Читать книгу Proceso a la leyenda de las Brontë - Aurora Astor Guardiola - Страница 7

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1. UNA APROXIMACIÓN ECOCRÍTICA

Este estudio parte de una perspectiva ecocrítica, pues trata de la tierra y los entornos en que las hermanas Brontë crecieron y de la influencia que éstos ejercieron en los lugares literarios de su obra. La orientación ha de ser ecocrítica porque esos entornos surgen del paisaje y la arquitectura de una región concreta, así como de la relación que el hombre que los ocupa establece con ellos. A pesar de que, al menos a primera vista, la ecocrítica no parece haber traspasado todavía las fronteras del mundo anglosajón, algunos de sus planteamientos teóricos han sido utilizados desde hace tiempo por los especialistas de forma independiente y espontánea.

El término ecología está formado por el elemento prefijo eco-, del griego oiko (‘casa’), con el que se forman algunos términos cultos, y da lugar a numerosas palabras acomodaticias que aportan la idea de defensa o acercamiento a la naturaleza, y por el elemento sufijo -logía, del griego lógos, con el que se forman nombres que designan ciencia o tratado. Los griegos utilizaban el término oikos para describir un hogar, un lugar al que se podía retornar y cuyo entorno resultaba familiar. Su definición presenta una doble vertiente: 1) rama de la biología que se encarga del estudio de la relación de los seres vivos entre sí y con el medio y 2) estudio de la relación entre los grupos humanos y el medio ambiente (Moliner). Según Michael Branch (2002: 7), el término fue acuñado en 1866 por el darwinista alemán Ernst Haeckel, cuya oecologie dio nombre al sistema de relaciones biológicas, conocido por los historiadores de las ciencias naturales hasta el siglo XVIII como «la economía de la naturaleza». A partir de su etimología, el neologismo de Haeckel consideró que la naturaleza se extendía hasta la «casa» de la humanidad, de modo que pasó a ser la nueva ciencia de las relaciones entre la humanidad y la tierra, su ilimitado hogar.

El nacimiento de esta nueva sensibilización hacia la tierra, como fenómeno organizado político y social, suele fecharse en 1962, a partir de la publicación de la obra de Rachel Carson (1907-1964) Silent Spring. En opinión de expertos como W. Fox, este libro, junto con la Biblia y las obras de Platón, Aristóteles, Copérnico, Newton, Darwin, Marx y Freud, puede considerarse la reseña más reciente de las veintisiete entradas del libro Books that Changed the World, de Robert B. Down. La ecología llegó inevitablemente a la filosofía, de modo que el pensamiento ecofilosófico se desarrolló con vigor durante la década de 1970, alcanzando su punto álgido en 1979 con la publicación de la revista especializada Environmental Ethics, considerada como la primera revista académica dedicada exclusivamente a los aspectos filosóficos de los problemas medioambientales y concebida desde una perspectiva amplia. En el ala más radical del movimiento medioambiental se encuentra la llamada ecología profunda, acuñada así por el filósofo y montañero noruego Arne Naess. Junto con George Sessions, Naess estableció una plataforma o lista de los ocho principios básicos que resumen su filosofía medioambiental (Fox: 4, 9, 114-15). Dos de ellos, los que alertan sobre la superpoblación del planeta y la excesiva interferencia del hombre en el mundo no humano han recibido duras críticas por parte de los detractores de la ecología profunda, que sostienen que esta corriente de pensamiento pretende el despoblamiento y la nula actividad económica al propugnar extensos santuarios sin gente (Relea). Partiendo de sus principios, el millonario Douglas Tompkins, por ejemplo, creó en 1990 la Foundation for Deep Ecology, que desde sus comienzos ha organizado foros y seminarios con la participación de destacados intelectuales y activistas de la línea más radical del movimiento ecologista, financiando proyectos de defensa de la biodiversidad y creando, en 1992, la fundación Conservation Land Trust, dedicada a la acción, concretamente a la compra de espacios naturales para su protección y conservación.

Aunque el deterioro del entorno y la naturaleza del mundo occidental suele atribuirse principalmente a las dos grandes revoluciones europeas, la agrícola y la industrial, existen otros factores que, aunque de forma soterrada e indirecta, también han influido en la alteración del medio natural. Autores como Lynn White, Christopher Manes y Harold Fromm, entre otros, consideran que la religión judeo-cristiana ha tenido efectos negativos sobre la naturaleza debido a su arrogancia antropocéntrica y su actitud de dominio. Por el contrario, las culturas paganas eran animistas, por lo que respetaban profundamente la naturaleza y otorgaban valores especiales a los animales, a las plantas e incluso a los elementos inertes como las piedras o los ríos. En estas culturas, el considerar la naturaleza como algo vivo y articulado tiene consecuencias rituales y sociales, aparte de actitudes profundamente respetuosas hacia el entorno natural. Al destruir el animismo pagano, el cristianismo favoreció la explotación de la naturaleza con absoluta indiferencia hacia los «sentimientos» del mundo natural. A propósito de esto, Lynn White (1996: 10) comenta con ironía que la Iglesia ha sustituido el animismo por el culto a los santos.

El Renacimiento trajo consigo una nueva configuración del pensamiento que, inicialmente, floreció como un movimiento centrado en los textos clásicos pero llegó a penetrar el concepto de humanidad en general (Evernden: 31). Si el hombre medieval se había sentido empequeñecido por una naturaleza incomprensible que era símbolo de la gloria y organización de Dios, el humanismo renacentista la transformó en emblema de la superioridad humana sobre el mundo natural.

Por su parte, la Revolución Agrícola cambió los modos de distribución, roturación y explotación de las tierras. El antiguo sistema doméstico, en el que el hombre cultivaba la tierra para satisfacer las necesidades de la familia, dio paso a la explotación mecanizada de grandes extensiones y a la utilización de abonos y pesticidas, lo que alteró por completo la relación del hombre con su entorno. Mientras que anteriormente el hombre había formado parte de la naturaleza, ahora era su explotador (White, 1996: 8). En cuanto a la Revolución Industrial, iniciada en el siglo XVIII y con su punto álgido en el XIX, sus efectos no sólo destruyeron los paisajes naturales y contaminaron los ríos y la atmósfera, sino que originaron nuevos paisajes urbanos sórdidos e inhumanos que afectaron profundamente al ser humano en tanto en cuanto lo desplazaron de sus entornos familiares de origen para habitar un medio artificial y hostil, lo cual también significó un lento proceso de distanciamiento e incomprensión del mundo natural.

Otro de los factores que culturalmente calaron en la mente humana alterando con ello el valor intrínseco de la naturaleza y los entornos naturales fue la corriente estética y paisajista británica conocida como pintoresquismo. Aunque este movimiento se construyó a sí mismo como una forma desinteresada de apreciación estética de la naturaleza, en el fondo representa una apropiación elitista del entorno. Sus criterios de evaluación resultan profundamente artificiales y perversos, ya que se basan en la pura apreciación estética de una mirada culturizada que obvia y niega la dignidad y belleza de aquellos lugares que no se ajustan o convienen a su lente.

Como cualquier otra disciplina, a lo largo de la historia los estudios literarios se han visto sujetos a las distintas presiones del mundo contemporáneo y, eventualmente, también han dado respuesta a esa presión externa. Desde la década de 1980, en Estados Unidos especialmente, han aparecido novelas escritas a partir de una consciencia tóxica medioambiental que describe una sociedad que ha ensuciado su propio nido. Tal y como se representa en estas novelas, la naturaleza no es ya una presencia central o un sanador espiritual, pues la polución infligida al mundo natural inevitablemente transforma nuestra experiencia de la tierra como hogar original (Deitering: 200). Estas novelas pueden leerse como textos políticos en tanto en cuanto reflejan una cultura determinada y originan una sensibilización medioambiental.

Desde los años setenta del siglo pasado hay investigadores aislados que de un modo u otro introducen pinceladas ecológicas en sus investigaciones. Pero al contrario que en otras disciplinas, no aparecen organizados en un grupo identificable, y sus trabajos tampoco se encuentran enmarcados en un contexto teórico determinado. En el mundo anglosajón especialmente, dichos estudios individuales suelen aparecer bajo un amplio espectro de denominaciones: estudios americanos, regionalismo, pastoralismo, la frontera, ecología humana, la naturaleza en la literatura, el paisaje en la literatura o, simplemente, bajo los nombres de los autores analizados. Fue durante los años ochenta del siglo xx cuando el campo de los estudios literarios relacionados con el entorno comenzó a germinar, creciendo notablemente durante la última década del siglo.[1]

Como respuesta a la crisis global medioambiental, la ecocrítica sugiere nuevos modos de aproximación a los textos literarios, con una apreciación de lo que éstos revelan con respecto a las complejas relaciones que se dan entre los humanos y su entorno. Según Michael Branch (1998: XIII), la erudición literaria de orientación medioambiental ofrece la extraordinaria oportunidad de leer literatura con una nueva sensibilización hacia la voz emergente de la naturaleza. Así, de modo sucinto, la ecocrítica puede definirse como el estudio de la relación entre la literatura y el entorno físico, definición que Lawrence Buell (1995: 430) expande al introducir el matiz de «realizado con espíritu de compromiso a la praxis medioambientalista». Del mismo modo que el feminismo examina el lenguaje y la literatura desde una perspectiva de género, o el marxismo introduce en su aproximación a los textos los modos de producción y la diferenciación de clases, la ecocrítica parte de una aproximación centrada en la tierra. La ecocrítica analiza el papel que juega el entorno natural en la imaginación de una comunidad cultural en un momento histórico concreto, examinando cómo se define el concepto de naturaleza, qué valores se le asignan y por qué, así como los modos de relación de los hombres con su entorno. Más específicamente, según Ursula Heise (1997: 1), la ecocrítica investiga cómo se utiliza la naturaleza, literal o metafóricamente, en determinados tropos y géneros literarios o estéticos, así como cuáles son las ideas sobre la naturaleza que subyacen en géneros que no abordan el tema directamente. A su vez, este análisis permite evaluar cómo determinados conceptos históricamente condicionados de la naturaleza y lo natural, particularmente sus construcciones literarias y artísticas, han llegado a dar forma a las percepciones más usuales del entorno. A pesar de su extenso campo de acción, de las profundas diferencias entre investigaciones o de los distintos niveles de sofisticación, las aproximaciones ecocríticas comparten la premisa fundamental de que la cultura humana está conectada al mundo físico, afectándolo y siendo afectada por él. Como postura crítica, tiene un pie en la literatura y otro en la tierra; como discurso teórico, negocia entre lo humano y lo no humano.

A primera vista, este tipo de investigación parece prestarse a la construcción de puentes interdisciplinares entre la ciencia y la crítica literaria o cultural. Sin embargo, algunos investigadores son conscientes de las dificultades que semejante empeño conlleva. William Rueckert, por ejemplo, considera que la conexión entre literatura y ecología es una de las realidades más duras y crueles de la profesión, pues estima que el crítico literario vive de la palabra, de su poder, de su reciclaje, sintiéndose cada vez más impotente para actuar en un mundo en el que, progresivamente, se encuentra más alienado. Para Rueckert (1996: 115) el verdadero poder de nuestro tiempo se encuentra en el poder político, económico y tecnológico, ya que el conocimiento es cada vez más científico. Quizá por esto hay voces que consideran que la ecocrítica es un término vago y confuso, y se cuestionan de qué modo los esfuerzos literarios pueden relacionarse con la ecología, ya que aunque el trabajo de los críticos literarios contenga aspectos medioambientales, su objeto de estudio es siempre el análisis de los textos, no el de los organismos vivos (Sarver: 1). Pero creo, con Glen Love (1996: 228), que, a pesar de las dificultades apuntadas por Rueckert, la naturaleza es, por mucho que le pese a la ortodoxia académica, insidiosamente interdisciplinaria. Por ello, y a pesar de las dificultades, una ecocrítica que pretenda ser coherente con los fundamentos que la sustentan ha de convivir y enfrentarse necesariamente a la interdisciplinaridad.

Otro aspecto importante para la perspectiva ecocrítica de este estudio es el apuntado por Michael McDowell, quien, basándose en la importancia de los sistemas y relaciones que se establecen en el mundo natural, remite a las teorías del filósofo y también crítico literario ruso Mijail Bajtín. La forma ideal de representar la realidad es para Bajtín una forma dialéctica en la que interaccionan múltiples voces o puntos de vista (McDowell: 372), ya que las formas representadas por una única perspectiva favorecen la supresión de todo aquello que no se ajusta a la lente, a la ideología en otros términos, del visor con que se mira la realidad. Si los fundamentos de la ecología parten de la idea de que todas las entidades que conforman la inmensa red de conexiones de la naturaleza merecen reconocimiento y el derecho a una voz propia, también la ecocrítica literaria podría y debería explorar los modos en que se ha representado el paisaje/entorno a través de voces provenientes no sólo de la literatura, sino de los diferentes ámbitos del mundo académico de otros campos y, también, a través del sencillo, desconocido y terrenal mundo humano que ha representado y otorgado valor a una realidad concreta mediante su particular visión.

La arquitectura comenzó cuando el primer ser humano sintió la necesidad de buscar cobijo para protegerse de las fuerzas hostiles de la naturaleza. Las cuevas primitivas formaban parte de la naturaleza, pero se convirtieron en arquitectura desde el momento en que el hombre comenzó a manipular y transformar las formas y cualidades de la roca o la tierra de las que formaban parte, con el fin de hacerlas más confortables, seguras y estéticas. Las pinturas rupestres son elementos clave para comprender de qué modo el hombre primitivo sintió la necesidad de crear espacios estéticos en los que sus cualidades humanas pudieran desarrollarse. Ésta es la razón de que la arquitectura haya estado siempre tan relacionada con la humanidad y de que haya evolucionado de la mano de la propia evolución y desarrollo del hombre. Fue durante el Renacimiento cuando la arquitectura comenzó a considerarse una disciplina con entidad propia. También fue la primera disciplina en absorber los nuevos modos de pensamiento y de comprensión del mundo. El descubrimiento del tratado de Vitruvio, que establecía las reglas para que el estilo clásico pudiera imitarse, cambió la arquitectura para siempre. Los arquitectos renacentistas y los bellos edificios que construyeron son todavía hitos para los arquitectos y la gente que ama la arquitectura. Pero la arquitectura, como cobijo del hombre, también incluye las sencillas y olvidadas construcciones que han albergado a los seres humanos que las han habitado o utilizado para el desarrollo de sus actividades.

Al igual que la poesía o la pintura, la arquitectura transmite un valor simbólico. No es sólo un medio para dar cobijo; también puede actuar como medio para la transmisión de mensajes cuando transmite algo significativo a los sentidos y mentes de aquellos con los que establece una relación. Según los arquitectos, es posible «leer» un edificio si sentimos y comprendemos su vocabulario, de aquí que la arquitectura no se entienda simplemente como un objeto físico construido por un ingeniero, cuyo trabajo es investigar y desarrollar la tecnología. Sería difícil comprender la arquitectura japonesa, por ejemplo, a menos que comprendiéramos las tradiciones, creencias, actitudes y necesidades de la cultura japonesa. Para leer la arquitectura japonesa debemos conocer y entender la cultura japonesa, pues las escaleras, las paredes, las aperturas, la decoración, la luz y las sombras tienen un significado diferente al de la arquitectura occidental. Así, la arquitectura no consiste sólo en construir edificios, objetos materiales a fin de cuentas. Sean cuales sean sus orígenes y evolución, la arquitectura siempre contiene la comprensión del ser humano, la comprensión del momento histórico específico en que se construyó. Por lo tanto, para entender un edificio es absolutamente necesario intuir y sentir la sustancia original de lo que se encuentra más allá de su manifestación física y visual (Lewis, 1998).

Puesto que los aspectos del entorno físico conciernen al hombre, es tarea de esta investigación dar voz propia a un entorno concreto de una región del noroeste de Inglaterra en el que crecieron las hermanas Brontë. Este entorno es generalmente aludido en buena parte de las investigaciones que sobre las Brontë y sus obras se han realizado desde la publicación de sus primeras novelas. Sin embargo, a pesar de esa mención generalizada del pueblo de Haworth y sus páramos, o de otros lugares conocidos por las hermanas, se echa en falta un trabajo que estudie ese entorno, específicamente y desde una perspectiva amplia, acudiendo a fuentes de otras disciplinas como la geografía, la historia o la arquitectura para recrearlo y analizarlo desde un punto de vista ecocrítico. A pesar de que el paisaje y el entorno pertenecen al mundo que existe fuera de nosotros, finalmente aprendemos a conocerlos no mediante el conocimiento del nombre o la identidad de cada uno de sus componentes sino, sobre todo, mediante el reconocimiento y comprensión de las relaciones que se establecen entre ellos. Desde una perspectiva ecológica, como sostiene W. Berry, no podemos conocer el «qué» hasta que hayamos aprendido el «dónde» (cit. Buell: 253), lo que podría traducirse como que los seres vivos o inertes que conforman un paisaje o entorno sólo adquieren un valor y un significado propio e intransferible cuando se ha entendido el lugar en que se encuentran.

La naturaleza y los espacios en los que las Brontë crecieron han sido en cierto modo robados, tanto de la naturaleza como de la propia vida de quienes los frecuentaron, a través de los libros y textos que sobre ellas se han escrito, a través de la leyenda tejida alrededor de sus vidas, a través de las infinitas voces que se han apropiado del entorno convirtiendo la realidad en libro y ficción literaria. Cuando el mito y la leyenda llegan a convertir el mundo natural y los entornos en ficción literaria, abierta al mercantilismo y a la mirada ajena que roba su identidad y los anula, el atractivo plato de la especulación está servido.

El respeto hacia Charlotte y Emily Brontë, el respeto por los lugares de la tierra que habitaron, silenciosamente conformados por la acción del paso del tiempo y la mano del hombre, el valor y significado de la sencilla arquitectura que el hombre erigió en esos lugares antaño despreciados, así como la realidad y deterioro de nuestro propio entorno, me llevan a pensar que, posiblemente, los espacios y entornos físicos que las Brontë conocieron fueron lugares más sentidos y emocionalmente habitados que los que nos han llegado a través de la leyenda y sus derivaciones. Esta investigación parte del deseo de que el entorno en el que las dos mujeres crecieron no sea asfixiado por su propia leyenda o manipulado por la interesada mirada de una nueva moda pseudocultural y consumista que convierte los espacios en lugares turísticos de esparcimiento ocioso de fin de semana. Aunque difícilmente podré evitar el peso de la propia mirada, intentaré contrastar la visión personal con la de otras muchas miradas de distintos ámbitos que me han precedido.

[1] En 1985, Frederick O. Waage editó Teaching Environmental Literature: Materials, Methods, Resources (Nueva York, MLA), que incluye descripciones de cursos de diversos profesores e intenta promover una sensibilización medioambiental en las disciplinas literarias. En 1989, Alicia Nitecki fundó The American Nature Writing Newsletter, cuyo propósito era publicar ensayos, críticas de libros, notas de clase e información relacionados con el estudio de la escritura acerca de la naturaleza y el entorno. Es de destacar también el trabajo de 1990 de Robert Finch y John Elder, la antología The Norton Book of Nature Writing (Nueva York, W. W. Norton).

Proceso a la leyenda de las Brontë

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