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IV
Cómo alentaba a la virtud el señor duque de Requena

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A ver, a ver, explica eso.

–Señor duque, el negocio es clarísimo. Hoy he hablado con Regnault. La mina puede producir, cambiando los hornos, construyendo algunas vías y estableciendo maquinaria a propósito, una mitad más de lo que actualmente rinde. Puede llegar a producir sesenta mil frascos de azogue. El dinero necesario para lograr esto no pasa de ciento a ciento cincuenta mil duros.

–Me parece mucho.

–¿Mucho, para un resultado como ese?

–No; me parecen muchos frascos.

–Pues a mí no me cabe duda de que es verdad lo que dice Regnault. Es un ingeniero inteligente y práctico. Seis años ha estado explotando las de California. Además, el ingeniero inglés que ha ido con él asegura lo mismo.

Los que así hablaban eran el duque de Requena y su secretario, primer dependiente o como quiera llamarse, pues en la casa no había apelativo designado para él. Llamábasele simplemente Llera. Era un mozo asturiano, alto, huesudo, de rostro pálido y anguloso, brazos y piernas larguísimos, grandes manos y pies, brusco y desgarbado de ademanes y con unos ojos grandes de mirar franco y sincero donde brillaba la voluntad y la inteligencia. Era un trabajador infatigable, asombroso. No se sabía a qué horas comía ni dormía. Cuando llegaba a las ocho de la mañana al escritorio, ya traía hecha la tarea de cualquier hombre en todo el día. A las doce de la noche aún se le podía ver muchas veces con la pluma en la mano en su despacho. Con ese don especial para conocer a los hombres, que poseen todos los que han de lograr éxito feliz en el mundo, Salabert penetró, al poco tiempo de tenerle por ínfimo escribiente, el carácter y la inteligencia de Llera. Y sin darle gran consideración en apariencia, porque esto no entraba jamás en su proceder, se la dió de hecho acumulando sobre él los trabajos de más importancia. En poco tiempo llegó a ser el hombre de confianza del célebre especulador, el alma de la casa. Su laboriosidad humillaba a todos los demás empleados y de ella se servía Salabert para cargarlos de trabajo en horas excepcionales. Llera, a un mismo tiempo, era su secretario, su mayordomo general, el primer oficial de su oficina, el inspector de las obras que tenía en construcción y el agente de casi todos sus negocios. Por llevar a cabo este trabajo inconcebible, superior a las fuerzas de cuatro hombres medianamente laboriosos, le daba seis mil pesetas al año. El dependiente se creía bien retribuido, considerábase feliz pensando que hacía seis años nada más, ganaba mil quinientas. Todos los días, antes de dar su paseo matinal y emprender sus visitas de negocios, daba el duque una vuelta por el despacho de Llera, se enteraba de los asuntos y conversaba con él un rato largo o corto según las circunstancias.

El duque tenía las oficinas en los altos de su palacio del paseo de Luchana, soberbio edificio levantado en medio de un jardín que, por lo amplio, merecía el nombre de parque. En el verano, los árboles, tupidos de follaje, apenas dejaban ver la blanca crestería de la azotea. En el invierno, las muchas coníferas y arbustos de hoja permanente que allí crecían, le daban todavía aspecto muy grato. Era el centro de reunión de todos los pájaros del distrito del Hospicio. Tenía acceso por una gran escalinata de mármol. Además del piso bajo donde se hallaban los salones de recibir y el comedor poseía otros dos. Parte del último era lo que ocupaban las oficinas, que no eran muy considerables. A Salabert le bastaba para la dirección de sus negocios con una docena de empleados expertos. El lujo desplegado en la casa era sorprendente: el mobiliario valía no pocos millones. Chocaba con la avaricia, que todo el mundo atribuía a su dueño. Esta y otras contradicciones parecidas se irán resolviendo según vayamos penetrando en su carácter, uno de los más curiosos y más dignos de fijar la atención del lector. Las cocinas estaban en los sótanos, que eran espaciosos y bien dispuestos. El comedor, que ocupaba la parte trasera del piso bajo, tenía por complemento un invernadero de excepcionales dimensiones, donde crecían gran número de arbustos y flores exóticas y donde el agua que manaba profusamente formaba estanquecillos y cascadas muy gratos de ver; todo imitando, en lo posible, a la naturaleza. Las cuadras estaban en edificio aparte al extremo del jardín, lo mismo que la habitación de algunos criados, no todos.

El duque, repantigado en el único sillón que había en el despacho de Llera, mientras éste se mantenía frente a él de pie dando vueltas en la mano a unas grandes tijeras de cortar papel, paseó tres o cuatro veces de un ángulo a otro de la boca el negro y mojado cigarro, sin contestar a las últimas palabras de su secretario. Al fin gruñó más que dijo:

–¡Hum! El ministro está cada día más terco.

–¡Qué importa! ¿No sabe usted el secreto de hacerle ceder?… Telegrafíe usted a Liverpool y antes de quince días el frasco de azogue baja desde sesenta a cuarenta duros.

El duque de Requena había formado por iniciativa y consejo de Llera, hacía cuatro años, una sociedad o sindicato de azogues con el objeto de acaparar todo el mercurio que saliese al mercado. Gracias a ello, este producto había subido extraordinariamente. La sociedad se encontraba con un depósito inmenso en Liverpool. El plan de Llera era lanzarlo al mercado en un momento dado, produciendo una baja enorme que asustase al Gobierno. Esto, realizado en la época misma del pago del empréstito de cien millones de pesetas que el Gobierno había hecho hacía diez años a una casa extranjera, le empujaría a pensar en la venta de la mina de Riosa. Si por otra parte se ayudaba a la empresa sacrificando algunos millones, subvencionando periódicos y personajes, podía darse por seguro el éxito. Este plan, formado por Llera y madurado por el duque, venía desenvolviéndose con regularidad y tocaba a su término.

–Allá veremos—manifestó el opulento banquero quedándose unos instantes pensativo—. Cuando salga a subasta—dijo al cabo—, será necesario formar otra sociedad. La de azogues no nos sirve para el caso.

–¡Claro que se formará!

–El caso es que yo no quiero comprometer en este negocio más de ocho millones de pesetas.

–Eso ya es otra cosa—manifestó Llera poniéndose serio—. Apoderarse de un negocio de esa entidad con tan poco dinero me parece imposible. La gerencia irá a parar a otras manos y entonces queda reducido a un tanto por ciento mayor o menor…. ¡es decir, a nada!

–Verdad, verdad—masculló Salabert quedándose otra vez profundamente pensativo. Llera también permaneció silencioso y meditabundo.

–Ya le he indicado a usted el único medio que hay para conseguir la dirección….

Este medio consistía en tomar una cantidad bastante crecida de acciones en la mina al ser comprada por la sociedad; seguir comprando todas las que se pudiesen; luego comenzar a venderlas más baratas, hasta llegar a producir el pánico en los accionistas. Comprar y vender perdiendo durante algún tiempo éste era el medio que proponía Llera para conseguir la baja de las acciones y poder adquirir con mucho menos dinero la mitad más una y apoderarse por completo del negocio. Salabert no lo veía tan claro como su secretario. Era la suya una inteligencia perspicaz, minuciosa, penetrante; pero le faltaba grandeza e iniciativa en los negocios, aunque otra cosa pensasen los que le veían acometer empresas de excepcional importancia. El pensamiento primordial, la que pudiéramos llamar idea madre de un negocio, casi nunca nacía en su cerebro; le venía de afuera. Pero en él germinaba y se desarrollaba quizá como en ningún otro de España. Poco a poco lo iba analizando, disecando mejor, penetraba hasta las últimas fibras, lo contemplaba en sus múltiples aspectos, y una vez convencido de que le reportaría ventajas, se lanzaba sobre él con rara y sorprendente audacia. Esto era lo que acerca de sus dotes de especulador había producido el engaño del públíco. Estaba bien convencido de que una vez resuelto a acometer la empresa, cualquier vacilación resultaba perjudicial. Tal audacia no procedía, pues, directamente de su temperamento, sino de la reflexión. Era una muestra de su astucia incomparable.

Por lo demás, su fondo era tímido. Este defecto, en vez de corregirse con la felicidad casi nunca interrumpida de sus éxitos, se aumentaba cada día. La avaricia es medrosa y suspicaz. Salabert era cada vez más avaro. Además, con los años, el pesimismo va penetrando en el espíritu del hombre. Acostumbrado a grandes resultados en sus especulaciones, nuestro banquero juzgaba deplorable el negocio en que no percibía pingües ganancias. Si por acaso no obtenía ninguna o había leve pérdida, creía el caso digno de ser lamentado largamente. Así que, sin el concurso de Llera, sin su carácter osado y su imaginación fecunda en invenciones, el duque de Requena haría ya tiempo que no se aventuraría en un negocio de mediana importancia. En cambio, lo que había perdido de inventiva y audacia habíalo reemplazado por un tacto y habilidad verdaderamente pasmosos, un conocimiento de los hombres que sólo la edad y una atención constante pueden lograr. En tal sentido puede decirse que Llera y él se completaban a maravilla. Esta sagacidad y este conocimiento del corazón humano llegaban en Salabert a pecar de excesivos; esto es, se pasaba de listo en ocasiones. En su trato con los hombres, mirándoles siempre del lado de los intereses materiales, había llegado a formarse tan triste idea de ellos, que resultaba monstruosa y le expuso a serios percances. Quizá lo que veía en los otros no era más que el reflejo de su propia imagen como nos sucede a todos los humanos. Para él no había hombre ni mujer incorruptibles. Un poco más caras o un poco más baratas las conciencias, todas estaban a la venta. En los últimos años el soborno llegó a ser en él una manía. Si tropezaba con personas que no se dejaban comprar, nunca imaginaba que lo hacían de buena fe, sino porque se estimaban en mayor precio del que ofrecía. Era una de las tareas más pesadas de Llera arrancarle de la cabeza los proyectos de soborno cuando recaían en hombres que sin duda habían de rechazarlos con indignación. Si tenía un pleito, lo primero que pensaba era cuánto dinero iban a costarle los magistrados que habían de fallarlo. Si estaba interesado en un expediente gubernativo, separaba in mente la cantidad que debía destinar al ministro o al subsecretario o a los consejeros de Estado. Desgraciadamente este lápiz negro que tenía siempre en la mano para tiznar el rostro de la humanidad, se empleaba con resultado positivo en bastantes ocasiones.

El duque de Requena ni tenía sentido moral ni nunca lo había conocido. Su vida de granuja anónimo en Valencia, estaba señalada por una serie de travesuras y mañas chistosas, por una fecundidad tan grande en trazas para sacar al prójimo su dinero, que lo hicieron digno émulo del Lazarillo de Tormes, El pícaro Guzmán de Alfarache y otros héroes famosos de la novela española. Por cierto que antes de ir adelante conviene expresar que un grupo de socios del Ateneo había puesto a Salabert el sobrenombre de El pícaro Guzmán con que le conocían. Pero este apodo no salió del círculo de amigos. Mejor éxito tuvo una frase del presidente del Consejo de Ministros explicando las iniciales del duque. Decía que a estas iniciales A.S. debía ponérseles signo de admiración para que dijeran: ¡A Ese!

Contábase con visos de verosimilitud que en Cuba, adonde había ido a buscar fortuna, compró un tabernucho en los arrabales de la Habana, con todo su mobiliario, incluyendo en él una negra destinada a su servicio. Esta negra, durante los años que tuvo aquel comercio, fué su criada, su ama de gobierno, su dependiente y su concubina. De ella tuvo varios hijos. Cuando hubo ahorrado algunos miles de duros para restituirse a España, liquidó sus cuentas vendiendo la taberna, el mobiliario, la negra…. ¡y los hijos!

Luego comenzaron los equipos para la tropa, los negocios de tabacos, la subasta de carreteras, cediéndolas unas veces con primas, otras construyéndolas sin las condiciones exigidas por el contrato, los empréstitos al Gobierno, etc., etc. En todos ellos desplegó nuestro negociante su rara sagacidad, su talento positivo y un "órgano de la adquisividad" tan poderoso, que con razón le hicieron célebre entre los personajes de la banca.

No era antipático su trato. Al revés de casi todos los que aspiran a las riquezas o al poder, ni era fino en los modales ni meloso en las palabras. Era más bien brusco que cortés; pero sabía admirablemente distinguir de personas y se suavizaba cuando hacía falta. Esta misma tosquedad nativa servíale para disfrazar lo astuto y sutil de su pensamiento. Parecía que aquel exterior burdo, rústico, aquellos modales exageradamente libres y campechanos no podían menos de guardar un corazón franco y leal. Era (por fuera nada más) el tipo acabado del castellano viejo, honradote, sincero e impertinente. Hablaba poco o mucho según le convenía, se expresaba con dificultad real o fingida (que esto nunca llegó a averiguarse), tenía de vez en cuando salidas chistosas, aunque siempre tocadas de grosería, y solía decir en la cara algunas cosas desagradables que le hacían temible en los salones. La preponderancia adquirida por sus riquezas había hecho crecer este último defecto. A la mayor parte de las personas, aun a las damas, solía hablarles con una franqueza rayana en el cinismo y la desvergüenza; signos del desprecio que en realidad le inspiraban. No obstante, cuando tropezaba con un personaje político de los que a él le convenía tener propicios, esta franqueza tomaba otro giro muy distinto y se transformaba en adulación y casi casi en servilismo. Mas esta farsa, aunque admirablemente desempeñada, no engañaba a nadie. El duque de Requena era tenido por un zorro de marca. Por milagro creía ya alguno en sus palabras ni se dejaba cautivar por aquel aspecto rudo y bonachón. Los que le hablaban estaban siempre en guardia, aunque fingiendo confianza y alegría. Como sucede a todos los que han conseguido elevarse, los defectos que universalmente se le reconocían, mejor dicho, la mala fama que tenía, no era obstáculo para que se le respetase, para que todos le hablasen con el sombrero en la mano y la sonrisa en los labios, aunque nunca hubiesen de necesitar de él. Los hombres muchas veces se humillan por el solo placer de humillarse. Salabert conocía esta innata tendencia que tiene la espina dorsal del hombre a doblarse y abusaba de ella. Muchos que vivían con independencia, no sólo le toleraban impertinencias que les hubieran parecido intolerables en algún amigo de la infancia, sino que apetecían y buscaban su trato.

–Veremos, veremos—repitió de nuevo cuando Llera le recordó el medio de apoderarse de la gerencia—. Tú eres muy fantástico; tienes la cabeza demasiado caliente. No sirves para los negocios. A ver si nos pasa aquí lo que con las alhóndigas.

Por consejo de Llera, el negociante había construído alhóndigas en algunas capitales de España, las cuales no habían tenido el éxito que esperaban. Como después de todo el negocio no era de gran entidad, las pérdidas tampoco fueron cuantiosas. A pesar de eso, el duque, que las había llorado como si lo fuesen y no había escaseado a su secretario frases groseras e insultantes, le recordaba a cada instante el asunto. Servíale de arma para despreciar sus planes, aunque después los utilizase lindamente y a ellos debiese un aumento considerable de su hacienda. Teníale de esta suerte sumiso, ignorante de su valer y presto a cualquier trabajo por enojoso que fuera.

Un poco avergonzado por el recuerdo, Llera insistió en afirmar que el negocio de ahora era de éxito infalible si se le conducía por los caminos que él señalaba. Salabert cortó bruscamente la discusión pasando a otros asuntos. Informóse rápidamente de los del día. La pérdida de una fianza que había hecho por un pariente de Valencia, le puso fuera de sí, bufó y pateó como un toro cuando le clavan las banderillas, se llamó animal cien veces y tuvo la desfachatez de decir, en presencia de Llera, que su bondadoso corazón concluiría por arruinarle. La pérdida, en total, representaba unas veintidós mil pesetas. Las fianzas que el duque hacía por sus más íntimos amigos o parientes eran del tenor siguiente: Las hacía generalmente en papel, exigía al afianzado un seis por ciento del capital depositado, y se encargaba además de cortar y cobrar los cupones. De suerte que el capital, en vez de redituarle lo que a todos los tenedores de valores del Estado, le producía un seis por ciento más. Así eran los negocios que el duque hacía, no tanto por interés como por impulso irresistible de su corazón.

Salió furioso del despacho de su secretario, fuese a la caja y aprendiendo allí que iban a mandar a cobrar al Banco nueve mil duros de cuenta corriente, él mismo recogió el talón después de firmarlo. Debía pasar por allá a celebrar una Junta como consejero, y de paso ningún trabajo le costaba hacerlo efectivo. Salió a pie como era su costumbre por las mañanas. En las hermosas coníferas que bordaban los caminos del jardín-parque cantaban alegremente los pájaros. Se comprendía que no habían puesto fianza alguna y la habían perdido. El señor duque maldita la gana que tenía de cantar ni aun escuchar sus regocijados trinos. Pasó de largo con el semblante torvo, sin responder a los saludos de los jardineros y del portero, mordiendo con más ensañamiento que nunca su enorme cigarro. En la calle no tardó en colorearse un poco su rostro. Tuvo un encuentro agradable y útil. El presidente del Consejo de Estado, a quien le gustaba también madrugar, le saludó en el paseo de Recoletos. Hablaron algunos momentos y los aprovechó para recomendarle, con la brusquedad calculada que le caracterizaba, un expediente de ciertas marismas en que estaba interesado. Después, a paso lento, mirando con sus ojos saltones, inocentes, a los transeuntes, deteniéndolos particularmente en las frescas domésticas que regresaban a sus casas con la cesta de la compra llena y las mejillas más coloradas por el esfuerzo, se dirigió al Banco de España. Era mucha la gente que le quitaba el sombrero. De vez en cuando se detenía un instante, daba un apretón de manos, y cambiando con el conocido que tropezaba cuatro palabras en tono familiar y desenfadado, seguía su camino.

La Espuma

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