarse detrás de sus compañeros...

Al propio tiempo Heredia fijó en él sus ojos; y dando un grito y un salto como si le hubiese picado una víbora, arrancó á correr hacia la calle de San Jerónimo.

Manuel se echó la carabina á la cara y apuntó al gitano...

Pero otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el tiro se perdió en el aire.

—¡Está loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡Un miguelete ha perdido el juicio!—exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena.

Y oficiales, y sargentos, y paisanos rodeaban á aquel hombre, que pugnaba por escapar, y al que por lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo á preguntas, reconvenciones y dicterios, que no le arrancaron contestación alguna.

Entretanto Heredia había sido preso en la plaza de la Universidad por algunos transeuntes, que, viéndole correr después de haber sonado aquel tiro,{43-1} lo tomaron por un malhechor.

—¡Llevadme á la Capitanía general! (decía el gitano.) ¡Tengo que hablar con el Conde del Montijo!

—¡Qué Conde del Montijo ni qué niño muerto!{43-2} (le respondieron sus aprehensores.)—¡Ahí están los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer con tu persona!

—Pues lo mismo me da... (respondió Heredia)—Pero tengan Vds. cuidado de que no me mate Parrón...

—¿Cómo Parrón?... ¿Qué dice este hombre?

—Venid y veréis.

Así diciendo, el gitano se hizo conducir{43-3} delante del jefe de los migueletes, y señalando á Manuel, dijo:

—Mi Comandante, ¡ése es Parrón, y yo soy el gitano que dió hace quince días sus señas al Conde del Montijo!

—¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡Un miguelete era Parrón...!—gritaron muchas voces.

—No me cabe duda... (decía entretanto el Comandante, leyendo las señas que le había dado el Capitán general.)—¡Á fe que hemos estado torpes!—Pero ¿á quién se le hubiera ocurrido buscar al capitán de ladrones entre los migueletes que iban á prenderlo?

—¡Necio de mí! (exclamaba al mismo tiempo Parrón, mirando al gitano con ojos de león herido): ¡es el único hombre á quien he perdonado la vida! ¡Merezco lo que me pasa!

Á la semana siguiente ahorcaron á Parrón.

Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura del gitano...

Lo cual (dicho sea para concluir dignamente) no significa que debáis creer en la infalibilidad de tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla de conducta la de Parrón, de matar á todos los que llegaban á conocerle...—Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables para la razón humana;—doctrina que, á mi juicio, no puede ser más ortodoxa.

Heath's Modern Language Series: Spanish Short Stories

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