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ОглавлениеFENOMENOLOGÍA DE LA ITINERANCIA ALEMANA EN ESPAÑA. CONTEXTOS, TEXTOS Y CONTRASTES[*]
Miguel Ángel Vega Cernuda
Universidad de Alicante
1. CONTEXTOS
El viaje: virtudes y virtualidades
En nuestra lengua madre, el latín, curiosum era aquello que precisaba o revelaba cuidado, atención. Y si algo precisa o revela atención es el saber, que a su vez despierta en nosotros la curiosidad. Esta curiosidad, según Aristóteles en su Metafísica, provocaba la admiración (thaumazein) que realimentaba la sabiduría al motivar la pregunta por las cosas y las causas que están más allá de lo físico e inmediato. En este contexto cabe decir que la itinerancia ha sido y es ocasión propicia para que lo extraño provoque esa activación de la capacidad admirativa del individuo que le lleva al comentario, al recuerdo, al diario, a la esencia cultural del viaje. Por eso, el viaje tiene las mismas raíces y efectos que el estudio: en ninguna otra situación surge el saber más espontáneamente que en el viaje, que, a impulsos de la admiración, provoca esa reflexión indagadora.
Pero el viaje es corriente que bebe de diversos hontanares. A la hora de emprenderlo, no menos importante que la curiosidad es la voluntad de individualidad: «Asueta vilescunt» decían los latinos, y para no envilecerse, para no embotar sentidos e inteligencia, el hombre busca el viaje. En él, el ser humano se pone a prueba, se decanta, se asombra, se conoce. Dígase de paso que, a pesar de sus profundas raíces anímicas, el viaje no es tarea fácil. Antaño, cuando ni el vapor ni los motores de combustión habían roturado nuestra tierra con vías férreas y autopistas ni la propulsión inseminaba el cielo con gases asfixiantes, el viaje era una experiencia iniciática, casi heroica, y, en la mayoría de los casos, creativa. Un aleatorio repaso a la historia de la humanidad nos permite comprobar que grandes capítulos de la creación han tenido un origen viajero: Diego de Anaya, obispo de Salamanca, acude al Concilio de Constanza y de él se trae el bello gótico pre-renacentista que, testimoniado en los sepulcros de su capilla en la Catedral Vieja de la ciudad castellana, derivaría en la eclosión del gótico flamígero. El contacto con los araucanos y la indómita naturaleza chilena hizo que Ercilla dejara de ser un mediocre cortesano y se convirtiera en el excelente creador épico de La Araucana. Fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina, tendrá referencias de un tal Miguel de Mañara, al que transformará en el «burlador de Sevilla» o D. Juan Tenorio, gracias a un viaje fallido a América que, sin embargo, le había obligado a desplazarse a Sevilla. Goethe, gracias a su estancia de dos años en Italia (de Karlsbad había partido con la intención de pasar sólo unos meses) y su correspondiente plasmación literaria (Die Italienische Reise), cambió sus registros mentales y dejó de ser un pre-romántico para hacerse un clásico. De ahí en adelante, Alemania tuvo como punto de referencia una Antigüedad que dio origen a sus más grandes obras, a numerosos monumentos (en Múnich, Berlín
o Viena) y, lo que es más importante, a muchos comportamientos y actitudes culturales. Merimée logró configurar uno de los mitos de la humanidad gracias a un episodio de la vida andaluza del siglo XIX español que, en el transcurso de un viaje por nuestra tierra como funcionario de monumentos públicos, escucharía en casa de los Montijo. Heine, cuando, harto de la monotonía pequeño-burguesa de Göttingen, quiso espabilar las adormecidas mentes del Biedermeier, se dedicó a recoger por escrito las imágenes captadas en sus desplazamientos por la geografía alemana: los Reisebilder.
Una mención más amplia de los méritos culturales del viaje no debería omitir que fueron los peregrinos a Santiago los que extendieron el románico y el gótico por los caminos de Europa; que, tras sus respectivas estancias en Italia, Durero superó sus fantasmas medievales y Velázquez dulcificó su paleta; que, gracias a un viaje, el de Lutero a Roma, surgió la Reforma, que, sin duda, tuvo su impulso decisivo en las vivencias del entonces monje agustino en la ciudad que por aquel entonces se hacía eterna con las construcciones de Miguel Ángel; que el arte europeo del XVIII tuvo su carácter unitario gracias al trasiego de italianos que lo mismo trabajaban en San Petersburgo, en Kassel, en Viena o en La Granja; que el viaje a la Polinesia de Gaugin o el de van Gogh a Provenza supusieron el preludio al arte moderno; que el reconocimiento europeo de El Greco fue producto de los viajes de Rilke y Meier-Graefe a España; que el poema sinfónico Las Hébridas y la Sinfonía Italiana de Mendelssohn, el Capricho español de Rimski y el Winterreise de Schubert, El Holandés errante de Wagner, el Peer Gynt de Ibsen/Grieg, la Iberia o la Lindaraja de Debussy hacen referencia al viaje; que Teresa de Ávila alcanzó universalidad gracias al andariego jumentillo que la llevó por todas las latitudes de la España del XVI; que en aras del viaje, para que pudieran recorrerlas sus «orejones», el Inca trazó sobre las inmensas extensiones del Tahuantinsuyo unos caminos que salvaban latitudes, longitudes y alturas inmensas.
A todo esto hay que añadir otra virtualidad del viaje: la de haber producido una amplia gama de actitudes vitales, comportamientos sociales y tipos de hombre tales como el viajero, el viajante, el pionero, el descubridor, el misionero, el cómico de la legua, el conquistador, el guía turístico y, si me apuran, el aventurero y el pirata. En muchas ocasiones, el viaje proporciona la oportunidad de vivir al margen de la norma: Marco Polo, Colón, Vespucci, Casanova, Cagliostro y Lorenzo da Ponte son magníficos ejemplos de ese espíritu de aventura que sabe obviar la ley o la civilización en la itinerancia. Por eso, cuando el D. Giovanni mozartiano quería rendir cuentas de su vida de licencia no hacía sino mencionar las etapas, femeninas pero etapas, de su itinerancia viajera:
Madamina, il catalogo e questo
delle belle che amò il padron mio!...
In Italia seicentoquaranta,
in Almagna duecentotrentuna,
cento in Francia, in Turchia novantuno
ma in Ispagna son gia mille e tre...
Se podría agregar que gran parte de la literatura narrativa e incluso ensayística tiene como motivo el viaje a lo extraño o es producto de él. Viaje, o relato de viaje, son la Ilíada, la Odisea y la Eneida; la Anábasis de Jenofonte, Los milagros de Nuestra Señora, el Cantar del Mio Cid, el Quijote, El Lazarillo y el Simplicissimus; el Gulliver y el Robinson; las Letras persas de Montesquieu y las Letras marruecas de Cadalso; el Barry Lyndon de Fielding, el Códice Calixtino y toda esa enorme cantidad de letra escrita e impresa que llamamos precisamente literatura de viajes u «odepórica», desde el Viaje a Italia de Montaigne hasta los Viajes a España de Gautier, de Andersen o K. Uranis. Finalmente, si a todo esto añadimos que el viaje creó el ferrocarril, el automóvil y el avión; la carretera y el camino; la posada, la venta, el hotel, la hospedería conventual y el agroturismo, habremos hecho mención sumaria de lo que el viaje es: cultura en estado puro.
Hasta el teatro tiene, por nacimiento, referencia viajera: el carro de Tespis. Y uno de los primeros documentos que filmaron los pioneros del séptimo arte fue la llegada del tren a la estación.
Tipología del viaje
Como demuestra este leporello de los méritos de la itinerancia, ni el viaje ni el viajero son unívocos, sino polisémicos. Ese viaje que surca el mar de la cultura humana dejando una brillante estela de encuentros adquiere una naturaleza múltiple según la circunstancia en la que se inscribe y la finalidad que se propone. Un viajero emprende camino por obligación y otro por devoción. Uno pretende la formación, otro la aventura y un tercero la utilidad. Ni siquiera literaria o artísticamente el viaje es una vivencia uniforme. Como motivo literario, el viaje siempre ha sido diverso, variado, y el resultado de su formalización depende de las metas, los caminos, las noches y los días, las estaciones, la climatología y, sobre todo, de las intenciones del que lo ha emprendido. Eso hará que sea «sentimental», «romántico» o «maravilloso». Con propósito y valor de síntesis, cabría decir que en la realidad escritural del viaje se da una triple tipología: la informativa, la fictiva y la fantástica. Voluntad informativa tienen las «relaciones» que los oidores, conquistadores y regidores españoles dirigían a su Majestad Católica para darle noticia y fe de lo descubierto y de lo ignoto. Frente a este tipo de escritura «oficial», objetivo por la intención, el contenido y el destinatario, el carácter fictivo predomina en ese ajuste de cuentas del escritor con su pasado viajero, que es, no «relación», sino «relato». Ese carácter marca, por ejemplo, el Italienische Reise de Goethe, recuerdo literario de los dos años que el escritor se había concedido para realizar, a través de las fecundísimas experiencias italianas (la arquitectura del Palladio, el carnaval romano, los lazzaroni napolitanos, el borbotante Etna), el carácter formativo del viaje (el suyo había sido una Bildungreise); o los Literarische Reise-Skizzen. Spanien, del archiduque Maximiliano. También es relato de viaje, en otro código semiótico, la melancólica evocación de las estepas del Asia Central que realiza Borodin o la vibrante ocurrencia musical con la que Rimski-Korsakov recupera el mundo sonoro español en su Capricho. Finalmente, «viajes fantásticos» son esos «viajes cósmicos» o mágicos desplazamientos que, ayudados o promovidos por diablos cojuelos, instrumentos proto-científicos, fórmulas cabalísticas o pajarracos y animales de buen o mal agüero, emprenden seres imaginarios que dan expresión calenturienta al afán humano de ubicuidad: el mentiroso barón de Münchhausen, el «sinsombra» Peter Schlehmil con sus botas de siete leguas (Chamisso) o el Fausto goetheano con su transportista y guía Mefisto (como viajeros «recién llegados de España» se presentarán los dos aprendices de tunantes en la taberna de Auerbach). Por los tejados de Madrid (Vélez de Guevara, El diablo cojuelo); a través de Suecia (S. Lagerlöf, El maravilloso viaje de Niels Holgerson); en la caverna del rey de la montaña (Visen/Grieg, Peer Gynt); Alrededor del mundo en 80 días o Al centro de la tierra (Verne), a Lilliput (Swift) o a Phantasia (Michael Ende, Historia Interminable): en todas esas obras, el viaje en alas de la fantasía es condición y motivo para la observación irónica y benevolente consideración de las miserias humanas. Resumiendo, la crítica cultural del tema, la llamada «crítica odepórica», distingue ya
- el «viaje de aventuras», reales o de ficción (el Tartarín de Tarascón de Daudet o el de Nils Holgerson de S. Lagerlöf);
- el «viaje de misión» (el de Bernardino de Sahagún o el de Motolinia a México);
- el «viaje de descubrimiento» (Pigafetta, Cook y los numerosísimos conquistadores y exploradores);
- el «viaje diplomático» (el de G. di Carpine a Mongolia o el de B. de Castiglione a España);
- el «viaje de formación» o «de estudio» (el Viaje italiano de Goethe);
- el «viaje guerrero», la expedición o razzia (los que narran la Odisea y la Anábasis);
- el «viaje iniciático y de peregrinación» (el Codex Calistino de la catedral de Santiago);
- el «viaje de exilio» (el de Mme. d’Aulnoy o el de Casanova en España);
- el «viaje de trabajo» (de comercio, de mercadeo, etc.), no exclusivo del moderno ejecutivo;
- el «viaje artístico», más conocido como tournée y, finalmente,
- el turismo o «viaje de placer», el menos creativo, aunque, de todas maneras, ahí están ese mestizaje cultural y étnico que cuenta en su haber.[1]
En todas estas variantes del viaje siempre está presente la experiencia de la alteridad, que objetivamente constituye, junto con la itinerancia, la esencia del viaje. Pero justo es advertir que de todas las formas de desplazamiento (turismo, peregrinación, vagancia, andanza, emigración, etc.) sólo una merece en sentido estricto el nombre de viaje: aquella que en las intenciones del vagante, andante o turista guarda un deseo de retorno al origen, al término ex quo. De lo contrario, se tratará de emigración, vagancia, Wanderschaft o nomadismo. Cuando el Geselle u oficial artesano del Medievo emprendía con su hatillo al hombro su Wanderschaft, intencionalmente excluía, si no el deseo, sí la posibilidad de regreso a la patria, ya que en las condiciones del gremio al que pertenecía (de zapateros, pañeros o toneleros) iba implícita la imposibilidad de establecerse allí donde le habían enseñado los principios y gajes de su arte y oficio. No era viaje el errar goliárdico del Archipoeta, que, en unión de una cohorte de parásitos poetastros, acompañaba a Barbarroja en sus hazañas bélicas y correrías políticas por Italia, sustentándose del agrado que sus Vagantenlieder (canciones goliárdicas que inspirarían los Carmina Burana) pudieran producir en la imperial benevolencia. Los goliardos o vagantes excluían la preocupación por el mañana, por la patria o por el retorno, y sólo contaban con el goce del presente y el aquí: «In taberna quando sumus non curamus quid sit humus», proclamaban como ideal de vida. En efecto, en la taberna no se preocupaban del polvo en el que se convertirían. Sólo el más inmediato presente, representado por los dados, el vino y las mujeres («Wein, Weib und Würfelspiel» era su lema), entraba en su horizonte. Tampoco era viaje la empresa del aventurero extremeño, llamárase Valdivia, Almagro o Pizarro, hechos a la aventura de la conquista en Nueva España o Nuevo León para encontrar una nueva patria, además gloria, poder..., y oro. No lo era el errar del ingenioso Hidalgo en busca de un ideal imposible. Viaje, por el contrario, es la «huida a Egipto» o el paso del Mar Rojo y los 40 esperanzados años por el desierto del Sinaí; viaje es el del tunante de Eichendorff (Aus dem Leben eines Taugenichts), que, a su regreso a la Viena de la Restauración, puede realizar el deseo del reencuentro con la amada; viaje es la emigración americana de los escritores alemanes (Mann, Brecht, Döblin) que, en medio de la terrible melée bélica e ideológica, ansían el retorno a las raíces propias, las de la ilustración alemana; viaje es la navegación errática por las costas mediterráneas del héroe de Ítaca, al que su mujer aguarda tejiendo y destejiendo los hilos de la espera-esperanza. Il ritorno d’Ulise in patria: he ahí el viaje antonomásico, el de quien, tras la partida, forzada o de grado, ansía el regreso, el reencuentro con la esposa, la paz del hogar, el baño reparador que libera de los polvos del camino.
Las actitudes viajeras: el yo frente a la alteridad o «turismo» y «viaje»
En todo caso, cualquiera de estas modalidades de la movilidad puede producir un doble posicionamiento ante la alteridad: el que la utiliza como afirmación de lo propio y el que la contrasta para enriquecerse con lo ajeno o extraño. Estos dos posicionamientos se manifiestan de manera antonomásica en el turista y en el viajero: el viaje de iniciación, el de antaño, y el viaje de descanso, el turismo. Los viajes de Mozart por las cortes europeas eran parte integrante de la formación o de la propia manera de ser. Frente a esto, los chaplinianos tiempos modernos han inventado el turismo, ese desplazamiento en allegro vivace que evita siempre el meditativo andante. En él, ante el choque de lo extraño, se activa un mecanismo de defensa que utiliza lo ajeno para confirmar lo propio, sin enriquecerlo. Hace ya unos años una pareja de ingeniosos franceses escribía acerca de la multinacional del tópico cuyo operario es el turista:
el turista cuando se predispone a serlo entra en el engranaje de una industria... El público-público, turista o no, el consumidor del tópico tableta, pertenece a esa inmensa mayoría que abandona la escolaridad a los catorce años y queda bajo la educación permanente de las mass media (Plumyene y Lasierra, 1973).
Inmersos en esa cultura del viaje masivo, se nos dan recetas-tableta para consumir en destino. Serían infinitos los ejemplos que podríamos aducir de ese imperio del tópico que se activa en esa situación de turismo de masas. En el viaje turístico, concebido como placer, el turista no da, exige sin cesión de nada, ni siquiera de la propia comodidad. El turista se percata de que la renuncia a la propia ignorancia es incómoda. Paga dinero para seguir donde estaba: instalado en el prejuicio, retornando con la maleta desbordada de souvenirs, que no de recuerdos, y con la reflexión inactiva a causa del embotamiento intelectual que le producen las comodidades caseras y las vivencias postizas que exige en destino.
La segunda actitud es consciente de que los valores que se le dan en el viaje –la percepción de lo extraño: los colores de la vestimenta, las facciones marcadas de los rostros, la belleza peregrina de la feminidad, las costumbres culinarias, las lenguas no entendidas– no son mercables sino a costa de esfuerzo e incomodidad: la que resulta de no encontrar lo propio en lo extraño, lo de origen en destino. No es sólo la renuncia a la comodidad, a la gastronomía acostumbrada, al cabezal muelle que acoge familiarmente el sueño, sino la renuncia a lo preconcebido, al prejuicio o al tópico –pedestal al que ascendemos nuestra personalidad–, como moneda de cambio para, en esa experiencia de lo extraño, poder sobrevivir. En el viaje entendido como formación, el tópico se destruye y de él se vuelve neófito de una nueva humanidad, más igualitaria, más solidaria.
La ética del viaje: entre parcialidad, casualidad y generalización
A pesar de sus saludables efectos culturales, inherente al viaje es un deseo estereotipador de las imágenes adquiridas y una voluntad narrativa. El viajero debe estar vigilante para no dejarse deslizar por la pendiente de la facilidad, de la generalización, del prejuicio. Cualquier circunstancia fortuita le desplaza hacia la verdad estereotipada, que, por serlo, será menos verdad. Y a este respecto, la casualidad y la parcialidad son vicios «vitandos» del viaje y su relato. El «viaje», frente a la «estancia», se reduce y limita a un breve lapso y a una región que, sin embargo, sirven de base de generalización, de extrapolación a conjuntos más amplios de espacio y tiempo. La imaginación del viajero y su deseo de encontrar un público para el relato amplían y adornan lo percibido. Por eso el viaje exige también su ética: la de la duración, la extensión y/o la repetición. Y su relato, objetividad. Quien pretenda realizar el viaje como fuente de vivencia culturalmente válida y como fuente documental de su visión del mundo, si no quiere ser injusto, debe repetir, ampliar, practicar la «excursión facultativa».
De esas deficiencias estructurales del viaje –precipitación, parcialidad, casualidad, vis narrativa– derivan muchas de la sombras de la «odepórica»: los tópicos, los clichés y estereotipos que, a lo largo de la historia de la común convivencia, provincias, regiones y pueblos se han dedicado mutuamente con fines de defensa –en el desgraciado supuesto de que el ataque es la mejor defensa– y que se han referido a los más diversos aspectos de la vida, tales como la cocina, la higiene, el urbanismo, el sexo, la manera de conducir... Un breve muestrario de prejuicios que hombres ilustres de nuestra cultura han mostrado por sus vecinos pone de manifiesto la manera tópica que el viajero tiene de percibir la realidad de lo extranjero: los suizos, según Heine, tendrían una manera mezquina de considerar la sociedad, «tan estrecha como sus valles». De España, este poeta alemán, de viaje por los Pirineos franceses pero sin haber pisado nuestro país, hablaba incluso de manera más despectiva. El mejor calificativo que nos dedicaba era el de comegarbanzos. Según Lutero, el aire, el agua y el vino italianos eran tan letales que exigían la intervención divina para salir con vida de Italia. Para Shelley, los italianos tenían «el aspecto de una tribu de esclavos estúpidos, sin ninguna chispa de inteligencia en los ojos». Para un anónimo inglés del siglo pasado, las francesas eran dechado... de suciedad íntima, opinión de las francesas por lo demás compartida por muchos españoles: «por debajo, las señoras son de una suciedad repulsiva... desbordan grasa y están tan amarillas como el azafrán».
L. Daudet ponía en entredicho el pensamiento alemán, más en concreto el de Kant, que resultaría tan temible como los cañones Krupp para cualquier francés que reflexionase. Para Claudel, la cocina inglesa, y en eso hay que darle la razón, no empleaba condimentos, sino anestésicos. Aquí el prejuicio se había convertido en verdad de perogrullo. Un francés contemporáneo, J. F. Revel, tiene en tan alta consideración la condición sexual de los italianos, que éstos «sólo son y sólo pueden ser obsesos sexuales». Él mismo describe con acierto el abigarrado mundo de macarras provincianos que, al parecer, ya prosperaba en la década de los cincuenta. El texto no tiene desperdicio:
Toda la gente del domingo, muchachos muy atildados, cubiertos de brillantina, pantalones ajustadísimos, zapatos puntiagudos, se reúnen en la plaza de su pueblo o de su barrio con sus motocicletas para hablar de ellas. De vez en cuando, de manera compulsiva, montan y salen disparados con la moto zumbando a todo gas (...) dan la vuelta a la plaza y regresan a su punto de partida frenando bruscamente (Plumyene/Lasierra, 1973: 71).
Goethe, ya en su Viaje italiano, aludía a la preferencia de los italianos por los órdenes de la arquitectura clásica a la hora de hacer sus deposiciones:
Las entradas y las columnatas están todas tan sucias de lodo (...); el pueblo las emplea para sus necesidades y con la mayor frecuencia no hay deseo más urgente que desprenderse en ella de lo que se ha comido lo más pronto posible (Plumyene/Lasierra, 1973: 317).
El pasaje descalifica el civismo italiano pero, frente a la costumbre que Diodoro de Sicilia atribuía a nuestros ancestros ibéricos, la de lavarse los dientes con la propia orina, esta preferencia italiana podría parecer incluso civilizada por lo exquisito de semejante gusto fecal: hacer las deposiciones con el marco de una columnata dórica no dejaba de ser una exquisitez. Por su parte, los inefables mingitorios que poblaron la geografía urbana francesa en la época del alcalde Hausmann y que todavía perfuman de manera característica algunos rincones olvidados de la misma, han sido frecuente motivo de inspiración viajera, como lo han sido esos/as cuidadores/as que imponen el peso del mercantilismo sobre las necesidades primarias del ser humano:
Cada vez que uno entra en el lugar previsto para tal fin, se le aparece una corpulenta matrona omnipotente delante de una bandeja, que, semejante a un monstruoso ojo ciclópeo, escruta nuestra conciencia. Literalmente fascinado, el turista deposita 50 céntimos cuando 10 céntimos serían más que suficientes –confesaba Mikes, viajero inglés en la Francia de los años 50 (Plumyene/Lasierra, 1973: 84).
Baste lo dicho para demostrar la inclinación al pecado de pensamiento que asalta al turista con relación al otro. Son pecados que provienen fundamentalmente de la actitud de atracción o rechazo que lo otro provoca en cada sujeto. La itinerancia es ambivalente y de ella o se vuelve redimido del tópico (en el viaje)
o se vuelve condenado eternamente a él (en el turismo). En este ámbito, como en el de la salvación eterna, todo depende de uno mismo, de sus obras: las obras salvan. Lo decía E. de Amicis en un simpático y entusiasta pasaje de su relato de viaje por España, realizado en una época en la que no había muchos motivos para admirarnos. En las calles de Sevilla se encontraba con un compatriota que se quejaba de los hábitos españoles:
—¿Cómo? ¿Le gustan a usted las casas de Sevilla y de Cádiz, en las que al pasar junto a los muros, un pobre diablo se llena de blanco de la cabeza a los pies? ¿Le gustan aquellas calles en donde después de una buena comida uno sufre lo indecible para poder pasar por ellas? ¿Encuentra hermosas a las mujeres andaluzas, con esos ojos de posesas? Vamos, vamos, es usted demasiado indulgente... no es un pueblo serio (...) Son indignos de ser gobernados por un hombre civilizado.
—Pero, ¿es que entonces no encuentra usted nada bueno en España?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué está usted aquí?
—Estoy porque aquí como... Pero... ¡cómo como! Como un perro. ¿Quién no sabe lo que es la cocina española?
De Amicis lo mandaba a tomar pastas italianas, que no vientos: «Usted disculpe, ¿por qué en vez de comer como un perro en España no va usted a comer como un hombre en Italia?».
La reflexión de este entusiasta viajero, cuyo relato Spagna hizo furor en el fin de siglo, se imponía:
No sé qué gusto hay en viajar de esa manera, con el corazón cerrado a cualquier sentimiento favorable, queriendo censurar y vilipendiar siempre, como si cada cosa buena y hermosa que se descubre en un país extranjero, se le hubiese robado al nuestro (D’Amicis, 2000).
Ejemplo de ese viaje en negativo es precisamente la odepórica alemana que pasamos a analizar a continuación.
2. TEXTOS Y CONTRASTES
España en la odepórica alemana: entre el tópico, la desilusión y la ignorancia
El viaje español fue una rareza en las costumbres cultas de los europeos de los siglos XVI y XVII. Durante el XVIII, sin embargo, experimentó un incremento importante y en el XIX se convirtió en una constante de eruditos y curiosos. La bibliografía viajera sobre España, recogida por Farinelli o Foulché-Delbosc,[2] pone de manifiesto que, en conjunto, España ha sido una de las metas más señaladas del viajero que quería salirse de lo rutinario e investigar y experimentar lo exótico. Aventureros como Baretti y Casanova; aristócratas como la Tremoille, alias Mme. d’Aulnoy, pécora francesa que tuvo que huir de sus lares patrios por conyugicidio frustrado y actuó en España –en la época del más pasmado de nuestros reyes– de Mata-Hari avant la lettre; eruditos como el arqueólogo Merimée; escritores curiosos como W. Irving, Dumas o Gautier; artistas en busca de inspiración como Doré, o compositores como Glinka y Rimski-Korsakov, todos sintieron la llamada de nuestro país, marcado por un supuesto exotismo.
En el campamento germano, la retahíla de viajeros españoles es también numerosa y diversa. Por nuestra patria ha pasado el más variado paisanaje alemán. De múltiple procedencia profesional, casi todos los viajeros han pertenecido, como es obvio, a la clase culta y adinerada de cada época: los «cosmógrafos» H. Münzer o A. von Humboldt; los filólogos W. von Humboldt, A. von Schack o V. Klemperer; miembros de las casas reales como el archiduque Maximiliano de Austria o Federico de Hohenzollern –más tarde emperadores de México y de Alemania respectivamente–; aristócratas como el conde Montecucoli; críticos de arte como Meier-Graefe; industriales como Joh. Klein; artistas como J. Israëls, o escritores como el poeta Rilke, el dramaturgo Horváth, el novelista Tucholsky, el periodista Kisch o el crítico H. Bahr:[3] todos ellos han contribuido con su odepórica, en mayor o menor medida, al tópico hispano. Justo es decir que sus clichés no fueron tan exagerados ni negativos como los de la «españolada» francesa. Nuestra meridionalidad y la proximidad cultural a África, el carácter popular de nuestras costumbres, incluso de las cortesanas, han sido fácil diana de las críticas y los comentarios que nos han dedicado los viajeros alemanes: los españoles hemos sido fácil motivo de extrañeza, admiración, desilusión, desprecio e incluso ira, a causa de nuestras costumbres y peculiaridades antropológicas, geográficas o culturales. La situación en general quedaba bien descrita en la afirmación de L. Bertrand, hispanista y académico francés, que en su Espagne escribía:
El más insignificante de nuestros cantamañanas se siente con derecho a emitir un juicio sobre todo lo que sucede en España. Tan pronto ha pasado el Bidasoa, se hace arrogante y protestón y, mientras que ante otros muchos pueblos se echa de bruces, en España encuentra todo horrible.[4]
Ellos, en dependencia de un contexto marcado por la negatividad, han sido los fijadores o propagadores de los tópicos que todavía nutren la imagología alemana de nuestro país y que el reciente turismo de masas o las relaciones más estrechas entre los dos países poco han podido hacer para corregirlos, tal y como lo demuestra el todavía reciente libro de Ingendaay (2003), plagado de clichés y estereotipos. Quizá porque en todo tópico siempre hay un núcleo veritativo, tópico que responde a las posibles constantes psicológicas y sociales de los pueblos. Sólo la generalización de los mismos frente a personas individuales es lo que convierte al tópico en nuclearmente inexacto y moralmente pernicioso.
De entrada, nuestra geografía y nuestro clima suponían un reto al sentido de comodidad con el que el extranjero se acercaba a nuestros pagos. Para el erudito conde Keyserling, España era un desierto de cielo severo, de nubes piramidales, estepas pardas de «árboles escasos y dispersos como jinetes en retirada». Humboldt, que transitaba por nuestros caminos en 1799, de viaje a Segovia, describía con extrañeza los pinares castellanos:
Hay tramos en los que el camino atraviesa algunos bosques de pinos. Estos tienen un aspecto muy extraño. En general, no son ni muy altos ni muy gruesos y no tienen ramas inferiores; sólo tienen una copa redonda, si bien ésta y el bello verde jugoso proporcionan una bella vista. Sin embargo, dado que los troncos no tienen ninguna rama en la parte baja, el bosque resulta muy claro y parece desértico (Humboldt, 1998: 70).
Puede entenderse que, viniendo de las umbrosas orillas del Havel, plagadas de esbeltas coníferas y frondosos hayedos, este ilustrado sintiera extrañeza y decepción ante el ralo bosque castellano. No obstante, habría cabido esperar de él que hubiera apreciado la belleza de esos pinarillos que tan graciosamente contrastan en un entorno de secarrales castellanos. En otra ocasión registra en su diario: «Es un campo raso, en el que durante muchas leguas no se ve ni una casa ni tampoco un árbol (...). Es imposible imaginarse algo que le deprima tanto a uno» (1998: 60).
Los testimonios de repulsa frente a los secarrales aragoneses o manchegos son numerosos. El que más tarde sería el más breve soberano alemán, el Kronprinz Friedrich, se quedaba impresionado por el desierto manchego sin percatarse precisamente de que era ésta una vivencia implícita en el nombre: Mancha = tierra seca. Pocos alemanes han logrado trascender esa determinación que su medio de origen les impone a la hora de percibir el paisaje. Un ejemplo, meritorio, de auto-trascendencia y de apertura a lo otro, es Rilke, quien, en su viaje a España, escribe sobre el paisaje toledano las más bellas líneas que sobre un paisaje se puedan escribir.
Tiene usted que imaginarse una realidad que raya simplemente en lo increíble; ante las puertas de la ciudad, este paisaje irrumpe en lo grande y la ciudad está asentada de un modo inmediato sobre la tierra creada, sin ninguna capa intermedia que la aísle –escribía a Else Brückmann.[5]
Sus vivencias de la serranía de Ronda no han sido menos entusiastas y halagadoras.
Los establecimientos hoteleros (ventas y posadas la mayor parte de las veces) fueron siempre objeto de las iras viajeras. Los relatos alemanes abundan en este tópico cuyo modelo había suministrado Mme. d’Aulnoy en el XVII, viajera que hizo en contra del turismo de entonces más que todos los panfletos sobre la Inquisición:
Cuando se llega muy cansado y fatigado, quemado por los rigores del sol o helado por la nieve... no hay ni platos ni pucheros lavados. Se entra en la cuadra y de allí se sube al primer piso. Esa cuadra está llena de mulas y muleros que con las albardas de sus mulas hacen su cama por la noche y durante el día su mesa. Comen en total amistad y fraternidad con sus mulas (D’Aulnoy, 1999).
En otra ocasión:
Os aseguro, querida prima, que en todo nuestro camino no he visto ni una casa que me guste ni un castillo que resulte bonito (...) Hoy, aunque sólo estoy a diez leguas de Madrid, mi habitación está al mismo nivel que la cuadra y es un agujero donde hay que llevar luz en pleno mediodía.
Menos mal que el cándido espíritu del archiduque Maximiliano manifestaba una especial sensibilidad hacia cierta Wohnkultur hispana cuando describía los interiores del hotel sevillano en el que se albergaba:
Desde nuestro Hotel La Fonda d’Europa, un edificio español en el verdadero sentido de la palabra, con el famoso patio, las delicadas arcadas, la ancha escalera adornada con un rico artesonado y con las pequeñas pero frescas habitaciones en las que tanto el suelo de ladrillo como las ventanas estaban cubiertas con esteras de paja, bellamente trenzadas y de las que sobresale el pequeño y hermoso balcón (Maximiliano de Austria, 1999: 70).
El aspecto urbano de nuestras ciudades ha merecido las más enérgicas diatribas en unas épocas en las que la suciedad era patrimonio de cualquier ciudad europea. Humboldt comentaba el aspecto de Valladolid un siglo antes de que, por ejemplo, Balzac describiera la mugre parisina: «La suciedad es insoportable, apenas hay una calle ancha y bien empedrada y limpia» (Humboldt, 1998: 65). Ni siquiera nuestras joyas urbanísticas le merecían mayor consideración: «Córdoba es una ciudad horrible, con calles enormemente estrechas» (1998: 118). Un siglo y medio más tarde de que Humboldt pontificara sobre el descuido castellano o andaluz, Sevilla no le merecía a V. Klemperer mejor opinión
Staub, Hitze, Schnupfen, Husten, entzündete Augen. Erlöst aus Sevilla, das uns beiden gar nicht übermässig gefallen hat. Eine Hölle aus Staub u. brutaler Hitze, serviert auf einem flachen Teller... Alles in allem: Sevilla gab uns wenig.
Y Granada intensificaba la sensación negativa: «Granada (...) macht den Eindruck der ödesten Verkommenheit» (Klemperer, 1996). Excepciones a esta percepción negativa del urbanismo hispano son las observaciones del archiduque Maximiliano. También sobre Granada:
Si miro los edificios que tengo ante mí, busco inquisitivamente el ponderado palacio de verano, aunque sólo veo irregulares muros desnudos.
Pero en esto consiste la manera oriental: los edificios nos son de gran apariencia por fuera y solo el huésped al que se le abre el interior conoce su magia oculta (1999: 154).
El bandolerismo, que no era exclusivo de España, es un tema recurrente. Incluso en el siglo XIX alemán no escaseaban bandoleros como el célebre Schinderhannes. Sin embargo, España e Italia se llevaban la fama. Twiss, inglés que fijó el cliché del bandolero romántico, alertaría al desprevenido viajero:
El 24 de mayo salí de Granada con un soldado como escolta (...). En ocasiones ocurre que bandas de entre doce y veinte bandidos atacan a los viajeros, a los que primero matan y luego roban, dejando los cadáveres y los carruajes en la carretera y llevándose el botín en las mulas. Estos bandidos viven en cuevas de la montaña y cada uno va armado con un trabuco corto y media docena de pistolas que llevan sujetas a la faja (1999: 23 y ss.).
Todo esto lo escribía sin que a lo largo de su viaje hubiera visto un solo bandolero. Bien es verdad que la descripción podría corresponder perfectamente a los retratos que la tradición nos ha dejado del Tempranillo o del bandolero José María. En este contexto, Humboldt se haría acompañar de escoltas armadas y en más de una ocasión, en Levante, advierte la presencia de supuestos bandoleros.
La Inquisición y la beatería españolas han sido otro de los motivos que más dieron que hablar y escribir. A pesar de que la Francia de las lettres de cachet no gozaba de procesos penales mejores que los de la Inquisición, Mme. d’Aulnoy había sentado la tónica al criticar los del Santo Oficio con acritud y, posiblemente, veracidad:
¡Cómo se conoce que no sabe lo que es la Inquisición! Por mucho que se diga, nada se aproxima a la crudeza que allí se practica. Os detienen y os arrojan a un calabozo donde estáis dos o tres meses, algunas veces más. Al cabo de un tiempo, os llevan a los jueces que con aire severo os preguntan por qué estáis allí (...) Me han contado anécdotas y suplicios de toda clase, que no quiero reproducir en esta carta, pues no hay nada más horrible (1999: 165).
Menos mal que la «máscara de hierro» es sólo una leyenda. A Humboldt se entrevista en Cádiz con el hanseático Böhl de Faber, éste le pinta una realidad no tan negra:
Es amigo del comisario del Alto Tribunal, a quien le ha prometido velar para que no se lea ningún libro deshonesto. De hecho le ha encontrado, denunciado y entregado algunos. Se trata de una maravillosa alianza entre un inquisidor y un comerciante protestante (Humboldt, 1998: 178).
Si la Inquisición provocaba desaprobación moral, nuestra alimentación producía iras físicas. Si Gautier había hecho de nuestros garbanzos la más acerba de las críticas («Después de haber tragado unos cuantos garbanzos, sonaban en nuestros estómagos como granos de plomo sobre un pandero»),[6] E. E. Kisch, que acompañó como rasender Reporter nuestra contienda civil, escribía acerca de la nauseabunda cocina española, que hacía derivar de nuestras carencias: «Es gibt eine Küche für spanische Mägen, die ganze Gallonen von Olivenöl vertragen, während ein Quetschen Butter sie im Nu zum Erbrechen bringt. Sie sind nicht daran gewöhnt. Spanien ist nie ein Land der Viehzucht» (1937: 328). Johann Klein, industrial renano, informaba en una conferencia sobre su viaje español acerca de los caldos nacionales: «Der Wein ist zwar feurig, aber er hat kein Bukett und erreicht bei weitem nicht die Qualität unseres deutschen Gewächses» (1908: 17). H. Bahr, Wegbereiter de la literatura austriaca de fin de siglo, hospedado en Burgos en un hotel pretendidamente francés, aprovechaba para escribir contra la cocina española al poder degustar algo que pasaba por cocina francesa: a pesar de sus deficiencias, al menos, le liberaba de la cuisine espagnole, que no encontraría estómago europeo que la soportara. Frente a todas estas actitudes de nouvelle cuisine avant la lettre, Maximiliano de Austria, de viaje por Andalucía a mediados del XIX, era un fanático admirador de lo más racial de nuestra gastronomía, el cocido u olla podrida:
Para conocer el gusto de los españoles en todas sus fases, habíamos encargado de comida una ollapodrida, uno de los platos más buenos y deliciosos que nunca haya disfrutado mi paladar. Una mezcla de diversos tipos de carnes, buenos embuchados y carne picada, sabrosa col y otras verduras, entre ellas, para horror de los lectores civilizados, cebolla y ajo (1999: 88).
Nuestra cultura, a excepción del folklore y la tauromaquia, no ha hecho especial impresión en muchos de nuestros visitantes. A semejanza del angloholandés R. Twiss, que, en su Viaje por España, se expresaba despectivamente sobre la catedral de Segovia,[7] el crítico de arte Meier-Graefe, que visita España para confirmar sus ideas preconcebidas sobre el impresionismo del arte español, pasa con absoluto desprecio por la monumentalidad salmantina e incluso se queda decepcionado ante Velázquez, pintor que había constituido el escopo inicial de un viaje que había emprendido con carácter iniciático. El 18 de abril de 1910 escribía: «dass Velazquez kein grosser Maler noch weniger ein grosser Künstler war (...). Natürlich kann Velazquez nichts dafür, sondern meine Einbildung» (Meier-Graefe, 1984: 33, 26). V. Klemperer, de viaje de estudios por España,[8] le saca punta incluso al panorama que ofrecen la Alhambra y el Albaicín: «Das Ganze macht keinen bedeutenden Eindruck. Und auch die Alhambra macht, so von aussen gesehen, keinen stattlichen und vor allem keinen einheitlichen Eindruck» (1996: 220). En Burgos, cuya catedral le parece no sólo una obra maestra, sino un espacio de convivencia que el pueblo siente como propio, Humboldt asiste a una representación teatral que, a su parecer, no estaría al nivel de cualquier espectáculo al uso en las tablas alemanas.
Lo que se daba era bajo y populachero, aunque no resultaba tan aburrido como normalmente lo es en Francia. Intervino un funambulista, después se dio una especie de sainete, después una «tonadille», que cantó sólo una mujer, después una pantomima, un ballet y finalmente ombres chinoises.
La representación que comenta se podría inscribir en la tradición de nuestro teatro clásico, con todas sus partes concomitantes (loa, mojiganga, etc.). Bien es cierto que el teatro, desde la llegada de los Borbones a España, que protegieron a artistas extranjeros sin cuidar la creatividad nacional, había decaído. En una ciudad de provincias como Burgos, sin la tradición dramática madrileña, las compañías de comedias podían orientarse a lo popular. En todo caso, también las siguientes funciones a las que asiste en la Corte merecen su desaprobación.
Por lo demás, casi todos ven el carácter árabe de nuestro modo de ser: «Südspanien lehrt mich, dass spanische Kutur, arabische Kultur ist, die zertrümmert wurde von Katholizismus» (1996: 221), afirma el converso (al protestatismo) Klemperer. En el Salon Royal de Granada asiste a una representación cuyo contenido le merece la más absoluta descalificación. «Es ist inhaltliche Primitivität mit kunstvoller ganz uneuropäischer, ganz arabisch synagogaler Ausführung» (1996: 221).
La tauromaquia ha logrado más elogios que condenas, siendo aquéllos más entusiastas que éstas aniquiladoras, tal y como lo demuestra el estudio de Brüggemann al respecto. A la hora de presentar un testimonio favorable no se sabría cuál escoger. Los elogios de Maximiliano de Austria son posiblemente los más encendidos:
¡Qué sentido de fortaleza, qué magnifico desarrollo de fuerza y de habilidad se manifiesta en esta fiesta nacional! Amo la fiesta, durante la cual se muestra la naturaleza originaria del hombre en toda su verdad, más que en las diversiones afeminadas e inmorales de nuestros países, hundidos en el lodo del consumo (1999: 99).
Meier-Graefe asiste en Madrid a su bautismo taurino un 19 de abril y tanto la vistosidad del alegre gentío que se dirige a Las Ventas como el coso taurino mismo le parecen encomiables: «Ein Volksfest, an dem sich wircklich alle Welt mit demselben Impuls beteiligt, ist an sich schon eine schöne Sache. Der Zirkus, trotz des nüchternen Backsteinbaus, imposant». Pero el rito propiamente dicho le parece la negación de la deportividad, aunque percibe en él una cierta comicidad. Tampoco la «hora de la verdad» le desagrada, aunque su juicio de esteta cae de manera categórica sobre la fiesta: «Manet wusste, warum er den Mann allein malte».[9] Llegado a Sevilla, manda a las damas que le acompañan a los toros. El informe que le rinden es el siguiente: «¡Quelle boucherie!».
Acerca de nuestro folklore los testimonios son más bien favorables, pues existía ya una tradición de visión complaciente. Gautier, que viaja en 1840 a España, lamenta que el fandango, la jota y el bolero fueran perdiendo terreno ante las danzas de sociedad como el rigodón o el vals, y por su parte, el veneciano Casanova, de lejano origen español, había sabido conectar con la alegría vital de nuestros bailes. De estancia en Madrid, en los Caños del Peral, había asistido a un baile en el que el conde de Aranda había permitido el fandango, ritmo éste que le provocó, ¿cómo no?, un cierto paroxismo erótico.[10]
Por el contrario, Humboldt, a raíz de su visita a un antro flamenco en Málaga y luchando entre la admiración y la repulsa, hace un largo informe del que entresacamos algunos pasajes y al que añade un juicio que no tiene desperdicio. La situación no dejó de tener cierto suspense, ya que su mujer, que había llegado a España en estado de gestación, tuvo que vestirse de hombre para entrar en aquel lugar:
Entre todas estas danzas la más característica y la que más agradable resulta es el fandango, baile de una gran rapidez, con giros diversos que alejan y acercan. En una palabra, es una danza con carácter, de naturaleza y esencia lasciva, aunque no tiene movimientos excesivamente procaces (...). No se trata de una sencilla explosión de alegría, sino, a juzgar por su naturaleza, de danzas muy pasionales y afectadas (...). Hay que reconocer que no es ni noble ni graciosa; es sólo una danza que sólo se puede dejar bailar a esclavos y esclavas para provocar excitación (Humboldt, 1998: 196).
Huelga decir que los compositores alemanes no se han excedido a la hora de rendir tributo a nuestro folklore y a nuestra música, como hicieron los franceses (Massenet, Chabrier, Ravel o Debussy) o los rusos (Glinka, Balakiref y Rimski), que importaron a sus respectivos países la nostalgia de Iberia en fandangos, jotas o boleros que traducían y sintetizaban en esas formas toda una realidad deseada y añorada. Ninguno de los grandes músicos alemanes pasó por nuestras tierras y de ahí que, a pesar del fandango de Le nozze di Figaro, nuestros ritmos no hayan tenido eco en la caja de resonancia de la música alemana. Bien es verdad que con frecuencia basaron sus composiciones en textos españoles. Ni Schubert en su Los amigos de Salamanca,[11] ni Schumann en sus lieder «españoles», ni Wolf en su Comendador, ni Albert en su Tiefland se atrevieron a imitar los ritmos hispanos. Sí lo hizo, ocasionalmente, la musa ligera, es decir, la opereta, con Johann Strauss en sus «cachuchas», o N. Dostal en su Clivia o Lehar en su Frasquita.
Juicio, recepción y contraste
Si tuviéramos que reducir a un común denominador todo este abanico de impresiones «españolas» que los viajeros alemanes han fijado por escrito, nos veríamos obligados a proponer, primero, el predominio de la negatividad y, después, el carácter contradictorio. Lo primero queda demostrado en lo arriba expuesto. De lo segundo, sólo un ejemplo: si la vida nocturna de Madrid le parece a Johann Klein inexistente (esto en una época en la que en el Teatro Apolo se hacía hasta una cuarta representación a la una de la noche), Nordau dedicaba un capítulo en su relato a «las noches de Madrid», en el que consideraba la capital del reino como la más crapulosa ciudad europea del momento o, al menos, la más insomne:
Las tertulias, como aquí se llama en los círculos más elevados a las reuniones sin objeto determinado, se celebran por lo regular entre la media noche y el alba. El tiempo que en otras partes se consagra al mitológico Morfeo, se emplea en Madrid en amigable conversación (...). Pero, ¿cuándo duermen los madrileños? ¿O es que no duermen nunca? En todo caso no duermen por la noche (Nordau, s. f.: 126).
¿Qué influencia tuvo esa odepórica alemana en la imagen que de nuestro país se hacía el alemán medio? Más bien escasa. Verdad es que Herder, a la hora de documentarse para ambientar su Cid, pidió que le enviaran de la Biblioteca de Dresden el Plüer,[12] pero en la mayoría de los casos ni la reflexión que normalmente impone la redacción corregía la propia imagen preconcebida, ni lo redactado lograba la difusión nacional e internacional que tuvieron otros relatos viajeros. Muchos testimonios de la odepórica sobre tema español de franceses o italianos tuvieron una mayor difusión y eficacia que la de los propios viajeros alemanes. Quizá debido al trazo grueso que utilizaban o, incluso, a sus pretensiones literarias. Los relatos de Gautier, Andersen, Bertrand o De Amicis fueron traducidos y leídos con fruición por una Alemania que buscaba la confirmación de sus expectativas en la literatura extranjera, mientras que la propia odepórica en alemán quedaba relegada al olvido. En todo caso, el viaje español fue, en ocasiones, de cierta efectividad cultural: las estancias de Humboldt, Schack, Lenbach, Rilke, Kisch, Tucholsky o Horváth en nuestro país son ejemplo de la eficacia, modesta es verdad, del viaje español. Los estudios vascos de W. von Humboldt (Prüfung der Untersuchungen über die Urbewohner Hispaniens..., 1825), los arabistas de A. von Schack (Poesie und Kunst der Araber in Spanien und Sizilien, 1865, o su Geschichte der dramatischen Literatur und Kunst in Spanien, 1845-1846), los estudios de pinturas españolas realizados por Fr. von Lenbach o el «epistolario español» de Rilke, siendo resultados interesantes del viaje español, no pueden equipararse en productividad cultural a la que tuvo la vivencia italiana en la literatura y cultura alemanas. Son en todo caso testimonios respetables del «efecto español» en éstas.
Frente a estas actitudes mayormente hostiles del viajero alemán, producto más de la actitud turística con la que había emprendido el viaje español, el viajero nacional por Alemania se ha expresado de manera bastante laudatoria con relación a este país. S. Fajardo, plenipotenciario español en la Paz de Westfalia; Juan Valera, embajador en Viena, o los becarios o estudiantes Sanz del Río, Castillejo u Ortega son ejemplo de la admiración del viajero español por Alemania. Las cartas de Castillejo, estudiante de la Institución Libre de Enseñanza, pueden servir de tónica de esta admiración que producía en nuestros compatriotas la civilización alemana:
Yo no me canso de andar por estas calles y jardines. ¡Qué limpieza, qué orden, qué ventilación! ¡Ni un mal olor, ni una basura, ni un atropello, ni una voz destemplada! (...) La circulación se hace con una regularidad pasmosa. En cada bocacalle hay un municipal, en el centro de la calle, cuadrado y rígido, con su casco negro de acero. Aquel es el jefe a cuya más pequeña señal todo el mundo obedece (Castillejo, 1997: 147).
Solo el gastrónomo Camba, en sus orígenes anarquista despistado, se atrevió a sacar punta a sus vivencias alemanas que, en su odepórica ficticia (recuérdense las gracias y desgracias de una peseta por Europa), se convertían en caricaturas.
Como reflexión final añadiría que la calidad literaria de esa odepórica española de los alemanes no ha alcanzado la altura que consiguió la italiana o la francesa. En la mayoría de los casos se trata de diarios, de notas de viajes, de testimonios epistolares sin mayor valor literario, aunque sí documental o de cicerone al estilo de Twiss.[13] Con las lindezas que oportunamente nos dedicaban contribuyeron a la imagen diversa, asistemática y contradictoria que ha regido muchos comportamientos de los alemanes frente a España. Las singularidades de una cultura, mestiza como ninguna en Europa, que aportaba elementos tan diversos y característicos como los muleros, los aguadores, los pordioseros, los curas de misa y olla, las danzas castizas, los toreros de trapío, las majas goyescas, las garcilorquianas navajas albaceteñas o una gastronomía que hasta recientemente no ha encontrado alojo en las costumbres culinarias civilizadas (gracias a la supuesta dieta mediterránea), han sido constante objeto de extrañeza, en ocasiones, de admiración y en todo tiempo de comentarios y curiosidades. La subjetividad, la ignorancia, el culto a lo propio parecen dominar esa odepórica que escribieron gentes no carentes de ilustración personal.
¿Cabe decir que estas actitudes o estereotipos negativos, imprecisos y exagerados son específicamente alemanes? En absoluto. También los tuvieron los viajeros franceses o ingleses. En ellos están las reacciones propias del viajero genérico que, en destino, experimenta lo que podíamos llamar un «hiato diastrático», un desnivel cultural y social ante el público o las gentes que encuentra en el país de destino. En el París donde vive cuando sale para España, el elegante y aristócrata Humboldt frecuenta unos círculos sociales que en España tiene que buscar. Mientras los encuentra (en la Corte, en Sevilla, etc.), se topa con el hombre de la calle, de inferior categoría social y de distinto nivel cultural, que le produce extrañeza o incomodidad. Llegado a Burgos o a La Granja, tiene que hospedarse con las limitaciones que entonces imponía, también a los alemanes en su país, el estado deficiente de las posadas. Ese salto hacia abajo que se experimenta en el viaje produce una actitud defensiva que se traduce en un contrastivismo inexacto: el cómodo Zuhause original frente al, siempre incómodo, Unterwegs del viaje. En ningún caso una posada tendrá las comodidades de un hogar bien surtido. Con carácter de síntesis habría que decir que, si bien en la percepción alemana la cultura española consiguió una imagen entre dos luces, nuestra civilización recibió las más severas diatribas. Sin embargo, el factor diacrónico ha ido corrigiendo la óptica. Resulta extraño que las impresiones de los corresponsales extranjeros en España, recogidas recientemente en un interesante volumen (Herzog, 2006), reivindiquen el carácter «racial» de nuestras costumbres. Una corresponsal japonesa, con la sabiduría del oriental, apelaba a nuestra sensatez: «España ha cambiado mucho en los últimos años: la gente lo llama progreso, pero la España de la que me enamoré está desapareciendo. ¡Ay, España, no cambies tan deprisa!» (Herzog, 2006: 178). Quizá sea la España anclada en el pasado, tal vez en lo perenne, aquella que no busca el actual turista alemán. De ahí las críticas que le merece. Quizá España se le resiste porque hay algo más que costumbrismo. A pesar de la pérdida de identidad que la globalización implica, tal vez quede algo de aquello que el mencionado Bertrand afirmaba: «España no es sólo un paisaje de tarjeta postal, sino un amplio mundo de ideas, el suelo fructífero de una nueva configuración de la vida» (Bertrand, 1939: 5).
¿Qué valor tiene toda esta odepórica? ¿Qué función pueden tener esos relatos de viaje hoy en día, cuando los contactos entre los países se han intensificado hasta extremos insospechados hace años? La lectura y el estudio de esta odepórica son enormemente útiles, tanto para los lectores en lengua original como para los que son objeto de la misma. Los unos pueden ver reflejados en sus páginas unos hábitos de pensamiento, Denkmodelle, que perturban la percepción de la realidad o, lo que es peor, la convivencia de nuestros pueblos. Los otros, es decir, nosotros, viendo cómo nos vieron, quizá podamos conocer mejor nuestro natural, sus vicios y virtudes, para así potenciar las últimas y evitar los primeros. Hace ya casi un siglo, un viajero francés se hacía la siguiente pregunta acerca de nuestra idiosincrasia: «Individualistes à l’extreme, ardents, généreux, passionnés jusqu’à la violence, les Espagnols se débattent depuis quinze siècles au milieu de la plus horrible confusion. Qu’en sortira-t-il?» (Raimond, 1937: 5). Es una pregunta cuya respuesta puede tener sus claves en el estudio de esa odepórica que sirve de espejo de nuestro carácter. En todo caso, el estudio de la misma es una base de documentación interpretativa a la hora de explicar comportamientos mutuos.
Sirvan estas reflexiones y comentarios sobre esa actividad creadora de imágenes y símbolos, expresión de deseos y nostalgias, que, a través del recuerdo, sigue motivando nuestra existencia. Ahí están esa literatura de viajes, esa música viajera o esas vedutte a cuya lectura, estudio o disfrute quisiera animarles. Espero haber podido demostrar lo que pretendía con esta exposición: que el viaje es un modo de vivir culturalmente.
BIBLIOGRAFÍA
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[*] En las citas utilizamos versiones españolas cuando disponemos de ellas.
[1] Sterne, creador del viaje sentimental, y Stendhal acuñaron el término turismo, modalidad viajera que, convertida pronto en industria, mataría el «viaje» cultural en estado puro.
[2] Son conocidos los elencos bibliográficos al respecto: Foulsché-Delbosc (1896), Farinelli (1941) y García Mercadal (1952).
[3] Tras la lectura de todos ellos, uno tiene la impresión de que ese turismo formativo de los alemanes por España ha sido ya bastante importante a comienzos del siglo XX.
[4] Citamos, con traducción propia, según la versión alemana, de la que disponemos: Bertrand (1939: 7).
[5] Citado según Ferreiro Alemparte (1966: 401).
[6] La trascripción de la receta del gazpacho para curiosos franceses no tiene desperdicio, pero mejor aún es el juicio gastronómico que sobre él emite: «En Francia, unos perros un poco bien criados rehusarían comprometer su hocico en semejante mezcolanza».
[7] «La catedral de Segovia es un viejo edificio gótico con una alta torre cuadrada, pero no tiene nada que merezca la atención», escribía en la obra citada.
[8] Romanista como era, tuvo que venir a España a aprender nuestro idioma, que todavía desconocía.
[9] Klemperer (1996: 36). Se refiere al Toreador muerto de 1864. Manet también pintó otro cuadro titulado Corrida.
[10] «Hacia el final del baile fui arrebatado por un gran espectáculo: acompañado por la orquesta (...) comenzó una danza de parejas, las más loca e interesante que nunca he visto. Era el fandango, del cual creía tener una idea exacta, pero me había equivocado. Hasta ese momento lo había visto bailar en Italia y en Francia en la escena y los bailarines no hacían ninguno de estos gestos que por lo demás son típicos de la danza española y que la hacen fascinadora. No sabría describirla. Cada bailarín baila cara a cara con su acompañante (...) acompañando el ritmo con ciertos movimientos que no se pueden más lascivos: los del hombre indican visiblemente el acto de amor satisfecho, los de la mujer el asentimiento, el arrebato y el éxtasis de amor. Me parecía que ninguna mujer habría podido rechazar a un hombre con el que hubiera bailado el fandango (...)». Citado según Casanova/Baretti (2002: 68 y ss.).
[11] Con libretto de Johann Mayrhofers, la obra se compuso en 1817.
[12] Alemán de Altona, posesión danesa, vino como predicador de la legación danesa y escribió un relato de su estancia madrileña que contradecía las caricaturas de Mme. d’Aulnoy.
[13] El más caracterizado relato de este tipo es el de G. Wegener (1985): Herbsttage in Andalusien, Berlín.