Читать книгу El economista callejero - Axel Kaiser - Страница 10
ОглавлениеLECCIÓN 2
Solo se puede vivir del trabajo propio o del ajeno
Luego de la lección uno, un economista callejero entiende que nuestra mera existencia implica un esfuerzo productivo, pues sin él no podríamos siquiera comer. Ahora bien, es fundamental dejar claro que básicamente hay dos formas de conseguir los recursos que necesitamos. La primera depende del esfuerzo propio y la segunda del esfuerzo ajeno. No existe otra alternativa. O nos «financiamos» con nuestro trabajo o lo hacemos a costas del trabajo de otros; tal como ocurre con los niños, que viven a cargo de sus padres precisamente porque no pueden mantenerse, o con los enfermos que viven del esfuerzo de sus familiares, amigos u otros. Sin embargo, existen adultos totalmente capacitados que también viven −o pretenden hacerlo− del esfuerzo ajeno. Y aquí, nuevamente, aparecen solo dos opciones: o consiguen los recursos apelando a la caridad y a la buena voluntad de los otros, o los consiguen por la fuerza, a través de la confiscación coactiva. Un economista callejero sabe que no existen otras alternativas para quienes aspiran a obtener recursos de terceros.
Por su parte, la confiscación coactiva puede darse en forma de robo directo o bien de expropiación de la propiedad a través de un grupo organizado que lo ejecute, como sería el Estado. Y aunque para ciertos filósofos libertarios esto también sería equivalente al robo, no es de nuestro interés entrar en la discusión ética de este proceso, sino simplemente constatar una realidad económica irrefutable.
Resumiendo lo ya dicho, el principio básico de la economía consiste en que se necesitan recursos para subsistir. Estos recursos deben ser producidos mediante el trabajo y la innovación, pues no están dados libremente en la naturaleza. La producción de ellos la pueden hacer quienes consumen los recursos −solos o colaborando con otros− o terceras personas. Si obtenemos los recursos de terceras personas podemos hacerlo a título de donación, o quitándolos por la fuerza.
Quien conoce estos simples principios, entiende más de economía que una gran parte de la clase política e intelectual que suele actuar como si existiera una alternativa mágica para obtener recursos que satisfagan necesidades y deseos ilimitados. Esa alternativa mágica sería el Estado. Suele afirmarse que «el Estado» debe proveer, de manera gratuita, salud, educación, vivienda y muchos de los llamados «derechos sociales». Aunque empatice con esa posición, un buen economista callejero evidencia inmediatamente la falacia económica que hay en ella: el Estado no es un dios que pueda proveer recursos creándolos de la nada. Si queremos salud, educación y vivienda gratis y para todos, alguien debe trabajar para crearlos o producirlos ya que todos dependen de la creación de bienes o servicios económicos, escasos y demandados. Ahora bien, como el Estado no es un ente mágico que produce riqueza y está formado por seres humanos, debe entonces cobrar impuestos para obtener dichos recursos. En otras palabras, dado que los políticos y funcionarios estatales no producen recursos (solo los administran y consumen), estos deben extraer dichos recursos de la ciudadanía para poder repartirlos. Al mismo tiempo, estos funcionarios administrativos y políticos, viven gracias a la riqueza que le sacan a quienes producen, pues de ahí se pagan sus sueldos.
Nada de esto significa que el Estado sea innecesario o carezca de razón para existir, sino solo que la realidad económica demuestra que él no puede entregar nada, sin que antes lo haya confiscado por la fuerza; y que el Estado solo puede subsistir debido a la confiscación de lo producido por otros. De este modo, la salud, la educación, la pensión, o cualquier otro beneficio que alguien reciba del Estado, en realidad lo está recibiendo con cargo al trabajo de otros, que producen los recursos y a quienes el Estado −conformado por políticos y funcionarios administrativos− se los quitan (a través de impuestos) para ser transferidos. Por eso se dice que el Estado «redistribuye» riqueza y no que la crea. De lo contrario este le podría pagar impuestos a los ciudadanos y no al revés. Todo lo anterior quiere decir −y es fundamental insistir en ello− que el Estado jamás es quien financia a los ciudadanos, pues cuando da algo necesariamente se lo ha confiscado previamente a otro. A su vez esto implica que, cuando se afirma que existe un «derecho» a que el Estado provea, por ejemplo, educación, lo que se está diciendo −en la realidad económica− es que se tiene el derecho a que otro trabaje para quien recibe educación o cualquier otro derecho (pues le confiscan parte de su ingreso para cumplir con el derecho de un tercero). Y aunque esta realidad confiscatoria no sea consciente en quienes reclaman derechos, es eso lo que exigen con los llamados derechos «sociales». Ahora bien, puede haber muy buenas razones para que el Estado provea educación «gratuita» a quien no la puede pagar, pero ese no es el punto que aquí se discute. Lo que un buen economista callejero debe entender es: primero que los «derechos sociales» (como la educación) son un bien o un servicio económico y que como tal, deben ser producidos por alguien utilizando recursos. Segundo que, por lo tanto, nunca son «gratis»; y tercero que si el Estado los otorga −recursos− de manera gratuita a un grupo de personas, puede hacerlo porque primero debió quitárselos de manera forzada −impuestos− a algunos para entregárselos a otros. En consecuencia, afirmar que se tiene un «derecho» a algo gratis por parte del Estado, equivale a afirmar que se tiene un «derecho» sobre los frutos del trabajo de otros, porque lo que se reclama es una transferencia de recursos que realiza el Estado coactivamente. Lo que se aplica a educación, se aplica de igual manera a cualquier otro bien o servicio, ya sea salud, vivienda o pensión, pues todos ellos requieren de recursos escasos para su satisfacción.
En esta segunda lección, se debe agregar un elemento clave para entender la lógica económica. Si vivir nos obliga a trabajar y trabajamos para vivir de la mejor manera posible, entonces es evidente que el gran incentivo para levantarnos todos los días y esforzarnos en nuestra labor será el poder incrementar los recursos que tenemos disponibles para nosotros y nuestras familias. Si fuéramos cazadores recolectores y buscáramos alimentos en los bosques estaríamos, por lo tanto, dispuestos a esforzarnos más para acumular reservas para temporadas en que la cacería o recolección ande mal. Así, nos aseguraríamos de que nuestra familia no muriera de hambre. En el mundo moderno las necesidades son, por supuesto, mucho más sofisticadas, pero el principio económico es el mismo: nos esforzamos para generar más recursos con el fin de vivir mejor, tanto nosotros como nuestras familias. Y, si nos esforzamos en trabajar más y mejor para conseguir más recursos y, al final, nos quitan una parte importante de los frutos obtenidos, entonces nuestro incentivo para producir se verá disminuido. De ahí que convendría trabajar el mínimo, ya que el resto se lo llevaría otro. Este es el riesgo que provocan los impuestos altos que nutren un gran Estado que entrega «derechos sociales» a buena parte de la población. Como esos recursos deben ser producidos por alguien, y estas personas productivas son despojadas, en mayor grado, de lo que producen, entonces decidirían dejar de producir o abandonar la comunidad que les quita gran parte de lo producido para irse a otra donde lo hagan en un grado menor. Al mismo tiempo, si cada vez existen más personas que prefieren vivir de lo que otros producen, sin requerir ningún esfuerzo, entonces el incentivo será no trabajar sino esperar a que otro trabaje para ellos. Si quien siembra trigo para sobrevivir es despojado de su grano para mantener a muchos, entonces preferirá sembrar poco o bien esperar a que otro siembre, para él también vivir del esfuerzo ajeno. Cuando esto ocurre y la redistribución se generaliza de manera desmedida, todo el sistema de creación de recursos colapsa. Entonces la gente comienza a morirse de hambre, tal como ocurrió en los regímenes de propiedad colectiva socialistas, donde no existía propiedad privada y lo producido era casi enteramente del Estado. Es cierto que países con altos niveles de tecnología y de capital, toleran una mayor redistribución de riqueza, pero incluso ellos enfrentan problemas para satisfacer la creciente demanda de recursos por parte de amplios sectores de la población, mientras quienes producen la riqueza muchas veces optan por abandonarlos.
Un buen economista callejero entiende que no se puede abusar de la redistribución, pues ella destruye la fuente de creación de recursos generando pobreza. En otras palabras, el economista callejero sabe que los impuestos deben ser moderados, de lo contrario, disminuirá la producción y se empobrecerá a la sociedad.
Ahora bien, así como un excesivo cobro de impuestos destruye los incentivos para producir porque implica que quienes producen se queden cada vez con menos y el Estado con más, este último también puede crear condiciones que faciliten la producción de riqueza. Se puede decir, sin exagerar, que la gran condición para que los seres humanos podamos concentrarnos en la creación de riqueza −y luego artística, cultural, etcétera− es que la violencia que somos capaces de ejercer se encuentre contenida. Ese es, de hecho, el principal problema de la vida en común: contener y mitigar la violencia que cualquier grupo o individuo puede ejercer sobre otro. El Estado se define como ese grupo de personas que detenta el monopolio de la violencia física considerada legítima dentro de un determinado territorio. En otras palabras, solo el Estado puede aplicar legítimamente la violencia y, en una sociedad con democracia liberal, debe hacerlo de acuerdo a reglas que protegen derechos esenciales de las personas. Los impuestos que cobra el Estado en este contexto, sirven para tener policías, tribunales de justicia, cárceles y fuerzas armadas que combatan a grupos de violentos que buscan robar la propiedad, atacar la vida o atentar contra la libertad de otros. Si el Estado cumple bien con su rol permitiendo vivir en paz y sin amenazas, entonces el pago de impuestos bajos, aun siendo una confiscación forzosa, se verá justificado. De lo contrario, quienes producen tendrían que distraer mucha energía, tiempo y recursos en combatir a quienes quieran robarles o agredirlos.
Un buen economista callejero comprende, entonces, que el principal rol del Estado es asegurar el orden público y mantener la violencia bajo control. Si no lo logra −como suele ocurrir en países subdesarrollados− el Estado se puede convertir meramente en un grupo de saqueadores cobrando impuestos que solo son una forma de explotar a quienes producen riqueza para mantener a aquellos que se han hecho del Estado.
Todo lo anterior nos lleva de regreso al punto antes discutido: cuando el Estado, que cobra impuestos y obliga a pagarlos, falla en asegurar el orden público y frenar la violencia de otros grupos, entonces se destruyen los incentivos para el trabajo, lo que finalmente empobrece a la sociedad general. Esto sucede porque nadie trabaja para que otros le roben. Del mismo modo, si el Estado como organización se convierte en el saqueador por excelencia, la sociedad podría terminar arruinada. Es importante tener presente que esto sucede incluso cuando el Estado contiene exitosamente la violencia, creando lo que se llama «estado de derecho». Si en ese contexto cobra excesivos impuestos para redistribuir, destruye, de igual modo, los incentivos para la creación de riqueza. Y es que, a fin de cuentas, mucha gente viviría a expensas de lo que producen unos pocos, en lugar de vivir de su propio esfuerzo.