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III
La hija de Salabert

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Bajó con ansia la escalera. Al poner el pie en la calle dejó escapar un suspiro de consuelo. A paso vivo tomó la del Siete de Julio, entró en la plaza Mayor y luego en la de Atocha. Al llegar aquí vino a su pensamiento la imagen del joven que la había seguido y volvió la cabeza con inquietud. Nada; no había que temer. Ninguno la seguía. En la puerta de una de las primeras casas y mejores de la calle, se detuvo, miró rápida y disimuladamente a entrambos lados y penetró en el portal. Hizo una seña casi imperceptible de interrogación al portero. Este contestó con otra de afirmación llevándose la mano a la gorra. Lanzóse por la escalera arriba. Subió tan de prisa, sin duda para evitar encuentros importunos, que al llegar al piso segundo le ahogaba la fatiga y se llevó una mano al corazón. Con la otra dió dos golpecitos en una de las puertas. Al instante abrieron silenciosamente: se arrojó dentro con ímpetu, cual si la persiguiesen.

–Más vale tarde que nunca—dijo el joven que había abierto, tornando a cerrar con cuidado.

Era un hombre de veintiocho a treinta años, de estatura más que regular, delgado, rostro fino y correcto, sonrosado en los pómulos, bigote retorcido, perilla apuntada y los cabellos negros y partidos por el medio con una raya cuidadosamente trazada. Guardaba semejanza con esos soldaditos de papel con que juegan los niños; esto es, era de un tipo militar afeminado. También parecía su rostro al que suelen poner los sastres a sus figurines; y era tan antipático y repulsivo como el de ellos. Vestía un batín de terciopelo color perla con muchos y primorosos adornos; traía en los pies zapatillas del mismo género y color con las iniciales bordadas en oro. Advertíase pronto que era uno de esos hombres que cuidan con esmero del aliño de su persona; que retocan su figura con la misma atención y delicadeza con que el escultor cincela una estatua; que al rizarse el bigote y darle cosmético creen estar cumpliendo un sagrado e ineludible deber de conciencia; que agradecen, en fin, al Supremo Hacedor, el haberles otorgado una presencia gallarda y procuran en cuanto les es dado mejorar su obra.

–¡Qué tarde!—volvió a exclamar el apuesto caballero dirigiéndola una mirada fija y triste de reconvención.

La dama le pagó con una graciosa sonrisa, replicando al mismo tiempo con acento burlón:

–Nunca es tarde si la dicha es buena.

Y le tomó la mano y se la apretó suavemente, y le condujo luego sin soltarle al través de los corredores, hasta un gabinete que debía ser el despacho del mismo joven. Era una pieza lujosa y artísticamente decorada; las paredes forradas con cortinas de raso azul oscuro, prendidas al techo por anillos que corrían por una barra de bronce; sillas y butacas de diversas formas y gustos; una mesa-escritorio de nogal con adornos de hierro forjado; al lado una taquilla con algunos libros, hasta dos docenas aproximadamente. Suspendidos del techo por cordones de seda y adosados a la pared veíanse algunos arneses de caballo, sillas de varias clases, comunes, bastardas y de jineta con sus estribos pendientes, frenos de diferentes épocas y también países, látigos, sudaderos de estambre fino bordados, espuelas de oro y plata; todo riquísimo y nuevo. Las aficiones hípicas del dueño de aquel despacho se delataban igualmente en los pasillos, que desde la puerta de la casa conducían allí; por todas partes monturas colgadas y cuadros representando caballos en libertad o aparejados. Hasta sobre la mesa de escribir, el tintero, los pisapapeles y la plegadera estaban tallados en forma de herraduras, estribos o látigos. Al través de un arco con columnas, mal cerrado por un portier hecho de rico tapiz en el que figuraban un joven con casaca y peluca de rodillas delante de una joven con traje Pompadour, veíase un magnífico lecho de caoba con dosel.

Así que llegaron a esta cámara, la dama se dejó caer con negligencia en una butaquita muy linda y volvió a decirle con sonrisa burlona:

–¡Qué! ¿no te alegras de verme?

–Mucho; pero me alegraría de haberte visto primero. Hace hora y media que te estoy esperando.

–¿Y qué? ¿Es gran sacrificio esperar hora y media a la mujer que se adora? ¿Tú no has leído que Leandro pasaba todas las noches el Helesponto a nado para ver a su amada?… No; tú no has leído eso ni nada…. Mejor: yo creo que te sentaría mal la ciencia. Los libros disiparían esos colorcitos tan lindos que tienes en las mejillas, te privarían de la agilidad y la fuerza con que montas a caballo y guías los coches…. Además, yo creo que hay hombres que han nacido para ser guapos, fuertes y divertidos, y uno de ellos eres tú.

–Vamos, por lo que estoy viendo me consideras como un bruto que no conoce ni la A—respondió triste y amoscado el joven, en pie frente a ella.

–¡No, hombre, no!—exclamó la dama riendo; y apoderándose de una de sus manos la besó en un repentino acceso de ternura—.Eso es insultarme. ¿Te figuras que yo podría querer a un bruto?… Toma—añadió despojándose del sombrero—, pon ese sombrero con cuidado sobre la cama. Ahora ven aquí, so canalla; ya que eres tan susceptible, ¿no consideras que has principiado diciéndome una grosería?… ¡Hora y media!… ¿Y qué?… Acércate, ponte de rodillas; deja que te tire un poco de los pelos.

El joven, en vez de hacerlo, agarró una silla-fumadora y se montó en ella frente a su querida.

–¿Sabes por qué he tardado tanto?… Pues por el dichoso niño, que me ha seguido hoy también.

Al decir esto, se puso repentinamente seria; una arruga bien pronunciada cruzó su linda frente.

–¡Es insufrible!—añadió—. Ya no sé qué hacer. A todas horas, salga por la mañana o por la tarde, traigo aquel fantasma detrás de mí. He tenido que refugiarme en casa de Mariana. Luego, una vez allí, no hubo más remedio que aguantar un rato. Vino papá, y porque no saliese conmigo esperé otro poquito a que se fuese…. ¡Ahí ves!

–¡Tiene gracia ese chico!—dijo riendo el caballero.

–¡Mucha! ¡Si es muy divertido que le averigüen a una dónde va y lo sepa en seguida todo el mundo, y llegue a oídos de mi marido! ¡Ríete, hombre, ríete!

–¿Por qué no? ¿A quién se le ocurre más que a ti tomarse un disgusto por tener un admirador tan platónico? ¿Has recibido alguna carta? ¿Te ha dicho alguna palabra al paso?

–Eso es lo que menos importaba. Lo que me excita los nervios es la persecución. Luego es un mocoso capaz por despecho, si averigua mis entradas en esta casa, de escribir un anónimo…. Y tú ya sabes la situación especial en que me encuentro respecto a mi marido.

–No es de presumir: los que escriben anónimos no son los enamorados, sino las amigas envidiosas…. ¿Quieres que yo me aviste con él y le meta un poco de miedo?

–¡Eso no se pregunta, hombre!—exclamó la dama con voz irritada—. Mira, Pepe; tú eres hombre de corazón y tienes inteligencia; pero te hace muchísima falta un poco más de refinamiento en el espíritu para que comprendas ciertas cosas. Debieras dedicar menos horas al club y a los caballos y procurar ilustrarte un poco.

–¡Ya pareció aquéllo!—dijo el joven con despecho, muy molestado por la agria reprensión.

–Pues si quieres que no te diga ciertas cosas, procura callarte otras.

Pepe Castro se encogió de hombros con superior desdén y se alzó de la silla. Dió algunas vueltas distraídamente por la estancia y paró al fin delante de un cuadrito, que descolgó para sacudirle el polvo con el pañuelo. Clementina le miraba en tanto con ojos coléricos. Se puso en pie vivamente, como si la alzara un resorte: luego, refrenando su ímpetu y adquiriendo calma, avanzó lentamente hacia la alcoba, penetró en ella, recogió su sombrero de la cama y comenzó a ponérselo frente al espejillo de una cornucopia, con ademanes lentos, donde se adivinaba, sin embargo, en el levísimo temblor de las manos, la sorda irritación que la embargaba.

–¡Bueno!—exclamó por último en tono distraído e indiferente—. Me voy, chico…. ¿Quieres algo para la calle?

El joven dió la vuelta y preguntó con sorpresa:

–¿Ya?

–Ya—repuso la dama con exagerada firmeza.

El joven avanzó hacia ella, le echó suavemente un brazo al cuello, y levantando con la otra mano el velito rojo le dió un beso en la sien.

–¡Que siempre ha de pasar lo mismo! Yo soy el descalabrado y tú te apresuras a ponerte la venda.

–¿Qué estás diciendo ahí?—replicó ella algo confusa—. Me voy porque tengo que hacer una visita antes de comer.

–Vamos, Clementina, aunque quieras no puedes disimular…. Debes comprender que no se pueden escuchar con risa los insultos … y tú me estás insultando a cada momento.

–Te digo que no te comprendo. No sé a qué insultos ni a qué disimulos te refieres—replicó la dama con afectación.

Pepe intentó con mimo y dulzura quitarle de nuevo el sombrero. Ella le detuvo con gesto imperioso. Tomóla entonces por la cintura y la condujo hacia el diván. Sentóse, y cogiéndole las manos se las besó repetidas veces con apasionado cariño. Ella siguió en pie sin dejarse ablandar. Tan extremado estuvo, sin embargo, en sus caricias y tan sumiso, que al cabo, arrancando con violencia sus manos de las de él, Clementina dijo medio riendo, medio enojada aún:

–Quita, quita, que ya estoy hastiada de tus lametones de perro de Terranova…. ¡Eres un bajo!… Primero que yo me humillase de tal modo me harían rajas.

Volvió a quitarse el sombrero, y fué ella misma a colocarlo sobre la cama.

–Cuando se está tan enamorado como yo—replicó el joven un poco avergonzado—, no puede llamarse nada humillación.

–¿Es de veras eso, chico?—dijo acercándose a él sonriente y tomándole con sus dedos finos sonrosados la barba—. No lo creo…. Tú no tienes temperamento de enamorado…. Y si no, vamos a probarlo…. Si yo te mandase hacer una cosa que pudiera costarte la vida, o lo que es aún peor, la honra … algunos años de presidio…, ¿lo harías?

–¡Ya lo creo!

–¿Sí?… Pues mira, quiero que mates a mi marido.

–¡Qué barbaridad!—exclamó asustado, abriendo los ojos desmesuradamente.

La dama le miró algunos segundos fijamente, con expresión escrutadora, maliciosa. Luego, soltando una sonora carcajada, exclamó:

–¿Lo ves, infeliz, lo ves?… Tú eres un señorito madrileño, un socio del Club de los Salvajes…. Ni yo, ni mujer ninguna te harían cambiar el frac y el chaleco blanco por el uniforme de presidiario.

–¡Qué ideas tan extrañas!

–Sigue, sigue por donde te arrastra tu naturaleza de sietemesino y no te metas en honduras. Ya comprenderás que te he hablado en broma. Así y todo me has confirmado en lo que ya pensaba.

–Pues si tienes formada esa idea tan pobre de mi cariño, no sé por qué razón me quieres—expresó el joven volviendo a amoscarse.

–¿Por qué te quiero?… Pues por lo que yo hago casi todas mis cosas … por capricho. Un día te he visto en el Retiro revolviendo un caballo admirablemente y me gustaste. Luego, a los dos meses, en Biarritz, te vi en el asalto del casino tirando con un oficial ruso y concluí de encapricharme. Hice que me fueses presentado, procuré agradarte, te agradé en efecto…. Y aquí estamos.

Pepe concluyó por sufrir con paciencia aquel tono entre cínico y burlón de su querida. A fuerza de charlar logró hacerlo desaparecer. Clementina, cuando estaba tranquila, era afectuosa, alegre, pronta a compadecerse y a los rasgos de generosidad; su rostro, tan bello como original, no adquiría nunca dulzura, pero sí una expresión bondadosa y maternal que lo hacía muy simpático. Mas por poco que sus nervios se excitasen o se viese contrariada en sus pensamientos y deseos, el fondo de altivez, de obstinación y aun crueldad que su alma guardaba, subía a la superficie y agitaba sus ojos azules con relámpagos de feroz sarcasmo o de cólera.

Pepe Castro, que no era hombre ilustrado ni ingenioso, sabía no obstante entretenerla agradablemente con cuentecillos de salón, murmuraciones casi siempre de las personas por quienes ella sentía marcada antipatía. El recurso era burdo, pero surtía admirable efecto. "La condesa de T***, señora a quien Clementina odiaba de muerte por un desaire que en cierta ocasión le había hecho, andaba necesitada de dinero; se lo pidió al viejo banquero Z*** y éste se lo había otorgado mediante un rédito muy poco apetitoso para la deudora. Los marqueses de L***, a quienes también ella profesaba aversión, cuando no estaban en el poder daban reuniones allá en su finca de la Mancha y ofrecían espléndido buffet a sus electores: cuando el marqués era ministro daban también reuniones, pero suprimían el buffet. Julita R***, una jovencita muy linda, que tampoco inspiraba simpatías a la altiva dama, había sido arrojada de casa de los señores de M*** por haberla hallado encerrada en el cuarto del primogénito, un chico de quince años". Estas y otras noticias del mismo jaez dejábalas caer el gallardo mancebo de sus labios con cierta displicencia cómica que despertaba el buen humor de la bella. Era todo el talento de Pepe Castro en el orden moral. Los demás que poseía referíanse enteramente al físico.

Se habían disipado las nubes que cubrían la frente de Clementina. Mostróse locuaz y risueña. Fué pródiga de caricias con su amante en la hora que con él estuvo. Quedó bien compensado de los alfilerazos que de ella había recibido al principio de la entrevista, gozando de toda la dicha que una mujer hermosa y enamorada puede proporcionar cuando la soledad y la ocasión convidan.

La noche había cerrado ya, tiempo hacía. El joven encendió las dos lámparas de la chimenea sin llamar al criado, que era su único servidor y el único ser viviente asimismo que habitaba con él en aquel cuarto. Pepe Castro era hijo de una ilustre familia de Aragón. Su hermano mayor llevaba un título conocido y tenía una hermana además casada con otro título. Se había educado en Madrid. A los veinte años quedó huérfano. Vivió con su hermano primogénito una temporada. No tardaron en reñir porque éste, que era económico hasta la avaricia, no podía sufrir con paciencia su despilfarro. Trasladóse entonces a casa de su hermana; pero a los pocos meses, existiendo incompatibilidad de caracteres entre él y su cuñado, chocaron de modo tan violento, que se contaba en el club y en los salones de la corte que se habían abofeteado y aporreado bravamente. No llegó a efectuarse un duelo entre ambos por la intervención de algunos respetables miembros de la familia. Después de vivir en fonda un poco de tiempo, decidióse a poner casa. Tomó un criado, se hizo traer el almuerzo de un restaurante y comía cuándo en Lhardy, cuándo, en casa de alguno de sus muchos amigos. Su cuadra la tenía muy cerca, en la calle de las Urosas, y no estaba mal provista: dos jacas de silla, inglesa y cruzada, un tiro extranjero y otro español, berlina, charrette, milord, break. Era un chorro por donde se escapaba rápidamente su hacienda, aunque no el más copioso. La mayor parte la había dejado sobre el tapete de la mesa de juego del club, y una porción, no insignificante por cierto, entre las uñas de algunas lindísimas chulas transformadas por él de la noche a la mañana en espléndidas y llamativas cortesanas. Esto último lo negaba con arrogancia pensando que su gloria de seductor podía con ello menoscabarse; pero no importa: es exacto como todo lo que aquí se puntualiza.

Quiere decir esto que Pepe Castro se hallaba arruinado a la hora presente. A pesar de lo cual, seguía viviendo con, la misma comodidad y aparato que antes. Su trabajo y sus vueltas le costaba. Empréstitos a su hermano hipotecándole alguna finca trasconejada en las ventas y subastas, pagarés a algunos arrojados usureros sobre la herencia de un tío viejo y enfermo reconociendo tres veces la cantidad recibida, joyas que su hermana le regalaba no pudiendo regalarle dinero, cuentas exorbitantes con el importador de coches y caballos, con el sastre, con el perfumista, con Lhardy, con el conserje del club, con todo el mundo. Parecía imposible que un hombre pudiera vivir tranquilo en tal estado de trampas y enredos. Sin embargo, nuestro gallardo joven vivía con la misma admirable serenidad de espíritu e idéntica alegría de corazón, y como él otros muchos de sus amigos y consocios según tendremos ocasión de ver, tan arruinados aunque no tan gallardos.

–Te preparo una sorpresa—dijo Clementina concluyendo de ponerse el sombrero y arreglarse el cabello frente al espejo.

El bello gomoso olfateó el aire como un perro que recibe vientos y se acercó a la dama.

–Si es agradable, veamos.

–Y si es desagradable lo mismo, groserazo. Todo lo que proceda de mí debe serte agradable.

–Convenido, convenido. Veamos—repuso disimulando mal su afán.

–Bueno, tráeme aquel manguito.

Castro se apresuró a obedecer el mandato. Clementina, cuando lo tuvo entre las manos se sentó con afectada calma en el diván, y agitándolo luego en el aire exclamó:

–¿A que no adivinas lo que contiene este manguito?

–Sus ojos resplandecían de alegría y orgullo al mismo tiempo. Los de Castro chispearon de anhelo. Sus mejillas se colorearon y respondió con voz alterada entre dudando y afirmando:

–Quince mil pesetas.

La expresión alegre y triunfal del rostro de la dama se trocó instantáneamente en otra de cólera y despecho.

–¡Quita!, ¡quita allá, puerco!—exclamó furiosa dándole un fuerte golpe en la cara con el lujoso manguito—. No piensas más que en el dinero…. No tienes ni pizca de delicadeza.

–¡Yo pensaba!…

También hubo cambio de decoración en la fisonomía de Castro. Se puso más triste que la noche.

–En la guita, sí; ya acabo de decírtelo…. Pues no, señor; aquí no viene nada de eso. Sólo hay un alfilerito de corbata que yo ¡tonta de mí! he comprado al pasar, en casa de Marabini, como una prueba de que te tengo siempre en el pensamiento.

–Y yo te lo agradezco en el alma, pichona—manifestó el joven haciendo un esfuerzo supremo sobre sí mismo para vencer el repentino abatimiento y resultando de él una sonrisa forzada y amarga—. ¿Por qué te disparas de ese modo?… Dame eso…. Bien se conoce que tienes muy mala idea formada de mí.

Clementina se negó a entregar el recuerdo. El joven insistió humildemente. Había, no obstante, en sus ruegos un tinte de frialdad que dejaba traslucir, para el espíritu penetrante de una mujer, el sordo disgusto y la tristeza que en el fondo del alma sentía.

–Nada, nada; mi pobre alfilerito que estás despreciando horriblemente … (¡se te conoce en la cara!) … irá a la cajita donde guardo los recuerdos de los muertos.

Alzóse del diván; bajó el velo del sombrero. Pepe aún insistía por mostrarse galante y desagraviarla. Al fin, cuando ya estaba cerca de la puerta, volvióse repentinamente y sacó del fondo del manguito una primorosa carterita, que le presentó, mirándole al mismo tiempo fijamente a la cara. Los ojos del joven, después de posarse en la cartera con ávida expresión de gozo, chocaron con los de su amada. Contempláronse unos instantes, ella con expresión maliciosa y triunfante, él con gratitud y gozo reprimidos.

–¡Si siempre lo he dicho yo! ¡Si no hay otra como mi nena para saber querer!… Ven aquí, deja que te dé las gracias, rica mía; deja que te adore de rodillas.

Y la arrastró, embargado por el entusiasmo, hacia el diván, la obligó a sentarse de nuevo y se dejó caer de rodillas besando con fervor sus manos enguantadas.

–¡Jesús, qué locura!—exclamó la dama un tanto confusa—. ¡Vaya una cosa para hacer tales extremos!

–No es por el dinero, nena mía; no es por el dinero; es porque tienes una manera de hacer las cosas original; porque tienes la gracia de Dios; porque eres una barbiana…. ¡Toma, toma, retemonísima!

Y le abrazaba las rodillas y se las besaba con calurosos ademanes. No contento, se prosternó aún más y le besó los pies o por mejor decir, el tafilete de sus zapatos.

–¡Qué bajo eres, Pepe!—exclamaba ella riendo.

–No importa que me llames lo que quieras. Soy tuyo, ¡tuyo hasta la muerte! Te quiero más que a Dios. Quiero a estos piececitos tan ricos y los beso. ¿Lo ves? A ver; que venga alguien a decirme que no debo hacerlo.

Clementina le miraba risueña. No era fácil averiguar si gozaba en realidad o se divertía simplemente con aquella adoración o más bien aquel regocijo estrepitoso de perro que se arrastra el sentirse acariciado y lame los pies de su señor.

–No sólo te debo la felicidad, sino también la honra. No sabes lo que he sufrido desde anteayer por la maldita deuda—decía él con voz conmovida.

–¿Volverás a jugar, eh? ¿Volverás a jugar, perdido?—preguntaba ella tirándole de los cabellos, borrando aquella primororosa raya que los partía tan lindamente.

–No … particularmente sobre mi palabra te aseguro….

–Ni sobre tu palabra, ni sobre tu dinero, grandísimo trasto…. Me voy, me voy—añadió con un gesto de mimo, levantándose y corriendo a mirar la hora al reloj de la chimenea—. ¡Uf, qué tarde!… Adiós, chiquillo.

Y se precipitó a la puerta extendiendo la mano a su amante sin mirarle. Este no pudo besarle más que la punta de los dedos. Corrió a abrir, pero ya ella había echado mano al cerrojo; por cierto que se encolerizó porque resistía a sus débiles tirones.

–Adiós, adiós; hasta el sábado—dijo en voz de falsete.

–Hasta pasado mañana.

–No, no; hasta el sábado.

Bajó la escalera con la misma precipitación con que la había subido, hizo otro gesto imperceptible de despedida al portero y salió a la calle. Siguió a pie hasta la plaza del Ángel, y allí detuvo un coche de punto y se metió en él.

Eran más de las seis. Hacía una hora que estaban encendidas las luces de los comercios. Ocultóse cuanto pudo en un rincón y dejó vagar su mirada distraída sin curiosidad por las calles que iba atravesando. Su fisonomía adquirió la expresión altiva, desdeñosa, que la caracterizaba, a la cual se añadía ahora leve matiz de hastío y preocupación. Por su elegancia refinada, por su arrogante porte, y sobre todo por aquella severa majestad de su rostro peregrino, nadie vacilaría en diputar a Clementina por una de las más altas y nobles damas de la corte. No obstante, si lo era de hecho, dado que figuraba en todos los salones aristocráticos, en todas las listas de personas distinguidas que los periódicos publicaban al día siguiente de cualquier sarao, carreras de caballos, u otra fiesta cualquiera, de derecho distaba mucho de serlo por su origen. No podía ser más humilde. Su padre la había tenido en una inglesa, manceba de un tonelero irlandés que había llegado a Valencia en busca de trabajo. Llamábase Rosa Coote. Era espléndidamente bella y lo hubiera sido más a cuidar algo del adorno o aliño de su persona. La miseria, en que ordinariamente vivía aquel hogar ilícito, la había hecho sucia y andrajosa. El granuja del mercadal de Valencia y la bella inglesa se entendieron a espaldas del tonelero, dueño temporal de las gracias de ésta. Salabert era más joven, más gallardo: el vicio de la borrachera no le tenía dominado como a aquél. Rosa le siguió a su zaquizamí abandonando al primer amante. A los pocos meses de vivir juntos, Salabert, a quien se presentó ocasión de partir a Cuba como camarero de un vapor, la abandonó a su vez. La inglesa, que llevaba ya en sus entrañas el fruto de aquella pasajera unión, rodó algún tiempo sin protección, sin recursos, por las calles de la ciudad, hasta que entró en relaciones con un carpintero del Grao que la recogió y llegó a hacerla su legítima esposa. Clementina se crió como intrusa en aquel nuevo hogar. Su madre era una mujer violenta, irascible, con ráfagas de ternura, que sólo guardaba para sus hijos legítimos. A ella, por todas las señales, la aborrecía y en ella vengó injustamente el agravio de su padre. ¡Qué terrible infancia la de Clementina! Si en Madrid se supiesen ciertos pormenores, si en rápida visión pudiesen ofrecerse a los ojos de la sociedad elegante algunas escenas por las que aquella altiva y encopetada dama pasó, pocos envidiarían su existencia. ¡Qué torturas, qué refinamientos de crueldad! A los cuatro o cinco años ya estaba obligada a ser la vigilante guardadora de otros dos hermanitos. Si en esta vigilancia decaía un punto, el castigo venía inmediatamente; pero no el castigo como quiera, el golpe pasajero, el estirón de orejas; no. El castigo era meditado con ensañamiento, procurando herir donde más doliera y donde más durase el dolor…. Los vecinos habían acudido más de una vez a los lamentos de la infeliz criatura; habían increpado a la madre desnaturalizada. De ello no resultaba más que alguna reyerta fragorosa en que la feroz irlandesa, chapurrando el valenciano, se despachaba a su gusto contra las comadres del barrio, y con mayor encono después contra la causante de aquel disgusto. A todas horas gritaba que iba a meterla en la Inclusa. A esto se oponía el carpintero, que se jactaba de ser hombre de bien y compasivo, que alguna vez intervenía en los castigos para aplacarlos, pero que la mayor parte de las veces dejaba a su esposa "que enseñase a su hija", como él decía a los vecinos que le recriminaban. Sus ideas pedagógicas chocaban con sus instintos piadosos, y cuando lograban sobreponerse ¡ay de la desgraciada niña!

Aquella serie de inauditas crueldades terminaron al fin con otra mayor que trajo consigo la intervención de la justicia. La madre desnaturalizada, no sabiendo ya de qué modo atormentar a su hija, la hizo algunas quemaduras en el trasero con una bujía. Una vecina averiguó el hecho casualmente, lo comunicó a otras vecinas, se armó el consiguiente escándalo en el barrio, dieron parte al juez, se instruyó causa, y, probado el delito, la inglesa fué condenada a seis meses de cárcel y la niña recogida en un establecimiento de beneficencia.

Un año después llegó a Valencia Salabert, si no hecho un potentado, con alguna hacienda. Enteráronle de lo ocurrido. Fué a ver a su hija al colegio de niñas pobres. La sacó de allí y la puso en otro de pago, adonde por rara casualidad iba a visitarla. En la población, sin embargo, fué loado su rasgo de generosidad. El sabía hacerlo valer en la conversación ofreciéndose a los ojos de sus conocidos como un ejemplo vivo de amor paternal y contraste notable frente a la perversidad de su antigua querida. Poco más tarde se casó en Madrid. Fué su esposa la hija de un comerciante en camas de hierro y colchones metálicos de la calle Mayor. Era una joven bastante feíta y enfermiza; pero buena, afectuosa y con cincuenta mil duros de dote. Llamábase Carmen. A los tres o cuatro años de casados, ésta, viéndose cada vez más delicada de salud, perdió la esperanza de tener familia. Sabiendo que su marido tenía una hija natural en un convento de Valencia, le propuso, con generosidad no muy frecuente, traerla a casa y considerarla como hija de ambos. Salabert aceptó con gusto la proposición. Fué a buscar a Clementina, y desde entonces cambió por entero la suerte de esta infeliz niña.

Tenía entonces catorce años y era ya un portento de hermosura, mezcla dichosa del tipo inglés correcto y delicado y de la belleza severa de la mujer valenciana. Su tez guardaba los reflejos suaves, nacarados de la raza sajona. En su mirada azul y sombría había la misma profundidad y misterio que en los ojos negros de las valencianas. Poco desarrollada aún por virtud de su crudelísima infancia, por la vida sedentaria, después, del convento, en cuanto cambió de clima y de forma de vida adquirió en dos o tres años la elevada estatura y las majestuosas proporciones con que hoy la vemos. Sus partes morales dejaban bastante más que desear. Era su temperamento irascible, obstinado, desdeñoso y sombrío. Si nació con estos vicios o fueron el resultado de sus bárbaros martirios, de su tristísima infancia, no es fácil resolverlo. En el convento, donde nadie la trataba mal, no fué bien querida de sus maestras y compañeras por su carácter receloso, por la ausencia de cariño que se notaba en su corazón. Los disgustos de sus compañeras, no sólo no la conmovían, sino que despertaban en sus labios una sonrisa cruel, que las dejaba yertas. Luego tenía, de vez en cuando, accesos de furor que la habían hecho temible y odiosa. En cierta ocasión, a una niña que le había dicho algunas palabras ofensivas le echó las manos al cuello y estuvo muy próxima a asfixiarla. Nunca fué posible después que le pidiese perdón, según exigía la superiora. Prefirió estar recluída un mes, a humillarse.

Los primeros meses que pasó en casa de su padre fueron de prueba para la buena D.a Carmen. En vez de una niña alegre y agradecida al inmenso favor que la hacía, se encontró frente a frente de una fierecilla, un ser antipático sin afecto ni sumisión, extravagante y caprichosa hasta un grado sorprendente, cuya risa no brotaba ruidosa sino cuando algún criado se caía o el lacayo recibía una coz de los caballos. Pero no se desanimó. Con el instinto infalible de los corazones generosos, comprendió que si aquella tierra no daba amor era porque hasta entonces sólo se había sembrado odio. Los afectos dulces residen en todo ser humano, como en todo cuerpo la electricidad: mas para hacerlos vibrar, precisa someterlos a una fuerte corriente de cariño por algún tiempo. Y esto fué lo que hizo D.a Carmen con su hijastra. Durante seis meses la tuvo envuelta en una atmósfera tibia de afecto, en una red espesa de atenciones delicadísimas, de testimonios constantes de vivo y afectuoso interés. Al fin, Clementina, que principió por mostrarse desdeñosa y luego indiferente a aquel cariño, que pasaba horas y horas encerrada en su cuarto y sólo iba a las habitaciones de su madrastra cuando la llamaba, que no tenía jamás con ésta una expansión viviendo en absoluta reserva, sucumbió repentinamente; sintió vibrar en su corazón ese algo maravilloso que une a las criaturas humanas como a todos los cuerpos del Universo. Cambió de un modo extraño, violento, como todo lo que procedía de su temperamento singular. Cayó, cuando menos se pensaba, de hinojos ante D.a Carmen, dedicándole un respeto tan profundo, un cariño tan apasionado, que la buena señora quedó estupefacta y le costó gran trabajo creer en su sinceridad. En su alma se había operado al fin la revelación de la ternura. Al calor maternal de aquella bondadosa señora, su corazón de hielo se había derretido. La esencia divina del amor penetró donde, hasta entonces, sólo había entrado la esencia de Satanás.

Fué un verdadero milagro. En vez de pasar la vida en su cuarto, no sabía salir del de su madrastra a quien llamaba mamá, con un gozo, con un fuego, con una pronunciación tan decidida, como sólo se observa en los devotos sinceros al dirigirse a la Virgen. Devoción podía llamarse también lo que Clementina sentía por la esposa de su padre. Asombrada de que en el mundo existiese un ser tan dulce, tan tierno, no se hartaba de mirarla como si acabase de bajar del cielo. Quería adivinarle los pensamientos en los ojos, quería adelantarse a sus menores deseos, quería que nadie la sirviese más que ella, quería, en fin, como todo enamorado, la posesión exclusiva del objeto de su amor. Una levísima señal de descontento de D.a Carmen bastaba para confundirla y sumirla en el más acerbo dolor. Aquella criatura tan altanera, que había llegado a hacerse odiosa a todos, se humillaba con placer intenso, a su madrastra. Era su humillación la del místico que se postra por una necesidad invencible del espíritu. Cuando sentía la mano de la señora acariciándole el rostro, pensaba sentir la de Dios mismo. Apenas se atrevía a rozar con sus labios aquellos dedos flacos y transparentes.

Sólo para su madrastra había cambiado tan radicalmente. Con los demás, incluso con su mismo padre, seguía mostrando la misma frialdad despreciativa, el mismo carácter obstinado y altivo. Si aparecía alguna vez más dulce y tratable, no había que achacarlo a su voluntad, sino al mandato expreso de D.a Carmen. En cuanto este mandato cesaba o se olvidaba, volvía a su primitivo ser malévolo. Los criados la aborrecían por el orgullo insufrible que comenzó a manifestar así que se dió cuenta de su estado de princesa heredera; por no encontrar tampoco en ella ninguna compasión para sus faltas. La que más padeció en su servicio fué la institutriz inglesa que su padre la había traído. Era ya entrada en años, pero tenía gusto en vestirse y aliñarse como una damisela. Esta inocente manía sirvió tantas veces de burla a la niña, que sólo la necesidad le pudo obligar a tolerarlo. ¡Pobre mujer! Todos sus secretos técnicos de tocador fueron entregados sin piedad a la befa de los criados. Sus imperfecciones físicas despertaban, contrahechas por la doncella de la señorita, algazara en la cocina. En cierta solemne ocasión, un día de banquete, Clementina le escondió la dentadura, que tenía sobre el tocador para limpiarla. Cualquiera puede figurarse la desazón que esto produjo a la vieja miss. La cual se vengaba cándidamente de ella llamándola señorita Capricho y poniéndole por temas, en los ejercicios de inglés y francés, algunas máximas y aforismos que le escociesen, verbigracia: "La soberbia es la lepra del alma. La niña soberbia es una leprosa de quien todos deben apartarse con horror"—. "Quien no respeta a los mayores nunca llegará a ser respetado", etcétera. Clementina se reía de estos desahogos. Alguna vez llegó su insolencia hasta cambiar la sentencia de la profesora por otra de su invención. Donde decía: "Nada hay tan feo y despreciable como una joven altanera", ponía la discípula: "Nada hay tan ridículo y digno de risa como una vieja presumida". Alborotábase la miss, daba parte a D.a Carmen, llamaba ésta a su hijastra, la reprendía dulcemente, y al verla triste y acongojada desarrugaba el ceño y la besaba cariñosamente. Y hasta otra. La verdad es que tenía razón miss Ana y los demás criados al decir que la señora era quien echaba a perder a la chica. D.a Carmen, viviendo en una espantosa soledad moral, estaba tan cautivada y agradecida al vivo cariño que a todas horas le demostraba su hijastra, que no tenía ojos para ver sus faltas, y si los tenía carecía de fuerzas para corregirlas.

A los diez y ocho años era Clementina una de las mujeres más bellas y uno de los mejores partidos de Madrid. El caudal de su padre había crecido como la espuma. Estaba considerado como uno de los banqueros importantes de la villa y no se le conocía otro heredero ni era ya de presumir que lo tuviese. Comenzaron los jóvenes de la aristocracia, de la sangre y el dinero, los socios más eminentes del Club de los Salvajes, a festejarla apremiándola con vivas declaraciones. Si iba a una tertulia, un grupo de muchachos la tenía constantemente amurallada; si a la iglesia, otro grupo mayor la esperaba en correcta formación a la salida; si al paseo de la Castellana, apuestos caballeros galopaban en las inmediaciones de su coche sirviéndola de escolta. En el teatro veinte pares de gemelos estaban sin cesar posados sobre ella. El nombre de Clementina Salabert salía en todas las conversaciones de la juventud elegante, se veía impreso en todas las crónicas de salones, sonaba en Madrid como el de una de las más brillantes estrellas del firmamento aristocrático. Tuvo buena porción de amoríos o noviazgos que no produjeron huella alguna en su corazón. Tomaba y dejaba los novios inconsideradamente, con lo cual adquirió fama de coqueta y casquivana. Pero esto no es obstáculo para que una muchacha encuentre adoradores. Al contrario, el amor propio de los hombres les incita a dedicar sus lisonjas a tal clase de mujeres, siempre con la esperanza vanidosa de ser el clavo que fije la rueda de la veleta. Tampoco fué serio inconveniente para ella cierto murmullo grosero y malicioso que se levantó y corrió por todo Madrid con motivo de la amistad original que entabló con un joven y célebre torero. La inocencia y debilidad de D.a Carmen tuvo buena parte en ello. No sólo consintió esta buena señora que el torero entrase en la casa y se sentase a su mesa, sino también que las acompañase en público en más de una ocasión. Con esto y con brindarle la muerte de algunos toros, la maledicencia, que anda suelta en la capital como en las provincias, tuvo suficiente pretexto para ensañarse ferozmente con la envidiada beldad. Mas como no pudo aportar otra cosa que sospechas atrevidas y vagas conjeturas, y como por otra parte existían dos datos positivos que las contrapesaban sobradamente, a saber, la hermosura y la riqueza excepcionales de la joven, la calumnia no produjo merma en los adoradores; sólo sirvió para que algún desengañado escupiese con más facilidad su bilis.

Clementina ofrecía en sus modales y discursos, en esta edad, y la ofreció siempre después, cierta tendencia al flamenquismo, o sea a las formas desenvueltas, a la serenidad burlona, al desgarro especial de las chulas de Madrid. Semejante tendencia se hallará más o menos exagerada en toda la alta sociedad madrileña. Es un signo que la caracteriza y la distingue de la de otros países. Hay en esta inclinación que se observa en Madrid, en el alcázar como en la zahurda, algo de bueno: no es todo malo. Por lo pronto significa una protesta contra esa continua mentira que el refinamiento y la complicación de las fórmulas sociales trae siempre consigo. Es loable la corrección en los modales y la medida en las palabras; pero exageradas producen la frialdad tediosa que nuestros diplomáticos observan en los salones extranjeros.

Clementina exageraba un poco su afición a las palabras y a los gestos flamencos. El gusto le había venido no se sabe cómo, por contagio tal vez de la atmósfera, dado que las señoras de su categoría no suelen alternar mucho tiempo con las chulas. Había tenido una doncellita nacida y criada en Maravillas. Esta fué en sus ratos de expansión quien le proporcionó mayor cantidad de vocablos y modismos. Luego su amistad con el torero que hemos mencionado; las relaciones que mantuvo después con algunos señoritos cultivadores del género; los teatros por horas, donde se copian, no sin gracia, las costumbres de la plebe madrileña; la amistad con Pepa Frías y otras aristocráticas manolas fueron iniciándola poco a poco y la introdujeron al cabo en pleno flamenquismo. Fué entusiasta admiradora de los toros. Por milagro dejaba de asistir a una corrida desde su palco, ataviada con la consabida mantilla blanca y los consabidos claveles rojos. Y discutía las suertes, y fulminaba censuras, y tributaba aplausos, y era tenida entre los aficionados por acérrima y fervorosa lagartijista. El espectáculo nacional, animado y sangriento, estaba muy conforme con su naturaleza violenta, indómita. Cuando veía a otras señoras taparse los ojos o hacer otros melindres ante las peripecias de la corrida, reía sardónicamente, como si dudase de la sinceridad de su espanto.

Entre los varios adoradores y solicitantes que su mano tuvo, y que entraban y caían de su gracia alternativa y rápidamente, llegó uno que logró fijar algo más su atención. Llamábase Tomás Osorio. Era un joven de veintiocho a treinta años de edad, rico, exiguo y delicado de figura, de rostro agraciado y genio vivo y resuelto. Supo hacerse valer más que los otros, o por cálculo o por verdadera independencia de carácter. Al entrar en amores con ella no se entregó por completo ni abdicó su voluntad. En cuantas reyertas de alguna importancia tuvieron durante sus largas relaciones, pues no duraron menos de dos años, mantuvo con energía su dignidad. Era de temperamento bilioso, soberbio, despreciativo como ella, confiado en su dinero, y poseía un donaire maligno que le daba prestigio entre las damas. Gracias a estas cualidades, Clementina no se cansó de él tan pronto como de los otros. Al cabo de dos años, sin embargo, cuando faltaban sólo algunos días para realizarse el matrimonio, rompieron de un modo sonado y hasta escandaloso. Todo Madrid se enteró. Los comentarios fueron infinitos. De ellos resultaba que quien había tomado la iniciativa para cortar las relaciones había sido el novio. Tales dichos, exactos o no, llegaron a oídos de Clementina e hirieron su orgullo tan vivamente, que le faltó poco para enfermar de ira.

Pasó un año. Tuvo algún noviazgo de poca importancia. Osorio también galanteó a otras jóvenes. En ambos se conservaba vivo, no obstante, el recuerdo de sus amores. A ella la agitaba un deseo punzante de venganza. Mientras aquel hombre anduviese en sociedad tan contento como aparentaba, se sentía humillada. En él, a pesar de su disfraz de indiferencia, ardía el fuego del amor o por lo menos del deseo. Clementina había fascinado sus sentidos, había penetrado en su carne: por más esfuerzos que hacía no podía arrancarla de sí. A todas horas soñaba con ella, la veía ante sus ojos cada vez más incitante y apetecible. Cuanto más tiempo pasaba más crecía el fuego que le consumía y más esfuerzo y dolor le costaba adoptar un continente altivo e indiferente al encontrarse con ella en cualquier sarao. Clementina, con la sagacidad bastante común en las mujeres, llegó al cabo a adivinar que su antiguo novio seguía adorándola en secreto y sintió un regocijo maligno. Desde entonces no se vistió, no se adornó más que para él; para aturdirle, para fascinarle, para hacerle beber la amarga copa de los celos.

De esta época data la fama ruidosa que adquirió como mujer elegante. Clementina en este punto era una gran artista. Sabía vestirse de tal modo que las telas, ni por sus vivos colores, ni por su riqueza, atrajesen demasiado la vista en perjuicio de la figura. Comprendiendo que el traje en la mujer no debe ser un uniforme sino adorno, un medio de hacer resaltar las perfecciones con que la naturaleza la hubiese dotado, no obedecía ciegamente a la moda. En cuanto ésta atentase poco o mucho a la exposición de su belleza, la esquivaba con valor o la modificaba. Rehuía los colores chillones, la profusión de lazos, los peinados complicados. Consideraba a su cuerpo como una estatua y la vestía como tal. De aquí una cierta tendencia, que constantemente se manifestaba en sus trajes, hacía el ropaje, esto es, hacia la amplitud de los pliegues, hacia la vestidura larga. Su figura gallarda, majestuosa, ganaba mucho de esta manera. Algo la pronunció después de casada, pero no llegó a exagerarla, retenida por su buen gusto. Solía vestirse de blanco. Con esto y con peinar sus cabellos del modo sencillísimo que los tiene la Venus de Milo, semejaba al parecer en los salones hermosa estatua que llegase de la Grecia. Una cosa hacía muy digna de censura en el terreno moral, aunque no lo sea en el del arte: descotarse con exageración. Una de las sumas bellezas que poseía era el pecho. Parecía amasado por las Gracias para trastornar a los dioses. No había en Madrid una garganta mejor modelada, ni un seno mejor puesto, más delicado, más atractivo. El deseo vanidoso de mostrarlo, no contenido por la vigilancia saludable de una madre, le hizo incurrir en más de una ocasión en las censuras de la sociedad. Porque la infeliz D.a Carmen, a más de no hallarse muy al tanto de los usos sociales, era tan débil con los caprichos y fantasías de su hijastra, que los tomaba sin inconveniente por actos razonables, por expresión de su gusto indiscutible y su elegancia. Algún disgusto le proporcionó tal vanidad. En cierta ocasión, al presentarse en noche de baile en casa de Alcudia, la marquesa le dijo al saludarla:

–Muy linda, muy linda, Clementina. Está usted admirablemente vestida…. Pero me parece que la han descotado mucho…. Venga usted conmigo, ya arreglaremos eso.

Y la llevó a su tocador y con maternal solicitud le puso en el pecho unos céfiros que ocultaron lo que en realidad no debía mostrarse. La joven procuró disimular su vergüenza achacando la falta a la modista. No obstante se sintió tan humillada por aquella lección y por la sonrisa compasiva que la acompañó, que nunca más pudo ver desde entonces a la devota marquesa.

Con este soplar incesante y adecuado, la llama de Osorio tomaba cada vez más incremento. Ya no era poderoso por más tiempo a guardarla en el pecho. Al cabo se confió a su hermana, que era amiga bastante íntima de la joven. Rogóla que tantease el terreno a ver si podía avanzar de nuevo el pie sin peligro de precipitarse. Mariana dió el recado. Clementina escuchólo con mal refrenada alegría y le metió los dedos en la boca hasta que la pánfila señora de Calderón desembuchó lo que tenía dentro y pudo convencerse de que Tomás ardía en amores por ella. Cuando se cercioró bien, respondió con palabras ambiguas y riendo: "Lo pensaría, lo pensaría…. Estaba muy agraviada por lo que se había dicho de la ruptura de sus relaciones…. Pero en fin, no le quitaba por completo las esperanzas".

Se puso a meditar con atención sobre el medio de satisfacer las exigencias de su amor propio herido, y al cabo de algunos días formuló a Mariana la siguiente proposición: "Para que consintiese en dar su mano a Tomás, era indispensable que éste la pidiese de rodillas a sus padres delante de los testigos que ella elegiría a su gusto". A ninguna española de pura raza se le hubiera ocurrido semejante extravagancia. Precisa llevar en las venas sangre británica para concebir un refinamiento tan monstruoso de la soberbia. Cuando Osorio tuvo conocimiento de la resolución de su ex novia, se enfureció atrozmente; declaró con arrogancia que antes que pasar por tal humillación le harían cachos. No se volvió, pues, a hablar del asunto. Siguieron las cosas como antes. Mas como a pesar de sus rabiosos esfuerzos el gusano del apetito le roía cada vez con más crueldad las entrañas, el mísero, al cabo de dos meses, cayó en gran abatimiento. Sintióse desfallecer de amor y de deseo. No tuvo fuerzas para alejarse de Madrid. Volvió a rogar a su hermana que otra vez entablase las negociaciones. Clementina, que estaba bien penetrada ya de que le tenía en su poder, se mostró inflexible. O pasar por aquellas singulares horcas caudinas, o nada.

Y Osorio pasó. ¿Qué había de hacer? Efectuóse la extraña ceremonia una tarde en casa de la novia. Al llegar a ella Osorio se encontró con unas veinte personas del sexo femenino, que Clementina había elegido entre las conocidas más envidiosas, las que más habían murmurado con motivo de su ruptura. Adoptó la mejor actitud para semejante caso. Grave, solemne, suelto de lengua y ademanes, dejando traslucir un poco de ironía, como si estuviese representando una comedia por satisfacer la fantasía de una enferma. Dijo algunas palabras previamente acerca de la historia de sus relaciones. Reconocióse culpable. Elogió desmesuradamente a Clementina, con tan poca medida, que en ocasiones parecía estar burlando. Se confesó indigno de aspirar a su mano. Por fin manifestó que siendo ella tan digna de ser adorada y tan grande la ventura de poseer su mano, no creía hacer nada de más pidiéndola de rodillas a sus padres. Al propio tiempo dobló una. D.a Carmen vino a levantarle riendo y le abrazó con efusión. Clementina también le dió un apretón de manos, más alegre al ver lo bien y dignamente que salía del paso, que satisfecha en su orgullo. La verdad es que en aquella ocasión sintió hacia él lo que nunca más volvió a sentir, una migaja de amor. Si hubo humillación en semejante escena resultó para ella, por la frescura y el aplomo desdeñoso con que su novio la llevó a término. Pero no importa. La mujer goza más viva y más íntimamente observando la superioridad del hombre que humillándole. Clementina fué feliz aquella tarde.

Pero si Osorio salió bien del paso, no le perdonó jamás la intención de humillarle; porque era tan orgulloso como ella. La pasión frenética que le había inspirado sofocó por algún tiempo todo otro sentimiento. Su luna de miel fué tan pegajosa como breve. El choque entre aquellos dos caracteres, de igual obstinación y fiereza, era ineludible. Vino pronto y vino con una serie de pequeños desabrimientos que hicieron desaparecer en un instante del corazón de la joven los fugaces destellos de amor que su marido le había inspirado. En él duró más tiempo la pasión. El conocimiento que cada cual tenía del otro los hizo prudentes, rehuyendo un choque formidable que había de ser funesto. Pero vino al fin. Se dijo entre los murmuradores que Osorio, cansado de la indiferencia y los desdenes de su esposa, en una hora fatal de ira y desesperación la había ultrajado con su misma doncella y en el mismo tálamo nupcial. Después de esta escena, que no sabemos si se realizó con los pormenores horrendos que algunos contaban, quedó roto el matrimonio para siempre. Osorio, sin derecho ya para intervenir en la conducta de su mujer, se vió obligado a ser mero espectador de ella. Entregóse Clementina sin reserva, sin disimulo, puede decirse también que sin pudor, a todos los galanteos que se le ofrecieron. El, por su parte, para contrarrestar el ridículo, que a causa de ellos pudiera tocarle, dióse con más descaro aún a la disipación. Extrajo mujeres de las últimas clases sociales y las convirtió en señoras, rodeándolas de un lujo deslumbrador. La Felipa, la Socorro y la Nati, cortesanas famosas en la capital, que fueron queridas de muchos personajes, ministros, banqueros y grandes de España, lo habían sido antes de él. El fué quien, por medio de sus celestinas, las había sacado de la calle de la Paloma, del barrio de Triana en Sevilla o del Perchel, de Málaga, y había gozado de sus primicias.

Dentro de casa, marido y mujer se hablaban muy poco, lo indispensable solamente. Para evitar la molestia que les produciría sentarse solos a la mesa tenían siempre algún convidado. Fuera se trataban con expansiva y natural confianza. Alguna vez Osorio iba a buscar a su esposa a última hora a la reunión o teatro donde se hallase. Pero esto era valor entendido en el mundo. Todos sabían a qué atenerse respecto a sus relaciones. Ordinariamente, Clementina salía del brazo de su amante. Charlaban largo rato en el foyer, a presencia de todos, esperando el coche. Entraba al fin en éste. Antes de partir todavía cambiaban en tono confidencial buena copia de frases entreveradas, de alegres carcajadas. La moral, la moral elegante quedaba a salvo con que el amante no entrase en el mismo coche, aunque fuesen pocos minutos después a juntarse en el dulce retiro de un gabinete particular.

Cuando Clementina llegó a su casa eran las seis y media. Silbó el cochero. Salió de su pabelloncito el portero a abrir la puerta de la verja y luego la del coche. El mismo se encargó de pagar al cochero. La dama, sin decir una palabra, entró en el jardín, que era exiguo pero lindo y bien cuidado. Subió la escalera de mármol, debajo de una gran marquesina que ocupaba más de la mitad de la fachada del hôtel. No era éste muy grande, pero sí fabricado con lujo y arte, de piedra blanca de Novelda y ladrillo fino. Osorio lo había hecho construir hacía solamente cuatro o cinco años. Como los planos fueron largamente meditados y discutidos, ofrecía una adecuada distribución, que lo hacía más cómodo tal vez que el de su suegro, con ser este tres o cuatro veces mayor.

Halló a un criado en el recibimiento.

–Estefanía ¿dónde anda?

–Hace ya un buen rato que ha llegado, señora.

Atravesó un magnífico vestíbulo iluminado por dos grandes lámparas con bombas esmeriladas sostenidas por sendas estatuas de bronce, siguió por el corredor y tomó la escalera que conducía al principal sin tropezarse con nadie. Cerca ya del salón que daba ingreso a su boudoir, halló a Fernando, un criadito de catorce años vestido con librea muy cuca y adecuada a sus años.

–¿Estefanía?

–Debe de estar en la cocina.

–Que suba inmediatamente.

Entró en el boudoir, y yendo al espejo de cuerpo entero sostenido por dos pies derechos de madera dorada, se despojó del sombrero. Era el gabinete una pieza reducida, vestida toda ella de raso azul con cenefas de cartón-piedra imitando una guirnalda de flores. Sobre la chimenea, vestida también de raso, había dos magníficos candelabros y un reloj, obra de nuestros plateros del siglo pasado. Los enseres de la chimenea eran igualmente de plata. La alfombra blanca con cenefa azul. En medio un confidente forrado de tisú de oro. Butacas, sillas doradas. En el suelo dos grandes almohadones de pluma. En un rincón el espejo; en otro un escritorio de madera taraceada estilo Pompadour; en los otros dos unas columnas forradas de terciopelo azul sosteniendo dos quinqués que esclarecían ahora la estancia. Comunicaba esta pieza por un lado con el tocador de la señora y éste con su dormitorio; por el otro con un saloncito donde solía recibir a sus amigos los martes por la tarde o jugar al tresillo de noche con los íntimos. En el boudoir sólo entraban algunas pocas amigas de confianza que iban a visitarla en horas no señaladas. Aquí era donde celebraba esos coloquios secretos, tan sabrosos para las mujeres, donde su pensamiento se vacía por entero, pasando de lo más escondido y profundo a las frivolidades del día, los pormenores del traje y de la moda.

Pocos segundos después de quitarse el sombrero apareció Estefanía. Era una jovencita pálida con hermosos ojos negros. Vestía, dentro de su condición, con elegancia y primor. Por encima del traje traía un delantal color gris orlado de puntilla blanca.

–¡Ya podías aguardarme, chiquilla! ¿Dónde estabas metida?—dijo con tono de mal humor y distraído a la vez la señora.

–Estaba en la cocina…. Había ido a darle unas puntadas a la falda de Teresa, que se le ha roto en un clavo—repuso con afectada humildad la doncella.

Clementina guardó silencio, absorta sin duda en sus pensamientos. Colocada frente al espejo se dejó despojar del abrigo, contemplándose al propio tiempo con esa curiosidad eterna que las mujeres hermosas sienten por sí mismas.

–¿Has estado en casa de Escolar?—preguntó al cabo distraídamente.

–Sí, señora.

–¿Qué ha dicho?

–Que no tiene ahora una seda tan doble en ese color, pero que si la señora quiere enviará por ella.

–¡Puf! Para ese viaje no necesitamos alforjas…. ¿Y en La Perfección?

–Sí, señora. Que el sábado enviarán los gorros.

–¿Has preguntado cómo seguía el padre Miguel?

–No he tenido tiempo…. ¡Está tan lejos!…

–¿Cómo lejos? ¿Pues no has ido en coche?

–No, señora…. Juanito me ha dicho que la yegua estaba desherrada….

–¿Por qué no te ha puesto uno de los caballos normandos?

–No sé…. Siempre encuentra alguna disculpa cuando la señora me manda salir en coche.

–Tal me parece…. Descuida, hija: ya arreglaré yo eso. ¡Bueno está el señor Juanito, con sus ínfulas de indispensable!

Al echar una mirada a su doncella reflejada en el espejo, creyó observar algo extraño en sus ojos. Se volvió para mejor verlo. En efecto, Estefanía los tenía enrojecidos.

–¡Tú has llorado, chica!

–¿Yo?… No, señora, no.

La manera de negarlo era hipócrita. La señora no tuvo necesidad de insistir mucho para que se lo confesase y aun la causa de su llanto.

–El jefe, señora—comenzó a gimotear—, el jefe, que las ha tomado de poco tiempo a esta parte conmigo…. En cuando digo cualquier cosa, suelta la carcajada o dice una porquería…. Y los demás claro, los demás, como me tienen ojeriza porque la señora me quiere, y por adular al jefe, se ríen también…. Porque le he dicho hoy que se lo diría a la señora, me ha llenado de insolencias y me ha echado de la cocina.

–¡Echado! ¿Y quién es él para echarte?—exclamó con ímpetu el ama.—Vé a llamarle. Es menester que yo caliente las orejas, lo mismo a ese necio que a Juanito. ¡Si nos descuidamos van a mandar en esta casa los criados más que los amos!

–Señora … yo no me atrevo. ¿Quiere que le envíe recado por Fernando?

–Haz lo que quieras, pero llámale.

Se había irritado vivamente al escuchar los sollozos de su doncella. Estefanía era su predilecta, a quien distinguía entre todos los criados y confiaba gran parte de sus secretos. Como todos los déspotas presentes y pasados, estaba dominada sin darse cuenta de ello. El carácter zalamero y adulador de la doncellita había ganado su corazón de tal manera, que con él, sin saberlo ella misma, le había entregado la voluntad. Estefanía era de hecho quien mandaba en la casa, pues que mandaba en la señora. El criado que no entraba en su gracia, podía prepararse a salir en plazo más o menos corto. Y sucedía lo que puede darse como regla segura en tales casos, que la preferida y amada de la señora era profundamente antipática a la servidumbre. No acaece esto solamente por esa pasión vergonzosa que en mayor o menor grado reside en todos los seres humanos, la envidia, sino también porque es condición precisa del hipócrita y adulador con el grande, ser al propio tiempo altanero y malévolo con el pequeño.

Llamado por Fernando, a quien Estefanía dió el encargo, no tardó en presentarse en la puerta del gabinete el cocinero, con los atavíos del oficio, esto es, con mandil y gorra blanca; todo blanquísimo. Era un mocetón de treinta años, de rostro fresco y no desgraciado, con largas patillas negras. En el ceño que contraía su frente, en la preocupación que se observaba en sus ojos, comprendíase que ya sabía a qué venía llamado. Clementina se había sentado en el confidente. Estefanía se había retirado a un rincón y puso los ojos en el suelo al entrar el jefe.

–Vamos a ver, Cayetano; acabo de saber que después de tratar con muy poca consideración a esta chica, la ha echado usted de la cocina. Le llamo para decirle que ni yo consiento que ningún criado trate mal a otro, ni usted está facultado para echar a nadie dentro de mi casa.

–Señora … yo no la he tratadu mal…. Es ella, la que nus trata mal a todus … pincha aquí, pincha allá, sin dejarnus en paz—tartamudeó el cocinero con marcado acento gallego.

–Bueno, pues si pincha aquí y pincha allí, ningunu de ustedes está facultadu para desvergonzarse con ella…. Se me dice a mí y concluído—, replicó vivamente la señora imitando el acento del jefe.

–Es que….

–Es que, nada. Ya sabe usted lo que le he dicho. Hemos concluído—manifestó el ama con gesto imperioso.

El cocinero, con la cara encendida y todo el cuerpo tembloroso, permaneció unos segundos inmóvil. Después, antes de retirarse, dirigió una larga mirada iracunda a la doncellita, que seguía con los ojos en el suelo con expresión hipócrita donde se traslucía el triunfo del amor propio.

–¡Chismosa!—le vomitó al rostro más que le dijo.

La señora se alzó de su asiento, y rebosando de cólera por tal falta de respeto, le dijo:

–¿Y cómo se atreve usted a insultarla en mi presencia? Márchese usted pronto…. ¡Quítese de mi vista!

–Señora, lo que le digu es que ella tiene la culpa….

–Pues si tiene la culpa, mejor…. Váyase usted.

–Todus nus iremus de la casa, señora, porque a esa mentecata no hay quien la sufra.

–Usted, por lo pronto, como si ya se hubiese ido. Puede usted buscar otro sitio donde servir, que yo no tolero que ningún criado se me quiera imponer.

El cocinero quedóse otra vez inmóvil y estupefacto ante aquella brusca despedida; pero reponiéndose en seguida giró sobre los talones, diciendo con dignidad:

–Está bien, señora; lo buscaré.

Clementina siguió murmurando después de haberse ido:

–¡Pero qué atrevido es este gallegazo! ¿Habrá mastuerzo? No creo que a nadie más que a mí le toquen semejantes criados….

Apaciguándose de pronto por virtud de otra idea que le acudió, dijo:

–Anda, ven a vestirme, que ya es tarde.

Entró en su tocador seguida de Estefanía. Contra lo que debía presumirse, ésta tenía el semblante grave y nublado. Comenzó a despojarse rápidamente de su traje de calle para ponerse el de media ceremonia con que comía y recibía a sus íntimos por la noche, más claro siempre, con un pequeño descote y los brazos cubiertos. La doncella, a una indicación suya, sacó un traje color fresa exprimida del gran armario de espejo que ocupaba enteramente uno de los lienzos de la pared. Antes de ponérselo le arregló el pelo y le quitó las botinas bronceadas, sustituyéndolas con el zapato adecuado. No había abierto su boca la pálida doncellita hasta entonces, reflejando en el rostro cada vez más tristeza y preocupación. Al fin, hallándose arrodillada a los pies de su ama, levantó los ojos para decirla tímidamente:

–Señora, voy a rogarle una cosa … que no despida a Cayetano.

Clementina la miró con sorpresa:

–¿Esas tenemos?… Conque después que has sido tú la que….

–Es que, señora—articuló Estefanía poniéndose todo lo colorada que permitía su tez—, si ahora le despide, me van los demás a tomar ojeriza.

–¿Y a ti qué te importa?

La doncella insistió con muchas veras y cada vez con palabras más suplicantes y persuasivas. La señora negó poco tiempo. Como el asunto era de poca monta y observaba no sin sorpresa el interés y aun ansiedad que su predilecta tenía en que el cocinero quedase, no tardó en concederlo, ordenándole que ella arreglase el asunto. Con esto el semblante de la chica se animó al instante, se puso como unas pascuas y comenzó a maniobrar en torno de su ama con extraordinaria presteza.

Dos golpecitos dados en la puerta las sorprendió a ambas.

–¿Quién es?—preguntó la señora.

–¿Te estás vistiendo, Clementina?—se oyó de fuera.

Era la voz de su marido. La sorpresa de la dama no disminuyó por esto.

Osorio subía rarísima vez a su cuarto estando ella sola.

–Sí; me estoy vistiendo. ¿Hay gente abajo?

–Los de siempre: Lola, Pascuala y Bonifacio…. Es que tengo que hablar contigo. Te espero aquí en el salón.

–Bien; allá voy.

Desde entonces hasta que terminó de arreglarse, Clementina guardó silencio obstinado, expresando en el rostro una preocupación sombría que no pasó inadvertida para su doncella. En sus dedos, al dar los últimos toques a los pliegues de la falda, había un ligero temblor, como el de las niñas que por primera vez se visten para ir a un baile.

Osorio la esperaba, en efecto, en el saloncito de arriba contiguo a su boudoir. Estaba sentado negligentemente en una butaca; pero al ver a su esposa se levantó, dejando caer previamente en la escupidera la punta del cigarro que fumaba. Clementina observó que estaba algo más pálido que de costumbre. Era el mismo hombrecillo de facciones correctas y mal color que cuando se casó; pero en los últimos doce años se había gastado bastante su naturaleza. Muchas arrugas en la cara; el cabello gris y la barba también; los ojos menos vivos.

Fué a cerrar la puerta que su mujer dejó abierta, y acercándose a ésta le dijo con afectada naturalidad:

–El cajero me ha entregado hoy un recibo tuyo de quince mil pesetas….

Aquí está.

Sacó la cartera y de ella un papelito satinado y oloroso, que presentó a su esposa. Esta lo miró un instante con semblante grave, sombrío, sin pestañear, y guardó silencio.

–Hace quince días me entregó otro de nueve mil…. Aquí está.

La misma operación, y el mismo silencio.

–El mes pasado me presentó tres; uno de siete mil, otro de once mil y otro de cuatro mil…. Aquí los tengo también.

Osorio agitó el puñado de papeles un instante delante de los ojos de la dama. Viendo que ésta no despegaba los labios, preguntó:

–¿Estás conforme?

–¿Con qué?—dijo secamente.

–Con que son exactas estas partidas.

–Lo serán si están firmados los recibos por mí. Tengo poca memoria, sobre todo en cuestiones de dinero.

–Es una gran felicidad—repuso sonriendo irónicamente Osorio, mientras volvía a guardar en la cartera los papeles—. Yo también he intentado muchas veces prescindir de ella. Desgraciadamente, el cajero se encarga siempre de refrescársela a uno…. ¡Bueno!—añadió, viendo que su mujer no replicaba—. Pues no he subido a otra cosa más que a hacerte una pregunta, y es la siguiente: ¿Crees que las cosas pueden seguir de este modo?

–No entiendo.

–Me explicaré: ¿crees que puedes seguir tomando de la caja cada pocos días cantidades tan crecidas como éstas?

Clementina, que estaba pálida cuando entró, se había puesto fuertemente encarnada.

–Mejor lo sabrás tú.

–¿Por qué mejor?… Tú debes de saber adónde llega tu fortuna.

–Bien, pues no lo sé—replicó refrenando con trabajo su despecho.

–Nada más claro. Los seiscientos mil duros que tu padre me ha entregado al casarme, como están en fincas producen, según puedes enterarte de los libros, unos veintidós mil duros. El gasto de la casa, sin contar con el mío particular, suma bien tres veces esa cantidad…. Saca ahora, si quieres, la consecuencia.

–Si te pesa que se gaste de tu dinero, puedes vender las casas—dijo Clementina con desdeñosa sequedad, volviendo a ponerse pálida.

–Es que si se vendiesen, mañana sería yo responsable con mi dinero de su importe. ¿No sabes eso?

–Firmaré cualquier papel diciendo que no se te haga cargo de nada.

–No basta, querida, no basta. La ley no me exime nunca de responder de la dote mientras tenga dinero…. Además, si tú te lo gastases alegremente (recalcó esta palabra), el negocio sería para ti muy bueno, pero para mí deplorable, porque siempre me quedaba en la obligación de … subvenir a tus necesidades.

–¿De mantenerme, verdad?—dijo ella con ironía amarga.

–Quería evitar esa palabra … pero, en efecto, es la más exacta.

Hablaba Osorio en un tonillo impertinente y protector que estaba desgarrando por varios sitios la soberbia de su esposa. Desde las feroces reyertas que habían producido su separación debajo del mismo techo, no habían tenido una entrevista de tal especie como la presente. Cuando por la convivencia se originaba algún rozamiento, resolvíanlo por una breve y seca explicación de pasada, en que ambos, sin deponer el orgullo, usaban de prudencia por temor del escándalo. Pero ahora el asunto tocaba en lo más vivo a Osorio. Para un banquero, por espléndido que sea, lo más vivo es el dinero. Además su amor propio, aunque otra cosa aparentase, había sufrido mucho en los últimos años. No basta fingir indiferencia y desdén ante los extravíos de una esposa; no basta pagarle en igual moneda paseándole por delante de los ojos las queridas, hacer gala de ellas ante el público. Las armas serán iguales, pero las heridas que la mujer causa son más profundas y más graves que las del hombre. El malestar que la conducta libre de su esposa le causaba no disminuía con el tiempo. El abismo que los separaba era cada vez más profundo. Por eso, la airada venganza cogía esta ocasión por los pelos.

Clementina le miró un instante. Luego, encogiéndose de hombros y haciendo con los labios una leve mueca de desdén, dió la vuelta y se dispuso a salir de la estancia. Osorio avanzó unos pasos colocándose entre ella y la puerta.

–Antes de irte quiero que sepas que el cajero tiene orden de no pagar ningún recibo que no vaya visado por mí.

–Enterada.

–Para tus gastos tendrás una cantidad fija, que ya determinaremos cuál ha de ser. No quiero más sorpresas en la caja.

Clementina, que iba a salir por la puerta de la antesala, retrocedió para hacerlo por la de su boudoir. Antes de desaparecer, teniendo el portier levantado con una mano y encarándose con su marido, le dijo con reconcentrada ira:

–Al fin resultas un puerco como tu cuñado; sólo que éste no las echa como tú de generoso.

Dejó caer el portier y dió un gran portazo.

Osorio hizo un movimiento para arrojarse detrás de ella; pero reponiéndose instantáneamente gritó más que dijo para que le oyese bien:

–¡Es claro! soy un puerco porque no quiero mantener señoritos hambrientos. ¡Que los mantengan las viejas que los utilizan!

Después de proferida esta ferocidad quedó satisfecho al parecer, porque en sus labios se dibujó una sonrisa de triunfo y sarcasmo.

Cinco minutos después ambos esposos estaban en el comedor riendo y bromeando con los tres o cuatro convidados que tenían.

La Espuma

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