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La educación mundial está formando idiotas emocionales

Después de contarle a Sofía sus increíbles aventuras como personaje anónimo y los riesgos que corrió, Marco Polo vio que había un sobre en su mesa. Lo abrió y leyó el mensaje. Era una invitación para una reunión muy importante. Los rectores de las universidades más famosas de las principales naciones se reunirían durante cinco días para discutir el futuro de la educación y el uso de las tecnologías digitales.

—¿El rector Vincent Dell te invitó? Pero ¿no tiene celos de ti, obstaculiza tus proyectos y te critica a tus espaldas?

—Sí, pero mi paz vale oro. El resto es basura. No compro las tonterías que yo no concebí.

Marco Polo era jefe del departamento de psiquiatría de la universidad donde Vincent Dell, el anfitrión del evento, era rector. Era un hombre que tenía muchos secretos. Con frecuencia, las personas sólo conocían la antesala de su personalidad. Las partes más ocultas estaban sumergidas en un hombre que no tenía escrúpulos para volverse multimillonario. Para detentar el poder a cualquier costo. Su ambición lo cegaba. Era un científico indigno de la ciencia. Sumamente lógico y capaz, pero extremadamente destructivo. Marco Polo era su gran adversario. Incluso en algunas ocasiones, hubiera querido destruirlo. Habían defendido tesis juntos, pero la elocuencia de Marco Polo, su capacidad de seducir a las personas y de construir tesis y nuevas ideas siempre provocaban los celos de Vincent Dell. Y los celos son de dos tipos: los celos y la envidia blanca, que nos impulsan a reflejarnos en el otro para reinventarnos y crecer; y los celos y la envidia saboteadora, aquella que ciega a su portador para destruir a quien tiene enfrente y es exitoso.

Vincent Dell quería destruir a Marco Polo. Era una de sus metas, uno de sus deseos ocultos. Y él llevaría ese comportamiento hasta las últimas consecuencias. Marco Polo conocía esos conflictos pero pensaba que ese rechazo no pasaba de unos celos comunes entre intelectuales. No estaba consciente de que los celos y la envidia que Vincent Dell alimentaba eran destructores, asesinos.

Sofía tomó la invitación y leyó lo que decía la tarjeta. Quedó perpleja.

—Mira la recomendación del rector: “Marco Polo, conozco tu fama de causar tumultos y escándalos por donde pasas. Por eso sólo estás invitado como oyente. Quiero que anotes los principales datos presentados por esos líderes internacionales y elabores un reporte, ya que eres un especialista en la formación humana. Reitero: la audiencia de rectores que recibiré es de la mejor estirpe intelectual y muy moderada. La discreción es vital”.

—Algunos líderes siempre quieren domar nuestro cerebro, pero el Homo sapiens es indomable. Tarde o temprano nos rebelamos contra todo lo que mutile nuestra libertad.

Como jefe del departamento de psiquiatría, Marco Polo no podía negarse al pedido del rector.

Una semana después, casi recuperado de sus traumatismos físicos, fue a la fatídica reunión.

Los celos de los líderes son distintos a los de los compañeros románticos. Éstos, cuando los tienen, presionan al otro por reconocimiento, mientras que aquéllos sabotean a quien no responde a sus expectativas. No pocos guillotinan a sus pares. Egos exaltados, mentes inquietas, deseo ansioso de evidencia social, celos intelectuales constituían el cáliz emocional que muchos bebían en la reunión a la que Marco Polo había sido invitado como espectador pasivo. La reunión se efectuaba en una enorme mesa oval en el auditorio de una respetada universidad californiana. Vincent Dell, el anfitrión, era intelectualmente notable y emocionalmente intratable. Amante inveterado de la inteligencia artificial, excelente para convivir con las máquinas, era pésimo para relacionarse con los seres humanos, sobre todo con los miembros de los cuerpos docente y estudiantil. Fue él quien inauguró el evento y, minutos después, fue directo al asunto, que era la pauta principal de los rectores estadunidenses, latinos, europeos, africanos y orientales.

—¿Están preparadas nuestras universidades para formar a los profesionales del futuro, incluso en los próximos diez años? —preguntó el rector, contundente. Y él mismo respondió con convicción—: ¡No! No estamos listos para formar personas bien preparadas para la revolucionaria era digital, en cambio constante. No estamos preparados para formar alumnos que piensan en apps, repetición de procesos, escalabilidad, soluciones innovadoras, mucho menos en anticipación de las necesidades del consumidor. Si nuestras universidades están atrasadas, imaginen las escuelas de enseñanza básica del mundo. La enseñanza fundamental y media están en la edad de piedra.

—¡De acuerdo! En los próximos diez o quince años, millones de esos jóvenes alumnos trabajarán en profesiones que ni siquiera han sido inventadas o imaginadas —dijo Max Gunter, el rector de una universidad alemana, haciéndose eco a las palabras del anfitrión.

Minoro Kawasaki, de una universidad japonesa, fue más lejos:

—Casi noventa por ciento de las piezas jurídicas ya son elaboradas por supercomputadoras. Más de ochenta por ciento de las cirugías complejas serán realizadas no por médicos, sino por robots. El presente digital es sorprendente, y el futuro es inenarrable. Las universidades deben estar a la vanguardia, aprovechar al máximo la tecnología, o caeremos en la insignificancia.

Eufórico con lo que oía, Vincent Dell proclamó efusivamente:

—Correctísimo, señores rectores y señoras rectoras.

En realidad sólo había una mujer rectora entre veintidós rectores. La discriminación era evidente en los cargos académicos de dirección, aunque las mujeres estuvieran ocupando la mayoría de las vacantes en las universidades y fueran, en promedio, más aplicadas y obtuvieran mejores notas.

El rector prosiguió:

—Las máquinas sustituirán a las enfermeras. No pocas podrán incluso dar masajes a los pacientes. Habrá hasta robots sexuales —y, con poca delicadeza, completó, arrancando carcajadas a los hombres—: Yo tendré una media docena.

—¿Sustituyendo el amor de una mujer por seis robots, doctor Dell? ¿Tiene usted problemas de impotencia? —preguntó directamente la rectora Lucy Denver, de Inglaterra.

—No, doctora Lucy. Discúlpeme, pero es que el mundo digital abre un mundo de posibilidades para las fantasías humanas —dijo él, sin ruborizarse ni doblegarse ante la rectora. La audiencia rio sutilmente esta vez. Vincent Dell completó—: Los conductores se convertirán en músicos, pues serán sustituidos cada vez más por autobuses, camiones, tractores y autos autónomos. Las casas y edificios serán construidos por impresoras 3D. Piensen en la construcción de un departamento o una casa por día o por hora. Pobres de los ingenieros y los albañiles.

Un rector chino, Jin Chang, amigo de Vincent Dell, tocó un asunto gravísimo:

—Los policías, por lo menos la gran mayoría, tendrán que aprender artes plásticas, pues muchos perderán sus empleos, ya que controlaremos la delincuencia mediante la tecnología digital, incluso en los países con alto índice de violencia, como Rusia.

—¿Cómo será eso? —indagó muy curioso y tenso Alex Molotov, un rector ruso.

—Usaremos chips implantados bajo la piel de los individuos para medir las pulsaciones de violencia y prevenir ataques, inyectando moduladores de humor en los focos de tensión. Creemos que podrán evitarse hasta noventa por ciento de los asesinatos. Usaremos los movimientos del iris y del rostro de las personas para controlar los comportamientos inclinados a la sociopatía. Muchas de esas investigaciones ya están avanzadas en el área de seguridad.

La audiencia estaba extasiada. Vincent Dell aprovechó la idea de su amigo chino y comentó las investigaciones que ocurrían en los laboratorios de tecnología de investigación de su universidad:

—Nosotros estamos produciendo policías-drones. Quién sabe si en el futuro habrá uno para cada persona. Serán como ángeles de la guarda, la democratización de la seguridad privada. Incluso los más pobres tendrán acceso a ellos. La persona duerme, pero el policía-dron estará vigilando. La persona camina, y su policía-dron levanta el vuelo y la acompaña. Si ella es atacada, el dron desciende a altísima velocidad y dispara descargas eléctricas y una inyección de tranquilizantes al agresor. La sociedad será pacificada.

Muchos aplaudieron solemnemente a Vincent Dell. Realmente eran ideas innovadoras. Sería sorprendente que una persona viajara y otro policía-dron la esperara en el aeropuerto de destino. Ante los aplausos, el rector completó:

—Ése es un ejemplo de que toda universidad tiene que convertirse en un centro de investigaciones digitales —y reveló algo que lo perturbaba—: No vamos a dejar que esos locos de Silicon Valley de San Francisco sean los únicos protagonistas de la innovación. Ellos quieren gobernar el mundo. Tenemos que ocupar los espacios, en caso contrario nuestras universidades serán obsoletas.

Muchos aplaudieron emocionados, a excepción de Marco Polo. En el auge de la euforia de los rectores, él, que tenía prohibido hablar, no lo soportó y se levantó, pero Vincent Dell le advirtió:

—No estás autorizado a hablar. Aquí tú eres sólo un oyente.

—Si yo no hablo, estas paredes gritarán, dignísimo rector —y sin importarle perder su empleo como jefe de departamento, corrigió—: Ustedes no hablaron de los riesgos a la libertad y a la democracia que representan las nuevas tecnologías. ¿O piensan que el mundo digital es un paraíso en la Tierra, controlando nuestros impulsos con sus ángeles robots? ¿Entrarían ellos en nuestra mente y aquietarían los monstruos que producimos? ¡Imposible! Tampoco comentaron sobre las soluciones para centenares de millones de profesionales que perderán sus empleos con la explosión de la inteligencia artificial.

—Los estudios demuestran que no habrá desempleo, como se cree —gritó Dell, airado—. Los desempleados trabajarán en servicios, cuidarán de las personas, del bienestar social, de los jardines de las ciudades, del medio ambiente, sin contar las nuevas industrias de entretenimiento.

—¿Piensas que serán salarios dignos o subempleos? ¡La mente miente, Vincent Dell! —afirmó Marco Polo, y continuó—: Además, el drama del hambre crecerá cada vez más. ¿Qué tal si 0.5 por ciento de todas las transacciones del comercio mundial, de las exportaciones e importaciones, fuera destinado a un fondo administrado por la ONU para acabar con el hambre en el planeta en cinco años? ¡Ésa es una solución!

Silencio general. La idea era genial, pero Vincent Dell, su adversario, soltó una carcajada, revelando así una crisis de celos. Y burlándose del psiquiatra, comentó:

—Eres un soñador. Ese asunto es un tema para los políticos, no para las universidades.

—Pero ¿no son las universidades las que forman a gran parte de los políticos? No pocas universidades se convirtieron en una religión hermética de ideas, preocupadas por ser una fábrica de diplomas y artículos, pero no de pensamiento crítico sobre los dramas socioemocionales de la sociedad —rebatió Marco Polo.

A Vincent Dell no le gustó la crítica.

—¡Silencio, doctor Marco Polo! En caso contrario, será expulsado de este auditorio y de esta universidad. Y sabe que tengo el poder para eso —amenazó Vincent Dell.

El clima se puso tenso. Marco Polo no vivía dentro del mundo aislado de la psiquiatría. Para él la psiquiatría, la psicología, la sociología y el resto de las ciencias humanas deberían meter el dedo en la llaga en los asuntos de nuestra especie, deberían aportar soluciones para los gravísimos problemas de la actualidad. Marco Polo era un coleccionista de amigos, pero también de crueles enemigos. Y completó:

—La familia humana se convirtió en un grupo de extraños; pensamos en términos de religión, de partido político, de ideología, pero ya no como humanidad.

Esa tesis tocó profundamente a Lucy Denver y a otros rectores. Viendo que perdía terreno, Vincent Dell miró fijamente a Marco Polo y exaltó al mundo digital como solución para los dramas de la especie humana.

—Tonterías. La nueva era será extraordinaria, pues sus conflictos se resolverán con la inteligencia artificial. Los robots no sólo serán excelentes médicos, abogados, ingenieros, enfermeros, trabajadores en las empresas, democratizando el acceso a los servicios de calidad de toda la sociedad, sino que serán la salvación de nuestras universidades. ¡Los robots darán clases! ¡Los robots corregirán los exámenes! ¡Los robots harán las actualizaciones curriculares! Y también recibirán las reclamaciones. ¿Ya lo pensaron? ¡La inteligencia artificial será nuestra religión, la resurrección de la educación! ¡Eso disminuirá nuestros costos operativos y nos traerá más eficiencia en la formación del profesional del futuro! ¡Bienvenidos a la inteligencia artificial! ¡Bienvenidos a la era digital! —proclamó, bajo las aclamaciones de la pequeña casta de intelectuales.

En ese momento, Pierre Sant’ Ana, que venía de una universidad francesa, solicitó silencio y comentó:

—Por no hablar de que tendremos menos reclamaciones laborales y menos demandas de alumnos rebeldes, pues los robots retirarán a los alumnos irresponsables sin que nosotros nos estresemos. Porque uno por ciento de nuestros alumnos son psicópatas. Finalmente se alcanzarán, en la era digital, los ideales de la Revolución francesa: ¡libertad, igualdad y fraternidad!

Marco Polo casi tuvo un ataque de pánico ante todo lo que oía. De nuevo se levantó, corriendo el riesgo de ser expulsado del anfiteatro, e hizo una gravísima acusación:

—Todos aquí están preocupados por cómo formar alumnos y profesionales del futuro. Es un problema legítimo. Pero no pensamos que hoy, a pesar de que cada alumno es un ser humano único y fascinante, estamos formando una generación de idiotas emocionales.

Los rectores se revolvieron en sus asientos. Vincent Dell quería callarlo de cualquier forma. Solicitó que cortaran el micrófono.

—Corta la comunicación —pidió, haciendo un gesto.

Pero el chico de la mesa de sonido estaba disfrutando, y no obedeció. Asintió, fingiendo que había acatado la orden, mas no lo hizo.

—¿De qué nos acusas? ¿De estar formando idiotas emocionales? —cuestionó el rector japonés, Minoro Kawasaki. Y, ansioso, continuó—: ¿Qué atrevimiento es ése? ¡Es imposible que yo esté formando alumnos así en mi universidad!

—Tampoco es posible que se diga eso de los alumnos formados en la comunidad europea —debatió, perturbado, Pierre Sant’ Ana, rector de una respetada universidad.

—Mucho menos en Estados Unidos. Eres insolente y prepotente, Marco Polo —afirmó Vincent Dell categóricamente.

Fue entonces que el pensador de la psicología comenzó a explicar su cautivante y explosiva tesis:

—Idiota, del griego idiōtēs, quiere decir ignorante o sin discernimiento. Con frecuencia, los idiotas emocionales tienen una cognición compleja, son racionalistas y peritos en tecnología digital, pero son emocionalmente tontos, ignorantes en cuanto a las propias habilidades socioemocionales. No quiero estropear el ambiente, señores. Prefiero callarme y escribir un artículo con más detalles.

Sin embargo, los intelectuales se sintieron provocados a pensar críticamente sobre el tema. Incómodos, presionaron a Marco Polo para que hablara.

—¡Habla! —pidió un rector.

—No te calles —exigió otro.

Vincent Dell, viendo que Marco Polo titubeaba, y percibiendo el resuelto deseo de sus colegas rectores de conocer las tesis del psiquiatra, esta vez lo presionó también:

—¿A qué te refieres? ¡Vamos, habla de tu loca tesis y acaba ya con esto!

Fue así que Marco Polo comenzó a definir sus ideas. A medida que avanzaba en su discurso, los rectores comenzaron a preo­cuparse cada vez más.

—Los idiotas emocionales son una generación constituida por millones de jóvenes y adultos de las sociedades digitales, que aun cuando tengan un buen raciocinio lógico, son emocionalmente tontos, superficiales, hipócritas y paradójicos. Proclaman los derechos humanos, siempre que sus derechos estén en primer lugar. Critican el sistema social, pero están enviciados en apropiarse de él. Son consumistas inveterados, no ahorran para el futuro ni tienen idea de que el éxito es efímero. Se ejercitan en los gimnasios para crear musculatura, lo cual es muy bueno, pero no desarrollan la musculatura emocional para enfrentar sus propios dolores, filtrar estímulos estresantes y lidiar con los gigantescos desafíos inherentes a la vida. Inflan el ego con autosuficiencia, pero tienen un umbral muy bajo para soportar las frustraciones; por eso se deprimen, se mutilan o desisten de todo por muy poco. Usan las redes sociales para comunicarse con el mundo, pero no saben conectarse consigo mismos ni evitar a los vampiros emocionales que los desangran, como la ansiedad. Saben leer y escribir, pero son analfabetas emocionales, pues no saben redactar los capítulos más nobles de su propia historia cuando el mundo se derrumba sobre ellos. Conocen las matemáticas numéricas, donde dividir es disminuir, pero desconocen las nobilísimas matemáticas de la emoción, donde dividir es aumentar, y por eso acallan sus propias lágrimas y sus propios conflictos, lo que disminuye su capacidad de superación y su resiliencia. Se preocupan por el sufrimiento de los animales, lo cual es digno de aplauso, pero tienen una baja empatía por el sufrimiento humano, por eso rara vez preguntan sobre las penas de sus padres y las pesadillas de sus maestros; no preguntan: “¿Qué puedo hacer para que sean más felices?”, ni les agradecen por existir.

En ese momento, el doctor Minoro Kawasaki tuvo súbitamente una crisis de tos.

—¿Se atragantó, señor? —preguntó un asistente, ofreciéndole agua.

—¿Cómo no atragantarse con esas palabras? —preguntó afónico el rector japonés.

Marco Polo hizo una pausa para que se recuperara y, para horror de los intelectuales presentes, abundó:

—Y hay más: es obvio que hay excepciones, pero los idiotas emocionales son mendigos psíquicos, aunque vivan en bellas residencias, pues requieren muchos estímulos, como objetos y reconocimiento, para sentir migajas de placer. No saben enamorar a su propia vida, relajarse y reírse de su propia estupidez, son verdugos de sí mismos. Conducen bien sus automóviles, pero no entrenan a su Yo para pilotear el vehículo de su mente. Por eso atropellan a las personas a las que aman con sus exigencias y críticas atroces. Buscan la eterna juventud, pero envejecen precozmente en su emoción, lo que los lleva a reclamar mucho, querer todo rápido y vivir bajo el tiránico patrón de la belleza. Odian el tedio y son dependientes digitales, por eso no pueden estar quince minutos a solas consigo mismos sin usar el celular, no tienen la menor idea de que la creatividad nace en el terreno de la soledad.

Vincent Dell, uno de los mayores peritos en tecnología digital de la actualidad, comenzó a tener taquicardia y sudores ante este abordaje. “Este sujeto está destruyendo mi evento”, pensó, revolcándose en el fango del odio. Y más porque quería vender la supertecnología The Best a todos los rectores presentes. Marco Polo hizo una pausa para relajar la mente y observar a los rectores. Se habían quedado sin voz. Encaró fijamente a Vincent Dell y finalizó:

—Reitero: sin duda hay diversas excepciones, pero los idiotas emocionales son una generación cínica, que se emociona con los héroes superhumanos de las películas de Marvel. No tengo nada en contra de esa diversión inocente, pero ellos mismos son incapaces de asumir el papel de un pequeño “héroe humano”, que extiende las manos a los desvalidos de la sociedad, a los inmigrantes desamparados, a los niños desprotegidos o a las personas excluidas que derraman lágrimas imperceptibles a su lado. Es una generación incoherente, que tiene la intención de cambiar el mundo, pero que es incapaz de cambiar su propio mundo y reinventarse durante las crisis. No entienden que quien vence sin riesgos triunfa sin gloria. Es una generación paradójica, excelente para hablar, pésima para actuar, que defiende correctamente la preservación de los recursos del planeta Tierra, pero no ahorra agua, no recoge la basura de los demás ni planta árboles. Que critica con razón a los líderes que no se preocupan por el gravísimo calentamiento global, pero que tiene un bajo nivel de eficiencia en sus protestas, pues no se atreve a crear un movimiento internacional para formar los nuevos liderazgos que gobernarán a las naciones y a las grandes empresas para revolucionar el mundo. Por encima de todo, es una generación irresponsable, que no preserva los recursos naturales del planeta “mente”. Por esto está desprotegida emocionalmente, es hiperpensante, inquieta, estresada, cansada, que tiene miedo de hablar en público y que, a pesar de amar la libertad, construye más cárceles en su cerebro que las que hay en las ciudades más violentas del mundo.

Cuando el doctor Marco Polo terminó su definición completa de la sociedad de los idiotas emocionales, los educadores internacionales estaban en un estado de perplejidad.

—Estoy muy impactado —dijo el rector Pierre Sant’ Ana, sin aliento.

Él mismo tenía muchos de los rasgos de esta generación enferma.

El rector Jin Chang, de China, muy callado y culto pero muy conservador, compartía la preocupación de su colega.

Se había identificado con media docena de puntos de la definición de Marco Polo.

Lucy Denver, la rectora inglesa, se limpiaba el sudor del rostro, evitando que se corriera el maquillaje. Los rectores presentaban diversos síntomas psicosomáticos. El discurso del psiquiatra los había desnudado de su intelectualismo y de su ego inflado. No pocos reconocieron que se sentían emocionalmente fallidos, pero no lo confesaban públicamente. Los intelectuales son excelentes para esconder los fantasmas que los torturan.

Vincent Dell quería abalanzarse al cuello de Marco Polo, morder su yugular como depredador voraz. Sus ideas habían colapsado la reunión. Estaba temblando, pero antes de que pudiera abrir la boca, el atrevido y astuto psiquiatra remató:

—¡La educación mundial está construyendo una generación incoherente, intolerante, frágil, autodestructiva! Pero, hablando honestamente, los jóvenes no tienen la culpa ni los educadores. Quien está en el banquillo de los acusados es el sistema educacional cartesiano y racionalista, que durante siglos ha enseñado millones de datos a los alumnos sobre el mundo en que vivimos, pero no enseña a conocer las entrañas del mundo que somos. La educación clásica está tan enferma que no necesita reparación. ¡Necesita ser reinventada!

Los rectores comenzaron a entender que el doctor Marco Polo no estaba hablando de usar la antigua y distante tesis de la inteligencia emocional, sino de usar herramientas factibles de gestión de la emoción para formar un Yo líder de sí mismo, mentalmente saludable y libre.

—Estoy estremecida —declaró la rectora Lucy Denver, y paseando la mirada por sus colegas rectores, reconoció—: Cambridge, Oxford, Harvard, Stanford, la Universidad de París, de Tokio y de Shanghái forman alumnos académicamente brillantes, lógicos intelectualmente y que saben lidiar con técnicas y procesos, pero ¿será que al mismo tiempo estamos formando en masa una sociedad de tontos emocionales? Ellos son frágiles, se doblegan ante su propio dolor, tienen celos, son ansiosos, quieren todo rápido, no se conectan consigo mismos. Y nosotros, ¿estaremos formando aquello que nosotros mismos somos?

Hubo un murmullo general en la pequeña y selecta audiencia. La rectora Lucy Denver entendió adónde quería llegar Marco Polo, pero Vincent Dell, como un clásico idiota emocional, casi entró en colapso, pues era incapaz de reconocer sus propios errores y sus propias locuras. Pedir disculpas y aplaudir a quien piensa diferente, a no ser cuando comienzan a cuestionar su propio Yo, es una tarea que pocos tienen la osadía de hacer.

—¿Estás diciendo que formamos idiotas emocionales en mi universidad? ¿Y tú cómo te clasificas? ¿Qué estás formando como jefe del departamento de psiquiatría? ¿Superidiotas?

—Un educador no sólo enseña los descubrimientos de los demás, sino lo que descubre en sí mismo. Siempre estoy reconociendo y soltando los grilletes de mis cárceles mentales. Y, para soltar las cárceles de mis alumnos, he venido transformando mi departamento en una isla en la que ellos aprenden a modificar la educación clásica, a pasar de la era de la información a la era del Yo como gestor de la mente humana, a pasar de la era del señalamiento de los errores a la era de la celebración de los aciertos, y a pasar a la era del pensamiento imaginativo/antidialéctico, que es rebelde en cuanto a los códigos y que libera la creatividad.

Los intelectuales quedaron pasmados. El atrevimiento de Marco Polo no provenía de una rebeldía sin causa, pues tenía un fundamento sólido. Él no sólo estaba haciendo una crítica dramática de todo el sistema educativo, de las corrientes psicopedagógicas o sociopolíticas que lo fundamentan, sino que quería refundamentar a la educación como un todo, revertir por completo la forma en que se enseña, lo que se enseña, investigar el mutismo de los alumnos y su proceso de reclutamiento y de evaluación.

—En este nuevo modelo educativo, los alumnos podrían tener un rendimiento pésimo en los exámenes, pero ser considerados como notables si tuvieran un alto rendimiento en los debates, en el trabajo en equipo, en el raciocinio esquemático, en la solución pacífica de conflictos, en resiliencia, empatía y construcción de nuevas ideas.

—Estás queriendo cambiar la esencia y los paradigmas de la educación —comentó inquieto el rector de Israel, doctor Josef Rosenthal—. Pero no entendí completamente lo que eso significa.

A lo que Marco Polo explicó:

—La educación se desarrolló en el último milenio sin haber estudiado el proceso de construcción de pensamientos, sus tipos, naturaleza y procesos de administración. Fue un error imperdonable que laceró el desarrollo socioemocional de los alumnos, y llevó a la formación de dictadores, psicópatas, sociópatas, que han fragmentado a la especie humana. ¿No perciben que toda nuestra historia está manchada de sangre y violencia? —después de una pausa para rediseñar sus propios pensamientos, Marco Polo continuó—: Soy un eterno aprendiz. No quiero vender la idea de ser una persona orgullosa, pero produje conocimiento sobre esos fenómenos y hablo con autoridad. La educación clásica, de preescolar al posdoctorado, no sabe que hay dos tipos de pensamientos conscientes: el dialéctico y el antidialéctico. El pensamiento dialéctico es el tipo más pobre. Se desarrolla en el psiquismo humano copiando los símbolos de la lengua y, en consecuencia, lo usamos para leer, escribir y hablar. Por ser estrictamente lógico, bien formateado y codificado, presenta serios problemas; nos conduce a ser instintivos, reactivos, unidireccionales, a responder según el fenómeno de acción-reacción, golpe y contragolpe. El pensamiento dialéctico se usa exhaustivamente en el sistema educativo, sofocando al pensamiento más complejo, el antidialéctico, que es el pensamiento imaginativo, rebelde ante los códigos lingüísticos. Es tan sofisticado y multiangular que es el gran responsable de producir las más fascinantes construcciones del psiquismo humano, como la resiliencia, la empatía, la solidaridad, los sueños, las artes. Sin embargo, si está mal trabajado, produce las mayores pesadillas humanas, como las fobias, la timidez, el autocastigo, los celos, el sentimiento de venganza.

—Disculpa, pero no logro formarme un razonamiento coherente sobre ese tema. ¿Podrías ser más claro? —pidió Minoro Kawasaki.

Marco Polo había pasado ya por valles y montañas. Éxitos y fracasos. Aplausos y dolores inenarrables. Uno de ellos fue cuando estaba a mitad de camino en la facultad de medicina y atravesó por una grave crisis depresiva. Fue entonces que se dio cuenta de que las lágrimas que no tenemos el valor de derramar son más dramáticas que las que se presentan en el teatro del rostro. En ese periodo él estaba en Brasil, un país maravilloso, bellísimo, pero que no valora a sus científicos con la importancia que merecen en la producción de ciencias básicas. En la facultad de medicina, Marco Polo comenzó a crear ciencia básica, teórica, sobre la construcción de pensamientos, los tipos de pensamientos, la naturaleza de los pensamientos, los procesos de construcción y formación del Yo como gestor de la mente humana. Era un estudiante atrevido, que levantaba la mano y cuestionaba a los profesores de psicología y de psiquiatría, porque pensaba críticamente. No lograba ser un estudiante común, que sólo reproducía lo que sus maestros le enseñaban. Por eso, desde la facultad ya causaba alborotos en el salón de clases. Después de graduado y de escribir cientos de páginas, se mudó a Estados Unidos y continuó su trayectoria como productor de conocimiento sobre el más complejo e intrigante de todos los planetas: el planeta mente, irrigado por los océanos de las emociones. Estudiar la naturaleza, los tipos y procesos constructivos del pensamiento era de hecho un asunto de máxima complejidad. Tal vez fuera la última frontera de la ciencia, pues en el fondo el pensamiento dialéctico y antidialéctico son el material esencial para tejer la consciencia existencial, incluso la producción de la ciencia, la literatura, la política y las relaciones sociales.

Marco Polo explicó que la educación basada en el pensamiento dialéctico, o lógico, canalizada por técnicas expositivas de información en el salón de clase, funcionó con muchos defectos hasta la era digital, aunque no formara pensadores en masa. Sin embargo, en la era de los dispositivos digitales, en la cual la información ganó en relevancia, los seres humanos liberaron el pensamiento antidialéctico, quedaron viciados con las imágenes y se volvieron aburridos, capaces de estresar y agotar la mente de los alumnos. Ellos son clientes que no quieren estar en el salón de clases.

—Los profesores se convirtieron en cocineros del conocimiento dialéctico para una audiencia que no tiene apetito. Ellos tienen apetito antidialéctico y sólo se aliviarán si liberan su propia imaginación para construir, participar e involucrarse emocionalmente en cada clase —afirmó Marco Polo.

Era difícil de entender lo que decía, pues hablaba de elementos intangibles, que actuaban en los bastidores de la mente. Sin embargo, enseguida decidió presentar algunas técnicas claras para revolucionar el teatro de la educación.

Entonces enseñó algunas herramientas, de las cuales las cinco primeras fueron ampliamente practicadas por el mayor maestro de la historia hace dos milenios:

1 Los alumnos no deberían jamás sentarse en filas, para no fomentar la jerarquía intelectual y producir la timidez, sino en círculo o media luna, para promover la osadía.

2 Los alumnos deberían ser estimulados a dar opiniones constantemente, para no comportarse ya como una audiencia pasiva y asumir su papel de actores en el teatro de la educación. Su participación debería ser aplaudida, incluso aunque su opinión fuera equivocada o insuficiente.

3 Los alumnos deberían recibir con frecuencia los elogios de los profesores ante comportamientos saludables en el salón de clases, con el objetivo de generar empatía, deleite del placer de aprender, puentes con sus maestros.

4 El profesor debería enseñar no sólo el conocimiento clásico a sus alumnos, sino los desafíos, las pérdidas y las crisis que los científicos vivenciaron al producirlo.

5 El profesor debería hacer una pausa en la materia por lo menos una vez por semana para comentar su propia historia, sus dificultades existenciales, sus problemas superados. Pues primero se ama al maestro, y después al conocimiento que él enseña.

6 Los alumnos deberían ser alentados a ser creadores de conocimiento, a investigar y elaborar el tema de la clase siguiente, aunque estén sumergidos en un mar de dudas y cuestionamientos.

7 Debería haber música ambiental en la sala de clases para producir emocionalidad y generar placer y concentración, lo que disminuiría el nivel de ansiedad e incluso el síndrome del pensamiento acelerado.

Según Marco Polo, todas esas técnicas nutrirían el pensamiento antidialéctico, la creatividad, incentivando el debate entre los alumnos, el deleite del placer de aprender y la formación de pensadores. La educación pasaría por una revolución inimaginable. Algunos rectores tragaron en seco al escuchar esas tesis. Querían rebatirlas, pero parecía que Marco Polo los había derrotado. Y el psiquiatra completó diciendo:

—El estrés en el salón de clases, capitaneado por la enseñanza exhaustiva del pensamiento dialéctico frío, con la exigencia de silencio absoluto y de la postura de los alumnos como espectadores pasivos, está asesinando mundialmente su salud emocional, llevándolos a desarrollar ansiedad, depresión, fibromialgia, cefaleas, enfermedades psicosomáticas. Las escuelas están enfermando colectivamente a los alumnos y a los maestros.

—¿Estás loco, Marco Polo? ¡Tu cultura te está causando alucinaciones! —gritó Vincent Dell.

—Quisiera estar loco y que tú y nuestros alumnos estuvieran sanos —y se volvió hacia el resto de los rectores, cuestionando—: ¿Tendrán el valor de continuar con esa educación que asesina a los pensadores y a la salud emocional de sus alumnos?

El murmullo fue general. Vincent Dell se levantó para expulsarlo, pero Alexander MacGregori, su amigo y rector de otra universidad, lo sujetó y le habló en voz baja:

—Cálmate, Vincent. No hagas un escándalo. Esto va a parar a Internet. Y eso es lo que quiere Marco Polo.

—Ya destruyó esta noble reunión —afirmó Vincent Dell. Y no se contuvo. Dio una orden sumaria al psiquiatra—: Retírate inmediatamente de esta sala.

Alex Molotov, el rector ruso, también apoyó a Vincent Dell.

—Apoyo tu retirada de este auditorio. Estás queriendo destruir todo el sistema educativo. ¿Dónde están tus pruebas empíricas? Eres un terrorista con traje y corbata.

—Yo protesto, doctor Molotov y doctor Dell —rebatió la rectora Lucy Denver—. El pensamiento divergente es el cimiento de la universidad. ¿Somos un lugar de intercambio de ideas, o idiotas emocionales? Después de todo lo que escucharon, ¿no pueden reflexionar que nuestro sistema está en jaque?

—Si el doctor Marco Polo se retira, yo también me retiro —afirmó el doctor Rosenthal.

Marco Polo ganó algunos minutos. Comenzó entonces a elucidar las dudas del rector ruso.

—Las pruebas empíricas están patentes en nuestros cerebros, doctor Alex Molotov —y fue contundente—: Supongo que por ser rectores ustedes son intelectualmente honestos y no mentirosos. ¿Sí o no?

—Es claro que somos honestos —declararon unos.

—Somos diferentes de los políticos —aseguraron otros.

Era lo que Marco Polo quería escuchar para aprisionarlos en su propia trampa.

—Voy a dejar de hablar de temas complejos y haré preguntas simples. Respóndanme: ¿quién es traidor aquí?

Nadie levantó la mano. No se consideraban traidores, obviamente, aunque algunos engañaban a sus parejas y saboteaban a sus competidores. Entonces Marco Polo fue más claro:

—¿Quién sufre por anticipación o por el futuro?

Todos levantaron la mano, a excepción de Vincent Dell, que disimulaba sus comportamientos.

Entonces el pensador de la psicología concluyó:

—Pensar en el futuro con la intención de desarrollar estrategias para resolver los problemas que posiblemente surgirán es algo positivo. Pero sufrir por el futuro nos hace traicionar nuestro sueño y nuestra salud emocional. Por lo tanto, sufrir por el futuro, ¿es una actitud inteligente o una idiotez?

—Una idiotez —respondieron, pues tuvieron que reconocerlo a duras penas.

—Entonces son idiotas emocionales.

Algunos se rieron débilmente. Marco Polo continuó:

—Ya que son honestos, díganme con franqueza: ¿quién repasa constantemente sus pérdidas o rencores?

De nuevo, muchos levantaron las manos a regañadientes.

Entonces el psiquiatra concluyó:

—Rumiar el pasado es remover la basura, la basura mental. Por lo tanto, ¿cómo clasifican esa actitud, inteligente o estúpida?

Todos enmudecieron. Y fue así como Marco Polo los enredó. Y recordó lo que dijo hacía algunos días a Sofía, que el tiempo es cruel, pero también nosotros somos crueles con el tiempo.

—Quien sufre por el futuro o rumia el pasado es cruel con el tiempo presente, destruye el único momento en que es posible ser feliz, saludable y sin estrés.

Todos se callaron pensando en las locuras que cometían. Pero Marco Polo, viéndolos reflexivos, penetró más todavía en sus insanias con el bisturí de las palabras. Tocó una característica de personalidad tan común y tan atroz que estaba destruyendo las relaciones de millones de parejas, de padres, hijos, maestros, alumnos, ejecutivos y colaboradores: la necesidad neurótica de que otros tengan un ritmo cognitivo igual al nuestro.

—¿Quién tiene dificultad para convivir con las personas lentas?

Quien no levantó la mano fue porque se olvidó de levantarla o tenía miedo de hacerlo, como Vincent Dell.

Marco Polo comentó, con buen humor:

—No es que las personas sean lentas, es que ustedes son demasiado acelerados. Y todas las personas aceleradas aman estresar a los demás.

Los rectores sonrieron por primera vez ante su propia idiotez emocional. Ellos estresaban a las personas a quienes amaban, queriendo que tuvieran la misma velocidad de razonamiento y de respuesta, presionándolas para que correspondieran a sus altas expectativas. Innumerables hijos, parejas, colaboradores, lloraban por los rincones de la existencia. Convivir con esos intelectuales era un martirio: ochenta por ciento de ellos tenía graves problemas con los hijos, setenta por ciento estaba separado y vivía en pie de guerra con su antigua pareja.

—Los idiotas emocionales son rápidos para cobrar y lentos para aplaudir, no saben amar.

Algunos intelectuales casi se desmayaron al escuchar esas palabras. Era mejor que nunca hubieran venido a esta reunión, pensaban otros. Después Marco Polo preguntó quién repetía la misma corrección cuando quería enmendar a alguien. Y casi todos los rectores eran repetitivos, pues siempre había alguien que los sacaba de su punto de equilibrio. Vincent era intratable y autoritario, les repetía lo mismo diez veces a algunos subordinados. Marco Polo fue penetrante como un cuchillo, pero sin perder el bueno humor:

—Quien repite dos veces la misma corrección es un líder un poco pesado; tres veces es muy pesado, y cuatro veces o más es insoportable. ¿Dónde estás tú, Vincent Dell? ¿Eres un gran líder o un líder insoportable?

—Yo soy un líder agradable.

Dos elementos de seguridad que estaban de pie escuchando el debate comenzaron a toser ante tamaña mentira.

—¿Quién es insoportable en esta magna audiencia? —indagó Marco Polo, dirigiéndose a los presentes.

Varios rectores valientes levantaron las manos.

—Ustedes saben dirigir empresas, pero no saben dirigir la única empresa que no puede fallar: la mente. ¿Cómo podrán ser grandes líderes si son insoportables?

Los rectores casi se cayeron de sus asientos, y comenzaron a entender que de hecho las sociedades actuales se habían convertido en un hospital psiquiátrico a cielo abierto.

—¿Y quieren que les pruebe que no se aman a sí mismos, que son sus peores enemigos? —los miembros del público asintieron con la cabeza, a lo que él cuestionó—: ¿Quién se cobra de más a sí mismo?

Todos se desnudaban ante Marco Polo. Algunos querían salir del auditorio, marcharse, olvidar que habían estado en ese evento. Sin embargo, podrían esconderse en los confines de los océanos o en los picos de las montañas, pero no lograrían huir de sí mismos. Todos levantaron las manos, incluso Vincent Dell, aunque titubeante. Esto llevó al psiquiatra a comentar:

—Los idiotas emocionales son cobradores atroces de sí mismos, no saben enamorar a la vida, tienen sentimientos de culpa cuando no tienen nada que hacer, lo cual los lleva a evitar desesperadamente la soledad, sin saber que quien detesta la soledad es incapaz de crear. La soledad leve es la madre de la creatividad.

—Pero ¿entonces somos verdugos de nuestro propio cerebro? —cuestionó la rectora inglesa, Lucy Denver.

—Correcto. Somos verdugos de nuestra propia salud emocional. Si ustedes, líderes de las grandes universidades del mundo, se automutilan, imagínense a los universitarios. Imaginen incluso a los jóvenes de la generación Y, muchachos que viven todo el día en el mundo digital. Y miren que estoy haciendo cuestionamientos simples, no estoy profundizando ni comentando sobre los síntomas psicosomáticos.

De nuevo, los rectores estaban a punto del desmayo. Dos comenzaron a pasarla mal. Muchos tenían el síndrome del pensamiento acelerado: eran rapidísimos en su razonamiento, pero al mismo tiempo estaban agitados, despertaban fatigados, vivían con dolores de cabeza, dolores en el pecho, taquicardia, algunos con presión alta. Eran ejemplos clásicos de un idiota emocional.

Marco Polo comentó también que enseñar habilidades técnicas, pero no instruir sobre las más notables habilidades de gestión de la emoción —ser resiliente, líder de sí mismo y autor de la propia historia— era un error educativo imperdonable. Los alumnos egresaban de las universidades sin preparación, sin saber lidiar con sus propias lágrimas, crisis, rechazos y frustraciones. Y, por fin, habló del síntoma psíquico más grave: el insomnio. Dijo que antes de la era digital, el insomnio era raro, pero ahora se había vuelto epidémico. Casi setenta por ciento de los rectores vivían a base de tranquilizantes. Marco Polo sintió que se mareaba al citar una estadística:

—Millones de niños y adolescentes están estresados, mentalmente agotados. Para ellos, la existencia se ha convertido en una carga ansiosamente pesada. Ésa es una de las causas que explica el aumento en más de cien por ciento del índice de suicidios entre jóvenes de 10 a 14 años en los últimos años.

Silencio general en la inmensa mesa redonda. Dos rectores estallaron en llanto, pues tenían hijos que se habían suicidado. Y el psiquiatra trajo a colación un nuevo concepto sobre el placer de vivir, algo que era una de las denuncias que más hacía a nivel internacional:

—Estamos en la era de los mendigos emocionales, de jóvenes y adultos que necesitan muchos estímulos para alegrarse miserablemente— entonces miró fijamente a Vincent Dell y comentó—: Eres un hombre culto, Vincent Dell, un perito en tecnología digital. Pero ni tú, ni Steve Jobs, que cambió al mundo con su iPhone, imaginaban que la intoxicación digital alteraría el ciclo de la dopamina y la serotonina cerebral, generando síntomas de dependencia más rápidamente que la cocaína.

Todos se asustaron con esa información. Marco Polo siguió hablando, emocionado:

—Generalmente, la cocaína provoca síntomas del síndrome de abstinencia después de cuarenta y ocho a setenta y dos horas, mientras que los teléfonos inteligentes generan síntomas después de una, dos o tres horas, como angustia, tristeza, inquietud, bajo umbral para soportar frustraciones, aversión al aburrimiento, insomnio. La era del libre albedrío se pulverizó.

Y así, de perplejidad en perplejidad se desarrollaban las ideas de Marco Polo. Pero él no tenía idea de que, al tiempo que conducía a los rectores a percibir que el sistema educativo mundial se había convertido en una fábrica de cárceles mentales, Vincent Dell y algunos rectores lo llevarían a caer en su propia trampa. El pez por la boca muere; el hombre, por sus palabras…

El líder más grande de la historia

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