Читать книгу Andrés Bello y los orígenes de la Semiótica en América Latina - Arturo Andrés Roig - Страница 6

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I

Introducción

Tal vez resulte un tanto extraño que nos propongamos hablar de las ideas que Andrés Bello tuvo sobre lo que ahora se considera una ciencia actual y hasta novedosa, la Semiótica.

Sucede, sin embargo, con este campo del saber, lo que pasa con todos. No hay ninguno que no tenga una historia y, más aún, que no pueda remontarse hasta épocas ciertamente lejanas.

La palabra semiótica, entendida como una doctrina de los signos en general y desprendida de su origen hipocrático, era nada menos que el nombre que los estoicos pusieron a una parte de su filosofía, al lado de la física y de la ética.

Podríamos decir, pues, que el signo, y con él el complejo y siempre asombroso fenómeno de la representación fueron ya descubiertos hace muchos siglos. ¿Qué puede, pues, tener de extraño que haya en Andrés Bello, hombre abierto a los más variados y ricos intereses intelectuales, una ciencia del signo? La hay, en efecto, y -diríamos- no podía menos que haberla si tenemos en cuenta los propósitos fundamentales de ese gran libro de la filosofía en nuestra América, que es la Filosofía del entendimiento.

Por lo demás, no estaba Bello solo en su época. Podríamos decir que ese turbulento período que se abrió para todas nuestras naciones después de la Batalla de Ayacucho, y que en casi todas ellas fue de cruentas guerras civiles, motivó el interés por la elaboración de un lenguaje que facilitara el paso de las democracias turbulentas hacia democracias ordenadas, lógicamente dentro de los marcos ideológicos de la época.

No queremos decir, de ninguna manera, que la solución política y social se la buscara en un lenguaje. Nada de esto. Pero sí que el paso de la colonia a la independencia exigía una tarea, dentro de la cual Bello jugó un destacadísimo papel, y que nuestros románticos, entre ellos el mismo Bello, denominó la “emancipación inteligente” o de la “emancipación mental”.

Las nuevas sociedades debían organizarse sobre un saber que debía renunciar a lo exótico y que debía ser refundamentado desde nuestra propia realidad. Si este proyecto se cumplió o no, si tuvo el éxito que se le auguró en algún momento, no es cuestión de discutirlo ahora. Lo que sí es que, dentro de ese saber propio, no podía estar fuera toda la problemática del lenguaje en cuanto herramienta básica de comunicación entre los hombres.

De este modo, podemos decir que la Semiótica apareció como un ineludible campo de trabajo, en íntima relación con la necesidad de alcanzar una reformulación del saber retórico, de aquella retórica que tanta importancia había ya tenido para los escritores americanos preindependentistas y, a su vez, como una de las bases sobre la que se habría de orientar el ambicioso proyecto de educación popular que caracterizó al siglo XIX.

Decíamos que este interés por el lenguaje y, más particularmente, por el problema de los signos del lenguaje, no fue exclusivo de Bello. Más aún, deberíamos agregar que las doctrinas del ilustre caraqueño sobre la cuestión no podrían ser justamente medidas y valoradas si no tuviéramos en cuenta otros intentos que le fueron contemporáneos. En particular, y de modo destacado, queremos referirnos, en este momento, a las osadas y geniales teorías acerca del lenguaje, entendido básicamente desde un punto de vista de la comunicación y de una Semiótica que dejó otro caraqueño no menos ilustre, Simón Rodríguez.

Bello y Rodríguez se complementan y a su vez nos muestran líneas no siempre encontradas que pueden ser en parte explicadas por la diversidad del proyecto social y político que movió a estos grandes hombres nuestros. Hasta me atrevería a decir, sin desmerecer con esto en lo más mínimo la figura de Bello, que Rodríguez se encuentra mucho más cerca de nosotros. De todos modos, sea lo que fuere, es a partir de ambos, y de otros escritores en los que pueden verse intereses semejantes, que deberíamos, a nuestra vez, recomenzar la tarea.

No es un hecho casual que el año en que Bello terminó de escribir, en Santiago de Chile, su Filosofía del entendimiento, 1845, haya aparecido, en la misma ciudad capital, el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, obra en la que, como el mismo escritor argentino declara, trató de explicar la realidad social de su patria “ilustrándola con sus símbolos”, afirmación que se apoya en el supuesto de que el ser humano es un ente que organiza su vida sobre la base de un sistema de signos.

Esta coincidencia, la de Simón Rodríguez, la de Andrés Bello y la de Sarmiento, nos hace pensar que lo ahora llamamos de modo generalizado una Semiótica fue un tipo de saber profundamente enraizado con el hecho romántico latinoamericano, que se conecta con lo que ya habíamos recordado antes, es decir el proceso convulsivo de organización de nuestras naciones, que exigían, más que nunca, una “lectura”. Lo dicho no significa, por lo demás, olvidar los desarrollos ilustrados que hubo de esta problemática.

De vez en cuando aparecen, como novedades absolutas, ciencias que nos parecen ser radicalmente nuevas. Lo dicho no pretende ignorar que en el proceso de constitución de nuevos campos del saber hay siempre lo que podríamos llamar una “pre-historia”. ¿Por qué no pensar que nuestros intelectuales y científicos han participado de esa “pre-historia”, a la que siempre pensamos como hecha por otros y que, en más de un caso, aquellos intelectuales nuestros han dado el paso hacia la “historia”? Desde que hemos ingresado en esa vasta cultura a la que se ha dado en llamar “occidental”, nada nos ha sido ajeno, así como nada nos puede ser ajeno. Preparémonos, capacitémonos para ser capaces de ir asumiendo todos los aportes de la cultura universal desde nosotros mismos, por el mismo hecho de que no estamos fuera de ella.

Por lo demás, aquellos desarrollos, por humildes que hayan sido, por pobres que puedan ser considerados ahora, ya sea porque ciertamente lo fueron o porque nuestra mentalidad colonizada así nos impulse a verlos, tendrán siempre un valor que no podrá ser negado: el de haber sido formas de saber insertas en nuestra propia realidad social e histórica, en otras palabras, el de haber sido respuestas concretas que no podemos menos que estudiar para poder alcanzar nosotros, por nuestra parte, las ineludibles respuestas concretas que nos exige nuestro mundo.

Veamos pues los principales aspectos de lo que podemos llamar, sin error, una Semiótica, tal como aparece desarrollada en las páginas de la Filosofía del entendimiento.

Como es fácil comprender, ese saber acerca de los signos no podía elaborarse sin lo que podríamos llamar una teoría de la conciencia. Que las tesis sobre las que se apoya Bello le den a esa teoría matices que ahora no nos parezcan aceptables, y que se ponen de manifiesto en una metafísica del alma, dada, además, dentro de una posición logocéntrica que recién en nuestros días ha entrado en crisis, no invalida la necesidad de aquella teoría, como base de una Semiótica.

Entendemos que Bello tuvo la agudeza de intentar estructurar este campo del saber de los signos como una especie de fenomenología que tiene mucho de rescatable, a pesar de los elementos psicologistas que la condicionan y, en particular, del asociacionismo de la época. Pero, debemos decirlo, ese mismo asociacionismo queda en parte superado por una aguda capacidad de percepción de los fenómenos del lenguaje, que hizo que los marcos de esa tendencia le resultaran al mismo Bello, estrechos.

Nuestra exposición se centrará, atendiendo a las líneas generales expuestas, a tratar lo que consideramos un intento de encontrar el fundamento de posibilidad del universo de los signos, en primer lugar; las dos definiciones fundamentales de la noción de “signo” sobre las que monta aquel análisis fenomenológico, en segundo lugar; y, por último, lo que sería ya, propiamente, el desarrollo de una teoría de los signos.

Andrés Bello y los orígenes de la Semiótica en América Latina

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