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I. EL PROYECTO NEOLIBERAL

La ecología es subversiva porque cuestiona el imaginario capitalista que domina el planeta (Castoriadis, 2005: 237).

El término neoliberalismo corre el riesgo en convertirse nada más que en un vehículo para que los académicos puedan criticar cosas que no son de su agrado en el mundo (Igoe y Brockington, 2007).

«A lo largo del mundo los ecosistemas están en venta. La mercantilización de la naturaleza y su apropiación por un amplio grupo de actores, para una gama de usos –actuales, futuros y especulativos– y en nombre de la “sostenibilidad”, “conservación” o valores “verdes”, está acelerándose.» Con esta constatación empieza una influyente publicación (Fairhead, Leach y Scoones, 2013), coordinada por un grupo de influyentes sociólogos, antropólogos y ecologistas, sobre un fenómeno que se expande peligrosamente, como aquel de la monetización, capitalización y comercialización de los procesos ecológicos y bienes naturales. Señalan estos autores que una extraordinaria variedad de actores –fondos de pensiones y capitales de riesgo, corredores de bolsa y consultores, intermediarios financieros y especuladores, proveedores de servicios geoinformáticos y facilitadores, inversionistas y vendedores, activistas ambientales, ONG y agencias estatales– están de una u otra manera involucrados en un nuevo negocio, que en nombre de la conservación de la naturaleza, gira alrededor de la apropiación, despojo y mercantilización de bienes y servicios ambientales hasta hace poco considerados como un bien público o propiedad común. A esta variedad de actores se suma una diversidad de instrumentos y estrategias que van desde el ecoturismo hasta el pago por los servicios ambientales, pasando por los mecanismos de mitigación compensatoria, la declaración de áreas protegidas, el consumo responsable y la res­pon­sabilidad social corporativa. En este embrollo de intereses y estrategias emergen nuevas coaliciones y alianzas hasta hace poco difícilmente imaginables: negocios y ONG, conservacionistas e industria minera o empresas de ecoturismo y grandes corporaciones. Bajo el justificativo de un mecanismo respetuoso con la conservación de la naturaleza, este nuevo «capitalismo verde» va más allá de un simple maquillaje para una explotación sostenible de los recursos.

La mercantilización de los recursos naturales no es, de ninguna manera, un fenómeno nuevo. La transformación de la naturaleza en mercancías ficticias (Polanyi, 2001 [1944]) ha tenido lugar a lo largo de la colonización de nuevos espacios, pueblos y procesos de acumulación capitalista (Harvey, 2005). Lo que es un fenómeno relativamente reciente es el amplio esfuerzo de la industria capitalista de internalizar los recursos naturales como un componente integral de la producción bajo el discurso de manejo sostenible de los recursos en el largo plazo. Ya no se trata simplemente de externalizar los costos ambientales (y sociales) en el interés de una ganancia a corto plazo. Se trata de encontrar formas más eficientes de explotación de la naturaleza bajo la apariencia de un desarrollo ecológicamente sostenible que requiere únicamente ajustes menores en la articulación conservación-mercado (Fletcher, Dressler y Buscher, 2014; Brockington, Duffy e Igoe, 2008).

En otras palabras, nos encontraríamos, en términos de A. Escobar (1999: 85), en una fase en la que el capital opera en dos formas distintas e interrelacionadas. La una, de larga data y por consiguiente más familiar, corresponde a la «forma moderna del capital ecológico», en la que el capital, motivado por asegurar la ganancia y disminuir los costos de producción, es incapaz de mantener las condiciones sociales y materiales de su propia producción y, al contrario, las degrada. Al degradar y destruir sus condiciones naturales, el capital se reestructura cada vez más a expensas de lo que O’Connor (2001: 175) llama las condiciones de producción [véase el epígrafe «La segunda contradicción del capitalismo», en pp. 54-59][1]. «La historia de la modernidad puede ser vista como una capitalización progresiva de las condiciones de producción» (Escobar, 1999: 87). En la segunda forma, «la forma posmoderna del capital ecológico», o lo que O’Connor llama la fase ecológica, la naturaleza, no es vista únicamente como una realidad externa que deba ser explotada, sino como una fuente de valor en sí misma. Bajo esta perspectiva, que empieza a afianzarse a partir de la década de los noventa, el periodo de consolidación neoliberal, «la dinámica primaria del capital cambia de forma: de la acumulación y crecimiento con base en una realidad externa, a la conservación y autogestión de un sistema de naturaleza cerrada sobre sí misma» (O’Connor, 1993). Añade este autor, «entramos aquí en un mundo en el cual el capital no se limita a apropiarse de la naturaleza y convertirla después en mercancías que funcionan como elementos de capital constante y variable, sino más bien un mundo en el cual el capital rehace la naturaleza y sus productos, biológica y físicamente, a su propia imagen» (p. 281). En esto consiste la esencia del proyecto global de neoliberalización de la naturaleza.

El neoliberalismo es el proyecto ideológico y político más poderoso en la gobernabilidad global que ha surgido luego del keynesianismo (Anderson, 2000). Inspirado en las ideas del liberalismo económico de la primera mitad del siglo xx, en particular de las ideas de Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek, Joseph Schumpeter y, posteriormente, de Milton Friedman, el discurso neoliberal se ha convertido en la racionalización ideológica dominante del fenómeno de globalización y de las reformas del Estado contemporáneo (Castree, 2010; McCarthy y Prudham, 2004; Peck y Tickell, 2002; Harvey, 2005). Definir el neoliberalismo no es una tarea directa, en parte porque el término neoliberalismo representa un complejo ensamblaje de compromisos ideológicos, representaciones discur­sivas y prácticas institucionales promovidas por alianzas específicas de clases dominantes organizadas en múltiples escalas geográficas. Al igual que globalización o naturaleza, «neoliberalismo» es una palabra compleja y, por lo tanto, denota un amplio rango de signifi­cados que pueden ser aplicados a una variedad de referentes del mundo real. Visto desde esta perspectiva, en la medida en que el sig­nificado del término es claramente determinado en cada contexto de aplicación no significa que el neoliberalismo carezca de di­mensiones identificables. Entre sus elementos centrales está el liberalismo y su dogma al cual se refería Polanyi como el «sistema de mercados auto­rregulados» (2001 [1944]); es decir, un sistema dotado de «facultades casi míticas» (p. 31), en constante expansión en el ámbito geográfico, abarcador como mecanismo de asignación de bienes y servicios y central como metáfora para organizar y evaluar el comportamiento de las instituciones (McCarthy y Prudham, 2004: 276).

La corporatización, mercantilización y privatización de hasta ahora bienes públicos ha sido la señal distintiva del proyecto neoli­beral. Su objetivo primordial consiste en la apertura de nuevos espacios para la acumulación de capital en dominios hasta ahora considerados fuera de los límites del cálculo de la rentabilidad. Servicios públicos de toda naturaleza (agua, telecomunicaciones, transporte), la provisión de servicios sociales (educación, salud, pensiones), instituciones públicas (universidades, laboratorios de investigación, seguridad) han sido privatizadas en cierto grado a través del mundo capitalista y aun fuera de este (China). Aun, la vida misma no ha escapado de esta oleada de mercantilización. Los derechos de propiedad intelectual establecidos mediante el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (TRIPS) bajo las regulaciones de la Organización Mun­dial de Comercio, define el material genético, germoplasmas y otros productos como propiedad privada. De esta manera, rentas por el uso de este material pueden ser extraídas de las poblaciones cuyas prácticas han desempeñado un papel crucial en el desarrollo de esos materiales genéticos (Harvey, 2005: 160).

Los análisis y criticas del neoliberalismo se han enfocado en re­formas de programas gubernamentales de enfoque social, políticas de apertura al comercio, privatización de servicios públicos y flexibilidad laboral, políticas monetarias y de control de la inflación. Escasa referencia se ha hecho al mundo biofísico, en particular, al nexo entre neoliberalismo, por un lado, la gobernanza ambiental, los cambios ambientales y políticas ambientales, por otro. Es a lo largo de las últimas dos décadas que este tópico ha ido ganando espacio en las agendas de investigación de las universidades y la puesta en práctica de sus principios como ejes de articulación de las políticas públicas es cada vez más objeto de un creciente cuestionamiento (Castree, 2010: 1730). Existe un voluminoso cuerpo de literatura que explora las conexiones entre los principios y políticas neoliberales por un lado y el mundo biofísico, por otro. Un sinnúmero de estudios, tanto teóricos como empíricos, llevados a cabo principalmente en el marco de un nuevo campo de estudios, la Geografía Crítica, analizan el proceso neoliberal como el enfoque dominante que gobierna las actividades humanas y sus relaciones con el entorno natural. Este es un tópico importante porque el neoliberalismo, como un producto de la sociedad y sus instituciones, va más allá de esto: todas las prácticas humanas tienen efectos sobre el mundo biofísico que a su vez tiene la capacidad de sostener o alterar dichas prácticas.

Neoliberalismo y naturaleza

En términos ideales, el neoliberalismo es simultáneamente un pro­yecto social, ambiental y global. Socialmente, implica una renegociación de los límites entre el mercado, el Estado y la sociedad civil de tal manera que un número creciente de las esferas sociales son gobernadas bajo la lógica económica. Ambientalmente, implica la privatización y mercantilización de un número creciente de aspectos de la esfera biofísica bajo el apoyo del Estado y grupos de la sociedad civil, actuando como facilitadores y reguladores. Finalmente, en términos geográficos, está implícito en el proyecto neoliberal su carácter expansivo, que ve en el mercado el mecanismo más efectivo para la asignación de bienes y servicios a escala global (Castree, 2008). Este proceso ha ido acompañado de la expansión de la influencia de las instituciones multilaterales, la ascendencia gradual del corporativismo global, la profundización de redes transnacionales, la transición de gobierno a gobernanza y la autocrítica neoliberal de las practicas (nacionales) heredadas (Peck, 2004: 397).

Definición y características

Las definiciones de neoliberalismo abundan. Diferentes definiciones enfatizan distintos elementos de la configuración neoliberal en línea con las preocupaciones de investigadores, ideologías y contextos de análisis. D. Harvey (2005: 2) condensa acertadamente un conjunto de rasgos que caracterizan y moldean el neoliberalismo como objeto de estudio:

El neoliberalismo es en primer lugar una teoría de prácticas de economía política que propone que el bienestar del ser humano puede ser potenciado de mejor manera a través de la emancipación de las libertades y capacidades de emprendimiento individual en un contexto institucional caracterizado por sólidos derechos de propiedad privada, mercados libres y libertad de comercio. El papel del Estado es el de crear y mantener un contexto institucional apropiado para tales prácticas… Si no existen mercados (en áreas como el suelo, aire, educación, salud, seguridad social, contaminación ambiental) ellos deben ser creados, si es necesario, mediante acción del Estado. Una vez creados, la intervención del Estado debe mantenerse a un nivel mínimo ya que, de acuerdo a la teoría, no posee suficiente información para apreciar las señales del mercado (precios) y debido a que poderosos grupos de interés inevitablemente producirán sesgos y distorsiones en las intervenciones del Estado para su propio beneficio.

Esta definición nos muestra el carácter polisémico del término neoliberalismo que abarca una pluralidad de material y elementos discursivos que le dan el carácter de un fenómeno político-económico amorfo. Sin embargo, es posible identificar un conjunto más o menos estable y delimitado de significados interrelacionados que son aplicados de una manera relativamente consistente por los investigadores académicos. Para la comunidad interdisciplinaria de científicos sociales el término neoliberalismo describe uno o más de los siguientes tópicos interrelacionados (Castree, 2010):

1. En primer lugar, una visión del mundo; es decir, un cuerpo normativo de principios, objetivos y aspiraciones cercanos a una filosofía de vida o algo similar. El papel del Estado como el garante de la máxima libertad individual y de la independencia de las instituciones y el mercado como el mecanismo óptimo para la asignación de recursos son la esencia del credo neoliberal.

2. En segundo lugar, un discurso o programa político; es decir, un conjunto de valores, normas, objetivos y propuestas políticas asociadas, formuladas por quienes controlan o buscan el control del aparato del Estado. De manera típica, las propuestas de políticas giran en torno a la privatización, mercantilización, desregulación y rerregulación, aplicación de criterios de mercado en el sector estatal, creación de instituciones de la sociedad civil y comunidades autogobernadas y autosuficientes.

3. Tercero, un conjunto de medidas políticas prácticas: políticas macroeconómicas, políticas industriales, mercado laboral, políticas sociales, políticas educativas, entre otras, muy familiares para los países en desarrollo a través de los llamados programas de ajuste estructural.

A pesar de que en muchos respectos el esfuerzo de investigación en este multicolorido campo está todavía en etapas tempranas, algunas dimensiones de partida para una crítica de sentido común emergen frente a la tendencia simplificadora de equiparar neoliberalismo con globalización y debilitamiento del Estado (Peck, 2004). Estas dimensiones se manifiestan a través de la constitución y reconstitución de procesos interrelacionados que tienen una incidencia directa, o mejor dicho, moldean y regulan las relaciones entre las sociedades y el mundo biofísico. Estos procesos son brevemente resumidos a continuación (Bakker, 2005; Castree, 2008).

a) Privatización, es decir, la asignación de derechos de propiedad a aspectos del mundo social y natural que no han tenido propietario o han sido propiedad del Estado o de propiedad comunal. La privatización representa siempre un cambio de las relaciones sociales con el mundo no-humano, modificando los derechos de acceso, uso y eliminación de los componentes físicos de la naturaleza o ciertas representaciones de ella (propiedad intelectual) (Castree, 2011: 36). Este proceso tiene lugar bajo distintas modalidades, desde el tradicional cercamiento (enclosure) y concesión de territorios a empresas transnacionales para la explotación de recursos (minería, energía, madera), la transferencia de la gestión de recursos naturales (agua, energía), tradicionalmente bajo la autoridad del Estado, a empresas y corporaciones, o la transferencia de responsabilidades y control del manejo de territorios (parques nacionales, áreas protegidas, hábitats naturales) a organizaciones y empresas (generalmente extranjeras). En todos estos casos está claro que un conjunto de políticas centradas alrededor de la naturaleza altera con diferente intensidad los derechos de acceso y uso de una variedad de bienes económico-sociales en un proceso de acumulación por desposesión o simplemente de despojo verde [véase el epígrafe «El despojo verde», en pp. 63-71].

b) Comercialización, que en relación con la esfera biofísica, implica dos cosas que conllevan ambas el intercambio de dinero entre vendedores y compradores. La primera es el derecho de los compradores de usar in situ algún elemento del mundo no-humano sujeto al establecimiento de un precio por parte de los vendedores; la segunda, el derecho de los compradores de adquirir, sujeto a un precio, algún elemento del mundo no humano abstraído de su contexto biofísico. La comercialización produce cambios en las prácticas de gestión que introducen principios mercantiles (eficiencia), métodos comerciales (evaluación costo-beneficio) y objetivos concretos (maximización de la ganancia). En una sociedad neoliberal la comercialización presupone privatización, pero no viceversa. Se trata de dos procesos distintos, no necesariamente concomitantes. Mientras la privatización implica cambios organizacionales, la comercialización implica cambios institucionales (en el sentido sociológico de normas, reglas y hábitos). Por lo tanto, privatización y comercialización, aunque interrelacionadas, deben ser entendidas como procesos diferentes. La privatización puede ocurrir sin que tenga lugar una comercialización completa (Bakker, 2005: 544).

c) Mercantilización implica la creación de un bien económico a través de la aplicación de mecanismos dirigidos a la apropiación y estandarización de una clase de bienes y servicios que permitan a estos bienes y servicios ser vendidos a un precio determinado a través de los intercambios de mercado. Esto implica cambios en las instituciones que rigen el manejo de recursos, una condición necesaria pero insuficiente para la comercialización (Castree, 2011: 37; Bakker, 2005: 545).

d) Desregulación o retirada del Estado como propietario o administrador de bienes y servicios biofísicos que tiene lugar bajo dos argumentos fundamentales. El primero tiene que ver con el supuesto fracaso de su capacidad, ya sea por razones financieras o administrativas, de proveer esos bienes y servicios a precios y estándares aceptables para la sociedad. El segundo se refiere a la persistente creencia de que bienes y servicios de mayor efectividad del costo y mejor calidad pueden ser provistos por la empresa privada operando en un mercado competitivo. En general, el fenómeno de desregulación tiende a ser visto co­mo un proceso de debilitamiento del Estado en el marco del contexto de la globalización; de ahí la difundida percepción de equiparar neoliberalismo, globalización y reducción del Estado. Sin embargo, la globalización económica no implica la «muerte» del Estado nacional. Ahora se reconoce ampliamente que los estados nacionales, lejos de debilitarse en la insignificancia, permanecen como importantes actores de los procesos de neoliberalización y globalización; que ellos son actores de estos procesos y que los logros alcanzados a lo largo de este proceso han implicado la reestructuración y reorganización de las capacidades del Estado antes que su erosión y destrucción (Peck, 2004: 394). Por consiguiente, contrario a su autorrepresentación discursiva, el neoliberalismo no puede ser reducido a un simple proceso de sustitución del Estado por los mercados ya que, en la práctica, los mercados ya sean privatizados o desregulados, requieren ser gestionados y monitoreados (a menudo por una nueva estirpe de tecnócratas) y, lo que es más importante, los mercados nunca han ocurrido ni ocurren de manera espontánea y autorregulable (Polanyi, 2001 [1944]). La contracción del Estado no se aplica al Estado en general, sino a instituciones específicas que caracterizan varias formas de los Estados (socialistas, desarrollistas, socialdemocracias). No se trata de una condición genérica de más mercado menos Estado, sino la aparición de nuevas formas cualitativas en las relaciones Estado-mercado; en otras palabras, de un proceso de rerregulación del papel del Estado (Peck, 2004).

e) Rerregulación significa, entonces, que las instituciones de gobierno que operan de una manera neoliberal tratan de hacer una realidad, cuando es posible, la privatización, la mercantilización y la comercialización de la naturaleza. A lo largo de sus etapas iniciales, durante la década de los ochenta, la ideología neoliberal dio por sentado que la operación espontánea de las fuerzas del mercado era suficiente para cubrir las necesidades de regulación a medida que el gobierno se retraía. Ya en la década de los noventa quedó claro que las fallas cuasi sistémicas en áreas como transportes, alimentación, medio ambiente, y aun en los mercados de trabajo y financiero, requerían respuestas más allá del estrecho repertorio de las recetas neoliberales convencionales. Estas nuevas respuestas incluyeron, entre otras, la apropiación selectiva de la idea de «comunidad» y el uso de métricas fuera del mercado, la incursión del discurso y técnicas de capital social, la irrupción de la idea de gobernanza y partenariado y nuevos arreglos institucionales y reglamentarios para la protección ambiental. Por supuesto que estos cambios no se han reproducido de manera homogénea en los diferentes espacios. Estos han sido asociados con la intensificación de los mercados de desarrollo desigual que ha ido creando desafíos y oportunidades para el proyecto neoliberal (Peck y Tickell, 2002: 392).

En el caso de las estrategias de conservación de la naturaleza promovidas por el neoliberalismo, la rerregulación implica la utilización del Estado para transformar bienes no comerciales en mercancías intercambiables en el mercado (Igoe y Brockington, 2007). Esto es alcanzado mediante la privatización, la territorialización o demarcación de territorios con el propósito de controlar pueblos y recursos y facilitar su manejo y explotación (minería, petróleo) o, por el contrario, mediante el reconocimiento de los derechos de propiedad a las poblaciones rurales para permitirles la entrada en negocios y joint-ventures ligadas al suministro de servicios ambientales (CO2, ecoturismo, bioprospección) o también, mediante la renta, concesión o transferencia de control de territorios controlados por el Estado a empresas o instituciones internacionales (Fideicomiso Yasuní-ITT)[2]. En este último caso, los procesos de re-regulación y territorialización son generalmente motivados por presiones de la financiación multilateral en nombre de las sinergias (aparentes) entre conservación y sostenibilidad, por una parte, y crecimiento económico acelerado por las inversiones alrededor de esas áreas. De esta manera, a través de la territorialización, los Estados neoliberales cumplen los imperativos de la financiación multilateral hacia la mercantilización de sus recursos (Igoe, Neves y Brockington, 2011).

Se llega a una conclusión, que en principio aparece como paradójica: el mercado es al mismo tiempo creado y regulado por el Estado. Entonces, la neoliberalización no consiste en el retiro del Es­ta­do, sino que este cambia su papel para asegurar activamente el fun­cionamiento de los mercados ahí donde estos pueden zozobrar. Se trata, en definitiva, de un proceso dialéctico de desregulación-rerregulación asociado con nuevas economías de la circulación y acumulación del capital (Bridge y Jonas, 2002: 760).

Una última característica del neoliberalismo tiene que ver con el uso de aproximaciones de mercado en el sector gubernamental. La utilización de parámetros de evaluación de mercado en las actividades remanentes del Estado es un mecanismo para garantizar su eficiencia. Eficiencia, según la ideología neoliberal, significa que la provisión de bienes y servicios a la sociedad o la capacidad reguladora de las instituciones del Estado deben operar como si se tratara de empresas privadas operando en un entorno competitivo. En el caso de que, por razones prácticas, una competencia artificial no pueda ser creada entre las instituciones del Estado, otros parámetros pueden ser usados como normas sobre la recuperación de costos, presupuestos equilibrados y altos estándares en la provisión de servicios. El Estado ideal, entonces, es aquel que piensa en términos de efectividad del costo, tasas de retorno, análisis FODA, marco lógico, árbol de problemas y otros métodos legítimamente aplicados por la empresa privada pero muy cuestionables en su aplicación a complejos problemas sociales y ambientales (Dávalos, 2011: 162).

Neoliberalismo o neoliberalización

El neoliberalismo ha sido promovido y auspiciado por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio y, por lo tanto, tiene una dimensión global real. Sin embargo, no se trata de un modelo único. Las dimensiones señaladas en la sección anterior representan el «modelo neoliberal». Este modelo no puede ser confundido con la realidad que el modelo trata de representar o describir (Castree, 2010: 1729). El término describe fenómenos dinámicos y complejos que por su naturaleza no son fijos, bien delimitados y estables. Por lo tanto, el neo­libe­ralismo no existe como tal en ninguna parte. El modelo, por definición, no se realiza como tal en una forma pura en el mundo real o, en otras palabras, no se realiza de manera uniforme y homogénea a través del tiempo y el espacio geográfico (Peck, 2004). Es necesario reconocer «las diferentes variantes del neoliberalismo, la naturaleza híbrida de sus políticas y programas y los múltiples y contradictorios aspectos de los espacios, técnicas y sujetos neoliberales» (Larner, 2003: 509). El neoliberalismo migra de un sitio a otro, interactúa con diferentes realidades que analíticamente no pueden ser reducidas a casos de una condición global uniforme (Barnett, 2010; Larner, 2003; Peck y Tickell, 2002). La idea del neoliberalismo como un modelo único global significa que cualquier esfuerzo de resistencia a las políticas neoliberales sería marginal y estaría condenado al fracaso. La realidad es más compleja y la crítica teórica y empírica debe enfocarse a desenredar esta complejidad, explorar sus consecuencias para la comprensión y acción (Castree, 2010).

Insistimos aquí en que, al igual que la globalización, el neoliberalismo debe ser entendido como un proceso, concretamente como un grupo de procesos interconectados que se producen en contextos y escalas espaciales y temporales diferentes (Peck y Tickell, 2002: 383). Si bien se trata de procesos gobernados por características comunes, resulta errado conceptualizar el neoliberalismo como un conjunto de principios y reglas que implican una relación unidireccional entre principios, programas y prácticas diseminadas de una manera homogénea a lo largo del planeta. Mientras la retórica neoliberal deriva parcialmente su poder de la imagen de un Estado ausente y de su idealizada contraparte, una entidad independiente, liberalizada y competitiva, el contenido de las estrategias reformistas neoliberales y su puesta en práctica en contextos diferentes y a diferentes escalas tienen cierto parecido. Sin embargo, el contexto local a nivel institucional, económico y social determina el estilo, la sustancia, orígenes y resultados de las políticas reformistas. De ahí la coexistencia de los imperativos neoliberales con una variedad de formas de Estados –populistas, autoritarios, desarrollistas o socialdemócratas–. Estas observaciones nos llevan a la conclusión de que tiene más sentido hablar de neoliberalización en lugar de neoliberalismo en abstracto. Este último se refiere a un fenómeno fijo y homogéneo, mientras el primero a un proceso espacial y temporal (Castree, 2008: 137). Sin embargo, como se señaló anteriormente, esto no significa la imposibilidad de generalizar ciertas abstracciones de contextos diferentes.

Así, las políticas neoliberales que cobraron fuerza en la década de los noventa en América Latina no fueron simples implantes de un programa neoliberal totalmente consistente y articulado. Ellas representaron incursiones políticas en la arena de una reforma orientada al mercado en el contexto de un conjunto de condiciones de entorno que, en retrospectiva, fueron propicias para reacciones de estilo de mercado, pero que de ninguna manera proveyeron una hoja de ruta inequívoca para los nuevos empoderados reformadores. Estas condiciones de entorno incluyeron el agotamiento del keyne­sianismo y las políticas de sustitución de importaciones, la reglobalización de las finanzas, las presiones sociales en los Estados desarrollistas, las crisis petroleras, entre otras (Peck, 2004: 401).

En resumen, a pesar de la diversidad escalar y geográfica, escasa atención han recibido las diferentes variantes de neoliberalismo, la naturaleza híbrida de sus políticas y programas o los múltiples y contradictorios aspectos de los espacios, técnicas y temas neoliberales (Larner, 2003). Una parte de la literatura crítica sobre la neoliberalización de la naturaleza ha adoptado más bien una posición uniforme que asume un proyecto singular hegemónico, sin considerar la complejidad de los contextos, su diversidad y contingencias específicas. Existe una tendencia en los estudios a tratar los términos neoliberal y neoliberalización para referirse y juzgar fenómenos y situaciones que no son necesariamente similares o comparables. En realidad, los análisis y críticas al neoliberalismo deben partir de dos realidades difícilmente cuestionables: la primera, que el neoliberalismo existente comprende varias y diferentes, pero interconectadas, neoliberalizaciones (en plural) organizadas en una variedad de escalas sectoriales, temporales y espaciales; y segundo, que el neoliberalismo no implica convergencia, una suerte de destino teleológico, la etapa más alta y final del desarrollo capitalista, una suerte de fin de la historia. A pesar de su incipiente universalismo, las políticas neoliberales tomaran formas localizadas y seguirán asociadas a consecuencias de profunda desigualdad aun si ellas responden a narrativas reformistas transnacionales, comunidades de expertos y prácticas[3].

Los límites de la mercantilización

D. Harvey (2016) sostiene que «el objetivo de toda teoría social es la creación de marcos de comprensión, un aparato conceptual elaborado, que permita entender las relaciones más importantes que operan en la intrincada dinámica de la transformación social». Desde hace ya varios años, un considerable esfuerzo intelectual ha sido desplegado con el fin de estructurar un marco conceptual y analítico que permita dar respuesta a las preguntas sobre las razones para la neoliberalización de la naturaleza, los mecanismos de su realización y los efectos de este proceso sobre las sociedades y la naturaleza misma. La literatura sobre estos temas es abundante y continúa creciendo exponencialmente. Aunque los estudios y análisis abordan estos temas bajo diversas perspectivas, en distintos contextos y a diferentes escalas, algunos conceptos teóricos subyacen en todos ellos como herramientas indispensables para descifrar la complejidad de los fenómenos.

Tres ideas centrales están presentes, con distintos niveles de intensidad, en el cuerpo de investigación sobre la neoliberalización de la naturaleza. La primera sitúa el neoliberalismo como una manifestación específica del proceso de acumulación del capital. El capitalismo, como un proceso en constante crecimiento requiere cada vez más de espacios de realización, es decir, de oportunidades de generación de riqueza. La naturaleza, bajo todas sus formas, es uno de los últimos reductos (sino el último) para asegurar la continuidad del proceso de acumulación. La segunda idea, derivada de la anterior, tiene que ver con la lógica de mercantilización de la naturaleza que conduce a categorizar sus bienes y servicios como objetos de transacción en el mercado, subordinando de esta manera, la naturaleza a las leyes de la oferta y la demanda y dando lugar a la aparición de seudomercancías o mercancías ficticias. Por último, y esta es la tercera idea, este proceso de mercantilización de la naturaleza, conjuntamente con una dinámica incontrolable de crecimiento económico, afecta negativamente a una de las condiciones de producción (el entorno natural) dando lugar a una contradicción que, en principio, tiende a manifestarse en crisis de subproducción debido a los recursos que deben ser destinados para reparar y mantener las condiciones de producción.

Tenemos entonces los tres pivotes alrededor de los cuales emerge todo un andamiaje teórico para la comprensión y análisis de las relaciones entre sociedad y mundo biofísico: el concepto de acumulación y toda la teoría marxista que lo soporta, la tesis de la gran transformación de Polanyi y su concepto central de las mercancías ficticias, y el argumento de O’Connor sobre la segunda contradicción del capitalismo y las crisis de subproducción. Las conexiones intelectuales entre estas corrientes de pensamiento y sus proponentes son ampliamente reconocidas y han dado lugar a un desarrollo teórico de enfoques y conceptos utilizados en un amplio repertorio de trabajos teóricos y empíricos focalizados en encontrar respuestas a las preguntas antes formuladas.

La naturaleza: una mercancía ficticia

Una de las contribuciones remarcables del pensamiento de K. Polanyi (2001 [1944]) consiste en recordarnos que el mercado, como el principio básico de organización de las sociedades, tuvo su origen histórico en la transición del feudalismo al capitalismo. Su creación requirió la transformación de la naturaleza en la tierra, la vida en trabajo y el patrimonio en capital. Esto fue para Polanyi La gran transformación, la conversión de los medios de producción (no únicamente sus productos) en mercancías para ser manejadas a través del mercado.

Todo el sistema económico conocido por nosotros hasta el final del feudalismo en Europa occidental estuvo organizado ya sea en principios de reciprocidad o de redistribución o de la vida doméstica. Estos principios fueron institucionalizados con ayuda de una organización social bajo patrones de simetría, centricidad y autarquía… Los mercados no desempeñaban una parte importante en el sistema económico.

En el proceso de formación del mercado, la tierra fue abstraída del mundo natural y tratada como una mercancía intercambiable, el trabajo fue abstraído de la vida y tratado como una mercancía para ser valorada e intercambiada de acuerdo a la oferta y la demanda, y el capital fue abstraído de su contexto social, no más tratado como un patrimonio colectivo o individual, sino como una fuente intercambiable de ingreso para los individuos.

Polanyi detalló las tensiones inherentes entre la naturaleza y la tendencia ilimitada de crecimiento del capital originadas en el tratamiento de insumos no producidos como mercancías (naturaleza, trabajo y capital) como si estos fuesen mercancías.

El trabajo no es sino otro nombre de la actividad humana que acompaña a la vida misma… tierra no es sino otro nombre para la naturaleza que no es producida por los seres humanos… y dinero es simplemente un símbolo del poder de compra que, como regla, de ninguna manera es producido sino que se origina a través del mecanismo financiero (2001 [1944]: 75).

Debido a que estos insumos son la base misma de la producción de mercancías y circulan como mercancías, aunque nunca pueden ser producidas como verdaderas mercancías, Polanyi sostuvo que se trata de mercancías ficticias y si su mercantilización se lleva a cabo sin control, esto eventualmente conducirá a su degradación, escasez y, en última instancia, a su desaparición y por lo tanto también al colapso de la sociedad de mercado:

permitir que el mecanismo del mercado sea el único director de los seres humanos y de su entorno natural, independientemente de la cantidad y el poder de compra, resultará en la demolición de la sociedad (p. 76).

Como insistimos a lo largo del presente trabajo, el problema de fondo de la ideología neoliberal al pretender regular la interacción de las sociedades con el mundo biofísico es su tratamiento de la naturaleza como una mercancía ficticia.

Ya en 1972, el estudio Los límites del crecimiento advertía que la humanidad se vería obligada a destinar una fracción creciente del capital y de la fuerza de trabajo para hacer frente a las restricciones ecológicas causadas por el crecimiento económico. Esta tesis ha sido corroborada en sucesivas actualizaciones del estudio (Meadows, Randers y Meadows, 2005). El estudio analiza cómo el crecimiento de la población y el uso de los recursos naturales interactúan produciendo una creciente tensión que se manifiesta en los límites físicos del planeta bajo la forma del agotamiento de los recursos naturales y su capacidad finita para absorber la contaminación procedente de la industria, agricultura y el consumo. El mensaje es inequívoco: ya a partir de la década de los noventa se presenta una creciente evidencia de que la humanidad se está dirigiendo hacia un territorio insostenible. Los escenarios de crecimiento examinados (en particular el escenario 2) resultan en niveles de producción industrial que dan origen a un aumento vertiginoso de la contaminación. Una parte se debe a la contaminación directa de las actividades industriales y otra parte obedece al deterioro o saturación de los procesos naturales de asimilación de la contaminación. De acuerdo con el estudio, por ejemplo, la contaminación tiene un impacto mayor en la fertilidad del suelo y las crecientes inversiones para restaurar su fertilidad no serán suficientes para contrarrestar una disminución dramática de la productividad agrícola en las próximas décadas. El estudio demuestra que el agotamiento progresivo de los recursos no renovables determina un aumento de sus costos de tal manera que una fracción creciente del capital debe ser destinado a la obtención de estos recursos. Este fenómeno trae como consecuencia una contracción de la producción y, en definitiva, a un eminente colapso de los sistemas socioeconómicos[4].

La tensión ampliamente percibida entre el principio capitalista de la expansión sin límites y el carácter finito de los recursos naturales, incluida la limitada capacidad de absorción del entorno físico de residuos y desechos, se hace presente cada vez con mayor intensidad (Wallerstein, 2013). La tesis de los «límites planetarios» (Rock­strom, Steffen, Noone, Person et al., 2009), aunque pueda parecer prematuramente alarmista, no deja de ser motivo de una creciente aprensión. Pero aparte de escenarios apocalípticos de agotamiento y escasez de los recursos, la conjetura de Polanyi parece estar tomando forma en la actualidad. Los síntomas de que la expansión del mer­cado ha alcanzado umbrales críticos respecto a las tres mercancías ficticias debido a la erosión de las «salvaguardias institucionales» se manifiesta en una «crisis de reproducción social, la renovación de las condiciones sociales requeridas para sostener la sociedad capitalista» (Calhoun y Derlugian, 2011: 271). Se pregunta Streeck si «acaso el victorioso capitalismo no se ha convertido en su peor enemigo». Los umbrales críticos se manifiestan en los diferentes fren­tes (Streeck, 2016; Wallerstein, Collins, Mann, Derluguian y Cal­houn, 2013). La mercantilización del trabajo parece haber llegado a límites peligrosos que ponen en serio peligro la continuidad misma del sistema capitalista (Collins, 2013: 37-69). En la misma línea, señala Streeck (2016: 62) que ha sido la excesiva mercantilización del dinero la causa de la crisis financiera de 2008: la transformación de una ilimitada oferta de crédito en productos financieros sofisticados que terminaron en una burbuja de inimaginables consecuencias en ese momento. La tendencia de la transformación del viejo régimen de M-C-M’ hacia uno nuevo de M-M’ continua de manera ineluctable. Por último, y dentro de esta misma lógica, la financiarización de la naturaleza [véase el epígrafe «La financiarización de la naturaleza», en pp. 187-191] como mecanismo de creación de nuevos espacios de inversión, comercio y especulación, es la última etapa de un proceso que terminará con la degradación, probablemente irreversible, del entorno biofísico.

En medio de todo este «paisaje» nada alentador, no puede perderse de vista que muchas de las crisis ecológicas tienen que ver con el dominio que las clases rentistas (terratenientes, propietarios de minerales, agricultura y derechos de propiedad intelectual, por ejem­plo) tienen sobre los activos naturales y recursos, lo que les permite crear y manipular la escasez y especular con el valor de los activos que ellas controlan. Al respecto, D. Harvey (2016) observa que las consecuencias de este poder se han ido evidenciado durante mucho tiempo. Nos recuerda este autor que casi todas las hambrunas ocurridas en los últimos 200 años han sido socialmente producidas y no decretadas por la naturaleza. Cada vez que se produce un aumento de los precios del petróleo se produce un coro de comentarios sobre los límites naturales del peak oil seguido por un periodo de arrepentimiento, mientras se constata que han sido los especuladores y el cartel de productores quienes provocaron el alza. El «despojo verde» (land grabs), en marcha en todo el mundo (de manera particular en África), no obedece tanto al temor de los límites de producción de alimentos o extracción de minerales, sino a un escalamiento de la competencia por monopolizar las cadenas de alimentos y minerales para la extracción de rentas.

Sostenía Polanyi que los mercados libres, autorregulados son un mito y que, en la realidad, la supervivencia de los mercados siempre requiere algún tipo de regulación. Añadía este pensador que frente a la constatación de una acelerada degradación de las condiciones sociales y materiales surge una resistencia social que históricamente, en cierta medida, ha actuado como elemento regulador de los efectos destructivos del mercado.

Esta es en síntesis la tesis del doble movimiento (Polanyi, 2001 [1944]: 138): los intentos de expandir la esfera del mercado encuentran resistencia por parte de significantes segmentos de la sociedad y en última instancia pone límites al reinado del mercado. Sin embargo, esta resistencia ha sido cooptada, por lo menos parcialmente, por el mismo capital al presentar una aparente desincrustación de la economía de mercado con el fin de permitir su funcionamiento sin amenazas serias de «insurrección». En este sentido, el doble movimiento no es acerca de un cuestionamiento fundamental del mercado, sino acerca de alterar el sistema de mercado con el fin de mantenerlo. La economía verde, el capitalismo verde, la modernización ecológica, el desarrollo sostenible, con toda la adjetivación que lo acompaña, no son sino la expresión de esta tendencia.

La segunda contradicción del capitalismo

A partir de los argumentos de Polanyi sobre las mercancías ficticias, el doble movimiento y la paradójica necesidad de regulación de los mercados autorregulados, O’Connor propone un contexto analítico para el estudio de las crisis ambientales (2001). Según este autor, las mercancías ficticias son la expresión de las condiciones de producción, es decir, los requerimientos de la producción capitalista que los capitalistas no pueden producir como mercancías. Uno de los aportes importantes de este autor ha sido la apertura de un nuevo enfoque al creciente debate sobre los límites naturales. Mediante el desarrollo del concepto marxista de contradicción, O’Connor pone en un contexto específico de patrones de desarrollo del capitalismo el problema de la crisis ecológica, agotamiento y escasez de los recursos, y propone un nuevo marco conceptual bajo el argumento de que la crisis es la manifestación de una «segunda contradicción del capitalismo»; una nueva contradicción bajo la cual la acumulación del capital crea nuevas barreras para su futuro desarrollo.

La línea de argumentación es como sigue. En el curso de su funcionamiento normal, el capitalismo genera barreras para su propio desarrollo y estas barreras se manifiestan como crisis que tienen el potencial de socavar o fortalecer el capitalismo como un todo, dependiendo de las circunstancias, de la acción política y de eventos contingentes. Según la teoría marxista tradicional sobre las crisis económicas del capitalismo, estas son originadas por la contradicción latente entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Se trata de crisis internas al sistema que se manifiestan a través de una tendencia hacia la sobreproducción y, por lo tanto, a una crisis de realización y son las que catalizan la existencia de una clase trabajadora organizada como factor clave del cambio social. En cambio, la segunda contradicción del capitalismo es motivada por la búsqueda de ganancia del capital que, en su preocupación de disminuir los costos, degrada o falla en mantener las condiciones sociales y materiales de su propia producción. Pero estas condiciones son comunes a la producción capitalista como un todo, de tal manera que el capital, en general, confronta costos más elevados debido a la necesidad de reparar el daño ocasionado por la visión de corto plazo del capital individual a las condiciones compartidas de producción. Este proceso sería el origen de una crisis de subproducción.

Esta segunda contradicción es el resultado de las tensiones entre el funcionamiento del sistema capitalista y nuevas categorías a las que O’Connor denomina condiciones de producción. Según este autor, Marx define tres clases de condiciones de producción. En primer término, las condiciones generales de producción, categoría en la que O’Connor incluye los medios de comunicación, el capital social, la seguridad pública, la planificación, el espacio urbano y la infraestructura en general. La segunda condición de producción está dada por la fuerza de trabajo, entendida no como una mercancía, sino como las condiciones personales para la realización de un trabajo útil, la integridad física, mental y el bienestar de la fuerza laboral. Por último, la tercera condición se refiere a las condiciones físicas externas o el entorno natural afectado por la aparición de «barreras naturales» artificialmente inducidas como es el caso de la pérdida de fertilidad de los suelos debido al exceso de pesticidas, la erosión debida a la deforestación, la desaparición de la capa de ozono por el uso de ciertos aerosoles o el calentamiento global ocasionado por la acumulación de gases de efecto invernadero. La característica común de estas tres categorías consiste en que ninguna de ellas es producida como una mercancía de acuerdo a la ley del valor de las fuerzas del mercado, sin embargo, ellas son tratadas por el capital como si fuesen mercancías; es decir, se trata de mercancías ficticias.

Sostiene O’Connor que la crisis ecológica motivada por esta segunda contradicción marca un punto de inflexión en el desarrollo del capitalismo, dando lugar al surgimiento de nuevas barreras y nuevas formas de crisis sistémicas que se manifiestan en una nueva contradicción a la acumulación de capital[5]. Las tensiones originadas por esta segunda contradicción son parcialmente internas y parcialmente externas al sistema capitalista; se presentan no como una tendencia a la sobreproducción (primera contradicción), sino como una tendencia a la subproducción y a una crisis de escasez de capital debido a la necesidad de destinar una fracción creciente del capital a mitigar la degradación ambiental y la escasez de recursos[6]. En este contexto, la teoría de la segunda contradicción es un intento para explicar la producción de escasez o, mejor dicho, la escasez específica capitalista. Ella expresa, por un lado, las relaciones contradictorias entre las fuerzas productivas capitalistas y las relaciones producción y, por otro, entre las fuerzas productivas y las condicio­nes de producción. La expresión combinada de fuerzas productivas y relaciones de producción es simplemente el proceso de acumulación del capital, de tal manera que la segunda contradicción es, en definitiva, una contradicción entre la acumulación de capital y las condiciones de producción (Spence, 2000).

Sin desconocer el aporte pionero de O’Connor, M. Spence (2000) argumenta correctamente que la tesis de la segunda contradicción del capitalismo es un «intento fascinante pero inexacto de construc­ción de una teoría sobre categorías marxistas para la comprensión de la crisis ecológica de nuestro tiempo» (p. 107) y, añaden Martínez Alier y Roca Jusmet, «se trata de una idea fértil pero muy discutible» (2013: 41). Señala Spence que el concepto de condiciones de producción, la base de la tesis de O’Connor, es válido si se usa con precisión en lo referente al entorno natural; pero, por un lado, carece del legado marxista que O’Connor le atribuye y, por otro, no es pertinente para el análisis de las dos condiciones restantes: las condiciones generales de producción (espacio urbano e infraestructura) y la fuerza de trabajo[7]. Teniendo en cuenta la influencia importante de las tesis de O’Connor en la ecología política y disciplinas afines, conviene detenerse brevemente en este tópico.

En primer lugar, la hipótesis acerca de que la infraestructura urbana e industrial no es producida como una mercancía, como sos­tiene O’Connor, es incorrecta. Por el contrario, la infraestructura de transporte, los servicios energéticos, la electricidad, las redes de telecomunicaciones son bienes y servicios muy a menudo producidos como mercancías. Indudablemente que existen serios problemas en la provisión de estas facilidades y servicios, pero el problema fundamental es la falta de inversión, sobre todo en investigación y desarrollo de soluciones alternativas. Por ejemplo, el limitado impacto de las energías renovables no convencionales en los sistemas energéticos se debe a que el capital está enfocado únicamente a aquellas actividades que le representan una ganancia y los parámetros para el cálculo del beneficio son impuestos por las estructuras neoliberales del Estado y las finanzas globales. Esto explica la preeminencia de las energías fósiles sobre sistemas energéticos alternativos. Por lo tanto, no es necesario invocar la segunda contradicción del capitalismo para explicar estos problemas y crisis.

Segundo, el enfoque de O’Connor sobre la fuerza de trabajo aborda esta condición de producción no como una mercancía, sino en la manifestación fisiológica y social de los seres humanos. Bajo esta visión, la segunda contradicción impacta sobre la fuerza de trabajo vía la salud pública, el acceso a los servicios de salud, la seguridad laboral, la política de género, la división del trabajo y otros condicionamientos sociales y culturales. No se puede desconocer que estos son temas concretos e importantes cuestionados activamen­te y en ocasiones, violentamente. Sin embargo, «está fuera del sentido de proporciones afirmar que esta es una nueva contradicción del capitalismo, que su lógica impide o bloquea la reproducción de la fuerza de trabajo para convertirse en un problema sistémico para el capital» (Spence, 2000: 93). A nivel global, el capitalismo no crea escasez de fuerza de trabajo, sino lo contrario. El capitalismo puede utilizar el poderío del cambio tecnológico e inversión para inducir desempleo, creando una reserva de desempleo y pobreza a escalas alarmantes (Collins, 2013; Harvey, 2005). Uno de los resultados es el inmenso número de pobres, excluidos del mercado capitalista del trabajo y de la economía monetizada, cuya necesidad de supervivencia es un factor determinante para el deterioro del ambiente (destruc­ción del bosque tropical, deforestación, erosión del suelo, presión en el suministro de agua). «Este fenómeno es efectivamente una crisis, una crisis asociada a un mercado de trabajo global disfuncional, pero no se trata de una crisis en el sentido señalado por O’Connor» (Spence, 2000: 94).

Por último, algunos aspectos de la naturaleza encajan en la definición de condiciones de producción. El suelo, por ejemplo, no es producido como una mercancía y, sin embargo, es tratado por el capital como una mercancía. La noción de «segunda naturaleza» es central en el argumento de O’Connor. Segunda naturaleza se refiere a los aspectos del entorno natural, aspectos de los organismos vivos o de los procesos naturales que han sido transformados por la actividad productiva capitalista. Pero no se trata de un movimiento en un solo sentido mediante el cual los seres humanos actúan sobre la «madre naturaleza». Se trata de una dinámica mediante la cual dos sistemas coevolucionan en direcciones opuestas ya que en cierto momento la afectación a la naturaleza crea una barrera al proceso de acumulación de capital. En efecto, las transformaciones de la segunda naturaleza son la interfase, la zona de tensión y conflicto potencial entre la actividad productiva capitalista y los procesos de la «naturaleza primaria» que tienen sus propios movimientos y ritmos pero que están fuera del alcance humano.

Por otra parte, D. Harvey sostiene que la hipótesis acerca de que el capitalismo enfrenta una contradicción bajo la forma de una eminente crisis ambiental es plausible pero controvertida (2014: 16). La plausibilidad se deriva de las presiones ambientales originadas por el crecimiento exponencial del capital, mientras que la controversia se explica por varias razones. En primer lugar, señala Harvey, el capital tiene una larga historia de solución exitosa de sus dificultades ecológicas, ya sea en el uso de los recursos naturales, en la capacidad de absorber contaminantes, de enfrentar la degradación de hábitats, la pérdida de biodiversidad, la disminución de la calidad del aire, agua y suelo y otras; aunque, advierte este autor, esta experiencia no garantiza la ocurrencia de una catástrofe.

En segundo término, continúa Harvey, la naturaleza, supuestamente explotada y agotada, en realidad es internalizada en la circulación y acumulación del capital. Mientras la materia no puede ser creada ni destruida, su configuración puede ser alterada radicalmente. El pensamiento cartesiano erróneamente construye el capital y la naturaleza como dos entidades separadas en constante interacción y el error aumenta al asumir que la una tiende a dominar a la otra. Aclara este autor que el capital es un sistema ecológico en evolución en el que la naturaleza y el capital son constantemente producidos y reproducidos. El ecosistema es el resultado de la unidad contradictoria del capital y la naturaleza, de la misma manera que una mercancía es una unidad contradictoria entre el valor de uso (su forma material y «natural») y su valor de cambio (su valoración social). La naturaleza resultante es algo que evoluciona de manera impredecible, pero es constantemente modelada y manipulada por la acción del capital.

Una tercera razón de controversia respecto a la segunda contradicción consiste en que el capital ha convertido los problemas ambientales en un gran negocio. Las tecnologías ambientales son ahora un activo valioso en las bolsas de valores del mundo. Mientras esto sucede, como en el caso de las tecnologías en general, la ingeniería de la relación metabólica con la naturaleza se convierte en una actividad autónoma en relación con las necesidades existentes. La naturaleza se convierte en una «estrategia de acumulación» (Smith, 2007) en la medida en que nuevas tecnologías ambientales crean nuevos problemas que requieren a su vez el concurso de otras tecnologías. De esta manera, la innovación, la eficiencia, las soluciones tecnológicas, al mismo tiempo que favorecen el crecimiento económico, son la solución para los problemas ambientales. Este supuesto es la base de la corriente de modernización ecológica [véase el epígrafe «La modernización ecológica», en pp. 114-119]. Por último, no se debe perder de vista que resulta perfectamente posible para el capital continuar su circulación y acumulación en medio de catástrofes ambientales. Los desastres ambientales crean abundantes oportunidades para que un «capitalismo del desastre» se beneficie de generosas ganancias. En efecto, el capital prospera y evoluciona a través de los volátiles y localizados desastres ambientales. No solamente estos crean nuevas oportunidades de negocios, sino que proveen una máscara de conveniencia para esconder los propios errores del capital culpando a la «madre naturaleza» de las desgracias, una gran parte de las cuales son responsabilidad del capital.

Reverdeciendo la naturaleza

El fenómeno de mercantilización de la naturaleza es un proceso complejo que va más allá de un simple fenómeno económico (Bak­ker, 2005). La mercantilización requiere ser entendida como un proceso a través del cual bienes que se encontraba fuera de la esfera del mercado entran en el mundo de la moneda. La asignación de precios a estos bienes presupone estos como entidades intercambiables para las cuales derechos de propiedad pueden ser establecidos o inferidos. El proyecto de gestión neoliberal del ambiente ha sido acertadamente calificado como «mercantilismo ambiental» (Bakker, 2005; McAfee y Shapiro, 2010; Pleumarom, 2002), una modalidad de regulación de los recursos que asegura logros económicos y ambientales vía mecanismos de mercado. En otras palabras, esta propuesta de política ambiental parte de dos premisas: primero, que las contradicciones entre economía y ambiente pueden ser atenuadas y aun resueltas; y segundo, que esto puede ser alcanzado en el marco de la acumulación del capital. De esta manera, el mercan­tilismo ambiental promete una virtuosa fusión de crecimiento económico, eficiencia y conservación ambiental.

El capitalismo verde

El proyecto neoliberal de conservación de la naturaleza parte del dogma según el cual la asignación de un valor económico a la naturaleza y su sumisión a los procesos de mercado es la clave para una exitosa conservación. La lógica es relativamente simple: una vez que el valor de un ecosistema particular es puesto al descubierto, por ejemplo, la capacidad de un ecosistema de almacenar carbono o atraer turistas, el ecosistema adquiere un valor económico ya sea como proveedor de un servicio en el primer caso o como un recurso no consumible en el segundo. Esta transformación de la naturaleza desde una realidad vívida y comprensible a una abstracción mercantil que ofrece oportunidades para lucrativos negocios simboliza el potencial para una futura apropiación. Esta percepción desde el lado del capital repercute a su vez en los grupos conservacionistas, quienes están sometidos a una constante presión por demostrar las ventajas económicas de sus proyectos. De ahí que la relación entre los proyectos de conservación y la realidad del capital como una relación necesariamente benéfica sea dada por sentado; idea que adquiere un estatus casi hegemónico cuando es promovida de manera intensiva y sistemática, y adquiere la apariencia de ser la única visión factible de cómo perseguir y lograr la protección y conservación del entorno natural.

El proceso de mercantilización es un proceso que engloba dimensiones múltiples. Empezamos señalando que se trata de un fenómeno socioeconómico ya que induce cambios en la estructura de precios de la economía, así como la creación de nuevos mecanismos en la asignación de intercambio de bienes y recursos. Se trata de una renegociación de los límites entre el mercado, el Estado y la sociedad, de tal manera que un número creciente de las esferas sociales pasan a ser gobernadas bajo la lógica económica. La economía ambiental, la herramienta conceptual de la neoliberalización de la naturaleza, sostiene que el impacto destructivo del capitalismo en la naturaleza es una consecuencia del tratamiento de los recursos naturales como bienes disponibles libremente y el entorno natural como un sumidero ilimitado para el almacenamiento de contaminación y desechos. Bajo esta perspectiva el problema central consiste en internalizar el entorno natural que cae fuera de la esfera de la lógica del capital y de los precios y asimilarlo dentro de la estructura de costos (Benton, 1996). Sin embargo, la degradación del entorno natural se origina precisamente en la imposición de la lógica del capital y la marca distintiva del capitalismo consiste en mercantilizar y valorizar la naturaleza a medida que la degrada (Castree, 2010; Harvey, 2016; O’Connor, 2001). La principal estrategia de la economía ambiental neoclásica consiste precisamente en obligar al capital a tratar estas condiciones como mercancías y, por consiguiente, a internalizarlas como parte de su estructura de costos. Por consiguiente, si existen serios problemas en la relación entre naturaleza y capital, esta es una contradicción interna y no externa al capital. No podemos sostener que el capital tiene la capacidad de destruir su propio ecosistema y al mismo tiempo negar arbitrariamente que tenga la capacidad potencial de resolver o al menos equilibrar sus contradicciones internas. Ya sea por mandato del Estado, por presiones sociales u otras causas, el capital en muchas instancias responde exitosamente a estas contradicciones.

Otra dimensión del proceso de mercantilización de la naturaleza es su carácter discursivo en la medida en que este proceso implica transformaciones en las identidades y valores adscritos a los objetos naturales de tal manera que ellos puedan ser abstraídos de su contexto biofísico y así desplazados y valorados. El discurso y la práctica necesarios para la mercantilización de los bienes y servicios ambientales requieren como condición básica la definición de estos como unidades discretas, claramente delimitadas, que mantengan una identidad consistente a lo largo del tiempo y el espacio. Este ejercicio implica necesariamente un ejercicio de abstracción en la creación de la mercancía, de la misma manera que la conversión del trabajo en mercancía requirió su abstracción de la fuerza de trabajo (Muradian, Corbera, Pascual, Kosoy y May, 2010; Gómez-Baggethun y Ruiz, 2011; Engel, Piagola y Wunder, 2008). Entonces, el proceso de mercantilización implica intervenciones y adaptaciones físicas de tal manera que la(s) naturaleza(s) deseada(s) puedan ser alienadas de su contexto ecológico como bienes estandarizados disponibles para el intercambio (Bakker, 2005: 545).

Una tercera dimensión del proceso de mercantilización de la naturaleza, derivada de la anterior, tiene que ver con el problema de transferencia de conceptos de mercado a esferas que escapan del dominio de mercantilización como es el caso de los bienes y servicios ambientales. La imposición de relaciones de mercado a fenómenos ambientales requiere de técnicas de medición y valoración que, bajo la fortaleza de un consenso imaginado sobre la necesidad de imponer un precio a la naturaleza, han proliferado en los últimos años. La valoración ambiental y su extensión lógica, el pago por servicios ambientales, son los mecanismos del proceso de mercantilización de la naturaleza, es decir, la expansión del mercado hacia áreas previamente excluidas de la esfera mercantil. Este proceso implica el tratamiento conceptual y operacional de bienes y servicios como objetos destinados al intercambio de tal manera que transforma las relaciones, previamente no afectadas por el comercio, en relaciones típicamente comerciales.

Una última dimensión del proceso de mercantilización, objeto de menor atención por parte de la literatura sobre el tema, se refiere a la imposición de un tiempo-mercancía o tiempo-mercado sobre los ciclos y ritmos naturales.

El medio esencial de la expansión del capitalismo como un proceso tempo-espacial reside en su dimensión espacial, mientras que la esencia de su lógica y objetivos (la ex­pansión y acumulación del capital mismo) está dada por su dimensión temporal (O’Connor, 1992).

Entonces, además de su capacidad de movilización de una fuerza de trabajo mercantilizada, con un alcance y escala sobre la naturaleza sin precedentes, de la imposición sobre la naturaleza de derechos de propiedad y otros límites legales que alteran relaciones sociales, el capital trata de imponer su ritmo temporal a la naturaleza. Por ejemplo, los ciclos de recuperación de la fertilidad del suelo (fijación de nitrógeno, mantenimiento de minerales esenciales) regulan las actividades agrícolas; es el tiempo del agricultor capitalista como agricultor. Pero el agricultor capitalista como capitalista está sometido a los propios ciclos del mercado, desconectados de los ciclos naturales y típicamente de duración más corta. Como el suelo no es sino un medio para el objetivo de generación de excedente, es la agricultura intensiva la que predominara en la actividad productiva[8]. El advenimiento de los cultivos genéticamente modificados es el último intento por imponer a la naturaleza tanto el tiempo-mercancía, así como los derechos de propiedad de una manera segura y efectiva. De esta manera, las retroalimentaciones que intervienen en los procesos de evolución genética son cortocircuitadas en interés del capital (Redford y Adams, 2009; Stahel, 1999; Himley, 2008). En resumen, este proceso de capitalización de la naturaleza, representa la subordinación de la temporalidad de la biosfera a la lógica temporal del capital cada vez que el capital se expande hacia nuevos dominios naturales (Stahel, 1999).

El despojo verde

«El logro sustantivo más relevante de la neoliberalización ha sido más bien redistributivo antes que la generación de riqueza e ingreso… y el mecanismo que ha permitido alcanzar esto es la acumulación por desposesión» (Harvey, 2005: 159). Harvey sostiene que la persistencia de las prácticas depredadoras de la acumulación capitalista mencionadas por Marx permanece presente bajo nuevas condiciones y modalidades. La mercantilización y privatización de la tierra y la expulsión forzada de poblaciones de campesinos, la conversión de varias formas de propiedad (comunales, colectivas, estatales, etc.) en derechos exclusivos de propiedad privada, la mercantilización de la fuerza de trabajo y supresión de formas alternativas de producción y consumo, procesos coloniales y neocoloniales de apropiación de los recursos, el endeudamiento externo de los países, el sistema financiero internacional, son mecanismos de acumulación primitiva que tienen plena vigencia en la actualidad. Por consiguiente, añade Harvey, resulta «peculiar» continuar llamando a un proceso en marcha como «primitivo» u «original»; de ahí el concepto más apropiado de acumulación por desposesión (2003: 144).

Como parte de ese proceso de acumulación por desposesión surge desde hace algunos años, en el marco del discurso sobre la conservación de la naturaleza y la biodiversidad, un fenómeno que conti­núa afianzándose. Se trata del fenómeno de apropiación de tierras y recursos conocido como apropiación verde (green grabbing), término acuñado por el periodista John Vidal[9] para describir la apropiación, a gran escala y global, de tierras, recursos, y agua; apropiación justificada bajo la conservación del ambiente y financiada, principalmente, a través de mecanismos relacionados con la mitigación del cambio de clima. El adjetivo «verde» es usado para subrayar la supuesta legitimidad de la apropiación en nombre de la protección de los bosques, paisajes, el clima y la biodiversidad. Este proceso ha sido visto como una estrategia para suavizar el impacto ambiental del capitalismo sobre la naturaleza y simplemente cuestionado como un maquillaje para una explotación sostenible.

El fenómeno de acumulación por desposesión ciertamente no es nuevo. Sus orígenes se remontan a las historias conocidas de épocas coloniales de la alienación de recursos en nombre de la protección del ambiente, ya sea bajo la forma de parques, reservas forestales, con el pretexto de evitar prácticas destructivas de pueblos locales. Sin embargo, algo nuevo está en marcha en términos de actores, así como de las lógicas económica y cultural y la dinámica política subyacente. Bajo nuevas formas de valoración, mercantilización y creación de mercados para partes o aspectos de la naturaleza, nuevos actores y alianzas, como fondos de pensiones y capitales de riesgo, consultores y brockers, emprendimientos de negocios, compañías de ecoturismo, activistas ecológicos y consumidores, así como ONG e instituciones estatales y hasta universidades, se han lanzado con inusitada efervescencia en estrategias de control y acceso de los recursos de la naturaleza[10]. En el siglo xx la preocupación por las áreas protegidas y los parques nacionales era tema de los Estados, organismos de conservación y la comunidad científica. En la actualidad, además del número creciente de actores implicados, lo que es nuevo es su involucramiento en redes capitalistas que operan a lo largo de diferentes escalas con profundas implicaciones para la protección y conservación de la naturaleza. Este proceso implica la restructuración de las reglas y autoridad sobre el acceso, el uso y manejo de los recursos, el establecimiento de nuevas relaciones laborales la definición de relaciones humano-ecológicas que pueden tener profundos efectos alienantes (Brockington y Duffy, 2011; Fairhead, Leach y Scoones, 2013).

La apropiación verde se presenta básicamente bajo tres modalidades (McAfee, 1999; Fairhead, Leach y Scoones, 2013; Kelly, 2011; Ojeda, 2012). La primera consiste en la compra por parte de gente adinerada, generalmente del Norte, de extensas áreas de tierras en el Sur, bajo el justificativo de conservar los bosques, proteger la biodiversidad o prevenir la aceleración del cambio de clima[11]. ONG transnacionales como World Wildlife Fund (WWF), Conservation International y Nature Conservancy han conseguido atraer billones de dólares de inversión para el establecimiento de parques y áreas protegidas, lo que ha sido calificado simplemente como un ecocolonialismo (McAfee, 2012). Los mecanismos son conocidos: grandes extensiones de tierra son adquiridas no solamente para una agricultura más eficiente sino, sobre todo, para aliviar la presión sobre los bosques. La expansión masiva de plantaciones de palma no está destinada únicamente a la producción de agrocombustibles, sino de com­bustibles neutrales en carbono. Esta instancias, ciertamente re­presentan extensiones de lo que llamamos apropiación verde, pero el termino se refiere más concretamente a instancias en las que los motores de este fenómeno son las agendas ambientales, ya sea la conservación de la biodiversidad, el almacenamiento y captura de carbono, la protección de servicios ecosistémicos, el ecoturismo y las compensaciones ambientales (Fairhead, Leach y Scoones, 2013).

Una segunda forma de despojo verde consiste en la apropiación o control de grandes extensiones de tierra estimulada principalmente por las políticas globales de mitigación del calentamiento global. En el marco del Mecanismo de Desarrollo Limpio, los programas de almacenamiento de carbono, producción de agrocombustibles o desarrollo de proyectos de energías renovables, implican diferentes modalidades de control del suelo con fines de reforestación o conservación de bosques, plantaciones de palma africana, soja o maíz para la producción de combustibles, o simplemente espacio para las instalaciones de energías renovables (solar, eólica e hidráulica).

Una tercera forma de apropiación es aquella relacionada con el desarrollo de actividades ecoturísticas y de bioprospección. La apropiación con fines verdes no siempre implica la alienación de la tierra de sus demandantes; implica también el uso de derechos y control de los recursos que una vez fueron públicos o propiedad privada, o ni siquiera objetos de propiedad, a grupos poderosos de interés. En el caso del ecoturismo, el despojo verde significa una reestructuración de las normas y autoridad sobre su acceso, del uso y manejo de los recursos, de las relaciones sociales-ecológicas que pueden tener profundos efectos alienantes (Pleumarom, 1996; Honey, 2008; Duffy, 2002). En este contexto, la producción de la naturaleza para el «consumo ecoturístico», en muchos casos se traduce en la exclusión de poblaciones indígenas vulnerables de sus tierras tradicionales para asegurar el espacio de reservas y parque naturales como atracciones turísticas. Esta forma de apropiación no necesariamente tiene lugar mediante mecanismos violentos e inmediatos; estos pueden ser lentos y difusos en la medida en que van conformando espacios en constante expansión donde la posesión por desposesión pueda ocurrir y la economía de mercado expandirse[12].

A estas tres formas de desposesión añadimos una cuarta, que tiene que ver con la proliferación a escala mundial de parques nacionales, reservas ecológicas o áreas protegidas. La creación de estos espacios de naturaleza ha sido cuestionada desde diferentes ángulos. En algunos casos, la imposición de parques nacionales y reservas ha tenido lugar mediante la criminalización de costumbres y prácticas tradicionales; en otros, a través de la marginación social y política las poblaciones asentadas en las áreas objeto de protección y conservación. Sea cual fuesen los mecanismos, hay que reconocer que el papel de los actores institucionales involucrados a nivel local en el manejo colectivo de ciertos recursos naturales ha sido debilitado o alterado por los nuevos regímenes de «manejo científico» de las áreas protegidas y parques naturales.

El discurso convencional presenta a los parques y áreas protegidas como propiedad pública (de propiedad y manejada por el Estado), no como una propiedad privada creada a partir de un bien comunal. Más aún, se predica que estas áreas y los ingresos que ellas generan son ostensiblemente destinados para un bien público, en lugar de una ganancia privada. Aquí señalamos una curiosa paradoja. En el caso de parques nacionales y otras áreas que limitan actividades extractivas y de explotación de los recursos, ellas no están siendo mercantilizadas a la manera de una acumulación primitiva, sino por el contrario, al ser el uso del suelo y la producción prohibidos o estrictamente regulados, ellas son aisladas del mercado y es justamente este aislamiento la fuente de ganancias para el capital (Smith, 2007). Aunque la estrategia de parques, reservas o áreas protegidas puede ayudar en el corto plazo al sustento de las poblaciones locales, la pérdida del sentido de propiedad y de pertenencia, así como la negación de la posibilidad de un manejo colectivo de estos espacios constituye un factor negativo en la protección y conservación. Resultados de varias investigaciones demuestran que las comunidades, oficialmente excluidas de sus hábitats de pastoreo, caza y pesca tienden a usar los recursos de estas zonas de una manera menos sostenible (Fairhead, Leach y Scoones, 2013; Leach y Mearns, 1996). Como ellas no perciben un sentido de pertenencia, ellas tratan, cuando se presenta la posibilidad, de explotar al máximo los recursos disponibles. Esto explicaría el descenso de las poblaciones de especies en muchos parques nacionales de África.

Sostiene D. Harvey que para que los movimientos políticos y sociales tengan algún macro impacto en el largo plazo, ellos deben su­perar la nostalgia de lo perdido y deben estar preparados para reconocer las ganancias positivas que podrían resultar de la transferencia de activos a través de formas limitadas de desposesión. Ellos deben buscar discriminar entre los aspectos progresivos y regresivos de la acumulación por desposesión (2003: 178). Es probable que la observación de Harvey contenga una dosis de verdad. Sin embargo, en contraste con «escenarios prometedores» profusamente publicitados por la conservación neoliberal, un sinnúmero de estudios empíricos revela una realidad diferente. Campesinos guatemaltecos, in­do­nesios o brasileños desplazados por plantaciones forestales o cultivos para agrocombustibles destinados a la compensación del car­bono; comunidades desplazadas en nombre de la protección de áreas ambientalmente sensibles, en Yucatán, Madagascar, Indonesia o Colom­bia; compañías privadas en Sudáfrica, Tanzania o Kenia beneficiarias del «manejo comunitario» de los recursos; comunidades locales en Zanzíbar, Belice o en Colombia (Parque Nacional Natural Tayrona, por ejemplo) desposeídas de sus derechos de acceso a tierras ancestrales en nombre del desarrollo ecoturístico. En muchos lugares de África los métodos y prácticas de una conservación exclusiva continúan desde la época colonial ya sea mediante métodos abiertamente violentos (Serengueti en 1998, la cuenca del río Chinko en la República Centroafricana, la reserva Mkomazi en Tanzania, por citar algunos casos) o, en otros casos, la coerción y violencia están ingeniosamente disfrazadas bajo el discurso de una conservación par­ticipativa y la fórmula milagrosa de «ganador-ganador» (Fairhead, Leach y Scoones, 2013; Kelly, 2011; Reid, 2003; Pleumarom, 2002; Igoe y Brockington, 2007; Higham y Luck, 2007). Estos escenarios son efectivos en movilizar paradigmáticas intervenciones administrativas, pero la mayoría de veces estas intervenciones tienen consecuen­cias sociales y ecológicas nefastas para los pueblos y la conservación.

Cualesquiera que fueran los impactos del neoliberalismo, el punto importante radica en que sus políticas no benefician automáticamente a las comunidades locales ni a la naturaleza. Se puede aceptar que el neoliberalismo abre nuevos espacios de manera que pueden perjudicar o beneficiar al ambiente, pueden presentar oportunidades o un lastre a las poblaciones locales; sin embargo, al igual que resulta importante entender las condiciones bajo las cuales probablemente puede beneficiar a las comunidades locales y al ambiente, es igualmente importante tener en cuenta que tales beneficios no son una consecuencia intencionada del neoliberalismo. El neoliberalismo es acerca de la restructuración del mundo para facilitar la extensión del libre mercado. Los proponentes del neoliberalismo mantienen que esto beneficia a los pueblos locales y al ambiente. Una abrumadora mayoría de estudios demuestran que esta no es una hipótesis válida (Igoe y Brockington, 2007).

Los esquemas de apropiación verde ignoran sus implicaciones en la alteración de modos de vida de poblaciones locales presentes en los entornos naturales que se consideran marginales en términos de producción de alimentos, pero rentables en términos de conservación (Sullivan, 2008/2009). Las interacciones entre pue­blos, comunidades con su entorno natural son siempre presentadas como «perturbaciones antropogénicas» a una naturaleza estable. Así, las actividades de subsistencia y prácticas agrícolas ancestrales (pastoreo, agricultura) son «satanizadas» al ser consideradas como una causa directa de la degradación ambiental y, en particular, una importante fracción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Se ignora que estas actividades son parte inherente de la cultura y modos de vida de poblaciones y, en su lugar, se argumenta de forma cuestionable que ellas están atrapadas en un círculo de pobreza del cual podrían escapar si se presentaran opciones alternativas. Por supuesto que las alternativas están dadas por los espacios que abre la mercantilización de la naturaleza en un mundo globalizado. Así, por ejemplo, el pago por servicios ambientales, al establecer una ecuación entre la satisfacción de las necesidades locales de alimentos, por un lado, y la demanda global por servicios ambientales provenientes de los mismos ecosistemas, por otro, se convierte en uno de los mecanismos privilegiados para escapar de la situación de pobreza. Esta alternativa es planteada entonces en términos de oportunidad de negocios: en lugar de una producción de subsistencia se presiona el desplazamiento del uso del suelo hacia nuevas oportunidades de negocios alrededor de la venta de servicios ambientales para la satisfacción de la demanda de los centros urbanos globales. La mercantilización de la naturaleza convierte los servicios ecosistémicos, en principio de propiedad pública o comunal y de acceso abierto, en mercancías de acceso únicamente para aquellos con poder de compra, institucionalizando un acceso diferenciado a los servicios ambientales en función de la capacidad de pago y exacerbando de esta manera las desigualdades sociales.

No puede dejar de mencionarse en este punto otra forma de apropiación del espacio que consiste en la apropiación de territorios para aliviar directamente los problemas de contaminación y degradación ambiental de los países industrializados. Muchos de estos problemas son resueltos mediante su desplazamiento y dispersión a una escala diferente. Esto fue lo que propuso Larry Summers, entonces economista-jefe del Banco Mundial, quien, con una impecable lógica sustentada en los principios de la economía ambiental, sugería que al ser África un «continente subcontaminado» tiene sentido usar los países de esa región como vertederos de los residuos tóxicos de los países industrializados. Es bajo este razonamiento que las acerías de Sheffield y Pittsburgh han sido cerradas y milagrosamente la calidad del aire ha mejorado en medio del desempleo, mientras que en China la instalación de nuevas acerías ha contribuido tanto al aumento del producto interior bruto (PIB) per capita como a la reducción de la esperanza de vida de la población por la inmensa contaminación ocasionada (Castree, 2003). Una vez más se confirma la tesis de que los problemas ambientales no son resueltos sino transferidos, dando la razón a Engels, quien sostenía que «la burguesía no tiene solución para los problemas ambientales; ella simplemente da vueltas a su alrededor»[13]. En la medida en que muchas contradicciones han alcanzado una escala global, hay cada vez menos espacios para verter los desechos. Pero no se trata únicamente de un flujo en una sola dirección. Al mismo tiempo que los países del sur absorben la contaminación del norte, el comercio internacional de mercancías implica una transferencia directa o indirecta de bienes y servicios ambientales (agua, energía, minerales, biomasa, nutrientes) de una parte del mundo a otra. Esta categoría de transferencia de beneficios ecológicos es importante porque es el origen de muchas tensiones geopolíticas. El capital es movible pero los efectos ecológicos son localizados dejando atrás, además de la contaminación transferida, un paisaje geográfico de minas y pueblos abandonados, suelos exhaustos, desechos tóxicos. Indudablemente que los beneficios ecológicos de la globalización están localizados en otro lugar.

La reparación verde

Resulta fácil discernir un cambio fundamental reciente en la estructura de las relaciones entre economía y naturaleza. En el siglo xx el ambiente y la naturaleza fueron valorados por lo que ellos ofrecían: ya sea por los recursos o por su «uso sostenible». El léxico dominante fue conservación y sostenibilidad. Mientras la mercantilización de los recursos naturales bajo la forma de extracción y procesamiento ha sido y es percibida como un proceso relativamente claro y directo, alcanzar lo opuesto –mercantilización a través de la conservación, o lo que West (2011) llama «conservación como desarrollo»– requería nuevas maneras de pensar y la puesta en marcha de ingeniosos mecanismos. El problema se presentaba alrededor de la generación de valor a partir de la conservación de los recursos in situ cuando el valor ha sido siempre creado mediante el trasporte de los recursos de su lugar de origen y así ignorar los impactos sociales y ambientales afectados por este desplazamiento (Fletcher, Dressler y Buscher, 2014).

Como solución a este problema, el capital descubrió el principio de la mitigación compensatoria como el mecanismo que permite la abstracción del valor de la dependencia de la mercancía de las particularidades del lugar y, por lo tanto, su conversión en una mercancía genuina de circulación global. Justificada bajo la rúbrica de una visión sui generis de la sostenibilidad, la lógica de la mitigación compensatoria, o la «economía de la reparación» (Fairhead, Leach y Scoones, 2013: 6) es bastante clara: el uso insostenible de los recursos «aquí» puede ser reparado mediante prácticas sostenibles «allá», con la una naturaleza subordinada a la otra. Se produce entonces una doble valoración de la naturaleza: una por su uso y otra por su reparación. De esta manera, el daño infringido a la naturaleza por el crecimiento económico y el uso insostenible de los recursos da lugar al florecimiento de una nueva economía: la economía de la mitigación o reparación. Así, argumentan los promotores de esta nueva economía, la naturaleza adquiere su valor verdadero[14]. Entonces, es la reparación de una naturaleza estropeada y los esfuerzos por poner un precio a los lados negativos del crecimiento que ha dado origen y acentuado el valor de mercancías como el carbono, los agrocombustibles y una serie de compensaciones ambientales de todo tipo que tienen que ver con la biodiversidad, las es­pecies o el clima [véase el epígrafe «Equivalencia ecológica: la mi­tigación compensatoria», en pp. 180-186].

Es alrededor de esta estrategia que se ha ido construyendo un concepto de escasez, indispensable para el funcionamiento de los mercados, y al que N. Smith lo denomina la «destrucción natural permitida» (2007: 2). Esta idea de destrucción o deterioro ha permitido al capitalismo verde descubrir un nuevo mecanismo de acumulación cuyos principios son claros. El primero, aquel de la equivalencia y compensación asume que un deterioro ambiental en un sitio puede ser compensado por medidas de mitigación en otro y, el segundo, un corolario del anterior, el derecho a seguir contaminado o afectando los ecosistemas mientras se produzca una compensación «equivalente». Bajo este discurso de la naturaleza como un mercado proveedor de servicios aparecen los mercados financieros [véase el epígrafe «La financiarización de la naturaleza», en pp. 187-191] como mecanismo de apertura de nuevos espacios de inversión, comercio y especulación que se requiere para operacionalizar las oportunidades de acumulación que ofrecen la crisis ambiental y el discurso de conservación de la naturaleza (Sullivan, 2013). Lo importante y significativo ya no es la preocupación por la naturaleza, sino los aspectos de ella que pueden ser facturables. El mercado del carbono, o lo que llama Lohmann «el comercio climático basado en un modelo de una mercancía molecular» (2012b: 35) es quizá la más nítida expresión de la «continua dominación ideológica del neoliberalismo, la continua dominación geopolítica de Estados Unidos, la creciente financiarización y el imperativo de excedentes de capital en un momento de retornos decepcionantes de la inversión tradicional». De esta manera, el objetivo de mitigar el calentamiento global ha sido gradualmente transformado en un mecanismo de comercio, las potenciales sanciones por incum­plimiento de compromisos adquiridos se transforman en premios y todo un sistema jurídico internacional en un mercado (Lohmann, 2012b: 35). Como acertadamente señala Castree,

tiene un buen sentido comercial para las empresas capitalistas externalizar los costos de producción y por consiguiente ser «ecológicamente irracionales» a menos que la preservación y conservación de la naturaleza pueda convertirse en ganancias (2008: 145).

La gobernanza verde

Dos puntualizaciones como preámbulo a la discusión sobre el tema de la gobernanza ambiental. M. Foucault, en su análisis del neoliberalismo (2008), señala que el establecimiento de un mercado libre sostenible y amplio requiere una persistente intervención y regulación gubernamental. A lo largo de sus etapas iniciales, durante la década de los ochenta, la ideología neoliberal dio por sentado que la operación espontánea de las fuerzas del mercado era suficiente para cubrir las necesidades de regulación a medida que la intervención gubernamental se retraía. De ahí la idea ampliamente aceptada de equiparar neoliberalismo, globalización y reducción del Estado. Sin embargo, la experiencia ha demostrado lo contrario: los Estados nacionales han pasado a convertirse en actores dinamazadores del proceso de globalizaicón, lo que implica su reestructuración y reorganización, antes que su erosión y debilitamiento (Peck, 2004: 394). De ahí, como señala Fletcher (2010), el neoliberalismo no es un fenómeno natural que puede sobrevivir por sí mismo, sino que se trata de un constructo artificial que tiene que ser creado ac­tivamente y constantemente, mantenido a través de distintas formas de gobernanza, o como sostiene Foucault, «el neoliberalismo no debe ser identificado con el laissez-faire, sino con vigilancia permanente, actividad e intervención» (Foucault, 2008).

La segunda puntualización tiene que ver con el papel del Estado en esta intervención. Esta no ocurre a través de los mecanismos de mercado en sí, sino a través de las condiciones de mercado, no se trata de una intervención en el juego, sino en las reglas de juego (Foucault, 2008: 174). En otras palabras, el Estado debe establecer los parámetros del mercado, monitorear sus resultados y consecuen­temente ajustar estos parámetros para alcanzar resultados óptimos. Por lo tanto, la intervención del Estado puede tomar dos formas a las que Foucault llama «acciones regulatorias» y «acciones organizativas», respectivamente. El objetivo fundamental de las acciones regulatorias es garantizar la estabilización de precios a través de políticas macroeconómicas y monetarias. Por el contrario, las acciones de organización operan sobre las condiciones en las cuales opera el mercado: el sistema legal, el estado de la tecnología, la educación de la población y otros. Mientras las acciones regulatorias son pocas, las acciones organizativas implican una intervención directa del gobierno. De ahí que Foucault describe el neoliberalismo como una «prescripción de un mínimo de intervencionismo económico y un máximo de intervencionismo legal» (p. 167). Es en este segundo ámbito que opera la gobernanza ambiental.

Los cambios en las regulaciones de las relaciones entre naturaleza y sociedad tienen lugar en el contexto de nuevas formas de gobernanza que empezaron a emerger ya en la década de los noventa, de manera particular al alrededor del establecimiento y consolidación de instituciones supranacionales diseñadas para negociar los compromisos de los Estados frente a los problemas ambientales globales. Se buscaban nuevas formas de regular las inversiones ambientales internacionales y los flujos transfronterizos de recursos naturales, incluidos la información genética y el conocimiento acerca de la naturaleza (McAfee, 1999). Un proceso de construcción de alianzas entre fuerzas capitalistas, actores de la sociedad civil y una variedad de Estados fueron realineando sus intereses en correspondencia con las bases ideológicas y materiales del nuevo orden hegemónico neoliberal. La emergencia de una nueva forma de gobernan­za significó una nueva fase en el proceso de reestructurar un orden global en el que fuerzas hegemónicas globales convergen hacia un modelo que favorece un sistema de gobernanza amigable a los negocios, orientado al mercado y la desregulación (Falkner, 2003). La interpretación de la idea de desarrollo sostenible por parte de las elites empresariales empezó a tomar forma alrededor de la idea según la cual, en ausencia de interferencias, los mercados tienen la capacidad de autorregularse y, por consiguiente, una adecuada gobernanza ambiental emerge como el resultado natural del correcto funcionamiento del mercado. Únicamente en casos especiales es requerida la intervención del Estado. En circunstancias normales, las empresas incorporarán consideraciones ambientales en sus actividades en función de los valores y preferencias de los consumidores, permitiendo a los mecanismos de precios determinar el nivel óptimo de inversión en la protección del ambiente. Las normas ISO 14000 (Falkner, 2003), la adherencia voluntaria a esquemas de «etiquetado verde» (Guthman, 2008), las llamadas prácticas ecoambientales corporativas o el consumo ético (Carrier, 2011) son algunos ejemplos de autorregulación ambiental del sector de negocios en su esfuerzo por asimilar y aprovechar el discurso sobre la sostenibilidad.

Esta nueva modalidad de gobernanza sugiere el desplazamiento de modelos de gobernanza «Estado-céntricos» hacia nuevas formas de autoridad localizadas en la periferia de las estructuras estatales. El desplazamiento tiene lugar mediante un fenómeno al que G. Fon­taine (2015: 62) califica de un «triple descentramiento: hacia arriba, hacia abajo y hacia fuera». Antes de entrar a analizar las particularidades de este proceso es necesario aclarar que la percepción generalizada de un debilitamiento del Estado como resultado de este descentramiento es parcialmente cierta. La emergencia de instituciones transnacionales, incluidos los acuerdos multilaterales tien­de a ser vista como un fenómeno de debilitamiento del Estado en el marco del fenómeno de globalización. Sin embargo, antes que un proceso de erosión y contracción, estas nuevas formas de gobernanza deben ser vistas más bien como la expresión del proceso continuo de restructuración y reorganización de las capacidades del Estado al que nos referimos al inicio del presente capítulo (Peck, 2004; Castree, 2008; Himley, 2008; Peck y Tickell, 2002).

Como señalamos anteriormente, los mercados, ya sean privatizados o desregulados, requieren ser gestionados y monitoreados y, lo que es más importante, los mercados nunca han ocurrido ni ocurren de manera espontánea y autorregulable. No se trata de una condición genérica de «más mercado, menos Estado», sino la aparición de nuevas formas cualitativas en las relaciones entre Estado y mercado (Peck, 2004). Así, la vigencia de los acuerdos multilaterales, los regímenes voluntarios de normas y estándares y hasta la presencia de las ONG transnacionales, adquiere legitimidad y gana fuerza porque son adoptados y favorecidos por el Estado (Falkner, 2003). Resulta evidente que los gobiernos de los países en desarrollo tienden a ser marginados de los procesos de toma de decisiones por su escasa capacidad para influenciar o resistir poderosos intere­ses trans­nacionales. Ellos simplemente carecen de los recursos indispensables para participar en el juego neoliberal de una manera efectiva. Esto no significa que ellos no sean capaces de hacerlo, sino que la cancha esta inclinada en contra de ellos (Igoe y Brockington, 2007).

Retomando las formas de descentramiento del Estado identificadas por Fontaine (2015), señalamos una primera tendencia «hacia arriba» con la conformación de espacios supranacionales y la aparición de nuevas estructuras de gobernanza ecoeconómica que empezaron a emerger alrededor de los tratados multilaterales, en particular, la Convención Marco sobre el Cambio Climático, la Convención sobre la Diversidad Biológica y el Fondo Mundial para el Ambiente, entre otras. Es alrededor de estos instrumentos que va creándose una coalición de instituciones multilaterales, en particular las agencias de Naciones Unidas (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente [PNUMA]), las agencias bilaterales de desarrollo, organizaciones ambientalistas transnacionales que cada vez más reclaman mandatos globales e intereses corporativos; todas trabajando en estrecha relación con el Banco Mundial. Se va conformando de esta manera una densa red de actores, ideas y dinero para dar lugar a estructuras de gobernanza ecoeconómica; espacios apropiados para la producción de un discurso ambiental global. En este discurso la voz dominante es la versión neoliberal de la economía ambiental aplicada a escala global, que pro­clama el interés común de la humanidad en mitigar la degradación ecológica planetaria bajo la premisa de que los problemas ambientales globales pueden ser manejados sin confrontar las consecuencias ambientales y de desigualdad del orden económico existente.

Esta gestión multilateral y descentralizada de los problemas ambientales globales ha sido calificada como la expresión del discurso de la «gubernamentalidad verde» (Fletcher, 2010; Hajer, 2002; Bäckstrand y Lövbrand, 2007). En contraposición a las concepciones tradicionales de gobierno que asumen la posibilidad de regular un comportamiento racional del ser humano hacia ciertos objetivos, gubernamentalidad[15] implica una multiplicidad de autoridades y me­canismos disciplinarios que juntos promueven y restringen las posibilidades de las identidades individuales y colectivas (Bäckstrand y Lövbrand, 2007; Oels, 2005; Hajer, 2002). La interpretación verde de gubernamentalidad extiende esta supuesta optimización de la vida al planeta entero y a la misma biosfera en la que viven los seres humanos. En nombre del desarrollo sostenible y del manejo del riesgo ambiental, un nuevo conjunto de realidades y ecoconocimientos se han desarrollado con el fin de hacer factible la administración humana de la naturaleza y un manejo integral de sus recursos (Oels, 2005). El concepto de gubernamentalidad verde encarna, entonces, una forma global de poder ligada al Estado moderno, a la megaciencia y la comunidad de negocios e implica la administración de la vida misma, de las poblaciones y del entorno natural.

El papel de los expertos en la gubernamentalidad verde es preciso destacar. Un elemento decisivo en la emergencia de esta nueva forma de gobernanza fue la conceptualización de los problemas ambientales locales como problemas globales[16]. A partir de la década de los noventa los debates ambientales empezaron a focalizarse alrededor de problemas objeto de una menor percepción sensorial directa o de una menor comprensión de sentido común (destrucción de la capa de ozono, lluvia ácida, calentamiento global) en comparación con problemas más de carácter local como la contaminación, la acumulación de residuos o la erosión que hasta entonces habían sido el centro de atención de las sociedades (Hajer, 2002). Evidentemente, los nuevos megaproblemas son diferentes en términos de escala, tiempo y técnicas de control; su nivel de análisis es la biosfera global y las perspectivas de materialización se sitúan en el largo plazo. Todo esto determina que su comprensión deje de ser la experiencia directa de los seres humanos para convertirse en un asunto de especulaciones y extrapolaciones científicas complejas que requieren un alto nivel de sofisticación y costosas herramientas (supercomputadoras) de análisis. Se crea así un espacio para que un limitado grupo de expertos sean quienes definen los problemas claves, quienes evalúan la urgencia de un problema respecto a otros posibles problemas y quienes implícitamente conceptualizan las soluciones de los problemas que ellos definen (p. 10). En otras palabras, las políticas y estrategias en torno a los problemas ambientales pasan a otro nivel. Los profanos, que dependen únicamente de sus percepciones sensoriales y de la experiencia diaria son totalmente descalificados. Esta descalificación afecta también a especialistas en otros campos de las ciencias naturales, políticos, científicos sociales, filósofos quienes ven sus conocimientos devaluados frente a la complejidad de los problemas que enfrenta la humanidad (p. 12).

Esto tiene dos implicaciones. Primero, que las decisiones sobre los problemas ambientales requieren una confianza sin precedentes en los expertos y en las elites políticas (Hulme, 2009; Pielke, 2010; Jasanoff y Wynne, 1998), confianza actualmente debilitada por controversias científicas y la indecisión política. Segundo, la atención en los problemas globales margina otras preocupaciones ambien­tales que afectan a muchas personas o a sistemas ecológicos de una manera más directa. Esto es evidente en las políticas que afectan al cambio climático, enfocadas sobre todo a acciones de mitigación, una estrategia con repercusiones globales, en detrimento de las acciones de vulnerabilidad que atañen a problemas localizados en sus causas, consecuencias sociales e implicaciones ambientales. En este contexto, la gubernamentalidad verde puede ser vista como un discurso «desde arriba» que deja al margen visiones alternativas del mundo natural. A través de una poderosa y desconectada visión global, la naturaleza es concebida como una infraestructura terrestre sujeta a la protección, manejo y dominio del Estado. Los procesos movidos por el conocimiento científico, basados en la soberanía reconocida de las convenciones globales, son bajo este discurso enmarcados como un proyecto instrumental y tecnocrático inmerso en un lenguaje de expertos y en narrativas apocalípticas que favorecen a las elites políticas y de investigación.

Paralelamente, o más bien como aliado de la megaciencia en su función decisiva en la consolidación de nuevas formas de gobernanza, aparecen las grandes organizaciones ambientalistas en alianza con el capital transnacional. Las raíces del sorprendente crecimiento e influencia de estas ONG en la arena ambientalista global hay que encontrarlas ya en los programas de ajuste estructural impuestos por las agencias multilaterales de financiación a los países en desarrollo a partir de la década de los ochenta. Estos programas condujeron a una reducción de la inversión del Estado (la protección a largo plazo de la naturaleza, uno de los rubros afectados), recortes que evidentemente favorecieron a la creación de un espacio para estas organizaciones al asumir una destacada responsabilidad en el manejo de programas ambientales. Se trata de las llamadas ONG transnacionales (Ford, 2003) o BINGO (Big Non-Governmen­tal Organizations)[17]. A lo largo de la década de los noventa, estas organizaciones se expandieron rápidamente en tamaño y presupuesto, y pasaron de centros de producción de conocimiento y consulta a convertirse en grandes burocracias en levantamiento de fondos e implementación de proyectos (MacDonald, 2011). Las organizaciones buscaban desarrollar mecanismos a través de los cuales la conservación de la biodiversidad podía pagarse ella misma bajo la idea de una naturaleza concebida como un capital natural. Bajo la influencia de un entorno crecientemente gobernado por la institución global del neoliberalismo, estas organizaciones, trabajando alrededor de la conservación buscaban, directa o indirectamente, convertir el valor de uso de la naturaleza en valor de cambio a través de un sinnúmero de proyectos en pequeñas comunidades alrededor del mundo. Se trataba de instrumentalizar la conservación para la acumulación del capital como un vehículo a través del cual los intereses del capital podían ganar acceso a sitios de la naturaleza como un capital natural. Así, «desde la bioprospección, el ecoturismo, las alianzas público-privadas hasta los trofeos de caza se convirtieron en la manifestación de una naturaleza comercializada reorientada a servir a una elite y los intereses de las corporaciones que, bajo la retórica de conservación comunitaria, proveía un beneficio para las comunidades locales» (p. 52).

En la actualidad las BINGO mantienen estrechas relaciones políticas y financieras con los gobiernos, agencias bilaterales y multilaterales y corporaciones multinacionales que operan en los países en desarrollo (Chapin, 2004; MacDonald, 2011; Igoe, Neves y Bro­ckington, 2011; Kelly, 2011). Esta alianza vuelve casi imposible a estas organizaciones cuestionar problemas ambientales que puedan entrar en conflicto con los intereses de las corporaciones mundiales. De esta manera, en la medida en que los límites entre el Estado, el sector privado y las organizaciones de la sociedad civil se volvían más porosos bajo la gobernanza neoliberal, las BINGO se iban posicionado en el vacío dejado por el Estado para conver­tirse en «el caballo de Troya del neoliberalismo» (Harvey, 2005: 177). Como observa Chapin, «en un viraje irónico, las grandes ONG se han aliado con las fuerzas que están destruyendo los ecosistemas remanentes, ignorando o a veces oponiéndose a aquellos grupos y fuerzas que intentan salvarlos de la destrucción» (2004: 26).

En resumen, tres importantes observaciones ameritan la emergencia de estas organizaciones en la nueva configuración de la gobernanza ambiental a nivel global (Corson, 2011). Primero, ellas han capitalizado una visión idealizada de ellas mismas como representantes genuinos de una sociedad civil preocupada en contrarrestar los efectos de la degradación ambiental causados por el desarrollo capitalista. Segundo, la focalización en la biodiversidad de los países del Sur, como un problema ambiental global ha sido fundamental para el desarrollo de alianzas entre las ONG transnacionales, Gobiernos de los países desarrollados y corporaciones. La definición tanto del ambiente como la biodiversidad de los países en desarrollo, a ser protegida en parques nacionales lejos de los intereses económicos y políticos, ha sido un catalizador para el apoyo de los políticos y empresarios a programas de «ayuda ambiental» manejados por las BINGO y sus socios. Por último, el discurso de esas organizaciones ha cimentado la idea de que los países del Norte pueden ser ambientalmente respetuosos sin confrontar la degradación causada por sus estilos de desarrollo. Más aún, este discurso contribuye a un proceso en el cual el ambientalismo es incorporado en la creación de nuevos espacios simbólicos y materiales, para la expansión global del capital (p. 110).

Pero, como se señaló anteriormente, el papel del Estado en la gobernanza ambiental neoliberal no significa únicamente un reescalamiento o descentramiento hacia arriba de sus funciones de gobernanza, es decir, a una escala supranacional. Paralelamente a este fenómeno se producen cambios importantes a un nivel subnacional y tienen que ver con la incorporación de unidades administrativas de nivel inferior y de grupos sociales locales en los procesos formales de gobernanza ambiental (Lemos y Agrawal, 2006). En otras palabras, también tiene lugar al mismo tiempo un proceso de reescalamiento o descentramiento hacia abajo de las funciones de gobernanza. Se trata de una gobernanza ambiental descentralizada bajo la cual actores locales se autoorganizan y establecen nuevas instituciones y líneas de autoridad fuera de la tutela del Estado para la gestión de recursos y servicios ambientales de acuerdo a sus intereses. Estas escalas espaciales de gobernanza nunca son fijas, sino que se encuentran en un proceso continuo de redefinición, cuestionamiento y reestructuración en términos de su alcance, contenido, importancia e interrelaciones. Así, las políticas ambientales se caracterizan por un movimiento paralelo y simultáneo entre las grandes y pequeñas escalas, entre lo global y local, movimiento definido como «glocalización» (Swyngedouw, 1997).

Este proceso de producción del espacio a través de una perpetua reelaboración de las geografías de circulación y acumulación del capital descarta configuraciones y escalas de gobernanza existentes y produce nuevas configuraciones en el proceso… Esta construcción y decons­trucción de escalas espaciales reestructura las relaciones sociales de poder de manera significativa (Swyngedouw, 2000: 68).

Pero el fenómeno de glocalización también puede presentarse problemático y traer consigo algunos riesgos. Algunos críticos de la conservación neoliberal han señalado (Fletcher, 2010; Pleumarom, 1996; Duffy, 2002) que en lugar de restituir el control y gestión de los recursos y el ambiente a los miembros de las comunidades, la neoliberalización crea las condiciones para el aumento del control por parte de las corporaciones, agencias internacionales y grandes ONG a través de estructuras descentralizadas de gobernanza en las que participan los miembros de las comunidades. Muchas comunidades ven sus derechos sobre los recursos disminuidos en la medida en que estos, a través de proyectos y programas financiados con ayuda externa, son incorporados en amplias estructuras de mercado y esta mercantilización altera los valores y significados locales, afectando las dinámicas sociales y culturales dentro de las comunidades. Estos son temas que no pueden ser ignorados cuando se evalúan las bondades de los procesos de descentramiento del Estado en la gobernanza ambiental.

Un elemento importante en las nuevas modalidades de gobernanza es el uso de mecanismos y herramientas que indirectamente incitan a las personas a actuar de una manera determinada en lugar de dirigir el comportamiento mediante instrumentos de comando y control o las llamadas formas coercitivas de regulación. Siguiendo la tipología sugerida por Fontaine (2015), esta modalidad podría ser asimilada a un descentramiento de las funciones del Estado hacia afuera. Se trata de la proliferación de lo que McCarthy y Prudham (2004) describen como los crecientes marcos regulatorios que implican estándares y reglas no obligatorios, cooperación público-pri­vada, autorregulación y una mayor participación de ciudadanos y coaliciones. Este es el caso de los etiquetados de los productos (verde, ecosaludable, orgánico, responsable, etc.), cuya verificación es generalmente llevada a cabo por actores no gubernamentales a través de certificadoras especializadas o asociaciones comerciales, algu­nas de las cuales son manejadas como negocios, otras como ONG (Guthman, 2008; Carrier y Macleod, 2005).

Resulta evidente que el etiquetado verde y consumo ético son dos caras de una misma moneda. Quienes abogan por este tipo de consumo argumentan que los consumidores pueden usar sus preferencias de mercado para presionar a las empresas, en un mercado competitivo, a cambiar la manera hacer las cosas sin necesidad de normas coercitivas y controles. El consumo ético marca una conjunción del capitalismo y la conservación de la naturaleza ya que utiliza las transacciones de mercado, o los mecanismos de mercado en general, como un mecanismo efectivo de protección del ambiente. Algunos autores (Guthman, 2008; Carrier, 2011; Wanner, 2015) consideran el consumo ético como una expresión moderna de la resistencia social a la que hace referencia Polanyi en su tesis del doble movimiento (2001 [1944]: 138). En este caso, consumo ético sería una forma de resistencia para la protección del ambiente de los excesos del capitalismo de libre mercado. Los autores citados, entre otros, ven en estas modalidades y mecanismos de gobernanza una tercera vía entre la regulación del Estado y la privatización de todo; una suerte de desplazamiento desde la antirregulación hacia una «metarregulación» (Guthman, 2008); es decir, una modalidad de gobernanza que implica un cambio en la distribución tradicional de responsabilidades hacia una nueva situación en la que la política pública desempeña el papel de facilitador a través del apoyo de esquemas y pagos, mientras las fuerzas del mercado, a través de redes autoorganizadas, desempeñan el papel de regulación.

Tanto el etiquetado verde y el consumo ético, como nuevas modalidades de gobernanza ambiental, tienen que ver con nuevas formas de propiedad. Estas nuevas formas se enmarcan en la teoría moderna de la propiedad, entendida esta no como un objeto en sí mismo, sino como las reivindicaciones sobre el objeto (Sagoff, 2008; Godard, 2005). Estas reivindicaciones, objeto de transacciones en los mercados, pueden verse como una suerte de privatización: lo que es vendido y comprado a través del proceso de verificación es el derecho de propiedad a usar una etiqueta con el fin de tener acceso a un mercado e incrementar el valor (Carrier , 2011; Guthman, 2008). En este caso, la privatización define o delimita un derecho de acceso. Una lectura de la privatización neoliberal consiste en que estas reivindicaciones pueden ser aisladas de una manera sin precedentes, incluyendo, en el caso de la propiedad de la tierra, la venta de diferentes servicios ecosistémicos a usuarios diferentes. Todos estos cambios son parte de las tendencias privatizadoras neoliberales bajo las cuales los derechos de propiedad están siendo constantemente reinventados para reforzar la racionalidad del mercado (Godard, 2005; Guthman, 2008).

En resumen, en un proceso de adaptación (rerregulación) para acoplarse a nuevas circunstancias, el Estado-nación pierde su monopolio del poder, dejando de ser la única fuente de gobierno, mientras que niveles subnacionales o supranacionales ocupan los espacios de poder cedidos. El mismo término gobernanza destaca las modalidades en las que el poder de gobernar está ahora disperso entre múltiples actores (incluidos actores privados) y niveles de gobierno. En este proceso, los mecanismos de gobierno están desplazándose de aquellos formales a informales; en su forma, desde jerarquías hasta redes; desde contratos obligatorios hacia acuerdos voluntarios (Oels, 2005: 188). Sin embargo, las modalidades de gobierno basadas en el Estado no siempre son sustituidas por otras formas de gobernanza, sino complementadas. Lo preocupante es que en este proceso de redistribución de poderes, la gobernanza neoliberal establece escalas asimétricas: a las instituciones y actores locales se les otorga responsabilidades sin poder, mientras los actores e instituciones internacionales ganan poder sin asumir responsabilidades (Peck y Tickell, 2002: 386).

El proyecto neoliberal en el Ecuador

En el Ecuador, al igual que en muchos países, el neoliberalismo no ha sido sometido a un análisis de la especificidad contextual y su articulación a diferentes escalas; o a un análisis de la hibridización del neoliberalismo con otros proyectos políticos (el «socialismo del siglo xxi», por ejemplo) y con otras relaciones sociales (ambiente, etnicidad, género). En lugar de abordar el neoliberalismo como un proyecto de política económica hegemónica y una ideología unitaria, Peck y Tickel (2002: 383) argumentan que el análisis debe enfocarse en la (re)constitución del proceso de neoliberalización y las modalidades variables bajo las cuales diferentes neoliberalismos locales son inmersos en redes más amplias y estructuras globales de neoliberalismo. Como se anotaba anteriormente, el fenómeno neoliberal se produce en realidades concretas, situadas y datadas y, por lo tanto, no se puede abordar el neoliberalismo como un conjunto de principios aplicados de manera homogénea en las sociedades. Esta fuera de los objetivos del presente trabajo entrar en un debate sobre estos temas; esta es una tarea pendiente para la academia. De todas maneras, en esta sección creemos oportuno enfatizar en la vigencia y continuidad del proyecto neoliberal en el Ecuador[18]. Este ejercicio es importante porque tanto en círculos intelectuales y políticos persiste la idea del proyecto neoliberal en el Ecuador como una etapa superada, aunque su balance es todavía una tarea pendiente.

Por una década, el discurso gubernamental de la administración anterior, con un eco cuestionable en círculos intelectuales, giró en torno al mensaje de superación del proyecto neoliberal. Aún en la actualidad el discurso habla del posneoliberalismo como una etapa de superación de los postulados y prácticas neoliberales en las políticas públicas. Si esto fuera cierto, trabajos de investigación como el presente no tendrían sentido. Pero, la realidad demuestra todo lo contrario. «El ampliamente proclamado fin del neoliberalismo se parece más y más a la continuidad de su agenda con otros medios» sostiene N. Castree (2010) o, como señalan Acosta y Brand (2018: 19), asistimos a una suerte de «neoliberalismo transgénico». Nos hacemos eco de las palabras de Castree cuando afirma:

Yo dudo que el término neoliberalismo vaya a desaparecer del vocabulario de las ciencias sociales o del activismo político en un futuro venidero. Si esto sucede, nosotros probablemente estemos empleando nuevos términos para capturar sus significados y describir muchos de sus objetos del mundo real (p. 7).

En la coyuntura de 1993, la agenda neoliberal se convierte en el Ecuador en el pivote del proyecto de una reforma económica e institucional del Estado a través de la promulgación de la Ley de Modernización del Estado, Privatizaciones y Prestaciones de Servicios Públicos por parte de la Iniciativa Privada. Como señala Andrade (2009: 23) «la ley buscaba generar un nuevo modelo económico que fuese “estable y duradero”, poniendo fin a la era de ajustes erráticos que le había precedido». La propuesta consistía básicamente en el arranque de un proceso de cambios institucionales, concesiones de servicios públicos a la empresa privada y privatizaciones de bienes y servicios estatales. Bajo este objetivo, la reforma estructural neoliberal en el Ecuador estuvo enfocada inicialmente alrededor de cinco ejes: la privatización, la desregulación, la apertura a la inversión extranjera, la flexibilización y la descentralización del Estado. «Es la noción de “modernización” del Estado el dispositivo ideológico político que el Banco Mundial y las elites más ilustradas y ortodoxas del neoliberalismo, van a utilizar para presionar por la radicalización del ajuste y su transformación en reforma estructural» (Dávalos, 2011: 135). En este contexto, la ley establecía los principios y normas para regular: a) la racionalización y eficiencia administrativa; b) la descentralización, la desconcentración y la simplificación; c) la prestación de servicios públicos, las actividades económicas y la exploración y explotación de los recursos naturales no renovables de propiedad del Estado, por parte de empresas mixtas o privadas; y d) la enajenación de la participación de las instituciones del Estado en las empresas estatales.

En otras palabras, la reforma emprendida sentaba las bases para un cambio radical de las relaciones entre el Estado, la economía y la sociedad; transformación en la que este cedía su papel de actor empresarial en la economía para asumir funciones mínimas de regulación (Andrade, 2009). Las nuevas relaciones que se pretendían establecer eran «entre un sector público “racionalizado”, con una estructura administrativa relativamente pequeña, más cercana a los actores económicos locales, y un sector privado –por definición racional y eficiente– en expansión» (p. 24). En resumen, hacia inicios de la década de los noventa, el país contaba con todos los ingredientes y dimensiones para emprender y articular la agenda del neoliberalismo: reducción y contracción de las instituciones estatales, privatización de los bienes y servicios públicos y desregulación de áreas sometidas a control estatal.

Nos recuerda acertadamente Dávalos (2011) que en el Ecuador el proceso neoliberal quedó truncado y no hubo un proceso de privatización de empresas públicas del mismo alcance y profundidad de otros países de la región. Esto por dos razones. La primera, básicamente porque las elites no habían definido un estatuto de hegemonías a su interior y al disputar la privatización de las empresas y recursos nacionales terminaron bloqueándose entre ellas, de ahí que la privatización –desmonopolización– asumiría una forma más sinuosa que la venta directa de activos estatales a determinados grupos de empresarios nacionales o extranjeros (2011: 138). Los principales grupos económicos concentraron sus estrategias en capitalizar las rentas creadas por las incipientes reformas (Andrade, 2009: 80-82). La segunda razón para el debilitamiento del proyecto neoliberal tuvo que ver con las resistencias sociales que pro­vocó el proyecto y que obligó a cambiar las estrategias, las metodologías y los ritmos de aplicación de la reforma estructural. Dos dinámicas de resistencia y de lucha de clases se manifiestan en esa coyuntura: una concentrada en los temas de ajuste fiscal y que reclamaba por las condiciones de vida que se habían deteriorado como consecuencia de las medidas económicas adoptadas por el gobierno. La otra, centrada en temas de desarrollo agrario, especialmente en los intentos de privatizar el agua y las tierras comunales (Dávalos, 2011: 141).

Así, el desarrollo de una primera fase del neoliberalismo en el Ecuador puede ser visto como el resultado del fenómeno denominado por Polanyi el doble movimiento (2001 [1944]: 79): por un lado el intento de extensión de la organización del mercado respecto a las mercancías genuinas (privatización de bienes y servicios estatales) acompañada de un contramovimiento de resistencia social respecto a políticas que atañen a las mercancías ficticias (flexibilización laboral; privatización del agua, tierras y recursos naturales; y liberalización financiera). En ese contexto se cierra de manera temprana la intensidad de la reforma estructural, en los términos originalmente planteados que, sin embargo, en apenas dos años había logrado avances realmente importantes. A partir de 1996 la crisis económica e institucional empieza a agudizarse y no termina sino después de una década. De todas maneras, durante esta década se consolidan y profundizan los procesos de reformas sectoriales que fragmentarán y desmantelarán al Estado y a la sociedad. En esa coyuntura se produce la crisis financiera, la pérdida de la soberanía monetaria y la continuidad, disfrazada o atenuada, del modelo neoliberal con las leyes de Transformación Económica (Trole I y Trole II), la Ley de Gestión Ambiental y la Ley de Responsabilidad, Estabilización y Transparencia Fiscal.

2015 marca la segunda gran arremetida del proyecto de neoliberalización en el Ecuador con la promulgación de la Ley Orgánica de Incentivos para Asociaciones Público-Privadas y la Inversión Extranjera. Esta Ley tiene por objeto «establecer incentivos para la ejecución de proyectos bajo la modalidad de asociación público-privada y los lineamientos e institucionalidad para su aplicación; y promover en general la financiación productiva y la inversión extranjera». La figura de «asociación público-privada» es definida como «la modalidad de gestión delegada por la que el Estado, para la provisión de bienes, obras o servicios bajo su competencia, encomienda a un sujeto de derecho privado la ejecución de un proyecto público específico y su financiación, total o parcial, a cambio de una contraprestación por su inversión y trabajo, de conformidad con los términos, condiciones, límites y más estipulaciones previstas en un contrato de gestión delegada». En otras palabras, bajo una nueva fraseología, el proyecto neoliberal se reacomoda y reafirma ante nuevas coyunturas políticas, económicas y sociales. Más allá de los clichés «más mercado menos Estado», el nuevo guion neoliberal abarca un amplio rango de estrategias proactivas del Estado diseñadas para remodelar las relaciones económicas alrededor de una nueva constelación de intereses elitistas, administrativos y financieros. El resultado no es una simple convergencia hacia una monocultura neoliberal que comprendería una serie de políticas de mercado unificadas e integradas, sino un rango de neoliberalizaciones locales (Peck y Tickell, 2002), nacionales y globales mediadas por las instituciones y entre las cuales existen interconexiones y parecidos familiares.

La idea de las asociaciones público-privadas no es, de ninguna manera, una respuesta local ante la crisis de un modelo económico centrado en la administración (despilfarro) y distribución de la renta petrolera y que se agotó definitivamente al momento del colapso de los precios internacionales del petróleo. Este nuevo ropaje del neoliberalismo es promovido y auspiciado de manera entusiasta desde hace algunos años en varios países de la región por organismos internacionales y multilaterales. Los objetivos de este nuevo recetario neoliberal son claros:

Está surgiendo en América Latina el interés en intervenciones públicas proactivas más sistémicas, que puedan ayudar al sector privado a superar las restricciones estructurales a la innovación, la transformación productiva y el desarrollo de la exportación. En principio, el cambio de orientación favorable a la aceptación de un Estado más proactivo –intensificado ahora por el impacto de la gran recesión económica mundial de 2008-2009– constituye un paso útil hacia el pragmatismo en la política pública, tras muchos años de preponderancia del fundamentalismo del mercado inducido por el consenso de Washington, en que el Estado se convirtió en un tipo de bien de inferior (Moguillanski y Devlin, 2010).

Es decir, después de más de dos décadas de haber predicado la reducción del Estado, de pronto los ideólogos del sistema descubren que «la mano visible» de la intervención pública es una condición absolutamente necesaria para el funcionamiento del capitalismo. Ahora el discurso se centra en el «Estado proactivo», en «intervenciones selectivas del Estado», en la creación de un «entorno macroeconómico habilitante para las empresas»; es decir, un nuevo lenguaje, que nuevamente en nombre de la eficiencia, competitividad y el mercado, encubre la transferencia de bienes y servicios del Estado a la esfera privada. Aunque con escaso éxito[19], por el momento, el Gobierno de la revolución ciudadana empezó la subasta de una costosa (por los sobreprecios de construcción y condiciones de financiación) infraestructura de transportes (puertos, aeropuertos y carreteras), energética (centrales hidroeléctricas, refinación y comercialización de derivados de petróleo, explotación de hidrocarburos) y servicios (comunicaciones)[20].

Todo este proyecto ha venido acompañado de una oleada de destrucción creativa de las instituciones y estructuras regulatorias del aparato gubernamental (Peck, 2004: 396). Las nuevas modalidades de neoliberalización emprendidas por el gobierno de la revolución ciudadana han exigido reformas y modificaciones de todo un andamiaje legal y regulatorio cuyas repercusiones en la institucionalidad del Estado recién empiezan a aflorar[21]. No se trata, como se señaló anteriormente, de una estrategia de reducción de la capacidad de intervención del Estado en la economía, sino de un proceso de rerregulación que debe ser interpretado como una reconfiguración del papel del Estado para asegurar la continuidad del funcionamiento de la acumulación capitalista (Bakker, 2005).

¿La aplicación de estas medidas y leyes neoliberales fue una reacción desesperada a la crisis o una consecuencia inevitable del modelo aplicado en estos años? Esta fue la pregunta que oportunamente planteaba J. Cuvi[22] a propósito de la expedición de la ley sobre incentivos para las alianzas público-privadas. La dificultad en la respuesta a esta interrogante consiste en la ausencia de un modelo explícito con perspectivas a medio plazo para el pretendido cambio de un modelo de acumulación. En el mejor de los casos, se puede afirmar que la política económica del gobierno de la última década transitó dubitativamente entre intentos fallidos por establecer desde un modelo económico autoritario regulador y productor hasta un modelo centrado en una relación entre las agencias gubernamentales y los grupos empresariales enfocada en asistir a estos últimos a «lograr las economías de escala y externalidades positivas que les permitan competir en el mercado internacional»[23]. De todas maneras, si el gobierno anterior estuvo siempre atrapado en las contradicciones internas entre un Estado «custodio/demiurgo» (custodian/demiurge) o un Estado «comadrona» (midwife), de acuerdo a la tipología de Evans (1995), sobre el involucramiento del Estado en los procesos de desarrollo económico, la estrategia del gobierno actual, con la promulgación de la Ley de Fomento a la Producción, continúa y fortalece el proceso de implantación de un proyecto neoliberal iniciado por la administración anterior[24]. Bajo el obsceno membrete de «monetización», el actual gobierno se apresta a malversar los bienes públicos del país; no se trata de una simple privatización, sino, como califica J. Stiglitz estos procesos, de un verdadero proceso de sobornización.

Los análisis y críticas del neoliberalismo tienden a enfocarse en las reformas de programas gubernamentales de carácter social, en la flexibilidad laboral y políticas de apertura al comercio, privatización de servicios públicos, regulaciones monetarias y control de la inflación, entre otras. Escasa atención se ha prestado y se presta al nexo entre el mundo biofísico y la realización del proyecto neoliberal. Se olvida que el neoliberalismo es necesariamente un proyecto ambiental, es decir, un proyecto en el que, a parte del resto de sus dimensiones (las que sean), el mundo geofísico es la parte clave de su racionalidad (Castree, 2008). Esta reflexión es relevante en este punto porque todo el programa de revigorización neoliberal en marcha al que nos hemos referido, involucra una peligrosa y preocupante producción intensiva de la naturaleza (Smith, 2007: 16) en la expansión del capital en el Ecuador.

En 2015, luego de nueve años de anunciar reiterativamente un nuevo modelo de desarrollo para el país, el gobierno, en las postrimerías de su mandato, presentó al país una «Estrategia Nacional para el Cambio de la Matriz Productiva». No sería este el espacio apropiado para referirse a este tema si no fuese porque todo este plan, retomado con entusiasmo por el actual gobierno, tiene, ahora sí, como pilar fundamental el aprovechamiento «de nuestra mayor ventaja comparativa»: la naturaleza. Toda la reactivación productiva que nos llevará al cambio de un modelo extractivista de acumulación, pasa por el desarrollo de la industria minero-siderúrgica, la instalación de plantas de refinación de cobre y aluminio, la producción de celulosa, megaproyectos que implican, entre otros, la explotación de las vastas reservas de hierro y cobre, gas natural (este último por descubrirse), el uso del inmenso potencial hidroeléctrico que dispone el país y la incorporación de extensas áreas para plantaciones forestales. En otras palabras, esta vez son los ríos, cuencas hídricas, ecosistemas, páramos y la riqueza del subsuelo los elementos que entran directamente en la ecuación de un nuevo modelo de acumulación del capital. La contradicción naturaleza-capital ahora excede los tradicionales problemas ambientales puntuales asociados al desarrollo económico, un río contaminado aquí, o un ambiente degradado allá. Esta vez, las escalas tempo-espaciales sobrepasan se magnifican y son extensas áreas del territorio nacional las que se incorporan en la dinámica de acumulación neoliberal. La salida de la crisis consiste entonces en la puesta en marcha de un patrón ya conocido, pero que esta vez se pretende aplicar con inusitada intensidad. Se trata de resolver la crisis poniendo a trabajar la naturaleza «a todo vapor» (Moore, 2015: 1).

Sostiene N. Smith que «la extensiva producción de la naturaleza que ha caracterizado el desarrollo del capitalismo desde su infancia hasta la década de los setenta ha sido desafiada y sustituida por una producción intensiva de la naturaleza» (2007: 16). Retomando el planteamiento de Aglieta sobre el desarrollo del fordismo en Estados Unidos, Smith nos recuerda que a comienzos del siglo pasado el régimen predominante de acumulación extensiva se había ampliado horizontalmente, a través de la influencia geográfica del capital y la búsqueda de excedente y verticalmente, construyendo capas sucesivas de innovación industrial. Por el contrario, el régimen intensivo de acumulación que lo sucede invierte esta prioridad. El crea un nuevo estilo de vida al integrar nuevas formas de consumo social y nuevas formas de regulación del Estado con las nuevas formas de producción características del fordismo. Esto significa que, asociado a otras formas estructurales (las relaciones sa­lariales, por ejemplo), la tensión ecológica determina diferentes re­gímenes de acumulación que permiten especificar la estructura ecológica particular de una economía (Gendron, 2008: 32).

Las observaciones anteriores son pertinentes simplemente porque el proyecto de crecimiento económico que se pretende aplicar, nos lleva a afirmar que el Ecuador podría entrar en régimen de acumulación ecológicamente intensivo[25]. La escalada en la explotación y degradación de bienes ambientales comunes (agua, aire y tierra) y la proliferación en la degradación de los hábitats no serían simplemente un problema de escalas, sino todo un modelo de desarrollo sustentado en la instrumentalización, mercantilización neoliberal y, por supuesto, degradación de la naturaleza. Ante esta arremetida, categorías como extractivismo o neoextractivismo pierden significado y, por consiguiente, resulta indispensable profundizar en el debate, por lo menos desde el lado de la academia, para hacer frente a esta nueva embestida del proyecto neoliberal. Al respecto, la reflexión de D. Machado es muy oportuna:

Es un síntoma de las limitaciones intelectuales de los principales protagonistas del debate político nacional que a estas alturas el neoliberalismo siga siendo interpretado como si fuera al mismo tiempo una ideología y una política económica inspirada en esa ideología. En realidad, el neoliberalismo está muy lejos de reducirse a un acto de fe fanático sobre que el mercado puede ser el eje organizador de nuestras vidas. Más allá de los aspectos negativos históricamente constados por la aplicación de políticas neoliberales –destrucción programada de las reglamentaciones y las instituciones–, el neoliberalismo es el productor de un nuevo tipo de relaciones sociales, lo que implica generar nuevas maneras de vivir y nuevas subjetividades. Partiendo de lo anterior, el sentido ideológico y económico del neoliberalismo pasa a un segundo plano, pues es ante todo una racionalidad la razón del capitalismo contemporáneo, teniendo como principal característica la generalización de la competencia como norma de conducta y de la empresa como modelo de subjetivación social[26].

En conclusión, es tiempo de empezar a convencernos de que «el capitalismo no es un sistema económico; no es un sistema social; es ante todo una manera de organización de la naturaleza» (Moore, 2015: 2). Peligrosamente el gobierno y las elites se encuentran empeñados en una reorganización de consecuencias impredecibles para los entornos naturales del país.

[1] A lo largo del texto, las referencias entre corchetes indican un epígrafe del presente libro donde el tema está tratado de manera más extensa.

[2] Los cambiantes patrones en el manejo de los territorios deben contextualizarse como prácticas históricas específicas de rerregulación de los recursos en lugar de desregulación. Este es el caso de las modalidades neoliberales de conservación. La relación de la conservación con estos procesos ha sido consistentemente ambigua. Mientras los conservacionistas se quejan del Estado ineficiente e intervencionista como la mayor barrera para sus proyectos, son las áreas protegidas y parques nacionales promovidos por los Estados el mayor soporte de la conservación internacional. «Se constata una intensa y constante proliferación de parques nacionales y áreas protegidas paralela al auge del neoliberalismo» (Buscher, 2013: 20) y esta demarcación de territorios con el fin de controlar pueblos y recursos continúa con su crecimiento exponencial (Kelly, 2011: 683). En efecto, en las dos últimas décadas de arremetida neoliberal, las áreas protegidas por los Estados han proliferado a escala global. Esta tendencia es evidente; para citar algunos casos: en Tanzania, alrededor del 30 por 100 de su territorio ha sido declarada área protegida; en Belice, el 50 por 100; en Guatemala, el 30 por 100; en Panamá y Costa Rica, el 25 por 100. Esto es evidente también en el Corredor Biológico Centroamericano (Igoe y Brockington, 2007: 435).

[3] Sostenemos aquí que la difundida idea de posneoliberalismo como una fase ya superada por el gobierno de la llamada revolución ciudadana está muy alejada de la realidad.

[4] Meadows, Rander y Meadows (2005: 176) señalan la disminución del stock de recursos y el aumento de los niveles de contaminación como los síntomas de una crisis potencial: i) el capital, los recursos y la fuerza de trabajo son desviados ya sea hacia actividades de compensación (mitigación) por la pérdida de servicios provistos sin costo por la naturaleza, a la explotación de recursos cada vez más escasos o hacia el reciclaje cada vez menos productivo; ii) una inversión creciente en tecnologías para explotar recursos más dispersos, de menor calidad y de menor valor; iii) disminución de la eficiencia de los mecanismos para remediar los crecientes niveles de contaminación; iv) una creciente deterioración del stock de capital (especialmente en la infraestructura) ya que su depreciación excede la capacidad de inversión y mantenimiento. Todo esto implica que el gasto social pasa a un segundo plano frente a las necesidades de consumo, inversión, seguridad y obligaciones del endeudamiento.

Resulta curioso el comentario de O’Connor sobre el estudio Los límites del crecimiento, al que califica de «tecnocraticismo y neomalthusianismo» (1988), ya que la tesis de este autor sobre la segunda contradicción del capitalismo coincide con las conclusiones de este estudio. Como se discute en el siguiente epígrafe, la tesis de la segunda contradicción es un aporte teórico valioso para entender los problemas ecológicos, pero únicamente si este concepto se limita a su dimensión ambiental. Es en este sentido que usaremos esta categoría a lo largo del presente trabajo.

[5] Esta contradicción no es nueva en términos históricos. Modos no capitalistas de producción han sido perfectamente capaces de crear sus propias destructivas segundas naturalezas, sus propias contracciones ambientales (Tainter, 1990).

[6] Esta es la coincidencia con la tesis del estudio Los límites del crecimiento a la que nos referimos anteriormente.

[7] Sostiene Spence que «Marx usó la frase “condiciones de producción” con diferentes connotaciones y significados dependientes del contexto. No hay evidencia de que él la haya usado como una categoría analítica con la precisión del significado atribuido por O’Connor» (2000: 89). Stahel (1999: 108) considera que «la idea de una segunda contradicción puede ser identificada más fácilmente en los trabajos de Polanyi que en aquellos de Marx».

[8] El uso de especies exóticas, nocivas para los ecosistemas en los páramos ecuatorianos con el fin de acelerar los procesos de captación de carbono (proyecto Profafor) es un ejemplo de alteración de los ritmos naturales con el objetivo de aumentar la eficiencia del capital invertido [véase el epígrafe «Profafor», en pp. 153-157].

[9] Véase [www.theguardian.com/environment/2008/feb/13/conservation].

[10] «Harvard y otras grandes universidades norteamericanas, a través de fondos de inversión británicos y otros especuladores financieros europeos, están negociando la compra o arrendamiento de vastas extensiones de tierras en África, lo que puede resultar en el desplazamiento forzado de miles de campesinos de sus tierras» (The Guardian, 8 de junio de 2011).

[11] Los términos «cambio climático», «cambio de clima» o «calentamiento global» son usados indistintamente a lo largo del texto. Sin embargo, nos parece válida la aclaración de V. Barros quien sostiene que «a esta problemática se le ha dado en llamar impropiamente “cambio climático”. Cambios climáticos han ocurrido en el pasado y seguramente ocurrirán en el futuro, por diversas causas y no solo por cambios en la concentración de gases de efecto invernadero. En rigor, se trata de un “calentamiento global” que ciertamente entraña un importante cambio de clima, no solo en la temperatura, sino también en otras variables climáticas importantes para la vida» (Barros, 2004: 12).

[12] Un revelador estudio sobre las articulaciones entre ecoturismo, conservación neoliberal y apropiación de la tierra es el caso del Parque Nacional Natural Tayrona en Colombia (Ojeda, 2012).

[13] Cit. en Harvey (2016).

[14] Sostiene Naomi Klein (2007: 16) que las crisis, desde las guerras hasta los ataques terroristas, son explotadas por el capitalismo mediante la creación de nuevos espacios de acumulación: «El papel económico primario de las guerras hasta hoy había sido la apertura de nuevos mercados que generaban booms económicos de posguerra. Ahora, las guerras y las respuestas a los desastres son totalmente privatizados de tal manera que ellos mismos constituyen los nuevos mercados». Dentro de la misma lógica, las visitas a los lugares de desastre ocasionados por el huracán que azotó New Orleans o a los bloques de hielo desprendidos del Ártico a causa del calentamiento global son algunos de los «nuevos objetos de atracción» que explota la industria ecoturística.

[15] Una aclaración entre los términos gobernanza y gubernamentalidad es necesaria. El término gobernanza destaca las modalidades bajo las cuales el poder de gobernar se dispersa entre múltiples actores (incluidos actores privados) y niveles subnacionales y supranacionales de gobierno. El concepto implica que las formas de gobierno se están desplazando desde mecanismos formales hacia informales, desde jerarquías hacia redes, de contratos legalmente obligatorios hacia acuerdos voluntarios. Foucault (2001: 219) introduce el término gubernamentalidad para referirse al gobierno de una época histórica específica, concretamente aquella caracterizada por el biopoder (Oels, 2005: 189).

[16] El caso del Parque Nacional Yasuní es muy revelador. De un problema de defensa del hábitat de los pueblos locales y de la conservación de un ecosistema único, la protección del parque pasó a convertirse en parte de un problema ambiental global: la mitigación del cambio de clima.

[17] Conservation International, World Wide Fund for Nature, Flora and Fauna International, the Fund for Wild Nature, de Wildlife Conservation Society, African Wildlife Foundation (Chapin 2004) son organizaciones transnacionales en su ámbito de acción, emplean miles de personas alrededor del mundo, manejan presupuestos que van desde decenas de millones de dólares hasta un billón de dólares y prácticamente manejan la financiación disponible para temas ambientales bajo estrategias, organización y culturas corporativas. Cada vez más están aliadas con intereses de las grandes corporaciones y en general, sus juntas directivas tienden a ser dominadas por ejecutivos de estos conglomerados. En 2007, por ejemplo, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN) firmó un acuerdo con Royal Dutch Shell con el fin de asesorar a esta corporación en el desempeño de conservación de la biodiversidad. Acuerdos similares han sido firmados con Holcim, Total y Rio Tinto (Chapin, 2004; MacDonald, 2011).

[18] Para una análisis sobre el contenido y alcance de una «primera fase» (1993-2006) de la implantación del proyecto neoliberal en el Ecuador se remite al lector a los trabajos de P. Andrade (2009) y P. Dávalos (2011).

[19] Quizá el logro más significativo hasta hoy ha sido la concesión del puerto de Posorja por 50 años a un grupo privado nacional-extranjero (El Comercio, 7 de junio de 2016).

[20] En las postrimerías de su mandato, el gobierno anterior anunciaba «la venta, fusión, diversificación de capitales (?) y liquidación de al menos 16 instituciones –incluidos bienes–, con lo cual el Estado aspira a captar mayores recursos que sirvan para enfrentar la coyuntura económica; y, a su vez, ejercer un proceso de optimización del aparato público» (El Telégrafo, 26 de mayo de 2016). Los activos listos para venta, incluidos tres centrales hidroeléctricas, servicios financieros e inmobiliarios y otras empresas estatales suman 8.215 millones de dólares (El Comercio, 7 de junio de 2016).

[21] La Ley Orgánica de Incentivos para Asociaciones Público-Privadas y la Inversión Extranjera implica reformas y modificaciones a las siguientes leyes orgánicas: 1) Código Orgánico de la Producción, Comercio e Inversión, 2) Ley Orgánica de Régimen Tributario Interno, 3) Ley Reformatoria para la Equidad Tributaria, 4) Código Orgánico de Organización Territorial, Autonomía y Descentralización, 5) Ley Orgánica del Sistema de Contratación Pública, 6) Ley Orgánica de Empresas Publicas, 7) Ley de Minería, 8) Ley Orgánica de Salud, 9), Ley Orgánica de Comunicación, 10) Código Orgánico General de Procesos, y 11) Ley de Fomento Ambiental y Optimización de los Ingresos del Estado.

[22] J. Cuvi, El neoliberalismo: ¿vuelve o nunca se fue? (Plan V, 6/10/2015).

[23] R. Correa, Ecuador: de Banana Republic a la No República, Random House Mondadori, 2009. Cit. en Andrade (2016).

[24] En el marco de la continuidad de la política de alianzas público-privadas, esta ley elimina el impuesto a las ganancias extraordinarias de las empresas (windfall tax), especialmente en las inversiones mineras, elimina los impuestos a las transferencias de acciones (actualmente entre el 30 por 100 y 35 por 100), asegura el anonimato del último beneficiario de las operaciones productivas (¿blanqueo de capitales?), exoneración de impuestos por diez años a las inversiones. ¿Acaso se apresta el país a entrar en una etapa del capitalismo salvaje?

[25] Una síntesis del significado y alcance del modelo de desarrollo propuesto puede encontrarse en: A. Villavicencio, El cambio de la matriz productiva o la mayor estafa política de la historia (Plan V, 4/07/2016).

[26] D. Machado, La banalización del debate político nacional (Plan V, 31/08/2017).

Neoliberalizando la naturaleza

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