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I. LUCES Y SOMBRAS: LA PROMISCUIDAD DE UN SIGLO

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Los ilustrados querían reconducir el secreto y lo misterioso, lo oculto y lo tenebroso al ámbito del saber susceptible de un control metódico, público y libre. En la primera fase de la Ilustración lo persiguieron primordialmente en el caso de los arcana naturae. Francis Bacon, a quien alguna leyenda considera la garganta profunda de la masonería histórica, citaba una frase del rey Salomón que lo alinea con esta Ilustración aún precoz que pretende desentrañar los enigmas en la naturaleza: «La gloria del Señor es ocultar sus obras; la del rey [se sobreentiende, del hombre como rey de la creación] investigarlas» (Bacon, 1984: 38).

En la segunda fase de la Ilustración el esfuerzo se concentró en la erradicación de los arcana imperII, en una deslegitimación del secreto en la esfera de lo político, aunque en los intersticios del despotismo, también del ilustrado, abundaban confraternidades de iniciados (Engel y Wunder, 2002: 4).

De una manera sumaria hallamos aquí concentrado el programa de exorcización del espectro del arcano. Sin embargo, es un programa en parte truncado por razones internas a la propia Ilustración, que no sólo no consigue expulsarlo, sino que le concede un salvoconducto que adoptará diversas formas.

El siglo XVIII se jacta de un progreso científico-técnico abrumador, que, a diferencia de la época de Galileo, no canta la palinodia ante la presión eclesiástica. El giro copernicano se ha asentado en el ámbito del conocimiento, y lo ha hecho con el consenso de la comunidad científica, jaleada, además, por un avance incesante en sus disciplinas estelares, la matemática y la física. El método oficia de agrimensor del terreno de la verdad, pero la facultad entronizada, la razón, no acaba de sentirse satisfecha con lo así acotado. El hombre no ve colmados sus anhelos, intereses y curiosidad únicamente con lo que le ofrece el experimento, sino que continúa rebuscando, rebasando esos límites, y lo hace empujado por una tendencia natural de la propia razón, a sabiendas de que se adentra en un mundo acaso fantasmagórico, en una fata morgana. No estamos hablando de una adulteración o perversión de la facultad reina, sino de una ilusión inevitable. La meta de hacer entrar a sus productos en el camino seguro de la ciencia no le priva de su derecho inalienable a errar, a tentar vías heterodoxas –alquímicas, cabalísticas, teúrgicas, taumatúrgicas, teosóficas, etc.–. En el currículum de la razón hay luces y sombras, mesura y desmesura. Senda bien balizada y extravío son hermanos mellizos. O dicho de otra manera, impera un concepto dinámico, dialéctico de la verdad, en el que el error es uno de sus insustituibles ingredientes. La pasión por el conocimiento ha inoculado el veneno, el dopaje del saber. La figura de Fausto −metáfora de alguien que lo quiere todo y lo quiere ya, también abrazar ipso facto, en una carrera relámpago, la sapiencia, la ciencia infusa− cabalga a lomos de esta era. Ella ha espoleado un galope desbocado en pos de un conocimiento al que no se le pueden poner bridas. La conquista de lo ignoto, la aventura de lo desconocido pero no incognoscible, está jalonada de venturas y desventuras. La ciencia aprende de la magia, la astronomía de la astrología, la química de la alquimia. La autobiografía de Goethe resulta ejemplar.4


La experiencia humana desborda los confines a los que queda circunscrita la científica. Esa experiencia se nutre, por tanto, no sólo de los experimentos realizados bajo la égida del método, sino también de aquellos aún no compulsados por el canon científico, sin las ataduras y las cortapisas de un paradigma, y hasta de los que van contra el método. Este término significa etimológicamente camino y no sólo se saca provecho siguiéndolo escrupulosamente, sino también descarriándose, desviándose por atajos y rodeos. Tales extravíos van desde laboratorios clandestinos a viajes a tierras extrañas. Es lo que a la sazón se llamó formación (Bildung), una noción crucial para las sociedades secretas y para las órdenes masónicas. Incluso dio lugar a un género literario nuevo, las novelas de formación, en algunas de las cuales, por ejemplo, en los Años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe, las sociedades secretas, en este caso la «sociedad de la Torre», juegan un papel relevante. La formación integral de la personalidad es una errancia.

Hemos constatado cómo a un tema que se plantea en un ámbito epistemológico se le van sumando capas que abarcan la existencia entera del individuo. Lo cual no es inocuo políticamente en una época en la que el paternalismo, o uno de sus alias, el despotismo ilustrado, se concibe a sí mismo como el régimen administrador de la felicidad y la verdad de los súbditos. El gobernante se erige en criterio de ambas bajo el pretexto de la minoría de edad del pueblo y de su voluntad de evitar la desdicha de sus hijos, pues el error es causa de dolor y miseria. Pero el soberano no está tanto interesado en la verdad cuanto lisa y llanamente en la imposición de su arbitrio.5

En 1781 Kant convertía en emblema de su época el «examen público y libre» de todos los objetos,6 incluso de aquellos tradicionalmente vedados por su aureola de santidad y majestad. Iglesia y Estado debían también comparecer, despojados de su ancestral inmunidad, ante el tribunal de la razón, esto es, de la publicidad, aun a costa de una criba de los misterios de la primera y los arcana imperII del segundo. ¿Cómo procede la razón para inmunizarse contra las mismas ínfulas totalitarias y omnipotentes de sus dos tradicionales oponentes, trono y altar? Para curarse de su soberbia y, en una suerte de catarsis, da rienda suelta a sus excesos y desvaríos, se faja con sus desafueros, se familiariza con sus antinomias y aprende los ardides dialécticos. La dialéctica es también una lógica, si bien de la apariencia, pero que, integrada a nuestra cartografía, nos asegura una travesía, ciertamente procelosa, a la isla de la verdad.7

El error debe ser discutido y problematizado, no reprimido o decretado como tal por la autoridad. En 1793 Fichte aboga por un concepto de verdad más aporético que dogmático, más procesual que estático:

La libre investigación de todo objeto posible de la reflexión, llevada en cualquier dirección posible y hasta el infinito, es, sin duda, un derecho del hombre. (...). Es una determinación de su razón no reconocer ningún límite absoluto, y sólo así la razón se hace razón y el hombre un ser racional, libre y autónomo. Por eso, la investigación hasta el infinito es un derecho inalienable del hombre (GA I/1: 182-183, 233-235).

Entre la verdad y el error no existe una relación de oposición, sino de interdependencia. Los errores, las contradicciones, los titubeos, son rellanos en la ascensión a la verdad, los traspiés inevitables en la ruta que desemboca en una razón soberana. En este trasiego entre verdad y error (Fichte, 2002: 91) el talento social más preciado es la capacidad de recibir y de comunicar. Esta idea de un foro de comunicación libre de coacciones será rentabilizada por las sociedades secretas. Fichte denuncia la capciosa estratagema del gobernante de querer limitar la divulgación del pensamiento prohibiendo el error:

Aun cuando me es lícito difundir la verdad, no así el error. Para vosotros, que así habláis, ¿qué puede significar verdad y qué error? Sin duda, no lo que nosotros entendemos por tales; de lo contrario, habríais comprendido que vuestra restricción anula completamente lo que nos permitisteis, que nos quitáis con la mano izquierda lo que nos disteis con la derecha, que es absolutamente imposible comunicar la verdad si no está permitido a su vez difundir errores (Fichte, 1986: 23).8

No atreverse a usar el propio entendimiento, incluso a abusar de él, pues el cobarde desuso es peor que el temerario abuso, es una falta imputable a nosotros mismos y, por tanto, autoculpable.

La libertad de pensar ha de tener su correlato en el plano práctico –esto es, en el moral y político−, no debe ceñirse al mundo de las ideas, sino que ha de reflejarse en acciones; en suma, debe complementarse con la libertad de obrar. Ahí radica la sutil pero decisiva diferencia entre la época de la Ilustración (o de Federico) y la época ilustrada. Y de nuevo el arcano acaba convirtiéndose en el refugio, al igual que lo fue de las ideas proscritas, díscolas o extravagantes, de esas obras no permitidas en la res publica. Las órdenes secretas promocionaron una cosmovisión distinta a la imperante. Ya en los tiempos del Antiguo Régimen, en estos talleres fueron ensayados novedosos procedimientos de comunicación, de reclutamiento y de vigilancia, y en ellos encontraron los ninguneados su cantera y a veces incluso su cobertura legal. Es relevante percatarse de un cierto contagio entre dos niveles: el afán de saber no queda saciado por el conocimiento acreditado científicamente y por eso está tentado irremediablemente a sobrepasarlo, al igual que la realidad política no colma lo imaginado, y lo utópico tiende irrefragablemente a proyectarse sobre el statu quo y a subvertirlo. Hay un venerable modelo de la utopía. Se describe un lugar que no existe y de este modo puede ser criticado el presente y esbozado el futuro. Lo negativo es puesto de manifiesto y a la par surge una imagen ideal que hace resplandecer todo lo positivo. El horizonte del allá y del mañana se opone a las insuficiencias en el aquí y ahora. Todas las utopías de la historia se atienen a tal horma. En suma, la Ilustración consecuente forja un estilo de pensar y de obrar alternativo al vigente, y la ciudadela amurallada por la discreción es el vergel para este. Al igual que será intramuros, en laboratorios clandestinos, donde se intentará arrancarle a la naturaleza sus secretos, también será fuera de la publicidad donde se anticipará la publicidad. Es una paradoja que forma parte de la dialéctica de la Ilustración.

Según una controvertida tesis de Reinhart Koselleck, el absolutismo es la propuesta de pacificación ante las guerras civiles religiosas que asolaron cruentamente Europa, pero al precio de introducir una cierta esquizofrenia en los individuos, al exigir una tajante escisión, sin porosidad posible, entre las convicciones, íntimamente libres, y las acciones, sometidas sin fisuras al soberano. Ese resto indomeñado servirá de trampolín para una Ilustración enemistada con el poder establecido, al producirse una creciente tensión entre nuevas elites cada vez más pujantes y el anonimato político al que están condenadas. Hartas de su ostracismo, promueven la creación de foros presuntamente apolíticos para la sociedad emergente, habida cuenta de que la política es acaparada íntegramente por el Estado. Tales instituciones oficiosas, paralelas a las oficiales, se concretan en la logia y el teatro, que se blindan frente a la injerencia del poder mediante el secreto y la ficción. Se trata de formas gemelas, en la medida en que ambas coadyuvan a la configuración de la conciencia burguesa y a la mutación de la autodefensa en beligerancia con el Estado. Las funciones aglutinadora y protectora del secreto se vuelven intriga política, la defensa frente a los tentáculos de un régimen autoritario se muda en ataque a este. La moral, la escala axiológica que en ellas se forja, servirá más tarde de ariete contra el Leviatán y sus émulos déspotas. La supervivencia del arte depende de la exclusividad recíproca entre la jurisdicción teatral y la civil (el texto de Friedrich Schiller El escenario como institución moral es una buena prueba de ello):9 se escenifica la inmoralidad de la ley política a costa de la inermidad política de la ley moral. La escena se convierte en tribunal, en custodio de la moral; la poiesis en «espada y balanza», «daga y látigo» –en la dicción de Lessing y de su admirado Diderot–. El contexto histórico explicaría el parangón estructural del arte y el secreto. Lo que era lugar de cobijo y asilo pasa a ser vanguardia propulsora de la insurrección. Es lo que se ha denominado función conspiradora. En la transición a la Revolución francesa, la filosofía de la historia es la ejecución del plan urdido por la moral, oculta en las logias, los escenarios y los clubes jacobinos, y presta al asalto triunfal del Estado absolutista. Es la culminación de la crítica en la crisis, de la que brotan la poesía como un arma cargada de futuro y el secreto como un bumerán. De este modo se vinculan fraudulentamente el programa ilustrado y el jacobino, y el terror pasa a ser el vehículo de la emancipación y la guillotina el símbolo de la liberación, fraguándose la leyenda negra de la masonería como fuerza confabuladora.10 Para Koselleck, el ilustrado Lessing, dramaturgo e iniciado en la logia hamburguesa Las tres Rosas en 1771, fungía ejemplarmente de atizador de la revolución.11 Este veredicto es el corolario de una lectura sesgada de sus Diálogos para francmasones (1777-1780).

Masonería e Ilustración

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