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ОглавлениеExperiencias sociológicas peligrosas
El psiquiatra Marco Polo estaba sin aliento en su oficina en Los Ángeles, California. Solamente permanecía encendida la lámpara que estaba sobre la mesa. Hematomas en el tórax y la frente, edema en el labio inferior y tres puntos sobre la ceja derecha marcaban el rostro de un hombre que había sido golpeado. Pero ¿quién lincharía a un intelectual famoso, apasionado, dispuesto a contribuir con la sociedad? El viejo dicho “en tierra de ciegos, el tuerto es rey”, es una mentira. En realidad, el que es tuerto es condenado y agredido, principalmente si tiene el valor de exponer sus ideas.
El hombre se sentó ante su computadora. No se dejaría abatir. Estaba decidido a escribir un nuevo artículo sobre el fracaso emocional de la humanidad. Inspirado, comenzó a trabajar. Iba concatenando rápidamente los pensamientos, leyendo en voz alta sus ideas a medida que fluían hacia el teclado:
—El ser humano es un actor atormentado en el teatro del tiempo. Creamos fantasmas y nos dejamos torturar por ellos. Maltratar el tiempo es uno de esos monstruos indomables.
Su concentración era tan grande que no se dio cuenta de que no estaba solo. Alguien había entrado sigilosamente a su oficina, y escuchaba sus palabras con horror.
—¿Maltratar el tiempo? ¿Fantasmas indomables? ¿Cómo, Marco Polo? —indagó Sofía, que también era psiquiatra.
Él se despertó de su trance. Al notar su presencia, Marco Polo no se volteó hacia ella, sino que esbozó una leve sonrisa, dando un suspiro de satisfacción. Ella le traía el alivio del placer en medio de los pozos de angustia.
—Sofía, ¿qué haces aquí…?
Ella era su novia. Después de que Anna, su esposa, muriera trágicamente a consecuencia de una enfermedad autoinmune, el psiquiatra pensaba que jamás lograría amar otra vez. Pero Sofía, emocionalmente penetrante e intelectualmente lúcida, crítica, afecta a debatir las ideas, había entrado en su historia como un terremoto, destruyendo sofismas.
—Es tan bueno escucharte, Marco Polo. Yo nunca podría amar a alguien a quien no admirara.
Hacía dos días que no se veían. Era poco tiempo pero, para Marco Polo, cuarenta y ocho horas podrían traer incontables acontecimientos inesperados. Sofía quería besarlo, pero temiendo interrumpirle en sus cavilaciones, prefirió acomodarse en un sillón para hacerle compañía mientras él trabajaba un poco más en sus tesis sobre el tiempo. En la penumbra de la habitación, casi no podía distinguir el rostro de él con claridad. El psiquiatra continuaba pensando en voz alta:
—Los colegas nos frustran, los amigos nos decepcionan, los enemigos nos hieren, pero nadie es tan cruel con el ser humano como el tiempo. Muchos intentan huir desesperadamente de sus garras, pero él los alcanza y grita: “¡Estúpidos mortales! ¡Nadie puede escapar de mí! ¡Acarícienme, hagan de cada día una eternidad!”. Muchos quieren ser jóvenes por siempre e intentan engañarlo con mil procedimientos estéticos, pero el tiempo ríe a carcajadas y les advierte: “¡Tontos! ¡Rechácenme, que envejecerán rápidamente en el único lugar en el que no se debería envejecer, el territorio de la emoción!”. Los ricos intentan sobornarlo con su poder, pero el tiempo les grita en el silencio de sus mentes: “¡Locos! La vida es demasiado breve para vivirse y larguísima para equivocarse. Quien se equivoca intentando comprarme muere en vida. ¡Soy invendible e insobornable!”.
Al escuchar esas palabras de Marco Polo, Sofía quedó fascinada con su genialidad. Sabía que en algunos momentos todo hombre y toda mujer asumen ese papel de locos, tontos y estúpidos, intentando engañar al tiempo, comprarlo o huir de él.
—Tienes razón. Cuando maltratamos al tiempo, él es cruel con el ser humano —ella no se contuvo y se levantó, aproximándose para besarlo. Pero en el momento en que Marco Polo volteó, Sofía vio su cara herida y se alarmó—: ¿Qué te pasó? ¿Por qué esos hematomas, esos labios hinchados y ese corte en la ceja?
—Hice un experimento sociológico. Por un lado, fallido; por el otro, interesante.
—¿Cómo? —cuestionó ella, preocupadísima.
—Me disfracé como un simple ser anónimo e intenté hablar sobre las locuras humanas en algunos congresos académicos, políticos y religiosos.
Sabía que Marco Polo era temerario, que ya había puesto en riesgo su vida otras veces, e intentó reprenderlo:
—¡Eres tan mortífero! ¿No crees que maltratas el tiempo con otra experiencia fuera de la curva psicosocial?
—Tal vez, tal vez —repitió él—. Pero traté de ser transparente. Me puse una barba postiza y fui a esos eventos, no como mendigo, sino como un simple anónimo. Fue sencillamente increíble.
Soltó una risotada pero, al hacerlo, sintió cómo sus músculos se tensaban, cómo aumentaban sus dolores. Se interrumpió a media risa.
Sofía no lograba entender cómo un psiquiatra famoso como Marco Polo, un investigador respetado internacionalmente, que había escrito más de tres mil páginas sobre una de las últimas fronteras de la ciencia, el proceso de construcción de los pensamientos y de la consciencia existencial, podía ser tan inconsecuente con su propia salud. Pero él era así. Un pensador incontrolable. Para él, la vida era una aventura irrepetible.
—¿Crees que tienes edad para esas aventuras? ¿Cómo te atreves a vivir experiencias que ni los jóvenes rebeldes tienen el valor de encarar? Marco Polo, convivir contigo es mucho más que estar en una montaña rusa. A veces estoy en el cielo de la alegría, en el cielo del romance y de la tranquilidad, y otras veces estoy en el infierno del estrés, de la angustia y de los riesgos. Vivir contigo es una gran aventura, pero en ciertos momentos es casi insoportable. ¿No te acuerdas de que casi morimos hace algunos meses? Nos persiguieron enemigos implacables, religiosos radicales que decían que era imposible que un psiquiatra estudiara la mente de Jesucristo. Yo sé que actuaste con maestría. Sé que hiciste algo que jamás se había intentado en la historia de las ciencias humanas. Reuniste herramientas increíbles del Maestro de maestros y nos hiciste comprender que él logró transformar lágrimas en sabiduría, pérdidas en ganancias y hacer poesía cuando el mundo se derrumbaba sobre él. Pero esto es demasiado, Marco Polo, ¡no lo soporto! No soporto contemplar la posibilidad de perderte en cualquier momento. Te amo lo suficiente como para tener miedo, el miedo más dramático, el más primitivo y el más real: el miedo de perder a quien amo.
En ese momento, Sofía comenzó a llorar copiosamente. Marco Polo la abrazó, derramó también algunas lágrimas y dijo:
—Yo también te amo. Me gustaría ser diferente de quien soy. Pero puedo cambiar muchas cosas: puedo cambiar los neumáticos de mi auto, puedo cambiar los boletos de avión, puedo quedarme en cuarentena en mi casa, pero no puedo cambiar quien soy. Siento mucho herirte tanto, Sofía. Y preocuparte tanto. Sé que eres una psiquiatra notable, pero hasta para una psiquiatra el volumen de estrés es altísimo —la miró un rato antes de continuar—: Querida Sofía, quien no es fiel a su propia consciencia tiene una deuda impagable consigo mismo. Sabes muy bien que soy un crítico del culto a la celebridad. Sabes que ese culto, que contamina no sólo a los actores y cantantes, sino también a los influenciadores digitales, es una idiotez emocional. No hay célebres ni anónimos en el escenario del tiempo. Todos somos simples mortales. ¿Que puse en peligro mi vida? Sí, es verdad. Pero quería ser escuchado por mis ideas, no por mi fama.
Ella suspiró, se relajó y después, ya más calmada, indagó:
—Me imagino que casi te lincharon en esos ambientes. ¿Qué te llevó a hacer esa experiencia tan extrema?
—Una de las cosas fue la constatación de que el sistema educativo mundial está enfermo, formando personas enfermas para una sociedad enferma. Nuestras sociedades digitales se han convertido en un manicomio global. Incluso universidades como Harvard, MIT, Stanford, Cambridge, Oxford y otras forman, con las debidas excepciones, sólo oyentes, espectadores pasivos que no tienen resiliencia, autocontrol, la mínima capacidad de proteger la propia emoción y reciclar su basura mental. Cualquier propietario de tierras, casas o vehículos tiene un certificado de propiedad, tiene protección legal, pero nuestra mente es una tierra de nadie, no se le enseña a autoprotegerse. Es por eso que la alodoxafobia, el miedo a la opinión de los demás, es una de las fobias más marcadas de la actualidad.
—Espera, déjame respirar —dijo ella, reflexionando—. Debo asimilar tus ideas. Tu diagnóstico es muy grave.
Sofía pensó un poco antes de pedirle que continuara. Marco Polo completó su razonamiento:
—La mente de los niños y de los adolescentes está completamente desprotegida en esta explosión de datos e imágenes de la era digital. Los padres usan los celulares incluso para calmar a los bebés a la hora de comer y de cenar. Están asesinando, sin saberlo, el futuro emocional de sus hijos. Pero dejemos a un lado ese asunto por el momento. Quiero contarte lo que ocurrió antier.
Marco Polo comenzó entonces a relatar su experiencia sociológica como simple anónimo. Dos días antes, en una mañana soleada, entró en un gran anfiteatro donde estaba celebrándose un congreso académico. Participaban ilustres pedagogos, psicólogos, sociólogos y economistas, discutiendo metodologías de enseñanza en los tiempos actuales. Se sentó en la última fila.
Después de escuchar a quienes debatían por casi tres horas, no se contuvo y se dirigió al escenario. Sin estar inscrito para hablar ni pedir permiso, tomó el micrófono y declaró, con voz segura y sin medias palabras:
—En la era digital existe una explosión de información que lleva a un niño de 7 años a tener más datos en su cerebro que los grandes pensadores de la antigua Grecia. Esa avalancha de información desencadena el síndrome del pensamiento acelerado. Por un lado, los maestros no saben qué hacer con la ansiedad de sus alumnos. Por el otro, miles de médicos en todo el mundo diagnostican a esos niños equivocadamente como hiperactivos y prescriben, sin necesidad, drogas para la obediencia. ¡Es algo inadmisible! Ustedes, damas y caballeros, ¿no se dan cuenta de que alteramos la dinámica del psiquismo humano en esta sociedad urgente y estresada? ¿No entienden que la aceleración del pensamiento ha generado una inquietud que hace que el último lugar donde los alumnos quieran estar es en el salón de clases? La mente de los jóvenes ha cambiado. ¡O la escuela cambia, o será su final!
Sofía casi perdió el aliento al escuchar lo que había sucedido.
—¡Tu atrevimiento fue sorprendente! ¿Te detuviste ahí o dijiste algo más?
El pensador se inquietaba con sólo recordar.
—Afirmé que el sistema educativo no necesitaba reparaciones, sino una revolución socioemocional. Dije que el sistema había fracasado. Que la memoria de los alumnos está dramáticamente saturada, que considerarla inagotable, una fuente de puros recuerdos, era echar más leña a la hoguera de su ansiedad.
—¿Cómo, por qué? —indagó Sofía.
—La memoria es un recurso limitado que se puede agotar. Saturarla con datos genera un estrés cerebral intenso, por eso muchos despiertan fatigados. Además, no fue hecha para lidiar bien con los recuerdos.
—¿Y los líderes académicos no se sorprendieron al oír eso?
—Algunos profesores se quedaron perplejos. Me miraron de arriba abajo y se preguntaron unos a otros: “¿Quién es este loco que afirma que no hay recuerdos puros en la memoria? ¿Acaso el pilar central de la educación está equivocado? Enseñamos para que los alumnos se acuerden. ¿Por qué, si no, enseñamos?”. Viendo que estaban perturbados, continué diciendo que pensar es interpretar, e interpretar es distorsionar la realidad de los datos del pasado para recrearlos en el presente. Y abundé diciendo que si se quiere ser un líder que forma a otros líderes, se debe tener consciencia de que enseñamos para que los alumnos aprendan a pensar. No para repetir datos, pues cualquier computadora mediocre repite la información mejor que un Homo sapiens. Y además comenté que más de noventa por ciento de los datos que registramos se pierde en los bastidores del cerebro y se convierte en basura mental.
—No lo sabía —dijo Sofía, pues aunque era psiquiatra, en la formación de esa especialidad no se estudiaba la frontera más compleja de la mente humana: el proceso de construcción de pensamientos.
Marco Polo continuó relatando lo que había ocurrido en el evento académico:
—La verdad esencial es un fin intangible, pues hay diversas variables que están en juego en el momento exacto de la construcción de pensamientos y que generan una cadena de distorsiones. Cómo estamos, quiénes somos, lo que deseamos y dónde estamos, es decir, nuestro estado emocional, nuestra personalidad, nuestra intencionalidad y el ambiente social en el que nos encontramos, interfieren en la apertura de las ventanas de la memoria y, por lo tanto, en el acceso a los datos de la memoria, distorsionando en consecuencia la construcción de las ideas. Eso fue lo que dije en el estrado: “Queridos profesores, pensar no es recordar. Pensar es recrear a cada momento la realidad del mundo que somos y en el que estamos. En consecuencia, si quieren formar mentes brillantes, y no siervos que sólo obedecen órdenes, tienen que saber que los exámenes escolares que exigen rigurosamente la exactitud de la información enseñada por los maestros asesinan la capacidad de los alumnos de reinventarse, de pensar estratégicamente, de intuir, de atreverse, de trabajar en las crisis”.
—¿Y te aplaudieron? —preguntó Sofía.
—Algunos sí; otros me insultaron. Escandalicé a muchos que eran racionalistas. Principalmente porque tuve el valor de decir que deberíamos ser capaces de aplaudir los errores que remitían a la autodeterminación, al raciocinio esquemático y a la liberación de la imaginación. Concluí diciendo que, bajo ciertos criterios, deberíamos dar la máxima calificación a quien se equivocó en todas las respuestas de un examen.
Al escuchar que deberían dar la máxima calificación a quien se equivocó en todas las respuestas, no pocos académicos lo consideraron una herejía. Sin embargo, algunos se sintieron muy aliviados, pues aunque no tuvieran la base teórica de Marco Polo, pensaban lo mismo.
—¡Callen a ese hombre! —gritó un profesor de ingeniería.
—¡Quiere destruir la educación! ¡Silencien a ese demente! —bramó otro, que impartía clases de medicina.
Marco Polo miró a este último y lo reconoció. Había sido su alumno y lo respetaba mucho cuando era estudiante, y ahora se había convertido en un doctor y profesor respetado en el área de neurología, capaz de dar clases y de operar tumores y aneurismas. Pero era un lego en los enigmas del cerebro humano.
—Yo hubiera revelado mi identidad, Marco Polo. Hubiera dado una “bofetada” a esos intelectuales superficiales. Hacerlos tragarse su arrogancia —dijo Sofía, categóricamente.
—Pero yo no soy tú, Sofía. Nosotros nos amamos, nos respetamos, pero somos diferentes. Me expulsaron y me excluyeron bajo un coro de abucheos. Pero algunos me abrazaron a mitad del camino. Al salir del anfiteatro, los guardias de seguridad me empujaron.
Sofía quedó estremecida por la historia, pero el relato todavía no explicaba las heridas de Marco Polo. Poco sabía ella que el psiquiatra había tenido un día doblemente difícil, y que el congreso no había sido su única experiencia sociológica.
Entonces Marco Polo respiró profundamente y comenzó a narrar el otro acontecimiento, ése más grave y perturbador. La noche de ese mismo día deambulaba por las calles pensando en las estupideces e incongruencias que invaden nuestra mente y nos vuelven estúpidamente inhumanos.
De repente vio a una multitud de personas que entraban en un gran anfiteatro. Marco Polo se aproximó y preguntó de qué se trataba. Le dijeron que un importante partido político estaba realizando su reunión anual. Estaban presentes grandes figuras del liderazgo nacional, gobernadores, senadores, diputados. No le importó identificar qué partido se reunía, si de derecha o de izquierda. Sólo le interesaba conocer las insanias que formaban parte de esa casta. Para el pensador de la psicología, los errores en política son puntuales, pero las locuras son democráticas: ningún partido se encuentra exento.
Penetró furtivamente en el ambiente, sabiendo que ahí debía quedarse quieto. Pero ¿cómo?
—¡Válgame, Marco Polo! ¿Entraste en la reunión anual de un partido político? ¡Los políticos son mucho más intolerantes que los académicos! —exclamó Sofía.
Durante la reunión, los líderes y más grandes iconos del partido pasaron aburridas horas hablando sobre sus ideas y sus cifras. Después comenzaron a entretejer críticas implacables, una detrás de otra, intentando desprestigiar al principal partido de oposición. Ellos eran los dioses y la oposición, una casta de demonios. Marco Polo, que estaba en el centro del anfiteatro, observó que las dos personas a su lado cuchicheaban, pues no había ideas atractivas ni innovadoras. Fue entonces cuando se levantó y caminó hasta el estrado, mientras un senador daba un discurso dramáticamente largo. Ya en el podio fue al encuentro del orador y le dijo en voz baja que su tiempo se había terminado.
Avergonzado, el senador pensó que se trataba de alguien de la organización del evento. Habló durante treinta segundos más y le entregó el micrófono.
Marco Polo fue tan sutil que algunos elementos de seguridad se preguntaron entre sí quién era el sujeto que, en posesión del micrófono, iba directo a sus tesis. Al darse cuenta de lo que sucedía, algunos organizadores, preocupados, decidieron intervenir y silenciarlo, pues no estaba inscrito para hablar. Sin embargo, fueron seducidos por la primera habilidad de los grandes líderes citada por el psiquiatra:
—Quien vence sin riesgo triunfa sin gloria. Si usted es un líder político o empresarial y tiene miedo de los riesgos, está fuera del juego. No hay cielos sin tempestades.
—Qué bueno que te dejaron hablar —ponderó Sofía, aunque imaginaba el terremoto que estaba por venir.
—Enseguida afirmé que si un político no corre riesgos para preservar su consciencia, su ética, su transparencia, y amar a la sociedad más que a su partido, será un líder débil. Y pregunté: “¿Hay aquí entre ustedes alguien que sea frágil emocionalmente?”. Nadie levantó la mano.
—Y ahí se derramó la sopa —comentó Sofía, aprensiva.
—Y concluí que ningún partido político es digno del poder si no es capaz de aplaudir los proyectos de la oposición. Fue mucho peor que en la reunión de los profesores. Primero se hizo un silencio sepulcral y, enseguida, algunos comenzaron a preguntar hacía cuánto tiempo que yo estaba en el partido. Otros dijeron que yo era un infiltrado de la oposición. Pero seguí incitándolos. Completé diciendo que quien sirve a las ideas o a su partido más que a la sociedad, es indigno de ser un político. Fue un escándalo. Algunos miembros comenzaron a golpear el piso con los pies en el anfiteatro y a gritar: “¡Callen a ese estúpido!”. Otros dijeron: “¡Maten a ese opositor!”.
—Pero ¿por qué no te callaste, Marco Polo? —preguntó Sofía, llevándose las manos a la cabeza.
—No pude. Viendo que podría ser linchado, grité todavía más alto: “Más de noventa por ciento de los líderes de todas las áreas, política, empresarial, institucional, no están preparados para el poder, pues el poder se convierte en un virus que los infecta y los ciega. Sólo es digno del poder quien se desprende de él, quien lo usa para ajustarse a la sociedad y a servirla, no a quien lo usa para que la sociedad se incline ante él y lo sirva”. Terminé diciendo: “La humanidad está en riesgo, pues en todas las naciones los partidos están enfermos, formando líderes enfermos, incapaces de aplaudir a quien piensa diferente, de reconocer sus errores y ponerse como simples siervos de la sociedad”.
—¿Y luego qué pasó? —preguntó ella, ansiosa.
Marco Polo sonrió y mostró los hematomas en su rostro.
—Los guardias de seguridad invadieron el estrado y me expulsaron a golpes y patadas. En un ataque de furia, muchos contribuyeron a la golpiza. Y así me expulsaron del anfiteatro como si fuera basura indigna de vivir.
Marco Polo prosiguió contando que fue a buscar primeros auxilios, le dieron algunas puntadas y recibió la recomendación de que descansara.
Eso tendría que haber sido suficiente para disuadirlo de vagar disfrazado por las calles de Los Ángeles. Sin embargo, incluso herido, insistió en su experiencia.
Al día siguiente del episodio de violencia en la reunión anual del partido político, Marco Polo entró en el metro y notó un vagón lleno de aficionados. Hinchas organizados de dos equipos se ofendían unos a otros. El clima podía ponerse tenso. Aprovechando esa oportunidad, él se colocó entre ellos y comenzó a hablar solo en voz relativamente alta. Hablaba y gesticulaba con sus fantasmas mentales. Todos se detuvieron para ver a ese personaje histriónico. Enseguida, él se detuvo y observó a la multitud atónita a su alrededor. Provocándolos, preguntó:
—¿Qué diagnóstico hacen ustedes cuando ven a alguien hablando solo?
Los de un equipo gritaron:
—¡Loco, demente!
Los del otro gritaron:
—¡Psicópata, perturbado!
Una señora de 80 años que estaba sentada cerca de Marco Polo afirmó:
—Loco perdido. ¿Estás loco, hijo?
Él la miró y después a los aficionados, y respondió sin miedo:
—A veces, mi señora, mis fantasmas mentales me perturban. Otras veces son los absurdos de esta sociedad los que me enloquecen —enseguida se pasó las manos por el rostro y completó—: ¿Quién es aquí un cineasta?
Nadie levantó la mano. Entonces el intrépido psiquiatra, que amaba poner en jaque a legos e intelectuales, a ricos y a miserables, los desafió:
—Estamos en Los Ángeles, la tierra de Hollywood, ¿y no hay cineastas aquí? Equivocado. Todos ustedes son cineastas.
Todos se miraron entre sí y algunos se burlaron de él. Creyeron que era otro delirio de ese loco atractivo. Pero él fue incisivo en su última pregunta:
—Se los voy a probar. Respondan honestamente: ¿quién de ustedes hace de vez en cuando una película de terror en su propia mente?
Era un ambiente muy inapropiado para que las personas se abrieran. Pero lo hicieron. Casi todas levantaron la mano.
—¿Qué fantasmas los atormentan? —indagó Marco Polo.
La señora encabezó la fila. Valiente, dijo que tenía miedo de la soledad, de morir sola. Viendo el valor de la anciana, los aficionados perdieron la inhibición. Uno comenzó a decir que tenía miedo de hablar en público, otro que tenía miedo de la muerte, hasta hubo uno que declaró tener miedo de los zombis. Pero nadie confesó que enfrentaba al vampiro mental más común de la afición organizada: la necesidad neurótica de poder y de ser el centro de las atenciones sociales.
Sofía escuchaba todo atentamente, y no pudo contener su entusiasmo:
—¡Interesantísimo, Marco Polo! —declaró.
—Cuando se abrieron, hice una sugerencia. Propuse una “semana de la humanidad”, una semana de actitudes invertidas —dijo el psiquiatra—. Ellos no entendieron nada, pero les expliqué: era una semana en la podríamos gestionar nuestra emoción, suavizar nuestras diferencias y adoptar actitudes diferentes, algunas invertidas. Durante ese tiempo, los fanáticos de un equipo apoyarían también a otro equipo, de preferencia a uno que no les gustara. Personas de religiones distintas se harían una visita solidaria unas a otras. Gente que nunca visitó prisiones, orfanatos, asilos, hospitales psiquiátricos, dedicaría su tiempo a esos seres humanos. Negros y supremacistas blancos se abrazarían y festejarían el espectáculo de la vida. Políticos de partidos distintos invitarían a sus opositores a cenar y a discutir proyectos sin prejuicios. Padres y maestros que criticaban a sus hijos y alumnos observarían los aciertos inadvertidos y los aplaudirían. Las parejas bajarían el tono de voz cuando estuvieran al borde de una discusión.
Sofía estaba impresionada.
—Quién sabe si esa semana “pegara”; eso podría ser un impulso a la viabilidad de la especie humana —y preguntó, casi en estado de éxtasis—: ¿Y cuál fue la reacción de las personas?
—Todas manifestaron espanto y euforia. La anciana gritó: “¡Qué bonito, hijo!”. Y entonces se paró de su lugar y fue a besar a los aficionados de ambos lados. Emocionados, ellos comenzaron a abrazarse unos a otros. Y cuando salieron del metro, algunos gritaban a coro: “¡Semana de la humanidad, estoy dentro!”. Fue algo tímido, pero es un comienzo.
—Pero ¿en qué filósofo o pensador te inspiraste para crear esa idea? —cuestionó Sofía.
Marco Polo hizo una pausa, respiró profundamente y confesó:
—Sabes que he estudiado al carpintero de Nazaret. Sabes que, antes de estudiarlo, yo pensaba que él era el fruto de un grupo de galileos que querían un héroe que los librara del yugo del tiránico y promiscuo Tiberio César. Al conocerlo mejor, no sólo como psiquiatra, sino como investigador del proceso de construcción de pensamientos, concluí que él no era sólo un superdotado, un genio, sino que probablemente fue el hombre más inteligente de la historia, el líder de los líderes que, sin derramar una gota de sangre, cambió la matriz socioemocional de la humanidad. En él me inspiré. Él vivió no una semana, sino una vida invirtiendo en la humanidad, en contra no sólo de los fariseos de su tiempo, sino de innumerables religiosos a lo largo de los siglos. Él transformó prostitutas en reinas y leprosos en sus dilectos amigos. Él abrazó a quien lo negaría e intentó rescatar a quien lo traicionó. E incluso muriendo en la cruz, perdonó a sus torturadores. Ése es el hombre que me inspiró…