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Una temporada bajo el agua



a Juan Arcocha.


Se ponía el sol a un lado del mar y entre las olas púrpura apareció un solitario delfín que se perdió en el horizonte saltando incansable. Ellos dos lo siguieron con la vista y había en esa aparición un evidente símbolo que ninguno de los dos identificó pero sintieron la tristeza de ese nadador solitario en el crepúsculo. Temprano en la noche regresaron a La Habana.

Guillermo Cabrera Infante

(Mapa dibujado por un espía)


I

Simón decidió irse a vivir bajo el agua. El agua del mar, aclaro. Nada de agua dulce de río, que las horas de la vida de Simón se dividen en idas, vueltas, y vagabundeos entre la universidad, las bibliotecas, su bañadera y las playas de la costa. Además los ríos siempre han sido para él esas líneas -no se explica por qué azules- de mapas escolares, corrientes de aguas albañales que mira, con cierta repugnancia, por encima de los cristales de sus espejuelos, al atravesar en bicicleta algún que otro puente, ah, y una mancha en su memoria de adolescente.

Esa agua de aguaceros acumulados y tierra lodosa removida me trae malos recuerdos, aquellas semanas en que me obligaban a ir a trabajar al campo, si por lo menos fueran ríos esos charcos que hay aquí por los que ni siquiera pueden navegar barcos y en un dos por tres, si te descuidas, uno coge la enfermedad de las ratas…ríos en los que hay más ratas que peces.

Bueno, aunque a Simón le cueste trabajo admitirlo, la verdadera razón de su aversión por los ríos es que en los pocos que conoció, antes de decidirse ir a vivir bajo el agua, no llegó a ver ningún pez.

Ese detalle cambia la motivación de esta historia y explica a tal punto la propia decisión de Simón, que lo mejor es completar la primera frase introductoria de la manera siguiente: « Simón decidió irse a vivir bajo el agua para mirar los peces ».

Una vez tomada la susodicha decisión Simón consideró que el paso siguiente consistía en preparar su viaje. Por ejemplo a Simón le aterrorizaba que por alguna indiscreción se estuviera al tanto del más mínimo detalle de su lugar de destino.

Acariciándose el cráneo recién afeitado, con un ir y venir de sus dos manos entrelazadas al ritmo de buches de café humeante y del balance del sillón donde acostumbraba a leer en la sala, frente a un ventanal que daba al mar, él se decía que irse de esa manera, sin aviso y sin regreso, es como si el final de mi vida entre esta gente fuera un final abierto. Y no dejaba de sentir una curiosidad placentera al imaginar las reacciones de quienes comentaran su desaparición en el barrio y en la universidad donde, desde hacía cuatro años, él había aceptado un puesto de celador al interrumpir sus estudios de agronomía.

Sin embargo, pronto se dio cuenta Simón que eran muchos los problemas a resolver antes de darse una zambullida definitiva en alguna parte de la costa. El mejor ejemplo era el de los libros de su biblioteca. Sí porque si Simón pensó que alguien de confianza podría quedarse al cuidado de su apartamento –él temía que un percance de su vida acuática lo obligara a volver a la superficie, tocar tierra y vivir de nuevo en ella–, la venta de los libros le era imprescindible para sufragar los gastos de todo lo que necesitaría para sumergirse.

El hecho de ser los únicos objetos de valor que poseyera y la evidencia de no poder leer en su futura vida, justificaba la decisión, en otras circunstancias descabellada, de vender sus libros. Es verdad que hace ya tiempo que vendí mis libros de agronomía, se decía, pero me quedan todos los de literatura, los diccionarios y ¿por qué no?, las enciclopedias.

Una tarde de domingo, metido en su bañadera, sacando el lápiz y las manos del agua espumosa, Simón terminó de anotar la lista de sus libros. Había escrito los títulos, uno por uno, en un papel cartucho hasta más allá del mediodía. Tengo que calcular el valor de estos libros, pensaba al mismo tiempo que trataba inútilmente aumentar la presión del chorro del agua que caía en la bañadera, pero en dólares. Y se veía negociando precios con mercaderes, algo para lo que él sabía no era muy diestro.

Durante unos años él había visto expandirse poco a poco nuevos tipos de libreros y de anticuarios que tasaban y vendían libros en dólares a turistas y coleccionistas extranjeros principalmente en el barrio colonial de La Habana Vieja.

A fuerza de ir a admirar libros que él no podría nunca comprar, Simón fue imaginando los precios a los que podría vender los que tenía en casa. Si bien los libros clásicos cubanos poseían valores bastantes fijos y una venta segura en las manos de esos negociantes, la joya de la biblioteca de Simón lo era sin dudas la primera traducción francesa de Naturalis Historia de Plinio el Viejo, publicada en dos tomos en París en 1848 y traducida por Littré. La dedicatoria de Littré al crítico Sainte Beuve que llevaba el ejemplar de Simón, otorgaba a éste un valor inestimable, tan caro se podría vender, se lamentaba Simón, que no veía qué comprador estaría en condiciones de pagar por ella al menos una parte de su real valor.

Simón no necesitaba tener dinero para vivir bajo el agua y pasarse el día contemplando los peces, pero un viaje y una vida como ésa exigían un equipamiento adecuado, al menos para ver bien. Su experiencia le indicaba, por ejemplo, que el salitre, el roce de las algas, la arena y hasta la respiración, empañaban las imágenes de la careta si dicha careta no era de calidad.

De las patas de rana, el traje isotérmico o la escafandra, los guantes, el regulador, el cinturón de lastre, y toda la panoplia que cualquier buzo o aficionado necesita para sumergirse, a Simón sólo le preocupaba no tener una buena máscara, preferiblemente marca Mares modelo Eras, la única marca que conocía, por cierto, de vérsela a un francés un día en la costa donde iba a veces Simón a leer y a zambullirse a la caída de la tarde.

—Es la mejor para los que tenemos problemas de la vista, por los lentes, le dijo el hombre con un pronunciado acento galo que hacía casi incomprensible la frase y trasmutaba fonéticamente la vista en avispa y los lentes en ente.

No, no era turista, sino profesor de español en Francia, con un contrato de traductor para la prensa aquí, le dijo. Ah, y miembro del Partido Comunista francés, claro. Y dijo claro como si esto fuera un complemento inevitable de su presentación.

En realidad el profesor francés también tenía contactos con libreros de París. Por eso tasó y regateó durante estas citas con Simón el valor del libro de Plinio hasta lograr, como había hecho centenas de veces antes con otros clientes insulares desesperados, un bajo precio. Así había logrado comprar en Francia varios apartamentos que alquilaba y que le permitían aceptar el modesto salario que le pagaban en la isla.

A Simón no le quedada más remedio que coger el dinero que le daban, e ingenuamente hasta le consolaba que el libro retornara al mismo lugar donde fuera editado y firmado tanto tiempo atrás.

La víspera de su viaje, cuando todo parecía listo, Simón tomó una decisión que después le evitaría contratiempos: insertó las llaves de su apartamento en una delgada cadena de plata que no sin dificultad ató alrededor del tobillo de su pierna derecha.

II

Simón estaba seguro que era un delfín. Y al ver el gesto del delfín, mirándolo, sin mover apenas sus aletas, frente a frente, podía pensarse en una sorpresa recíproca: el delfín tampoco podía creer que era un hombre lo que estaba frente a él.

Como Simón hacía tiempo que había asumido su nueva situación anfibia, no se inmutó. Es decir, actúo como si fuera un pez: se quedó quieto, dio unos pasos (más bien pequeñas brazadas laterales) y esperó la reacción del delfín. Ésta no se hizo esperar. El delfín comenzó a girar alrededor de Simón y pronunció algo que se pudo oír aunque estuvieran bajo el agua. Simón aseguraría después que el delfín lo llamó por su nombre: Simón.

Lo cierto es que él seguía los silbidos y el batir de la mandíbula, ruidos con los que Delfín lo incitaba a venir a sus vagabundeos nocturnos cercanos a la costa.

Aunque a Simón no le agradara mucho la idea de ver de nuevo los arrecifes, algún que otro pescador somnoliento y hasta luces de una ciudad y una vida a las cuales él había renunciado, seguía al delfín como podía hasta en sus saltos por encima del agua.

Al principio, como era de esperar, las cosas no habían sido nada fáciles para Simón en su nueva vida bajo el agua. Se podrían mencionar infinidad de desafíos a los que tuvo que adaptarse, pero al menos dos fueron realmente complicados: ver con nitidez a los peces y aprender a dormir como estos.

A la miopía Simón debió añadir la falta de transparencia de su careta Mares modelo Eras que como parte del pago por la Naturalis Historia de Plinio el Viejo, el francés Pierre le había traído a la vuelta de uno de sus viajes a Francia.

Con el tiempo Simón eligió los mejores momentos del día –por la mañana muy temprano– y un lugar de la plataforma insular frente a La Habana para ver mejor los peces. Se trataba de una especie de banco de arena. Por su escasa profundidad lo evitaban los barcos y a la vez estaba lejos del flujo de desechos malolientes que flotaban en ciertos lugares cercanos a los arrecifes y a la desembocadura de los ríos y arroyos.

Simón se extasiaba, acostado en el fondo, en la contemplación de pargos, rabirrubias, picudas, y hasta de sardinas que al verlas constantemente pasar en grupo y apiñadas unas contra otras todo el día, le permitieron concluir que no era nada original eso de meterlas de la misma manera en latas para comercializarlas ganando espacio.

Lo más difícil para Simón, claro, fue aprender a dormir bajo el agua. En los primeros días intentó extenderse sobre el fondo y protegerse con algas que sustituyeran a las sábanas. Como esto no funcionaba –entre otras cosas porque siempre había uno o varios peces extraviados que le picaban, por ejemplo, las nalgas– trató de encerrarse desde la caída del sol, con la linterna apagada, en una gruta que descubriera en sus vagabundeos. Aquí aunque no llegara a dormir, al menos se protegía del ir y venir de peces, moluscos y crustáceos que, es necesario aclararlo, podía llegar a ser fatigoso.

Las cosas se resolvieron de manera natural, como debía ser para alguien que había abandonado el mundo de los hombres: con el tiempo Simón se dormía en el lugar, flotando incluso, y a veces hasta con los ojos abiertos, como los peces. Si en un primer momento el creía que “pescaba” –así le llamaban cuando él era niño al gesto del embeleso que provoca la somnolencia y que hace que uno cabecee con insistencia– ahora esa gimnasia era su manera de dormir.

La mejor prueba entonces para Simón de que se estaba convirtiendo en un verdadero pez fue que ya podía dormir bajo el agua como sus nuevos conciudadanos. Fue en este eslabón superior de su vida anfibia cuando tuvo la ocasión de encontrar a su nuevo amigo, al cual nombraría, simplemente, Delfín.


III

Antes de aburrirse en la oscuridad de una cueva o ante el desfile de sardinas que huían de algún pez mayor, Simón prefería ir dando saltos en la noche detrás de ese único amigo de su vida submarina que atenuaba la velocidad hasta pararse a esperarlo cuando, asfixiado, se quedaba detrás.

Simón sabría después que era una noche de julio aquella en que lo acontecido junto al delfín detendría de manera radical su temporada bajo el agua.

Lo que más lamentaba no era tanto la imprecisión de la fecha sino el hecho de sólo recordar por fragmentos las imágenes de aquella madrugada maldita.

Estaba seguro de haber sentido aproximarse una presencia, que terminó siendo un barco, a las aguas en las cuales él nadaba. En su sigilo por evitar los barcos –el colmo hubiera sido que fuera un día pescado o atrapado en una red– Simón había aprendido a detectar las embarcaciones por las vibraciones y las ondas que los motores provocaban bajo el agua.

Él aseguraría que llegó a escuchar las conversaciones de muchas personas que deambulaban sobre la cubierta. Y, ¿cómo olvidarlo?, que la marcha a todas luces fatigosa de aquel barco inundado de voces, se vio alterada por la cercanía ruidosa de otros barcos desde los cuales, a la vez que se vociferaba algo que parecían órdenes, salían primero –él llegó a verlos al sacar la cabeza a la superficie– chorros de agua lanzados por mangueras y un poco más tarde disparos que al estallar en la noche ahogaban también las voces a pesar que éstas, ahora, gritaban y gemían.

Cuando los disparos se propagaron y chocó el barco que al parecer perseguía al de las voces en cubierta –contaría él más tarde– perdí la noción de dónde me encontraba y de lo que estaba ocurriendo. Algunas balas terminaban sus silbidos al atravesar las olas espumosas y pasaban a mi lado o ante mi careta empañada por el susto irregular de mis soplidos, inofensivas ya, y sin fuerzas, como las burbujas de los chorros de agua de las mangueras.

Decidí zambullirme y mantenerme bajo el agua nadando a toda velocidad lo más profundo que pudiera. Vi sólo una vez más a Delfín. Pero no estoy seguro que esto que recuerdo es cierto o una invención debido a la confusión de tiros, gritos, espirales de agua, ruidos de motores y de cuerpos que caían al agua: una silueta más pequeña que la de Delfín se aferraba a su lomo y se perdía con él ante mis ojos hacia la parte más oscura e inmensa de la noche.

Mucho después deduciría que no supe orientarme con precisión y nadé en sentido contrario al deseado; nadé hacia la costa. Sólo eso explica, me digo, que me haya despertado por la brisa del amanecer sobre la arena de una playa.

Hui a rastras de la orilla hasta adentrarme en unos manglares y llegar a una carretera. Sí, me paró el chofer de un camión a quien, con la lengua tropelosa y gagueando al articular cada sílaba, le di mi antigua dirección en la tierra, es decir, en La Habana.

—No está tan lejos su casa, respondió, aunque usted parece haber nadado mucho tiempo para buscarla. Cualquiera diría que es usted un pez…sino fuera porque habla….

Ante esta observación que iba acompañada de un rápido y malicioso examen de todo mi cuerpo, me di cuenta que estaba cubierto de una mezcla de residuos de algas, salitre, alguna que otra hoja o gajo de uvas caletas y de granos de arenas incrustados en la piel.

En la carrera, ahora recuerdo, me había despojado de mi careta y de mis patas de rana inútiles, si quería avanzar más rápido.

El hombre comenzó a reírse como si mi asombro le impidiera contener la hilaridad un tanto comedida de sus palabras. Me dijo que buscara detrás, en la cabina donde solía dormir cuando iba a provincia, un overol de mecánico con el que me vestí después de sacudirme lo mejor que pude y de tomar un trago de una botella de ron que él me brindara.

Estaba amaneciendo en La Habana. Las luces del alba que parecen venir más del horizonte a esa hora que del cielo, se extendían por una ciudad donde pocos transeúntes vagaban y algún que otro ciclista, siempre con algo voluminoso, envuelto en sogas, nylon o sacos de yute, atado a la parte trasera de sus bicicletas chinas, pedaleaba con dificultad a pesar del todavía reciente comienzo del día.

Es verdad que respiré con alivio, lo consiento, cuando bajándome del camión reconocí la esquina, a esa hora desierta, de la calle donde había pasado tantos años de mi vida antes de irme a vivir bajo el agua.

No sé qué tiempo había pasado ni quisiera saberlo. Tuve que tirar con fuerza e insistir un buen rato para romper la cadena de plata y sacar las llaves, bastante oxidadas, que había atado a mi pie derecho, antes de entrar a mi casa.

Todo parecía haberse conservado intacto desde el anochecer de mi partida. Las capas de polvo y alguna que otra tela de araña, así como la oscuridad al fin mitigada al encender la luz y, sobre todo, al abrir el ventanal que daba a la cercana costa, no me impidieron reconocer el antiguo orden impuesto por la presencia de mi sillón, el sofá raído, los libros dispersos que sobrevivieron a las ventas por sus irrelevantes valores. Esta paz congelada al parecer por la ausencia total de visitantes se vería perturbada al abrir la puerta del único cuarto de mi casa.

Extendido, diríamos que acostado a todo lo largo de mi ancha cama, estaba Delfín. Por un tiempo que supongo de varios minutos, no me moví y hasta en mi perplejidad imaginé que él no quería tampoco moverse. Como el primer día en que nos conocimos, me dije, allá, bajo el agua.

Me quedé un rato esperando en vano las respuestas a mi mirada fija en sus ojos abiertos. Conté los orificios y hasta toqué su piel aún grasosa y ahora extrañamente fría en ese habanero verano de julio. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, era el número de huecos, de toda evidencia, provocados por balas, que se extendían por su cuerpo inerte.

Abrí la ventana del cuarto que se iluminó un poco más con el sol del final de la mañana. La luz que daba de frente en este lado de la casa me obligó a cerrar mis pupilas encandiladas.

Salí del cuarto. Antes de ir a la sala empujé la puerta del baño, comprobé que había agua, puse el tapón a la bañadera que me pareció haber acentuado el desgaste del remoto color marfil de su mármol, y dejé que el agua comenzara a llenarla. En la cocina, después de enjuagar un jarro, puse a hervir agua.

El ruido intermitente del gorjeo del chorro, que por su debilidad insinuaba extenso el tiempo de espera para llenar la bañadera, siguieron a los de mis pasos cuando volví a la sala.

Levanté la sábana azul con la que había cubierto mi sillón antes de irme, y me senté a balancearme mirando a través del ventanal hacia el horizonte como antes, cuando leía y soñaba día tras día con irme a mirar de cerca a los peces bajo el agua.


Horizontes del cangrejo

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