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IV. EL ROMANTICISMO: LOS CASOS DE HERDER Y FRIEDRICH SCHLEGEL

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Aunque con frecuencia se le ha imputado a Fichte un cierto mecenazgo intelectual en la génesis de la concepción genial o cultural de la nación, lo cierto es que tanto el término cultura como el de nación responden a una lógica muy diversa a la que auspició el Romanticismo, que creyó ver en los Discursos a la nación alemana (1808) un vergel para la autoafirmación patriótica y pangermanista. La nación, para esta versión irredentista, se erige sobre una diferencia natural absoluta y constituye un valor que es menester preservar a cualquier precio contra todo lo que pudiese desnaturalizarla. Las fronteras étnicas o lingüísticas son reivindicadas como algo sin lo cual el organismo nacional no puede desarrollarse enteramente. La guerra entonces forma parte de las normales relaciones vitales entre organismos bien como un mecanismo de defensa ante la amenaza exterior, bien como una misión cultural que sirve de legitimación de pretensiones territoriales. La nación, la madre patria, está acuñada afectivamente en nuestro ser incluso antes de que razonemos y elijamos.

El reverso del modelo romántico es el ilustrado o revolucionario. La identidad se gana merced a la unión libre de voluntades, al compromiso adquirido mediante un contrato social. Se desmarca de los criterios étnicos y lingüísticos, y los lindes de sus dominios dependen de los límites de la aplicación de unos principios públicos y de la adhesión racional al contrato social que los rubrica. La nación no es la comunidad de raza e idioma, sino la patria de los derechos del hombre.

El hombre unidimensional y el hombre masa constituyen una patología de nuestra civilización, pero también el internacionalista «indolente y frío» y el patriotero. En la confraternidad masónica, Fichte confía en que intimen el «amor a la patria y el sentimiento cosmopolita», pues en el diálogo entre los hermanos prima una pregunta retórica: «¿Puede de algún modo propiciarse alguna mejora en el todo, si esta mejora no comienza a manifestarse en cualquiera de sus partes singulares?» (GA I/8: 450).

Los Diálogos para francmasones de Lessing son un palimpsesto. La filosofía de la masonería de Fichte no los pierde de vista, habida cuenta de que fue un ídolo desde su juventud (GA III/1: 134), y su devoción no menguó con los años. Cuanto más acosado se sintió durante la disputa del ateísmo, que le costó la cátedra en la Universidad de Jena, más invocaba al bibliotecario de Wolfenbüttel (GA I/6: 33-35). No mencionamos, al glosar los Diálogos, una anécdota muy elocuente a propósito del potencial provocador y subversivo de estos. Su autor se los dedicó a su patrón y soberano en Braunschweig, el duque Fernando, quien inicialmente se sintió halagado por la deferencia del insigne polígrafo. Mas cuando la cohorte de consejeros áulicos se zambulleron en su lectura, descubrieron que la aparente lisonja era un ariete emponzoñado contra el paternalismo principesco y la política en general, amén de una admonición a las logias existentes –el propio monarca era masón−, de las que, profundamente decepcionado, se distanció el escritor. El tono del soberano varió entonces y en términos contundentes se dirigió de nuevo a Lessing para amonestarle por haber osado dedicarle algo que no había sido previamente supervisado por la corte.28 Si la presencia de Lessing en Fichte es indirecta, otros dos reputados autores estamparon en ese texto originario sendas versiones, en ambos casos revisiones radicales, de los Diálogos, que anuncian el ocaso de la Ilustración y su reemplazo por el Romanticismo, enarbolado aún tibiamente por J. G. Herder y rabiosamente por Friedrich Schlegel.

En el Aviso con el que concluye su obra, Lessing anuncia «un sexto diálogo» (D: 635) que no ha sido encontrado en la obra póstuma. Los dos autores aludidos propusieron su particular sexto diálogo, que supone una alteración e incluso malversación de las ideas del original. El Romanticismo, al menos prima facie, parece rimar mejor con el arcano que la Ilustración y el Idealismo, en la medida en que confiere a lo ordinario un aura de misterio, a lo conocido la dignidad de lo ignoto, a lo finito una apariencia infinita. Mediante el desbocamiento de la imaginación reinventa un mundo espiritual que busca su inspiración en el Medievo.

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