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II
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Un clérigo alto, de rostro pálido y redondo, joven aún, con ojos azules y mirada vaga de miope, apareció en la puerta. Todos se levantaron. La marquesa de Alcudia avanzó rápidamente y fué a besarle la mano. Detrás de ella hicieron lo mismo sus hijas, Mariana y las demás señoras de la tertulia.

–Buenas tardes, padre—. Buenos ojos le vean, padre—. Siéntese aquí, padre.—No, ahí no, padre; véngase cerca del fuego.

El sexo masculino le fué dando la mano con afectuoso respeto. La voz del sacerdote, al preguntar o responder en los saludos era suave, casi de falsete, como si en la pieza contigua hubiese un enfermo; su sonrisa era triste, protectora, insinuante. Parecía que le habían arrancado a su celda y a sus libros con gran trabajo, que entraba allí con repugnancia, sólo por hacer algún bien con el contacto de su sabia y virtuosísima persona a aquellos buenos señores de Calderón, de quienes era director espiritual. Sus hábitos y sotana eran finos y elegantes; los zapatos de charol con hebilla de plata; las medias de seda.

Le dieron la enhorabuena calurosamente por una oración que había pronunciado el día anterior en el oratorio del Caballero de Gracia. El se contentó con sonreír y murmurar dulcemente:

–Dénsela a ustedes, señoras, si han sacado algún fruto.

El padre Ortega no era un clérigo vulgar, al menos en la opinión de la sociedad elegante de la corte, donde tenía mucho partido. Sin pecar de entremetido frecuentaba las casas de las personas distinguidas. No le gustaba hacer ruido ni llamar la atención de las tertulias sobre sí. No daba ni admitía bromas, ni tenía el temperamento abierto y jaranero que suele caracterizar a los sacerdotes que gustan del trato social. Si era intrigante, debía de serlo de un modo distinto de lo que suele verse en el mundo. Discreto y afable, humilde, grave y silencioso cuando se hallaba en sociedad, procurando borrar y confundir su personalidad entre las demás, adquiría relieve cuando subía a la cátedra del Espíritu Santo, lo que hacía a menudo. Allí se expresaba con desenfado y verbosidad sorprendentes. No lograba conmover al auditorio ni lo pretendía, pero demostraba un talento claro y una ilustración poco común en su clase. Porque era de los poquísimos sacerdotes que estaban al tanto de la ciencia moderna, o al menos semejaba estarlo. En vez de las pláticas morales que se usan y de las huecas y disparatadas declamaciones de sus colegas contra la ciencia y la razón, los sermones de nuestro escolapio trascendían fuertemente a lecturas modernísimas: en todos ellos procuraba demostrar directa o indirectamente que no existe incompatibilidad entre los adelantos de la ciencia y el dogma. Hablaba de la evolución, del transformismo, de la lucha por la existencia, citaba a Hegel alguna vez, traía a cuento la teoría de Malthus sobre la población, el antagonismo del trabajo y el capital. De todo procuraba sacar partido en defensa de la doctrina católica. Para rechazar los nuevos ataques era necesario emplear nuevas armas. Hasta se confesaba, en principio, partidario de las teorías de Darwin, cosa que tenía sorprendidos e inquietos a algunos de sus timoratos amigos y penitentes, pero esto mismo contribuía a infundirles más respeto y admiración. Cuando hablaba para las señoras solamente, prescindía de toda erudición que pudiera parecerles enfadosa; adoptaba un lenguaje mundano. Les hablaba de sus tertulias, de sus saraos, de sus trajes y caprichos, como quien los conoce perfectamente; sacaba comparaciones y argumentos de la vida de sociedad, y esto encantaba a las damas y las postraba a sus pies. Era el confesor de muchas de las principales familias de la capital. En este ministerio demostraba una prudencia y un tacto exquisitos. A cada persona la trataba según sus antecedentes, posición y temperamento. Cuando tropezaba con una devota escrupulosa, viva y ardiente como la marquesa de Alcudia, el buen escolapio apretaba de firme las clavijas, se mostraba exigente, tiránico, entraba en los últimos pormenores de la vida doméstica y los reglamentaba. En casa de Alcudia no se daba un paso sin su anuencia. Y en estos sitios, como si se gozase en mostrar su poder, adoptaba un continente grave y severo que en otras partes no se le conocía. Cuando daba con alguna familia despreocupada, con poca afición a la iglesia, ensanchaba la manga, se hacía benigno y tolerante, procurando nada más que guardasen las formas y no diesen mal ejemplo a los otros. Hacía cuanto le era posible por afianzar esa alianza dichosa establecida de poco tiempo a esta parte entre la religión y el "buen tono" en nuestro país. Cada día sacaba una moda que a ello contribuyese, traducidas unas del francés, otras nacidas en su propio cerebro. En la capilla u oratorio de alguna familia ilustre reunía ciertos días del año por la tarde a las damas conocidas. Eran unas agradabilísimas matinées, donde se oraba, tocaba el órgano expresivo la más hábil pianista, decía el padre una plática familiar, departía después amigablemente con las señoras acerca de asuntos religiosos, se confesaba la que quería, y por último pasaban al comedor, donde se tomaba te, cambiando de conversación. Cuando fallecía alguna persona de estas familias, el padre Ortega se hacía poner en las papeletas de defunción como director espiritual, rogando que la encomendasen a Dios. Luego repartía entre todos los amigos unos papelitos impresos o memorias con oraciones, donde se pedía al Supremo Hacedor con palabras encarecidas y melosas que por tal o cual mérito que resplandeció en su sagrada pasión perdonase al conde de T*** o a la baronesa de M*** el pecado de soberbia o de avaricia, etc. Generalmente no era aquel en que más había sobresalido el difunto, lo cual hacía el padre con buen acuerdo para evitar el escándalo y una pena a la familia. También se encargaba de gestionar la adquisición del mayor número posible de indulgencias, la bendición papal in articulo mortis, las preces de algún convento de monjas, etc. Siendo su amigo y penitente se podía tener la seguridad de no ir al otro mundo desprovisto de buenas recomendaciones. Lo que no sabemos es el caso que Dios hacía de ellas, si escribía encima de las memorias con lápiz azul, como los ministros, "hágase", o si preguntaba al padre Ortega, como la señora del cuento: "¿Y a usted quién le presenta?"

Cuando hubo cambiado algunas palabras corteses con casi todos los tertulios, haciendo a cada cual la reverencia que dada su posición le correspondía, la marquesa de Alcudia le tomó por su cuenta, y llevándole a uno de los ángulos del salón y sentados en dos butaquitas, comenzó a hablarle en voz baja como si se estuviese confesando. El clérigo, con el codo apoyado en el brazo del sillón, cogiendo con la mano su barba rasurada, los ojos bajos en actitud humilde, la escuchaba. De vez en cuando profería también alguna palabra en voz de falsete, que la marquesa escuchaba con profundo respeto y sumisión, lo cual no impedía que al instante volviese a la carga gesticulando con viveza, aunque sin alzar la voz.

Había entrado poco después que el padre un joven gordo, muy gordo, rubio, con patillitas que le llegaban poco más abajo de la oreja, mucha carne en los ojos y fresco y sonrosado color en las mejillas. La ropa le estallaba. Su voz era levemente ronca y la emitía con fatiga. Al entrar nublóse la descolorida faz de Ramoncito Maldonado. El recién llegado era hijo de los condes de Casa-Ramírez y uno de los pretendientes a la mano de la primogénita de Calderón. Jacobo Ramírez o Cobo Ramírez, como se le llamaba en sociedad, pasaba por chistoso por el mismo motivo que Pepa Frías, aunque con menos razón. Caracterizábale una libertad grosera en el hablar, un desprecio cínico hacia las personas, aun las más respetables, y una ignorancia que rayaba en lo inverosímil. Sus chistes eran de lo más burdo y soez que es posible tolerar entre personas decentes. Alguna vez daba en el clavo, esto es, tenía alguna ocurrencia feliz; mas, por regla general, sus chuscadas eran pura y lisamente desvergüenzas.

La tertulia, no obstante, se regocijó con su entrada. Una sonrisa feliz se esparció por todos los rostros, menos el de Ramoncito.

–Oiga usted, Calderón—entró diciendo, sin saludar—. ¿Cómo se arregla usted para tener siempre criados tan guapos?… A uno de ellos, el de la entrada, con la poca luz que había y la voz de mezzo-soprano que me gasta, le he confundido con una muchacha.

–¡Hombre, no!—exclamó riendo el banquero.

–¡Hombre, sí! A mí no me importa nada que usted traiga todos los Romeos que guste…. ¿Viene por aquí su amigo Pinazo?

Los que entendieron adónde iba a parar, que eran casi todos, soltaron la carcajada.

–¡No viene! ¡no viene!—dijo Calderón casi ahogado por la risa.

–¿De qué se ríen?—preguntó Pacita por lo bajo a Esperanza.

–No sé—respondió ésta con acento de sinceridad, encogiéndose de hombros.

–De seguro Cobo ha dicho una barbaridad. Se lo preguntaré después a Julia que no dejará de haberla cogido.

Volvieron ambas la vista hacia la mayor de Alcudia y la vieron inmóvil, rígida, con los ojos bajos como siempre. En el ángulo de sus labios, sin embargo, vagaba una leve sonrisa maliciosa que mostraba que no sin razón la hermanita fiaba en sus profundos conocimientos.

–Hola, Ramoncillo—dijo acercándose a Maldonado y dándole una palmada en la mejilla con familiaridad—. Siempre tan guapote y tan seductor.

Estas palabras fueron dichas en tono entre afectuoso e irónico, que le sentó muy mal al joven.

–No tanto como tú…, pero en fin, vamos tirando—respondió Ramoncito.

–No, no, tú eres más guapo…. Y si no que lo digan estas niñas…. Un poco flacucho estás, sobre todo desde hace una temporada, pero ya doblarás en cuanto se te pase eso.

–No tiene que pasarme nada…. Ya sé que nunca podré ser de tantas libras como tú—replicó más picado.

–Pues tienes más hierbas.

–Allá nos vamos, chico; no vengas echándotelas de fanciullo, porque es muy cursi, sobre todo delante de estas niñas.

–¡Pero hombre, que siempre han de estar ustedes riñendo!—exclamó Pepa Frías—. Acaben ustedes pronto por batirse, ya que los dos no caben en el mundo.

–Donde no caben los dos—le dijo por lo bajo Pinedo—es en casa de Calderón.

–Nada de eso—manifestó Cobo en tono ligero y alegre—. Los amigos más reñidos son los mejores amigos. ¿Verdad, barbián?

Al mismo tiempo tomó la cabeza de Ramoncito con ambas manos y se la sacudió cariñosamente. Este le rechazó de mal humor.

–Quita, quita, no seas sobón.

Cobo y Maldonado eran íntimos amigos. Se conocían desde la infancia. Habían estado juntos en el colegio de San Antón. Luego en la sociedad siguieron manteniendo relaciones estrechas, principalmente en el Club de los Salvajes, adonde ambos acudían asiduamente. Como ambos ejercían la misma profesión, la de pasear a pie, en coche y a caballo; como ambos frecuentaban las mismas casas y se encontraban todos los días en todas partes, la confianza era ilimitada. Siempre había habido entre ellos, sin embargo, una graciosa hostilidad, pues Cobo despreciaba a Ramoncito, y éste, que lo adivinaba, manteníase constantemente en guardia. Esta hostilidad no excluía el afecto. Se decían mil insolencias, disputaban horas enteras; pero en seguida salían juntos en coche como si no hubiera pasado nada, y se citaban para la hora del teatro. Maldonado tomaba las cosas de Cobo en serio. Este se gozaba en llevarle la contraria en cuanto decía, hasta que conseguía irritarlo, ponerlo fuera de si. Mas el afecto desapareció en cuanto ambos pusieron los ojos en la chica de Calderón. No quedó más que la hostilidad. Sus relaciones parecía que eran las mismas; reuníanse en el club diariamente, paseaban a menudo juntos, iban a cazar al Pardo como antes. En el fondo, sin embargo, se aborrecían ya cordialmente. Por detrás decían perrerías el uno del otro; Cobo con más gracia, por supuesto, que Ramoncito, porque le tenía, fundada o infundadamente, un desprecio verdadero.

–Vamos, les pasa a ustedes lo que a mi hija y su marido….—dijo la de Frías.

–¡No tanto! ¡no tanto, Pepa!—interrumpió Ramírez afectando susto.

–¡Pero qué sinvergüenza es usted, hombre!—exclamó aquélla tratando de contener la risa, que no cuadraba a su mal humor característico—. Se parecen ustedes en que siempre están regañando y haciendo las paces.

Y se puso a describir con bastante gracia la vida matrimonial de su hija. Lo mismo ella que el marido eran un par de chiquillos mimosos, insoportables. Sobre si no la había pasado el plato a tiempo o no la había echado agua en la copa, sobre los botones de la camisa, o si no cepillaron la ropa, o tenía la ensalada demasiado aceite, armaban caramillos monstruosos. Los dos eran Igualmente susceptibles y quisquillosos. A veces se pasaban seis u ocho días sin hablarse. Para entenderse en los menesteres de la vida se escribían cartitas y en ellas se trataban de usted—. "Asunción me ha pasado un recado diciéndome que vendrá a las ocho para llevarme al teatro. ¿Tiene usted inconveniente en que vaya?"—escribía ella dejándole la carta sobre la mesa del despacho—. "Puede usted ir adonde guste"—respondía él por el mismo procedimiento—. "¿Qué platos quiere usted para mañana? ¿Le gusta a usted la lengua en escarlata?"—"Demasiado sabe usted que no como lengua. Hágame el favor de decir a la cocinera que traiga algún pescado, pero no boquerones como el otro día, y que no fría tanto las tortillas". Ninguno de los dos quería humillarse al otro. Así que, esta tirantez se prolongaba ridículamente, hasta que ella, Pepa, los agarraba por las orejas, les decía cuatro frescas y les obligaba a darse la mano. Luego, en las reconciliaciones, eran extremosos.

–¿Sabe usted, Pepa, que no quisiera estar yo allí en el momento de la reconciliación?—dijo Cobo haciendo alarde nuevamente de su malignidad brutal.

–Tampoco yo, hijo—respondió, dando un suspiro de resignación que hizo reir—. Pero ¡qué quiere usted! Soy suegra, que es lo último que se puede ser en este mundo, y tengo esa penitencia y otras muchas que usted no sabe.

–Me las figuro.

–No se las puede usted figurar.

–Pues, querida, a mí me gustaría muchísimo ver a mis hijos reconciliados. No hay cosa más fea que un matrimonio reñido—dijo la bendita de Mariana con su palabra lenta, arrastrada, de mujer linfática.

–También a mí … pero después que pasa la reconciliación—respondió Pepa, cambiando miradas risueñas con Cobo Ramírez y Pinedo.

–¡De qué buena gana me reconciliaría yo con usted, Mariana, del mismo modo que esos chicos!—dijo en voz muy baja el almibarado general Patiño, aprovechando el momento en que la esposa de Calderón se inclinó para hurgar el fuego con un hierro niquelado. Al mismo tiempo, como tratase de quitárselo para que ella no se molestase, sus dedos se rozaron, y aun puede decirse, sin faltar a la verdad, que los del general oprimieron suave y rápidamente los de la dama.

–¡Reconciliarse!—dijo ésta en voz natural—. Para eso es necesario antes estar enfadados y, a Dios gracias, nosotros no lo estamos.

El viejo tenorio no se atrevió a replicar. Rió forzadamente, dirigiendo una mirada inquieta a Calderón. Si insistía, aquella pánfila era capaz de repetir en voz alta la atrevida frase que acababa de decirle.

–Por supuesto—siguió Pepa—que yo me meto lo menos posible en sus reyertas. Ni voy apenas por su casa. ¡Uf! ¡Me crispa el hacer el papel de suegra!

–Pues yo, Pepa, quisiera que fuese usted mi suegra—dijo Cobo, mirándola a los ojos codiciosamente.

–Bueno, se lo diré a mi hija, para que se lo agradezca.

–¡No, si no es por su hija!… Es porque … me gustaría que usted se metiese en mis cosas.

–¡Bah, bah! déjese usted de músicas—replicó la de Frías medio enojada.

Un amago de sonrisa que plegaba sus labios pregonaba, no obstante, que la frase la había lisonjeado.

Ramoncito volvió a sacar la conversación del teatro Real, la liebre que sale y se corre en todas las tertulias distinguidas de la corte. La ópera, para los abonados, no es un pasatiempo, sino una institución. No es el amor de la música, sin embargo, lo que engendra esta constante preocupación, sino el no tener otra cosa mejor en qué ocuparse. Para Ramoncito Maldonado, para la esposa de Calderón y para otros muchos, los seres humanos se dividen en dos grandes especies: los abonados al teatro Real y los no abonados. Los primeros son los únicos que expresan realmente de un modo perfecto la esencia de la humanidad. Gayarre y la Tosti fueron puestos otra vez a discusión. Los que habían llegado últimamente dieron su opinión, tanto sobre el mérito como sobre la disposición física de los dos cantantes.

Ramoncito se puso a contar en voz baja a Esperanza y a Paz que la noche anterior había sido presentado a la Tosti en su camerino. "Una mujer muy amable, muy fina. Le había recibido con una gracia y una amabilidad sorprendentes. Ya había oído hablar mucho de el, de Ramoncito, y tenía deseos vivos de conocerle personalmente. Cuando supo que era concejal, quedó asombrada por lo joven que había llegado a ese puesto. ¡Ya ven ustedes que tontería! Por lo visto, en otros países se acostumbra a elegir sólo a los viejos. De cerca era aún mejor que de lejos. Un cutis que parece raso; una dentadura preciosa; luego una arrogante figura; el pecho levantado y ¡unos brazos!…"

La vanidad hacía a Ramoncito no sólo torpe, porque es regla bien sabida que cuando se galantea a una mujer no debe alabarse con demasiado calor a otra, sino un tantico atrevido dirigiéndose a niñas. Estas se miraban sonrientes, brillándoles los ojos con fuego malicioso y burlón que el joven concejal no observaba.

–Y diga usted Ramón, ¿no se ha declarado usted a ella?—le preguntó Pacita.

–Todavía no—respondió haciéndose cargo ya de la intención burlona de la pregunta.

–Pero se declarará.

–Tampoco. Estoy ya enamorado de otra mujer. Al mismo tiempo dirigió una miradita lánguida a Esperanza. Esta se puso repentinamente seria.

–¿De veras? Cuente usted … cuente usted.

–Es un secreto.

–Bien, pero nosotras lo guardaremos…. ¿Verdad Esperanza que tú no dirás nada?

Y la escuálida chiquilla miraba maliciosamente a su amiga gozándose en su mal humor y en la inquietud de Ramoncito.

–Yo no tengo gana de saber nada.

–Ya lo oye usted, Ramón. Esperanza no tiene gana de oir hablar de sus novias. Yo bien sé por qué es, pero no lo digo….

–¡Qué tonta eres, chica!—exclamó aquélla con verdadero enojo.

El joven concejal quedó lisonjeado por tal advertencia que venía de una amiga íntima. Creyó, sin embargo, que debía cambiar la conversación a fin de no echar a perder su pretensión, pues veía a Esperanza seria y ceñuda.

–Pues no crean ustedes que es tan difícil declararse a la Tosti y que ella responda que sí…. Y si no … ahí tienen ustedes a Pepe Castro, que puede dar fe de lo que digo.

–Es que Pepe Castro no es usted—manifestó la niña de Calderón con marcada displicencia.

Maldonado cayó de la región celeste donde se mecía. Aquella frase punzante dicha en tono despreciativo le llegó al alma. Porque cabalmente la superioridad de Pepe Castro era una de las pocas verdades que se imponían a su espíritu de modo incontrastable. Pudiera ofrecer reparos a la de Hornero, pero a la de Pepito, no. La seguridad de no poder llegar jamás, por mucho que le imitase, al grado excelso de elegancia, despreocupación, valor desdeñoso y hastío de todo lo creado, que caracterizaba a su admirado amigo, le humillaba, le hacía desgraciado. Esperanza había puesto el dedo en la llaga que minaba su preciosa existencia. No pudo contestar; tal fué su emoción.

Clementina estaba triste, inquieta. Desde que había entrado en casa de su cuñada, buscaba pretexto para irse. Pero no lo hallaba. Era forzoso resignarse a dejar transcurrir un rato. Los minutos le parecían siglos. Había charlado unos momentos con la marquesa de Alcudia, mas ésta la había dejado en cuanto entró el padre Ortega. Su cuñada estaba secuestrada por el general Patiño, que le explicaba minuciosamente el modo de criar a los ruiseñores en jaula. Las dos chicas de Alcudia que tenía al lado parecían de cera, rígidas, tiesas, contestando por monosílabos a las pocas preguntas que las dirigió. Una sorda irritación se iba apoderando poco a poco de ella. Dado su temperamento, no se hubieran pasado muchos minutos en echar a rodar todos los miramientos y largarse bruscamente. Alas al oir el nombre de Pepe Castro levantó la cabeza vivamente y se puso a escuchar con ávida atención. La reticencia de Ramoncito la puso súbito pálida. Se repuso no obstante en seguida, y, entrando en la conversación con amable sonrisa, dijo:

–Vaya, vaya, Ramón; no sea usted mala lengua…. ¡Pobres mujeres en boca de ustedes!

–No se habla mal sino de la que lo merece, Clementina—respondió éste animado por el cable que impensadamente recibía.

–De todas hablan ustedes. Me parece que su amiguito Pepe Castro no es de los que se muerden la lengua para echar por el suelo una honra.

–Clementina, hasta ahora no le he cogido tras de ninguna mentira. Todo Madrid sabe que es hombre de mucha suerte con las mujeres.

–¡No sé por qué!—replicó con un mohín de desdén la dama.

–Yo no soy inteligente en la hermosura de los hombres—manifestó el joven riendo su frase—, pero todos dicen que Pepito es guapo.

–¡Ps!… Será según el gusto de cada cual … y que me dispense Pacita, que es su pariente. Yo formo parte de esos todos y no lo digo.

–La verdad es—apuntó Esperancita tímidamente—que Pepito no pasa por feo…. Luego, es muy elegante y distinguido, ¿verdad tú?

Y se dirigió a Pacita, poniéndose al mismo tiempo levemente colorada.

Clementina le dirigió una mirada penetrante que concluyó de ruborizarla.

–¿De qué se habla?—preguntó Cobo Ramírez acercándose al corro.

Casi nunca se sentaba en las tertulias. Le placa andar de grupo en grupo, resollando como un buey, soltando alguna frase atrevida en cada uno. La faz de Ramoncito se nubló al aproximarse su rival. Este no dejó de notarlo y le dirigió una mirada burlona.

–Vamos, Ramoncillo, dí; ¿cómo te arreglas para tener tan animadas a las damas? Me acaba de decir Pepa que vas echando ingenio.

–No, hombre; ¿cómo voy a echarlo si lo tienes tú todo?—profirió con irritación el concejal.

–Vaya, chico, si es que te azaras porque yo me acerco, me voy.

Una sonrisa irónica, amarga y triunfal al mismo tiempo, dilató el rostro anguloso de Ramoncito. Había cogido a su enemigo en la trampa. Ha de saberse que pocos días antes averiguó casualmente, por medio de un académico de la lengua, que no se decía azararse, sino azorarse.

–Querido Cobo—dijo echándose hacia atrás con la silla y mirándole con fijeza burlona—. Antes de hablar entre personas ilustradas, creo que debieras aprender el castellano…. Digo … me parece….

–¿Pues?—preguntó el otro sorprendido.

–No se dice azarar, sino azorar, queridísimo Cobo. Te lo participo para tu satisfacción y efectos consiguientes.

La actitud de Ramoncito al pronunciar estas palabras era tan arrogante, su sonrisa tan impertinente, que Cobo, desconcertado por un momento, preguntó con furia:

–¿Y por qué se dice azorar y no azarar?

–¡Porque sí!… ¡Porque lo digo yo!… ¡Eso!…—respondió el otro sin dejar de sonreír cada vez con mayor ironía y echando una mirada de triunfo a Esperanza.

Se entabló una disputa animada, violenta, entre ambos. Cobo se mantuvo en sus trece sosteniendo con brío que no había tal azorar, que a nadie se lo había oído en su vida y eso que estaba harto de hablar con personas ilustradas. El joven y perfumado concejal le respondía brevemente sin abandonar la sonrisilla impertinente, seguro de su triunfo. Cuanto más furioso se ponía Cobo, más se gozaba en humillarle delante de la niña por quien ambos suspiraban.

Pero la decoración cambió cuando Cobo irritadísimo, viéndose perdido, llamó en su auxilio al general Patiño.

–Vamos a ver, general, usted que es una de las eminencias del ejército, ¿cree que está bien dicho azorarse?

El general, lisonjeado por aquella oportuna dedada de miel, manifestó dirigiéndose a Maldonado en tono paternal:

–No, Ramoncito, no: está usted en un error. Jamás se ha dicho en España azorar.

El concejal dió un brinco en la silla. Abandonando súbito toda ironía, echando llamas por los ojos, se puso a gritar que no sabían lo que se decían, que parecía mentira que personas ilustradas, etc., etc…. Que estaba seguro de hallarse en lo cierto y que inmediatamente se buscase un diccionario.

–El caso es, Ramoncito—dijo D. Julián rascándose la cabeza—, que el que había en casa hace ya tiempo que ha desaparecido. No sé quién se lo ha llevado…. Pero a mí me parece también, como al general, que se dice azarar….

Aquel nuevo golpe afectó profundamente a Maldonado, que, pálido ya, tembloroso, lanzó con voz turbada un último grito de angustia.

–¡Azorar viene de azor, señores!

–¡Qué azor ni qué coliflor, hombre de Dios!—exclamó Cobo soltando una insolente carcajada—. Confiesa que has metido la patita y dí que no lo volverás a hacer.

El despecho, la ira del joven concejal no tuvieron límites. Todavía luchó algunos momentos con palabras y ademanes descompuestos. Pero como se contestase a sus enérgicas protestas con risitas v sarcasmos, concluyó por adoptar una actitud digna v despreciativa, mascullando palabras cargadas de hiel, los labios trémulos, la mirada torva. De vez en cuando dejaba escapar por la nariz un leve bufido de indignación. Cobo estuvo implacable: aprovechó todas las ocasiones que se ofrecieron para dirigirle indirectamente una pullita envenenada que causaba el regocijo de las niñas y hacía sonreír discretamente a las personas graves. Nadie en el mundo padeció más hambre y sed de justicia que Ramoncito en aquella ocasión.

La llegada de un nuevo personaje puso fin o suspendió por lo menos su tormento. Anunció el criado al señor duque de Requena. La entrada de éste produjo en la tertulia un movimiento que indicaba bien claramente su importancia. Calderón salió a recibirle dándole las dos manos con efusión. Los hombres se levantaron apresuradamente y se apartaron de los asientos para salir a su encuentro sonrientes, expresando en su actitud la veneración que les inspiraba. Las damas volvieron también sus rostros hacia él con curiosidad y respeto, y Pepa Frías se levantó para saludarle. Hasta el padre Ortega abandonó a su marquesa y se adelantó inclinado, sumiso, dirigiéndole un saludo almibarado, sonriéndole con sus ojos claros al través de los fuertes cristales de miope que gastaba. Por algunos instantes apenas se oyó en la estancia mas que "querido duque", "señor duque". "¡Oh, duque!"

El objeto de tanta atención y acatamiento era un hombre bajo, gordo, la faz amoratada, los ojos saltones y oblicuos, el cabello blanco, y el bigote entrecano, duro y erizado como las púas de un puerco-espín. Los labios gruesos y sinuosos y manchados por el zumo del cigarro puro que traía apagado y mordía paseándolo de un ángulo a otro de la boca sin cesar. Podría tener unos sesenta años, más bien más que menos. Venía envuelto en un magnífico gabán de pieles que no había querido quitarse a la entrada por hallarse acatarrado. Mas al poner los pies en el saloncito de Calderón, sintióse malamente impresionado por el calor que allí hacía. Sin contestar apenas a los saludos y sonrisas que a porfía le dirigían, murmuró en tono brutal, con la voz gruesa y ronca a la vez que caracteriza a los hombres de cuello corto:

–¡Puf! ¡Esto echa bombas!…

Y lo acompañó de una interjección valenciana que principia por f. Al mismo tiempo hizo ademán de despojarse del abrigo. Veinte manos cayeron sobre él para ayudarle y esto retrasó un poco la operación.

Representóse en la tertulia de Calderón la escena de los israelitas en el desierto que más se ha repetido en el mundo, la adoración del becerro de oro. El recién llegado era nada menos que D. Antonio Salabert, duque de Requena, el célebre Salabert rico entre los ricos de España, uno de los colosos de la banca y el más afamado, sin disputa, por el número y la importancia de sus negocios. Había nacido en Valencia. Nadie conocía a su familia. Decían unos que había sido granuja del mercadal, otros que empezó de lacayo de un banquero y luego fué cobrador de letras y zurupeto, otros que había sido soldado de Cabrera en la primera guerra civil, y que el origen de su fortuna estuvo en una maleta llena de onzas de oro que robó a un viajero. Algunos llegaban hasta a filiarle en una de las célebres partidas de bandoleros que infestaron a España poco después de la guerra. Pero él explicaba del modo más sencillo y gráfico la procedencia de su fortuna, que no bajaba de cien mil millones de pesetas. Cuando se enfadaba con los empleados de su casa, lo cual sucedía a menudo, y notaba que se ofendían con sus palabrotas injuriosas, solía decirles gritando como un energúmeno:

–¿Sabéis, f…., cómo he llegado yo a tener dinero?… Pues recibiendo muchas patadas en el trasero. Sólo a fuerza de puntapiés se logra subir arriba. ¿Estamos?

Hay que confesar que este dato adolece de ser un poco vago; pero la perfecta autenticidad de que se halla revestido, le da un valor inapreciable. Tomándolo como base de la investigación, acaso se pueda llegar a definir el carácter y a historiar la vida y las empresas del opulento banquero.

–Hola, chiquita—dijo avanzando hasta Clementina y tomándole la barba como se hace con los niños—. ¿Estás aquí? No he visto tu coche abajo.

–He salido a pie, papá.

–Es un milagro. Si quieres, puedes llevarte el mío.

–No; tengo deseos de caminar. Estoy estos días muy pesada.

El duque de Requena había prescindido de todos los presentes y hablaba a su hija con toda la afabilidad de que era susceptible. La veía pocas veces. Clementina era su hija natural, habida allá en Valencia, cuando joven, de una mujer de la ínfima clase social, como él lo era al parecer. Luego se había casado en Madrid, ya en camino de ser rico, con una joven de la clase media, de la cual no tuvo familia. Esta señora, extremadamente delicada de salud desde su matrimonio, había cedido o, por mejor decir, había ella misma propuesto que la hija de su marido viniese a habitar la misma casa. Clementina se educó, pues, aquí y fué amada de la esposa de su padre como una verdadera hija. Ella la quiso y la respetó también como a una madre. Después que se casó solía visitarla a menudo; pero como su padre estaba siempre muy ocupado, no entraba en sus habitaciones, y desde las de su madre (así la llamaba) se iba a la calle. Sólo en los días de banquete o recepción, o cuando casualmente le tropezaba en las casas o en la calle departía un rato con él.

Después de preguntarle por su marido y por sus hijos, el duque se puso a hablar, sin sentarse, con Calderón y Pepa Frías. Un hombre rudo y campechanote en la apariencia: sonreía pocas veces: cuando lo hacía era de modo tan leve que aún podía dudarse de ello. Acostumbraba a llamar las cosas por su nombre y a dirigirse a las personas sin fórmulas de cortesía, diciéndoles en la cara cosas que pudieran pasar por groserías: no lo eran porque sabía darles un tinte entre rudo y afectuoso que les quitaba el aguijón. No era muy locuaz. Generalmente se mantenía silencioso mordiendo su cigarro y examinando al interlocutor con sus ojos oblicuos, impenetrables. Mostraba al hablar una inocencia falsa y socarrona que no le hacía antipático. Detrás se veía siempre al antiguo granuja del mercadal de Valencia, diestro, burlón, receloso y marrullero.

Pepa Frías le habló de negocios. La viuda era incansable en esta conversación. Quería enterarse de todo, temiendo ser engañada ávida siempre de ganancias y temblando con terror cómico ante la perspectiva de la baja de sus fondos. Se hacía repetir hasta la saciedad los pormenores. "¿Soltaría las acciones del Banco y compraría Cubas? ¿Qué pensaba hacer el Gobierno con el amortizable? Había oído rumores. ¿Se haría en alza la próxima liquidación? ¿No sería mejor liquidar en el momento con treinta céntimos de ganancia que aguardar a fin de mes?"

Para ella las palabras de Salabert eran las del oráculo de Delfos. La fama inmensa del banquero la tenía fascinada. Por desgracia, el duque, como todos los oráculos antiguos y modernos, se expresaba siempre que se le consultaba, de un modo ambiguo. Respondía a menudo con gruñidos que nadie sabía si eran de afirmación, de negación o de duda. Las frases que de vez en cuando se escapaban de su boca entre el cigarro y los labios húmedos y sucios eran oscuras, cortadas, ininteligibles en muchos casos. Además, todo el mundo sabía que no era posible fiarse de él, que se gozaba en despistar a sus amigos y hacerles caer de bruces en un mal negocio. Sin embargo, Pepa insistía aspirando a arrancar de aquel cerebro luminoso el secreto de la mina: bromeaba tomándole de las solapas de la levita, llamándole viejo, cazurro, zorro, haciendo gala de una desvergüenza que en ella había llegado a ser coquetería. El banquero no daba fuego. Le seguía el humor respondiendo con gruñidos y con tal cual frase escabrosa que hacía reir a Calderón, aunque no tenía muchas ganas de hacerlo viéndole echar sin miramiento alguno tremendos escupitajos en la alfombra. Porque el duque con el picor del tabaco salivaba bastante y no acostumbraba a reparar dónde lo hacía, a no ser en su casa donde cuidaba de ponerse al lado de la escupidera. Calderón estaba inquieto, violento, lo mismo que si se los echase en la cara. A la tercera vez, no pudiendo contenerse, fué él mismo a buscar la escupidera para ponérsela al lado. Salabert le dirigió una mirada burlona y le hizo un guiño a Pepa. Ya tranquilo Calderón se mostró locuaz y pretendió sustituirse al duque dando consejos a Pepa sobre los fondos. Pero aunque hombre prudente y experto en los negocios, la viuda no se los apreciaba ni aun quería oirlos. Al fin y al cabo, entre él y Salabert existía enorme distancia: el uno era un negociante vulgar, el otro un genio de la banca. Sin embargo, éste asentía con sonidos inarticulados a las indicaciones bursátiles del dueño de la casa. Pepa no se fiaba.

Salabert se apartó un poco del grupo y se dejó caer sobre el brazo de un sillón adoptando una postura grosera, para lo cual sólo él tenía derecho. En vez de ser mal vistos aquellos modales libres y rudos, contribuían no poco a su prestigio y al respeto idolátrico que en sociedad se le tributaba. Lejos nuevamente de la escupidera volvió a salivar sobre la alfombra con cierto goce malicioso, que a pesar de su máscara indiferente y bonachona se le traslucía en la cara. Calderón tornó igualmente a nublarse y fruncirse hasta que, resolviéndose a saltar por encima de ciertos miramientos sociales, le acercó otra vez la escupidera sin tanto valor como antes, pues lo hizo con el pie. Pepa sentóse en el otro brazo y siguió haciendo carocas al duque. Este comenzaba a fijar más la atención en ella. Sus miradas frecuentes la envolvían de la cabeza a los pies, notándose que se detenían en el pecho, alto y provocador. Pepa era una mujer fresca, apetitosa. Al cabo de algunos minutos el banquero se inclinó hacia ella con poca delicadeza, y acercando el rostro a su cara, tanto que parecía que se la rozaba con los labios, le dijo en voz baja:

–¿Tiene usted muchas Osunas?

–Algunas, sí, señor.

–Véndalas usted a escape.

Pepa le miró a los ojos fijamente, y dándose por advertida calló. Al cabo de unos momentos fué ella quien acercando su rostro al del banquero le preguntó discretamente:

–¿Qué compro?

–Amortizable—respondió el famoso millonario con igual reserva.

Entraban a la sazón un caballero y una dama, ambos jovencitos, menudos, sonrientes, y vivos en sus ademanes.

–Aquí están mis hijos—dijo Pepa.

Era un matrimonio grato de ver. Ambos bien parecidos, de fisonomía abierta y simpática, y tan jóvenes, que realmente parecían dos niños. Fueron saludando uno por uno a los tertulios. En todos los rostros se advertía el afecto protector que inspiraban.

–Aquí tienes a tu suegra, Emilio. ¡Qué encuentro tan desagradable! ¿verdad?…—dijo Pepa al joven.

–Suegra, no; mamá … mamá—respondió éste apretándole la mano cariñosamente.

–¡Dios te lo pague, hijo!—replicó la viuda dando un suspiro de cómico agradecimiento.

Volvió la tertulia a acomodarse. Los jóvenes casados sentáronse juntos al lado de Mariana. Clementina había dejado aquel sitio y charlaba con Maldonado: el nombre de Pepe Castro sonaba muchas veces en sus labios. Mientras tanto Cobo aprovechaba el tiempo, haciendo reir con sus desvergüenzas a Pacita; pero aunque intentaba que Esperanza acogiese los chistes con igual placer, no lo conseguía. La niña de Calderón, seria, distraída, parecía atender con disimulo a lo que Ramoncito y Clementina hablaban. Pinedo se había levantado y hacía la corte al duque. Y el general, viendo a su ídolo en conversación animada con los jóvenes casados, fatigado de que sus laberínticos requiebros no fuesen comprendidos, ni tampoco sus restregones poéticos, vino a hacer lo mismo. La marquesa y el sacerdote seguían cuchicheando vivamente allá en un rincón, ella cada vez más humilde e insinuante, sentada sobre el borde de la butaca, inclinando su cuerpo para meterle la voz por el oído; él más grave y más rígido por momentos, cerrando a grandes intervalos los ojos como si se hallase en el confesionario.

–¡Qué par de bebés, eh!—exclamó Pepa en voz alta dirigiéndose a Mariana—. ¿No es vergüenza que esos mocosos estén casados? ¡Cuánto mejor sería que estuviesen jugando al trompo!

Los chicos sonrieron mirándose con amor.

–Ya jugarán … en los momentos de ocio—manifestó Cobo Ramírez con retintín.

–¡Hombre, ca!—exclamó Pepa, volviéndose furiosa hacia él—. ¿Le han dado a usted cuenta ellos de sus juegos?

Aquél y Emilio cambiaron una mirada maliciosa. Irenita, la joven casada, se ruborizó.

–Te están haciendo vieja, Pepa. Acuérdate que eres abuela—respondió la señora de Calderón.

–¡Qué abuela tan rica!—exclamó por lo bajo Cobo, aunque con la intención de que lo oyese la interesada.

Esta le echó una mirada entre risueña y enojada, demostrando que había oído y lo agradecía en el fondo. Cobo se hizo afectadamente el distraído.

–¿Os ha pasado ya la berrenchina?—siguió la viuda dirigiéndose a sus hijos—. ¿Cuánto durarán las paces?… ¡Jesús, qué criaturas tan picoteras!… Mirad, yo no voy a vuestra casa porque cuando os encuentro con morro me apetece tomar la escoba y romperla en las costillas de los dos….

Los tertulios se volvieron hacia los jóvenes esposos sonriendo. Esta vez se pusieron ambos fuertemente colorados. Después, por la seriedad que quedó bien señalada en el rostro de Emilio, se pudo comprender que no le hacían maldita la gracia aquellas salidas harto desenfadadas de su suegra.

El general Patiño, por orden de la bella señora de la casa, puso el dedo en el botón de un timbre eléctrico. Apareció un criado: le hizo el ama una seña: no se pasaron cinco minutos sin que se presentase nuevamente y en pos de él otros dos con sendas bandejas en las manos colmadas de tazas de te, pastas y bizcochos. Momento de agradable expansión en la tertulia. Todos se ponen en movimiento y brilla en los ojos el placer del animal que va a satisfacer una necesidad orgánica. Esperancita deja apresuradamente a su amiga y a Ramírez y se pone a ayudar con solicitud a su madre en la tarea de servir el te a los tertulios. Ramoncito aprovecha el instante en que la niña le presenta una taza, para decirla en voz baja y alterada "que le sorprende mucho que se complazca en escuchar las patochadas y frases atrevidas de Cobo Ramírez". Esperanza le mira confusa, y al fin dice "que ella no ha oído semejantes patochadas, que Cobo es un chico muy amable y gracioso". Ramoncito protesta con voz débil y lúgubre entonación contra tal especie y persiste en desacreditar a su amigo, hasta que éste, oliendo el torrezno, se acerca a ellos bromeando según costumbre. Con lo cual, a nuestro distinguido concejal se le encapota aún más el rostro y se va retirando poco a poco: no sea que al insolente de Cobo se le ocurra cualquier sandez para hacer reir a su costa.

Llegó el momento de hablar de literatura, como acontece siempre en todas las tertulias nocturnas o vespertinas de la capital. El general Patiño habló de una obra teatral recién estrenada con felicísimo éxito y le puso sus peros, basados principalmente en algunas escenas subidas de color. Mariana manifestó que de ningún modo iría a verla entonces. Todos convinieron en anatematizar la inmoralidad de que hoy hacen gala los autores. Se dijeron pestes del naturalismo. Cobo Ramírez, que había tomado te y luego unos emparedados y se había comido una cantidad fabulosa de ensaimadas y bizcochos, expuso a la tertulia que recientemente había leído una novela titulada Le journal d'une dame (en francés y todo), preciosa, bonitísima, la más espiritual que él hubiera leído nunca. Porque Cobo, en literatura—¡caso raro!—, estaba por lo espiritual, lo delicado. No le vinieran a él con esas nove-lotas pesadas donde le cuentan a uno las veces que un albañil se despereza al levantarse de la cama (o los bizcochos y ensaimadas que se come un chico de buena sociedad), ni le hablaran de partos y otras porquerías semejantes. En las novelas deben ponerse cosas agradables, puesto que se escriben para agradar. Esto decía con notable firmeza, resollando al hablar como un caballo de carrera. Los demás asentían.

La entrada de un caballero ni alto ni bajo, ni delgado ni gordo, alzado de hombros y cogido de cintura, la color baja, la barba negra y tan espesa y recortada que parecía postiza, cortó rápidamente la plática literaria. Nada menos que era el señor ministro de Fomento. Por eso llevaba la cabeza tan erguida que casi daba con el cerebelo en las espaldas, y sus ojos medio cerrados despedían por entre las negras y largas pestañas relámpagos de suficiencia y protección a los presentes. Hasta los veintidós años había tenido la cabeza en su postura natural; pero desde esta época, en que le nombraron vicepresidente de la sección de derecho civil y canónico en la Academia de Jurisprudencia, había comenzado a levantarla lenta y majestuosamente como la luna sobre el mar en el escenario del teatro Real, esto es, a cortos e imperceptibles tironcitos de cordel. Le hicieron diputado provincial; un tironcito. Luego diputado a Cortes; otro tironcito. Después gobernador de provincia; otro tironcito. Más tarde director general de un departamento; otro. Presidente de la Comisión de presupuestos; otro. Ministro; otro. La cuerda estaba agotada. Aunque le hicieran príncipe heredero, Jiménez Arbós ya no podía levantar un milímetro más su gran cabeza.

Su entrada produjo movimiento, pero no tanto como la del duque de Requena. Este, cuyo rostro carnoso, sensual, no podía ocultar el desprecio que aquella asamblea le inspiraba, corrió a él sin embargo, y le saludó con rendimiento y servilismo sorprendentes, teniendo en cuenta la rusticidad y grosería con que generalmente se comportaba en el trato social. El ministro comenzó a repartir apretones de manos de un modo tan distraído que ofendía. Únicamente cuando saludó a Pepa Frías dió señales de animación. Esta le preguntó en voz baja tuteándole:

–¿Cómo vienes de frac?

–Voy a comer a la embajada francesa.

–¿Vas luego a casa?

–Sí.

Este diálogo rapidísimo en voz imperceptible fué observado por el duque, quien acercándose a Pinedo le preguntó con reserva y haciendo una seña expresiva:

–Diga usted, ¿Arbós y Pepa Frías?…

–Hace ya lo menos dos meses.

La mirada que el banquero le echó entonces a la viuda no fué de la calidad de las anteriores. Era ahora más atenta, más respetuosa y profunda, quedándose después un poco pensativo. Calderón se había acercado al ministro y le hablaba con acatamiento. Salabert hizo lo mismo. Pero el personaje no tenía ganas de hablar de negocios o por ventura le inspiraba miedo el célebre negociante. La prensa hacía reticencias malévolas sobre los negocios de éste con el Gobierno. Por eso, a los pocos momentos, se fué en pos de Pepa Frías y se pusieron a cuchichear en un ángulo de la estancia.

Clementina estaba cada vez más impaciente, con unos deseos atroces de marcharse. Dejaba de hacerlo por el temor de que su padre la acompañase. El ministro se fué a los pocos minutos, repartiendo previamente otros cuantos apretones de manos con la misma distracción imponente, mirando, no a la persona a quien saludaba, sino al techo de la estancia. Entonces el duque se apoderó de Pepa Frías, mostrándose con ella tan galante y expresivo, como si fuese a hacerle una declaración de amor. El general, observándolo, dijo a Pinedo:

–Mire usted al duque, qué animado se ha puesto. De fijo le está haciendo el amor a Pepa.

–No—respondió gravemente el empleado—. A lo que está haciendo el amor ahora es al negocio de las minas de Riosa.

La viuda anunció al cabo en voz alta que se iba.

–¿Adonde va usted, Pepa, en este momento?—le preguntó el banquero.

–A casa de Lhardy a encargar unas mortadelas.

–La acompaño a usted.

–Vamos; le convidaré a tomar unos pastelitos.

Al duque le hizo mucha gracia el convite.

–¿Vienes, chiquita?—le dijo a su hija.

Clementina aún pensaba quedarse un rato. Pepa, al tiempo de salir del brazo del banquero, dijo en alta voz volviéndose a los Presentes:

–Conste que no vamos en coche.

Lo cual les hizo reir.

–Conste—dijo el duque riendo—que esto lo dice por adularme.

–Que se explique eso: no hemos comprendido …—gritó Cobo Ramírez.

Pero ya el duque y Pepa habían desaparecido detrás de la cortina. Clementina aguardó sólo cinco minutos. Cuando presumió que ya no podía tropezar en la escalera a su padre, se levantó, y pretextando un quehacer olvidado, se despidió también.

La Espuma

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