Читать книгу Las fotografías y sus relatos - Aurora María Pachano Álvarez - Страница 9
ОглавлениеLa familia Gómez Ríos vive en la localidad de Bosa, en el barrio San Pablo, sector II, barrio obrero que colinda con el municipio de Soacha, al extremo suroccidental de la ciudad de Bogotá, zona que se ha caracterizado por acoger campesinos desplazados. La vivienda está ubicada en un barrio clasificado por el Distrito Capital como estrato 2. Es un inquilinato pequeño compartido por tres familias. Hace parte de una casa, en cuyo segundo piso viven los dueños, quienes les alquilan dos habitaciones contiguas con baño. Por fuera, hacia el patio común que comparten con las otras familias, está la cocina. El piso es de baldosa y las paredes están pintadas de color verde; en una de ellas, la que queda junto al baño, se notan manchas de una humedad densa y añeja. Las ventanas dan al patio interior, de manera que no entra mucha luz a sus piezas, como ellos las llaman. En la casa viven cuatro personas: Mariana, la abuela materna; Sofía, la mamá; y sus dos hijos: Laura, una adolescente de 17 años, y Damián, de 14. La estrechez no es problema para recibir visitas y dar de comer a todos. El día en el que hice las primeras entrevistas almorzamos ahí once personas: la abuela y una de sus amigas; la mamá y un tío; los dos hijos, tres primas y un compañero del colegio del niño, que había venido para hacer un trabajo, y yo. En general, el ambiente me pareció tan alegre y la familia tan generosa y abierta que nunca pensé encontrarme con historias de sufrimientos tan densas detrás de esas sonrisas.
En una de las habitaciones hay tres camas, una doble y dos sencillas. En la doble, duermen la mamá y el niño. En esta parte de la casa, mantienen la boquilla sin bombillo, al parecer para evitar el gasto de luz. En una de las visitas que hice a la casa, uno de los hermanos de la mamá que pasó por ahí como hacia las once de la mañana les dijo que no entendía esa mala costumbre de mantener las luces apagadas si no se ven y prendió la luz de la otra habitación que sí tiene bombillo.
El dormitorio se conecta por un marco sin puerta a otro cuarto donde tienen una mesa redonda con cuatro sillas, una de ellas rota, sin asiento. Tienen un armario y dos cómodas con varios cajones: sobre la más alta está el televisor, pantalla plana; sobre la más bajita, el computador, que usan los niños para las tareas. Entre estos muebles, están distribuidas la ropa personal de ellos, las sábanas, las toallas y demás lencería de la casa. Frente a estos, tienen otros dos muebles donde guardan los víveres y, organizados en el piso, en un rincón, tienen algunos zapatos y morrales. La casa me transmite orden y limpieza. En esta habitación también se encuentra el baño, en cuya puerta metálica tienen pegado un afiche muy grande del grupo One Direction, que contrasta con el resto de la casa. Cuando entré en el baño, vi que la mitad de arriba de la puerta es de vidrio y que el afiche sirve para evitar la visibilidad. En las paredes tienen un par de cuadros, con afiches de zonas de Santander, de donde la abuela es originaria.
Desde mi primera visita a esta casa, noté que, como parte de la dinámica familiar, hay unos roles de género predefinidos que se llevan a cabo en un contexto patriarcal popular. Si bien todos comparten ciertas privaciones materiales, esta situación de escasez se entrecruza con la dominación masculina. Pues los hombres gozan de ciertos privilegios de tipo doméstico avalados y reforzados por las mujeres, quienes se encargan de todas las tareas de la casa, mientras los hombres son servidos.
En esta familia, me llaman “profe”, aunque les expliqué que no lo soy. Cuando almorcé con ellos, me sirvieron un plato con bastante más comida que al resto de personas. Solo a mí me dieron tenedor y cuchillo para comer, mientras el resto utilizaba cuchara. No me permitieron ayudarles con las tareas de la casa y la única mesa que tienen la reservaron para mí, de manera que los niños que necesitaban una superficie plana para hacer la tarea de dibujo técnico no podían hacerlo. Cuando caí en la cuenta de esto, propuse cambiar de lugar para hacer las entrevistas y ellos pasaron a la mesa. Son muy atentos, y cuando estoy en la casa, procuran darme siempre algo de comer. En otra ocasión, en la que todos estaban en vacaciones y llegué por la mañana, aunque les había dicho que ya había desayunado, me prepararon un generoso plato de huevos revueltos, dos panes y chocolate caliente, para que lo comiera a la par con los muchachos; y más tarde me sirvieron una buena taza de café. Aunque insistí en que no hacía falta, para ellos no había opción: me decían que yo era su invitada especial y que tenía que estar bien atendida. Me llamó la atención lo de “invitada especial”, al igual que lo de “profe”. Primero, porque yo estaba ahí no porque me hayan invitado, sino porque les había pedido ir para entrevistarlos. Es decir, eran ellos quienes me estaban haciendo un favor a mí. Segundo, porque noto que detrás de las formas de llamarme y presentarme a las personas que llegan a la casa y las atenciones que tienen conmigo me ven diferente. Sobrevaloran mi título universitario y asumen que por haber ido a la universidad soy “profe”. Por eso, se sienten obligadas, en especial la mamá y la abuela, a ser atentas conmigo. Cuando voy, procuro llevarles algún regalo como un ponqué, unos chocolates o algún detalle personal como aretes para la mamá y la abuela. Pero, luego de tantas atenciones y su disponibilidad para entrevistarlos, termino sintiéndome más que en deuda.
En otra ocasión, fui en compañía de la amiga que me puso en contacto con esta familia. Los conoció gracias a su trabajo en una fundación que promueve la educación de niñas y adolescentes para el cambio social. Como parte de esto, tienen un programa de proyecto de vida y refuerzo escolar para adolescentes: las prepara para la educación superior y consigue becas en universidades para algunas de ellas. Laura, la niña de la familia, participó en este programa los tres últimos años de colegio y obtuvo una beca para ingresar a la universidad. Ahora estudia Economía en la Universidad Católica.
Cuando llegamos con Lina, mi amiga, la mamá fue a recibirnos a la estación de Transmilenio. Nos acogió con muchísima alegría, pues estaba segura de que esa tarde se resolverían sus problemas. Nos confesó que les había dicho a todos en su casa y que había pedido al papá de los niños que estuviera hoy presente, porque ella había invitado a dos psicólogas para que fueran a ayudarle a resolver los inconvenientes que tenía con el estudio de sus hijos. Pero esas psicólogas, según ella, éramos nosotras. Mi amiga es licenciada en Literatura y yo soy comunicadora social, por lo que cruzamos las miradas con preocupación, mientras escuchábamos el entusiasmo de Sofía. Finalmente, mi amiga sacó sus herramientas de psicopedagogía que había adquirido durante la carrera para intentar ayudarlos. Apenas pude, me aparté de la conversación para hacer las entrevistas que necesitaba. Pero, con independencia de cómo sorteamos la situación, nos pareció llamativo la seguridad con la que la mamá hablaba y la confianza que depositó en nosotras, pensando que realmente éramos las personas indicadas para resolver sus problemas familiares. Además de vernos extranjeras a su mundo social, legitimaban en exceso nuestro capital cultural, en consideración a que, como “personas estudiadas”, podríamos resolver asuntos que tanto para ellos como para nosotras eran difíciles de afrontar. De este modo, siento que tendían a vernos con cierta “superioridad”, pues, en nuestra sociedad, pocas personas acceden a educación superior y los que estudian hacen cosas que exigen conocimientos especializados y ocupan posiciones laborales con autoridad. Entonces, para ellos, el hecho de habernos graduado de la universidad nos dotaba de ciertas competencias (lo que los sociólogos llaman capitales culturales y sociales) e imaginaban que teníamos capacidades para hacer muchas más cosas de las que realmente podemos.
En consecuencia, mi relación con esta familia estaba marcada por una especie de asimetría social (Bourdieu, 2007) que afectaba mis interacciones con ellos. Como una prueba de la fuerza de la “legitimidad cultural” en nuestra sociedad, siento que el conjunto de bienes simbólicos que conforman mi “capital cultural” (mi título universitario, mi lenguaje, mi hexis, mis modales, etc.) contribuía a producir una distancia entre nosotros (distancia que se evidencia, por ejemplo, en la excesiva deferencia con la cual me trataban). Aun así, pienso que esta distancia social que nos separa se ha podido acortar (mas no eliminar del todo) gracias a haber llegado a ellos a través de mi amiga, una persona a quien ellos estiman, y gracias al tiempo que he podido compartir con ellos. Desde el inicio, me acogieron con cariño, y después de repetidas y largas conversaciones, siento que hemos podido establecer relaciones de respecto y mutuo afecto, sumado al interés en sus fotografías familiares (verdaderos tesoros para la mamá y la abuela) y en sus relatos familiares, a sentarme a comer con ellos como una más o a procurar no llegar con las manos vacías. Pienso que se sienten alagados con mi interés en sus vidas, lo que, a su vez, ha propiciado la confianza.
Esta familia tiene cientos de fotografías, la mayoría organizadas en álbumes, aunque algunos de estos se han deteriorado. Los niños las ven con frecuencia porque las utilizan para tareas del colegio, las sacan y las dejan en desorden. Para la mamá y la abuela, es importante conservarlas, tienen ilusión de arreglar los álbumes dañados, de organizarlas, de mostrar sus fotografías y contar sus historias. Gracias a las fotografías, tuve la oportunidad de conocer mucho más de esta familia que si solo hubiese hecho entrevistas, pues, así como las imágenes ilusionan y evocan recuerdos, las emociones y los significados que se les otorgan a las fotografías trascienden lo que es posible ver en ellas. Por eso, es posible decir que las fotografías no hablan por sí solas, sino que necesitan los relatos para transmitir la profundidad de significados que contienen.
El recorrido hacia el objeto de estudio
Empecé la investigación con el interés de indagar medios digitales y la transformación de prácticas sociales que han producido, pues, como comunicadora social y periodista, siempre me han interesado los cambios sociales a partir de la innovación en los medios de comunicación. A medida que iba avanzando en la investigación, me surgieron nuevas inquietudes sociológicas sobre los usos de estos medios que me ayudaron a afinar el tema. Entonces, contra la tendencia a pensar la revolución digital como un fenómeno homogéneo y universal, que afecta a todos los sectores de la sociedad por igual, decidí pensar este fenómeno como socialmente diferenciado y enfocarme en los usos sociales de la fotografía en función de la generación, el origen social y el género, asunto que me permitiría tocar tangencialmente el de los medios digitales.
A través de amigos y conocidos contacté a cuatro familias de condiciones sociales contrastadas que contaban con tres generaciones distintas: abuelos, padres e hijos; estos últimos en edad suficiente para entrevistarlos. A medida que me reunía y compartía horas con las familias, viendo sus fotografías familiares y escuchando los relatos de sus vidas, fui descubriendo el poder de estas imágenes para despertar recuerdos y generar historias. Poco o poco, fui interesándome más en esas historias personales y familiares que en los usos sociales de las fotografías en un sentido estricto. En parte, porque veía que era mucho más trascendental para mis entrevistados contar sus vidas que explicarme los usos que podían darles a las fotografías. Así es como los relatos sobre las experiencias de estas personas pasaron a asumir un papel central en la investigación. En cada entrevista, me enfrentaba a “historias de sufrimientos” que me parecieron importantes de destacar como sufrimientos socialmente producidos. Entonces, en la redacción, procuré narrar los hechos dolorosos como constructos sociales y como factores de transformación de personas.
Al final, enfoqué mi investigación en indagar el sufrimiento desde las ciencias sociales, interesándome, por un lado, en cómo el sufrimiento es construido y producido por contextos sociales y, por otro, en cómo el sufrimiento contribuye a los procesos sociales de moldeamiento de las personas. Cabe anotar que si bien el sufrimiento forma parte, y una parte importante, de las vidas de las personas que entrevisté, no es la totalidad de sus vidas. Ellos también han experimentado logros y momentos felices, así como han superado desafíos que también han recordado y relatado mientras veíamos sus fotografías.
Esta investigación consiste, entonces, en contar historias de violencias contra mujeres a través de fotografías de familias. Fotografías en las que uno esperaría encontrar golpes, heridas y marcas físicas, pero las fotografías que presento parecen mostrar otras cosas. Siendo así, ¿cómo pueden significar violencias si las imágenes carecen de estas? Esta paradoja las hace más interesantes, porque en esas fotografías sí están esas violencias, aunque no se vean.