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SANTA CLARA, EL VALLE QUE “DELEITA LOS CORAZONES”

En el verano de 1951, pocas semanas después de graduarse en la Universidad de Washington, Carl Clement se hallaba en Sacramento, cumpliendo un período de dos semanas como reservista del ejército. Un amigo suyo acababa de encontrar un trabajo de ingeniero en Hewlett-Packard, una compañía de instrumentos electrónicos que tenía por entonces 250 trabajadores en el condado de Santa Clara. Clement se subió a su viejo Chevrolet de 1938 y recorrió el trayecto de tres horas que le separaba de Palo Alto donde pudo concertar una entrevista con Ralph Lee, responsable del departamento de ingeniería de producción de HP. Cuando Clement explicó que acababa de terminar su licenciatura en “diseño industrial”, Lee le pregunto si no podía haber llegado a graduarse como ingeniero. A pesar de ello, le ofreció un trabajo como dibujante e hizo lo posible para proporcionarle un taburete, una mesa de dibujo y una caja de lápices. El 1 de agosto de 1951, Carl Clement se convirtió en el primer diseñador profesional en el Valle de Santa Clara, en lo que las guías turísticas todavía denominaban el valle que “deleita los corazones”.

Cada detalle de esta encantadora anécdota tiene su peso. Ralph Lee, que había pasado los años de la guerra en un laboratorio secreto de radiación del MIT antes de mudarse al oeste, compartía la idea imperante por entonces del diseño industrial. En su opinión, no dejaba de ser una variante artística del dibujo técnico y un refugio para aquellos que “no podían triunfar” en el mundo de la ingeniería electrónica. Clement, cuyos estudios se habían visto interrumpidos por tres años de guerra (en los que sirvió como técnico de radar en el Army Signal Corps), preveía un futuro que iba más allá de la armoniosa convivencia de la forma y la función que caracterizaba a los productos de consumo. Y aunque el condado de Santa Clara era ya el hogar de una creciente industria electrónica (a pesar de los incansables esfuerzos de Frederick Terman, decano de ingeniería e la Universidad de Stanford), era todavía más conocido por sus huertos de albaricoques, sus nogales y sus campos de habas.

Durante la primera década de la postguerra Hewlett-Packard suministraba instrumentos a las industrias de la radio y la televisión, por entonces en clara expansión. Clement se propuso demostrar a quienes lo acababan de contratar que el diseño podía aplicarse a los dispositivos técnicos y no sólo a los artículos de cocina y al mobiliario de oficina. Tardó casi tres años, pero finalmente recibió un encargo de diseño cuando le pidieron que recomendara mejoras en el tamaño, el color y los gráficos de los embalajes de cartón de HP. Fue un comienzo importante, aunque bien modesto.

El verdadero interés de Clement, sin embargo, estaba en los productos electrónicos y no simplemente en las cajas de cartón en las que se enviaban. En aquel momento, el catálogo de la empresa mostraba una lista de artículos que incluía osciladores, analizadores de onda y voltímetros de tubo de vacío, algunos de ellos en cajas de madera. La mayoría eran componentes manufacturados alojados en embalajes de chapa metálica con remaches. Aunque la literatura promocional aseguraba a los clientes “las características tradicionales ya conocidas”, tal cosa hacía referencia a consideraciones técnicas como “protección de sobrecarga” y “comportamiento sin problemas” que no tenían nada que ver con ningún lenguaje coherente de diseño. A medida que aprendía a resolver el trabajo rutinario, Clement empezó a dedicar horas extras a reparar las carcasas en el taller. Estos experimentos le llevaron a proponer un conjunto de conceptos nuevos destinados a mejorar el acceso a los controles y a aportar cierta consistencia a la línea de HP.

En poco tiempo, ese departamento de diseño industrial de Hewlett-Packard (formado por una sola persona) había creado embalajes y accesorios para una docena de los productos más destacados de la compañía. En comparación con los utilitarios envases de los modelos antiguos, los nuevos diseños eran reconocibles por sus cajas de aluminio redondeadas, su aspecto vertical (que reducía su presencia en el banco de trabajo), su menor peso y su mayor portabilidad. (8) Fue un primer esfuerzo bien recibido y Clement llegaría a ser conocido en la empresa como el “Raymond Loewy de HP”, una etiqueta que no le gustaba demasiado. En su opinión había un enorme abismo entre los dispensadores de Coca Cola que diseñaba Loewy y los generadores de señales y las unidades de suministro de energía klystron que ocupaban su trabajo.

El momento decisivo llegó en 1956, cuando la compañía aceptó enviarlo al MIT para que siguiera un curso de verano de dos semanas sobre “ingeniería creativa y diseño de producto” impartido por John Arnold, psicólogo de formación, pero con una segunda titulación en ingeniería mecánica. Con su actitud iconoclasta y su perseverancia, Arnold quería hacer ver al conservador departamento de ingeniería del MIT que los estudiantes no necesitaban tanta formación analítica, sino un planteamiento integral que les ayudara a superar los bloqueos mentales que amenazaban su creatividad latente. En su opinión, lo mismo podría decirse de los profesionales en activo que asistían a sus talleres. (9)

Para muchos de los 250 profesionales de la industria que formaban su audiencia aquel verano (ingenieros y gestores de empresas como General Motors, IBM, DuPont y GE) las conferencias del dibujante Al Capp, del “diseñador integral” Buckminster Fuller, o del psicólogo humanista Abraham Maslow no eran fáciles de aceptar como parte de una formación adecuada a su disciplina. (10) Sin embargo, para Carl Clement, los ingenieros definían los problemas de tal manera que ahogaban su pensamiento dentro de parámetros autoimpuestos, por lo que decidió hacer ver las cosas de otro modo a sus colegas de Hewlett-Packard. A su regreso a California, escribió: “Supongamos que nos encargan, por ejemplo, diseñar un nuevo tostador”. El punto de partida más habitual es definir el problema de una forma que ese “nuevo tostador” termine siendo el de siempre con algunos retoques estéticos.

Pero, supongamos que planteáramos el problema de otra forma bien distinta: queremos encontrar una manera de calentar, deshidratar y dorar la superficie del pan. Al expresar el problema en términos genéricos se abren nuevas posibilidades. Podemos empezar considerando los diversos tipos de energía que podrían usarse para ello: eléctrica, mecánica o química. Tal vez pudiera añadirse algunas sustancia al pan para provocar una reacción exotérmica cuando se corten las rebanadas y, de esa forma, las superficies recién expuestas se tuesten por si solas con la exposición al aire. (11)

Clement concluyó su informe con una invitación a que contactasen con él quienes pudieran estar interesados en un curso sobre ingeniería creativa en HP, pero parece que no hubo muchas respuestas. Eso no quiere decir que sus esfuerzos fueran baldíos. Al contrario, el diseño industrial en Hewlett-Packard creció de manera constante y el personal se triplicó, primero con la contratación de su compañero de clase, Tom Lauhan, de la Universidad de Washington, y más tarde con Allen Inhelder, el primero de una nueva generación de talentos de la Art Center School de Los Ángeles. Con el tiempo, los productos de la compañía comenzaron a ser reconocidos por la industria gracias a la “claridad visual de su función”, su “fácil y seguro manejo” y su “adecuada apariencia”. (12) La estética siguió siendo algo más o menos fortuito, producto de las consideraciones técnicas. Clement reconocía que a diferencia de los artículos de consumo de las industrias de electrodomésticos o del automóvil, “el aspecto moral y económico de la obsolescencia planificada (ya fuera por razones de apariencia o rendimiento) nunca fue un problema que nos concerniese”. No solo una eminencia como el voluble William Hewlett reconoció la creciente importancia del diseño, incluso en el difícil campo de los equipos electrónicos: “En muchos casos, el diseño se está volviendo tan importante como los circuitos internos del propio dispositivo”. (13)

En menos de una década, Clement había pasado de ser el único diseñador en un mar inundado de ingenieros, a supervisar una sección de diseño industrial con nueve personas que se presentaban en el trabajo todas las mañanas con camisas blancas y corbatas negras. (14) Sin embargo, era una sección solo en el nombre. Sus miembros ni siquiera se sentaban juntos, estaban desperdigados en una larga estancia dedicada a la investigación y al desarrollo, repleta de bancos de trabajo y mesas de dibujo.

Hacia 1959 la línea de productos de HP llegó a incluir hasta 373 dispositivos, empaquetados en embalajes de sesenta y cinco formas y tamaños diferentes, la mayoría fabricados tanto para una unidad de montaje de cincuenta centímetros, como para una versión de sobremesa más estrecha. A fines de ese año, como medida de ahorro, la gerencia encargó al grupo de diseño industrial que desarrollase un sistema más eficiente para el embalaje de sus artículos. Muchos de estos dispositivos se habían concebido y desarrollado de forma separada, lo que hacía difícil su utilización combinada. Los clientes se quejaban de que los cerramientos impedían el acceso al mantenimiento. Por otra parte, el implacable avance de la miniaturización había acortado su vida útil y había dejado a muchos de ellos obsoletos. Y no tenía ningún sentido, desde el punto de vista económico, la duplicación de recursos fabriles que suponía un programa concebido para dos usos.

El planteamiento tradicional habría consistido en hacer mejoras en un aparato que ya existía. En realidad, esa fue la estrategia de los ingenieros de producción de HP, que proponían recortar los biseles e instalar trampillas con bisagras para facilitar el acceso. (15) En su lugar, Clement, infludo por la filosofía de ingeniería creativa de John Arnold, animó a su grupo a definir el problema en la forma más genérica posible. En lugar de “rediseñar el osciloscopio”, el problema había de plantearse de otro modo: “encontrar la estructura más simple y compacta que pudiera satisfacer los requisitos del instrumento, del espacio que ocupa y de las personas que lo utilizan”. Desde ese punto de partida tan genérico, dio instrucciones a sus diseñadores para que afrontaran el problema utilizando toda la gama de metodologías para la solución de problemas de Arnold: brainstorming (tormenta de ideas), listado de atributos, o mediante observaciones del usuario (por torpes e imprecisas que pudieran ser). El resultado de esa actividad que duró dieciocho meses no fue solo la mejora de algo ya existente, sino la creación de un sistema modular totalmente integrado alrededor de tan solo un par de marcos de aluminio intercambiables fundidos a presión. Los ahorros en el tiempo de fabricación, el espacio para el almacenaje, los costes de envío y la funcionalidad compensaron de sobra la inversión de 250 000 dólares que había hecho la compañía; y también trajo consigo el beneficio intangible de una identidad corporativa coherente. (16)

El concepto de caja integrada System I (apilable, modular y portátil) fue presentado en marzo de 1961 en la reunión anual del Institute of Radio Engineers (el Instituto de Ingenieros de Radio), donde, en opinión del presidente de HP, David Packard, fue inmediatamente reconocido como “la contribución más impresionante al empaquetado de instrumentos electrónicos que se haya hecho”. (17) Tanto la industria de la electrónica como la profesión del diseño industrial compartieron esta favorable valoración. En el Western Electronics Show de aquel verano HP recibió un Premio a la Excelencia por su destacado diseño industrial; Alcoa lo seleccionó en 1962 para su premio anual de diseño industrial, “por su excelente diseño en aluminio”, y “la caja Clement” apareció a finales de ese año en un suplemento especial de cuatro páginas en la revista Fortune.

A pesar de la atención que se les prestaba, el número de diseñadores en HP seguía siendo escaso, y sus carreras individuales eran desproporcionadamente largas. Los incidentes que en su momento se vieron como rivalidades personales o políticas, propias de cualquier oficina, pueden considerarse como escaramuzas que formaban parte de una tensión intergeneracional que se cocía a fuego lento. Clement, con un título universitario en diseño industrial y una fuerte inclinación por la ingeniería, no aprendió nunca a dibujar, aunque sus primeros encargos vinieron de instituciones de arte cuyo plan de estudios se fundamentaba en la ejecución visual de ideas. En el Art Center, por ejemplo, los alumnos recibían cursos semestrales en muchas materias ligadas a la visualización: abocetado, dibujo, perspectiva cónica, representación gráfica, color, ilustración de productos, diseño y presentación, tipografía y construcción de maquetas. Todo ello antes de elegir sus respectivas especialidades en diseño de producto, embalajes, exposiciones o transportes. Los últimos seis meses se dedicaban a dar forma a un portfolio con sus trabajos. (18) Habitualmente eran veteranos recién licenciados, con familias jóvenes que mantener, que se tomaban muy en serio a si mismos y a su trabajo, y que llevaron consigo ese espíritu de escuela de arte que consiste en estar día y noche hasta terminar lo que se ha comenzado. Si las herramientas que necesitaban no eran las más adecuadas, se daban una vuelta por el taller y las modificaban a su gusto, o las fabricaban desde la nada. También mostraban gran pasión por los automóviles, eran muy aficionados a los muebles “modernos” y creían en la necesidad, no solo de hacer diseño, sino de vivir el diseño, aunque fuera cobrando salarios de 450 dólares mensuales.

Aunque el esfuerzo de Clement se centró en ganar la aceptación de los de arriba, incluso cuando desafiaban su autoridad desde abajo, en última instancia, se vio afectado por las tensiones con ambos extremos. En 1957, Hewlett-Packard, que había crecido de manera constante y había duplicado su tamaño en ese año, reorganizó el departamento de investigación y desarrollo en cuatro nuevas secciones de productos: osciloscopios, contadores electrónicos, microondas y generadores de señal, y equipos de audio y video. Era llamativa la ausencia de algo que pudiera acercarse remotamente a un “departamento de diseño industrial”, y quedaba cada vez más claro que no sería más que un servicio auxiliar. Clement no era más que un soldado en esa estructura en la que perdía el control de los recién llegados; la ausencia de perspectivas para alcanzar un puesto en la dirección de compañía le llevó a anunciar su renuncia que sería efectiva a partir del primer día de enero de 1964. David Packard lo felicitó por un trabajo que mostraba “imaginación e innovación” sin dejar de ser “práctico y efectivo”, le agradeció los servicios prestados y se despidió de él. (19)

Carl Clement estaba destinado a tener un papel más relevante en el diseño de Silicon Valley pero el efecto inmediato de su partida de Hewlett-Packard fue la transición a un estilo de gestión que reflejara con mayor acierto las demandas de los propios productos. Algunos de los diseñadores más jóvenes de HP (que creían que la única alternativa era integrarse con los ingenieros), ya habían desertado de un régimen que consideraban demasiado autárquico y autocrático: Andi Aré se trasladó a la sección de osciloscopios; Jerry Priestly lo hizo al departamento de ordenadores; Allen Inhelder presionó todo lo que pudo para ser transferido a la nueva división de microondas, a pesar de la contundente advertencia de V.P. Bruce Wholey: “si irritas a mis ingenieros, te irás de aquí”. (20)

Para ganar credibilidad entre los técnicos, los diseñadores tuvieron que demostrar que su trabajo era capaz de agregar un valor mensurable, no solo a la apariencia de los productos, sino también a su funcionamiento. Allen Inhelder, que acababa de integrarse en la sección de microondas, la más grande y rentable de HP, se esforzó en hacerlo con el máximo cuidado. Antes de regresar a California, Inhelder había pasado dos años diseñando interiores de automóviles en Ford, donde profundizó en la importancia de los factores humanos, conocimiento que sumó a las habilidades formales que le habían enseñado en el Art Center: de los ingenieros de automóviles aprendió que una llave de encendido que sobresalga en exceso puede provocar una lesión en la rodilla, incluso en una colisión menor; y de su Biblia, la Guía de Ingeniería Humana de Woodson y Conover, supo que debía evitar “idiosincrasias estilísticas” y la distracción que provocan todos aquellos “conceptos artísticos” que destruyen las buenas prácticas de la ingeniería humana. (21)

Los ingenieros mecánicos de la sección de microondas eran favorables a este nuevo planteamiento “centrado en el ser humano” que prometía ir más allá del diseño de la apariencia y asentaba sus productos en rigurosos datos ergonómicos. Los ingenieros electrónicos (que siempre formaron la élite de la organización Hewlett-Packard) no veían, sin embargo, ninguna relevancia en esta nueva preocupación por la psicología y la fisiología, por lo que mostraron un total desinterés. Con su iniciativa estratégica Inhelder quería demostrarles que un buen diseño de producto significaba algo más que proteger del polvo y del deterioro su valiosa electrónica.

Para respaldar su argumento, Inhelder seleccionó un generador de señal VHF, en concreto el modelo 608 que debía su éxito a la fiabilidad técnica más que a la facilidad de manejo. Mediante una muestra de diapositivas con una representación del panel de control del modelo 608, explicó en una reunión con ingenieros qué casi todos los aspectos de la interfaz de 1954 eran arbitrarios, inconsistentes y carentes de lógica. Como los diseñadores habían sido llamados cuando ya estaba decidida la configuración básica, no pudieron hacer mucho más que empaquetar el aparato en una caja de chapa con agujeros que permitiera acomodar los controles. Si hubieran participado en el desarrollo del producto desde el inicio, el proceso habría sido más razonable. Comenzarían con un “análisis de funciones” que aclarase la relación entre las uniones constitutivas del instrumento; más tarde, agruparían los controles de frecuencia, modulación y atenuación en particiones formalmente lógicas y secuenciadas, cada una con su propia línea claramente delimitada; y por último, concretarían detalles como el etiquetado, el color, la colocación de las pantallas y la selección de tipos de mando. El resultado sería un instrumento cuyo panel frontal tendría, en consecuencia, un esquema visual de la electrónica que contuviera en el interior. (22) Los ingenieros electrónicos quedaron encantados y, al final de la presentación, la sección de microondas estaba lista para dar la bienvenida a su primer diseñador industrial.

El papel de Inhelder en su departamento terminó de golpe un día en noviembre de 1964, cuando Ralph Lee entró en su oficina, le ordenó que recogiera sus pertenencias y lo ascendió a gerente de diseño industrial corporativo. En su nuevo puesto de dirección, Inhelder supervisó un departamento de nueve personas y otras seis que permanecían vinculadas a diversas áreas. Que su nueva oficina estuviera a poca distancia del despacho del irascible David Packard era un signo del estatus que el diseño había logrado dentro de la compañía. Solo unos años antes Packard había echado un vistazo a las ilustraciones con aerógrafo que Inhelder llevaba en su portfolio del Art Center y había comentado: “todo esto es muy bonito, pero aquí no lo necesitamos”. (23)

Esta nueva sección corporativa sacó adelante cerca de cincuenta proyectos de diseño anuales durante los veintiocho años que Inhelder tuvo como misión preservar un lenguaje de diseño coherente en todas las áreas y categorías de productos de HP. Lo esencial de su trabajo era la idea de que no diseñaban productos individuales sino componentes de un sistema integrado, abierto y escalable. A veces esto limitaba su trabajo a hacer que fueran compatibles un plotter, una calculadora y el escritorio de aluminio extruido en el que ambos se colocaban. En el extremo opuesto, le correspondió rehacer un programa de identidad corporativa mal concebido que la compañía había encargado a Walter Landor Associates, una destacada firma de San Francisco con escasa experiencia en la realidad tecnológica de Silicon Valley. (24)



Figura 1.1

Antes y después: análisis del enlace de control y de las funciones relacionadas. Fuente: colección de Allen Inhelder.

El personal de diseño industrial abordó su trabajo con precisión, rigor y profundidad. Ningún detalle era demasiado pequeño como para no prestarle atención; quitar un tornillo innecesario de un embalaje se convirtió en motivo de orgullo profesional, cuando no en un imperativo moral. A principios de 1964, Inhelder inició un estudio de dos años que justificó explicando la importancia de los detalles aparentemente insignificantes que se derivan del contacto físico entre un complejo dispositivo electrónico y su operador humano. Un comentario de William Hewlett al volver de una convención del Institute of Electrical & Electronics Engineers (“¿Por qué nos resulta tan difícil combinar dos tonos de gris?”), los llevó a poner en marcha un programa de investigación de un mes que incluía la ciencia y la tecnología de color, con la participación de consultores muy bien remunerados. Del mismo modo que un espectrofotómetro reemplazaba las partículas de pintura, y la soldadura ultrasónica hacía lo mismo con el pegamento, trabajaban como si estuvieran inventando el diseño de instrumentos en el invernadero de alta tecnología en que se había convertido aquella región. Algo que, por otro lado, no dejaba de ser cierto.

Lo esencial del Silicon Valley de entonces, y que aún perdura, es el ritmo del desarrollo de los productos en un entorno tecnológico sometido a un rápido cambio. Los circuitos complejos requerían una mayor accesibilidad; era necesario mitigar la interferencia eléctrica ya que la frecuencia de las señales digitales se aproximaba al nanosegundo, y la miniaturización de componentes electrónicos (en estricta coherencia a la Ley de Moore) seguía aumentando sin descanso. El diseño quedó en un segundo plano en Hewlett-Packard, y nunca hubo dudas de que la tecnología seguía siendo el motor fundamental de la compañía, pero esto se vio más como un desafío que como un impedimento. En opinión de Inhelder, “el enfoque esencial [en el System II] iba a ser ‘de dentro hacia afuera’, de manera que todas las necesidades de servicio, fabricación, electricidad, mecánica y térmica serían prioritarias, y después de ellas se consideraría la estética”. (25)

Hubo una pequeña excepción a este papel del diseño industrial impulsado por la tecnología, lo suficientemente pequeña para caber en el bolsillo de la camisa de un ingeniero de HP, y que señalaría un cambio de mayor alcance. En 1970, el presidente ejecutivo Bill Hewlett autorizó personalmente un presupuesto de un millón de dólares para desarrollar el dispositivo en miniatura que sucedería a la exitosa calculadora científica de la serie 9100 lanzada cuatro años antes. En ese momento, el catálogo de HP contaba con unos 1600 productos, ninguno de los cuales vendía más de diez unidades al día. A los seis meses de su lanzamiento, en enero de 1972, la nueva HP-35 llegó a vender 1000 unidades diarias y, un año después, representaba un asombroso 41 % de las ganancias totales de la compañía. Mientras los estudiantes las compraban en las librerías de la universidad, los contables lo hacían en Macy’s. A pesar de sus prejuicios, Hewlett-Packard se aventuró a llegar hasta la frontera que separaba a la ingeniería del diseño de bienes de consumo. (26)

A pesar de toda su popularidad, la calculadora científica HP-35 de treinta y cinco teclas seguía siendo un dispositivo ante todo técnico, y lo serían también los tres modelos que la sucedieran. William Hewlett lo veía como un artefacto para “ese ingeniero del futuro que esta a punto de llegar”. Con su precio de 395 dólares parecía un sustituto de la ubicua regla de cálculo, aunque no era un dispositivo práctico en el ámbito doméstico (y menos aún representaba un estilo de vida). Sin embargo, fue el primer producto tecnológico que quiso ir más allá de la comunidad de los ingenieros para buscar un público más amplio. El éxito sin precedentes de la HP-35 tendría importantes implicaciones, no solo para Hewlett-Packard, sino también para Silicon Valley y, en última instancia, para la profesión de diseño en general.

Los diseñadores de la HP-35 tuvieron que apartarse de la ortodoxia “de dentro hacia fuera” que caracterizaba a la compañía, para cumplir con las condiciones impuestas por Hewlett. El requisito del tamaño implicaba que (en contra de la práctica corporativa de HP) la forma se ponía por delante de la función en el desarrollo de un nuevo producto. Edward J. Liljenwall, el graduado del Art Center al que se le asignó la responsabilidad del diseño de la calculadora, lo expresaba de esta manera:

El diseño de la HP-35 fue inusual no solo para Hewlett-Packard, sino también para la industria electrónica en su conjunto. Por lo general, los componentes mecánicos de un producto se determinaban antes de diseñar su forma exterior. En cambio, con la HP-35 sucedió lo contrario. (27)

El briefing del diseño, en otras palabras, no incluía criterios técnicos para permitir al usuario ejecutar funciones utilizando un algoritmo de pseudomultiplicación expresado en notación polaca inversa. Se definía, más bien, por el criterio físico de construir “una calculadora científica de bolsillo con cuatro horas de autonomía gracias a unas baterías recargables a un precio que pudieran pagar no solo cualquier laboratorio, sino también muchos particulares”. (28) Por primera vez, el diseñador no apareció en el momento de empaquetar los componentes electrónicos. Fueron los ingenieros, más bien, quienes tuvieron la humilde tarea de crear un producto que pudiera acomodarse en un chasis de 250 gramos de peso y unas dimensiones de poco más de 8 centímetros de ancho por 15 de largo. Sería demasiado afirmar que con la HP-35 el diseñador ocupó el asiento del conductor, pero tampoco sería exacto decir que era un pasajero de tercera clase relegado a la parte trasera del autobús.

El equipo de diseño responsable del HP-35 tuvo que superar obstáculos técnicos, pero también otros derivados de los distintos intereses de la compañía. Liljenwall había fabricado tres prototipos en cartón y en masilla de carrocería que, con un buen trabajo de pintura, eran suficientes para vender a Hewlett la viabilidad de un dispositivo de bolsillo. Sin embargo, había escépticos (bien situados en los niveles de decisión) que insistían en la necesidad de respetar el espaciado de las teclas estándar de dos centímetros que solo un dispositivo del tamaño de un libro podría cumplir (poner la funda por delante de la almohada, por decirlo de otro modo). Los diseñadores respondieron con un análisis metódico de los condicionantes ergónomicos, en el que mancharon las puntas de los dedos de maquinistas, recepcionistas que se cuidaban las uñas y ejecutivos que se las mordían, y los observaron mientras presionaban varias combinaciones de teclado. Una vez que tabularon esos datos y defendieron su propuesta, Liljenwall pudo centrarse en construir una docena de modelos en yeso de un aspecto más detallado.

La base de la calculadora tenía forma de cuña para poder llevarla en el bolsillo de una camisa (obviamente masculina), una de las directrices principales de Hewlett. Cuando el dispositivo reposaba en la mesa, su forma cónica ocultaba esa base en la sombra, creando la ilusión de una calculadora aún más pequeña y delgada de lo que era en realidad. Para colocar las 35 teclas en un panel superior que medía poco más de 6 x 12 centímetros, Liljenwall dejó de lado el teclado convencional y desarrolló una nueva combinación basada en la ubicación, el color y la nomenclatura. La investigación que le llevó a imprimir símbolos y números en tres superficies, incluso con materiales distintos, no tuvo precedentes en el diseño de la electrónica y representó un nuevo estándar en la profesionalización de esta actividad. Y dado que un producto portátil se ve siempre desde todos los lados, el diseñador no permitió que quedaran expuestos a la vista ni tornillos ni soportes, y eligió también la textura de la caja tanto por la apariencia como por la necesidad de crear una superficie antideslizante. Sorprendentemente, dada la época y el lugar, muchos de estos problemas relacionados con la “ingeniería humana” se abordaron incluso antes de establecer los parámetros del diseño de los componentes electrónicos.


Figura 1.2

Darrell A. Lauer, diseño industrial corporativo: estudio en color de la calculadora científica modelo 35. Fuente: Hewlett-Packard Corporate Archives.

Si alterar el clásico dogma de que “la forma sigue a la función” fue la primera gran contribución a esa particular cultura del diseño, la segunda fue el éxito de la HP-35 en el mercado. Chung C. Tung, miembro del equipo de desarrollo creía que la calculadora sería usada por “un piloto que hace una corrección del vuelo, un topógrafo que trabaja en el campo, un hombre de negocios que calcula el retorno de la inversión durante una conferencia, o por un médico que valora los datos de los pacientes”. (29) Aunque estos ejemplos correspondían aún a prácticas profesionales, suponían ya un cambio significativo con relación a los tradicionales usuarios de HP. Era inevitable que las siguientes generaciones de calculadoras de bolsillo fueran utilizadas por quienes esperaban en la cola de la caja de una tienda de comestibles o por aficionados que comparaban las estadísticas de sus equipos favoritos. La HP-35 representó el primer ejemplo de una tecnología especializada que abandonó el laboratorio de I+D para hacerse un hueco en un mercado más amplio. (30)

Sin embargo, las compañías de tecnología orientadas a la investigación evitaron la tentadora llamada de lo que un periodista en Silicon Valley, Michael S. Malone, denominaba “el canto de sirena del negocio del consumo”. La incursión de Intel en el mercado de los relojes de pulsera resultó un absoluto fracaso que la compañía reconoció de inmediato: “Entramos en ese negocio porque lo vimos como un problema técnico y creíamos saber cómo resolverlo”, decía Robert Noyce. “Pero, en cierto sentido, los resolvimos tan bien que dejó de ser un factor importante. Todo aquello era en realidad un negocio que tenía que ver con la joyería, algo de lo que no sabíamos nada”. Gordon Moore continuó usando su Microma, lo que él llamaba “mi reloj de 15 millones de dólares”, como una forma de recordar el abismo que separaba las ecuaciones de la ingeniería de los caprichos del diseño orientado al consumidor. A Hewlett-Packard no le fue mejor con la calculadora de reloj HP-01, un llamativo prodigio de miniaturización cuyos veintiocho botones debían presionarse con un lápiz incorporado en la correa. (31) Incluso vender chips para productos de consumo (como televisores) era desagradable para quienes, como Jerry Sanders de AMD, querían estar a la vanguardia de la tecnología. La recesión de los años 1974 y 1975 solo sirvió para confirmar la locura de esta breve aventura.

Un año antes de que la HP-35 hiciera su espectacular aparición, la publicación semanal Electronics News comenzó a referirse en varios artículos a esa zona del condado de Santa Clara, limitada por la autopista 101 y la recién construida 280, denominándola Silicon Valley en referencia al sustrato material de la floreciente industria de semiconductores de la región. (32) El crecimiento de Fairchild Semiconductor y de sus sucesores (Intel, National Semiconductor y muchos otros) hizo de aquella zona un formidable rival del corredor tecnológico que se extendía a lo largo de la ruta 128 en Massachusetts. Esa transformación impulsó una red formada por proveedores, trabajadores por cuenta propia, fabricantes, abogados de patentes, capitalistas y profesores que convertirían a la península en el equivalente de lo que Manchester había sido para la Revolución Industrial siglo y medio antes. (33) Sin embargo, los productos característicos de Silicon Valley (osciladores de audio, analizadores de gas, unidades de disco), quedaban lejos de la vida diaria de la mayoría de la gente, y en la imaginación popular la expresión California Design recordaba todavía a los muebles artísticos de Sam Maloof o a la modernidad de Charles y Ray Eames. (34) La comunidad profesional seguramente compartía esa percepción. En un número especial dedicado al diseño de la Costa Oeste, la revista Industrial Design predijo imprudentemente que “a pesar del ambiente agradable y la proximidad de los centros de investigación científica, [la Bahía de San Francisco] nunca podría desafiar a Los Ángeles su primacía industrial en la Costa Oeste”. (35) Estas palabras fueron escritas en 1957, y cabe disculpar a los editores por no haberse dado cuenta de que ese año se abrió el Laboratorio de Semiconductores Shockley situado en el anodino límite que separaba Palo Alto de Mountain View.

Pero surgió una práctica profesional que estaba comenzando a tener un papel relevante en esa infraestructura que definía el emergente ecosistema industrial de la región. Casi sin excepción, los diseñadores de aquella primera generación se ocuparon de los encargos que recibieron, que fueron pocos y mediocres: Paul Cook, presidente y director ejecutivo de Raychem Corporation en Menlo Park, retuvo a su amigo Dan Deffenbacher (del cercano California College of Arts & Crafts) como consultor de diseño a tiempo parcial. Henry H. Bluhm fue el fundador, director y único miembro del departamento de diseño industrial de Magna Power Tools en Palo Alto. Fred Robinett dirigió el diseño en FMC, y Beckman Instruments tuvo como “director de diseño” a David J. Malk. El denominado “grupo de diseño” en Memorex (confinado al negocio de cintas de ordenador y discos), sin presencia en los medios de comunicación convencionales, fue responsabilidad de Ron Plescia. Al otro lado de la bahía, Elmer Stolz dirigió un equipo de cinco diseñadores que trabajaban para la Friden Calculating Machine Company en San Leandro, e impulsaron una calculadora automática de cuatro funciones concebida como “la máquina pensante del negocio estadounidense”. Algunos de estos pioneros, Clement de HP, Frank Walsh de Ampex, Jack Stringer de IBM, Ed Jacobson de Hiller Helicopter Company en Menlo Park, o Robert McKim, que aún no había encontrado su lugar en Stanford, se reunían con regularidad en casa de unos y otros en lo que McKim describía como “un grupo de apoyo a los diseñadores”. (36)



Figura 1.3

La calculadora electromecánica Friden modelo ST-W, desnuda y “desollada”. Cortesía del Old Calculator Museum. http://www.oldcalculatormuseum.com/fridenstw.html

Las compañías que proporcionaban servicios a la defensa militar tuvieron un papel importante, aunque poco reconocido, en el crecimiento de Silicon Valley. Con su aportación contribuyeron, no solo a la seguridad del país, sino también a la de un puñado de diseñadores. El presidente de Watkins-Johnson Co., un fabricante de tubos de microondas, retuvo en su poder la firma Tepper-Steinhilber para garantizar que cada producto manufacturado en su planta del Stanford Industrial Park tuviera un aspecto corporativo consistente. Sin embargo, la naturaleza de sus artículos (tubos de ondas móviles, hornos de deposición de obleas, instrumentación de rejilla) no permitía a los diseñadores mucho margen de maniobra. Una vez que cumplían con las pautas visuales, “seguíamos limitados a trabajar con piezas moldeadas, extrusiones y chapa doblada”. (37) Frank Guyre, que había estudiado escultura en la San José State, y había obtenido un master en diseño industrial, comenzó su carrera en el nuevo campus de Lockheed en Sunnyvale, donde (en la terminología precisa de la ingeniería aeroespacial) sirvió para aprender a “meter tres kilos de porquería en una caja de dos kilos”. (38) Como regla general, la mayoría de las empresas dejaban que la tecnología determinase el carácter de sus productos: “Estos dispositivos electrónicos necesitaban, además de una estructura mecánica, espacio para sus complementos”, recordaba uno de los primeros trabajadores en lo que antaño fue un valle poblado de viñedos; “pero la mayoría de las veces, todo esto era considerado un mal necesario; el verdadero producto eran los componentes electrónicos y la función que desempeñaban; la parte mecánica y estética era, en el mejor de los casos, algo secundario”. (39)

El singular ejemplo de IBM es una muestra de la situación de una región en la que los huertos aún no habían dejado sitio a los parques tecnológicos. En un puesto avanzado en la bucólica ciudad de San José, IBM había formado un amplio grupo para trabajar en una revolucionaria máquina de memoria de acceso aleatorio, el ordenador 305 RAMAC, el primero en usar un disco duro magnético para el almacenamiento de datos. “Desarrollar esta idea en un maquina de cómputo en funcionamiento, requería las habilidades de contables y artistas, de químicos y empleados, de ingenieros y electricistas, de taquígrafos y vendedores”, decía el narrador de un noticiario de 1956. Al parecer, no fueron capaces de encontrar una forma adecuada para expresar la idea “diseñador industrial”, a pesar de la presencia allí de un embrionario equipo de esa disciplina dirigido por Jack Stringer. (40)

En febrero de ese año IBM, animada por la declaración de su presidente. Thomas L. Watson, Jr., de que “el buen diseño es un buen negocio”, había lanzado bajo la dirección de Eliot Noyes su programa global de diseño corporativo. Noyes quería que cada posible contacto con el cliente (desde la propia máquina hasta la habitación que ocupaba, o el edificio en el que se instalaba) habría de ser parte de una única interfaz sin fisuras. Dos años después, el equipo de San José trabajaba en un campus ajardinado de casi ochenta hectáreas en Cottle Road concebido por el arquitecto californiano John Savage Bolles. (41)


Figura 1.4

División de productos generales de IBM, Cottle Road, San José (1958). John Savage Bolles, arquitectura; Douglas Baylis, paisaje. “Think” Publicidad, 1962; fotógrafo desconocido.

En 1960, Donald Moore sucedió a Stringer como gerente. Durante su mandato de catorce años, el centro de diseño de IBM pasó de tener cuatro o cinco miembros a una docena, mientras que la tecnología dejó los discos magnéticos por los microchips. Moore, graduado en el Art Center en diseño de transporte, había trabajado como estilista para la compañía Ford en Dearborn hasta que la dureza del invierno de Michigan finalmente lo devolvió a su California natal. En IBM, la marcha de Stringer había dejado libre uno de los pocos puestos de diseñador industrial en una región decididamente poco dada a ello. Es bien conocido que Watson obligó a la empresa a “apostar” por la gama de ordenadores compatibles System 360. Los diseñadores industriales se ocuparon primero de las cajas que alojaban este sistema, y más tarde de los controles y de la pantalla de la consola 1130 lanzada al año siguiente. Su misión era preservar el lenguaje visual dictado por Elliot Noyes sin comprometer las funciones internas de las máquinas de las que, en la modesta estimación de Moore, no entendían “absolutamente nada”. (42)

Los diseñadores de San José, como los de cada uno de los centros de diseño de IBM, estaban sujetos a los dictámenes emitidos por Noyes (desde su oficina en New Canaan) y a las directrices de la División de Desarrollo de Sistemas Avanzados sita en Poughkeepsie. El supervisor de este departamento que ejercía el control sobre los productos de procesamiento de datos, Walter Kraus, estaba convencido de que “no [podían] tener el típico estilo de la Costa Oeste”. (43) Encontrar un terreno común entre los criterios de diseño corporativo y los requisitos de los equipos de ingeniería fue posible gracias a negociaciones no siempre cordiales: “Era algo parecido a establecer líneas de batalla dentro de una zona en guerra”, recordaba Moore, “pero si tenías una buena relación con la ingeniería y el marketing, podrías hacer muchas cosas”. De todas formas, no había ningún peligro de que el grupo de San José se atreviera a alejarse de la nave nodriza.

Aunque fue un comienzo esperanzador, en comparación con el crecimiento de la industria de los semiconductores durante los años sesenta y setenta, este puñado de profesionales no supuso más que una nota a pie de página en la historia de Silicon Valley. Los referentes del diseño en los Estados Unidos estaban vinculados a los centros de fabricación de Nueva York, Chicago y Ohio; y como descubrió Budd Steinhilber, después de haber tomado la decisión impulsiva de reubicarse en la Bahía de San Francisco en 1964, “cualquier persona sensata podría decir que, geográficamente, este era un lugar absurdo para abrir algo que tuviera que ver con la práctica del diseño industrial”. (44) Decir que las oportunidades eran limitadas sería un eufemismo, y la mayoría de las personas hubieran estado de acuerdo en que alguien que buscara trabajo en la Bahía de San Francisco, solo podía encontrarlo en Hewlett-Packard o en Ampex. (45)

Desde sus modestos inicios como proveedor de motores eléctricos de precisión para la Marina de Estados Unidos, la compañía Ampex Electric & Manufacturing se había hecho con una reputación mundial a partir de dos máquinas: el magnetófono Telefunken y cincuenta bobinas de cinta BASF traídas de la derrotada Alemania en 1946 y modificadas (de acuerdo a la mejor tradición de Silicon Valley) en un garaje convertido en taller instalado en San Carlos. Dos años más tarde, en abril de 1948, Ampex entregó a la American Broadcasting Company (46) siete grabadoras magnéticas modelo 200A. Las industrias de la radiodifusión y de la grabación aceptaron este nuevo estándar casi de inmediato (en un claro ejemplo de lo que una generación posterior llamaría “innovación disruptiva”) y, en una década, Ampex dominó por completo el mercado de equipos profesionales de grabación de audio y video de alta fidelidad. (47)

Quien estuvo detrás de estos primeros esfuerzos fue Harold Lindsay, el empleado número 8 en Ampex, y uno de los pioneros en la grabación moderna de sonido. Venerado por sus compañeros de trabajo como un ingeniero ejemplar, Lindsay aportó a su trabajo un conocimiento enciclopédico sobre cierres, extrusiones, materiales y técnicas de fabricación, así como una refinada sensibilidad estética y un sentido casi moralista de su obligación hacia quienes habrían de usar sus creaciones. Sin embargo, podía no tener esa misma consideración con los colegas que tuvieran que construirlos: “Harold nos hacía enfadar muchas veces”, recordaba Myron Stolaroff, quien superaba a Lindsay por su condición de empleado número 0. “Era un perfeccionista. No consentía nada que no pudiera verse bonito, nada que no estuviera concebido estéticamente, que no tuviera una apariencia maravillosa y un excelente acabado”. (48)

Los fundadores de Ampex creían estar iniciando una industria completamente nueva. “No había nada disponible en la literatura técnica que dijera cómo funcionaban las grabadoras magnéticas”, decía Harold Lindsay a una sala llena de nuevos empleados. “No teníamos referencias a las que acudir”. (49) Tampoco se hizo una distinción clara entre ingeniería y diseño, y no puede sobrestimarse la ausencia de precedentes. Robbie Smits, que se unió a este equipo de Ampex en 1948, recuerda que le dijeron: “Aquí tienes un cabezal, un amplificador, y aquí, un plato superior; hay que hacer con todo esto una grabadora”. (50)

En este inexplorado entorno, fueron los valores estéticos de Lindsay (combinados con su anterior contacto con el trabajo de abocetado, mecanizado y diseño industrial) los que determinaron las cualidades formales de las primeras máquinas de Ampex. Había, por supuesto, limitaciones externas. El modelo 200A se desarrolló gracias a Jack Mullin, un ex comandante del ejército que había descubierto las máquinas magnetofónicas alemanas originales en un castillo en las afueras de Fráncfort; el fue quien las desmanteló, las empaquetó y las envió a Estados Unidos como “souvenirs” en diecinueve sacos de correo. Mullin puso ese material a disposición de los ingenieros de Ampex para que pudieran probar los cabezales de reproducción que Lindsay había construido, pero ello requería que fueran diseñados con las mismas especificaciones que las máquinas alemanas. En cuanto a las dimensiones generales (e incluso el acabado y el color), se resolvieron atendiendo al requisito de que pudieran alojarse en un bastidor previamente ocupado por los tornos de corte Scully, el estándar industrial al que intentaban reemplazar. (51)

Guiado por su creencia en lo “rugoso y fiable”, Lindsay creó un lenguaje de diseño intuitivo que caracterizaría a la primera generación de máquinas de Ampex. Al no haber recibido formación en diseño, permitió que sus decisiones se fundaran en consideraciones de ingeniería y en los usos que se darían a las máquinas. Sin embargo, la elegancia de los primeras grabadoras magnéticas, sobre todo si se tiene en cuenta su función y la ausencia casi total de cualquier precedente, es sorprendente y atestigua la atenta atención al detalle de Lindsay. Dos aberturas redondas en la caja del modelo 200A servían como tiradores para acceder a los componentes electrónicos y a los ajustes mecánicos; pronto comenzó a circular el mito de que sus dimensiones se correspondían con cálculos muy precisos determinados por los requisitos de ventilación de los motores que se alojaban en el interior.

Durante su primera década, Ampex lanzó un nuevo producto casi todos los años, y comenzó a surgir un “aspecto Ampex”, aunque en palabras del ingeniero Larry Miller, “ese parecido familiar habría de cambiar si sigue queriéndose poner un par de carretes de cinta de dos pulgadas en cada máquina”. (52) El modelo 200A de 4000 dólares fue el primero, al que siguió su sucesor más compacto, el modelo 300; llegaron luego el 400, de menos éxito; el 500, militarizado; y el 600, portátil, pero con unos altavoces muy caros de madera africana. En abril de 1956, Ampex lanzó el primer grabador de vídeo, un dispositivo que revolucionó la industria televisiva en todo el planeta. El VR-1000 fue desarrollado por un equipo de ingenieros de los que era responsable Charles Ginsburg, incorporado a Ampex en 1952. Los años heroicos llegaron quizá a su cumbre en 1964 con la grabadora de audio MR-70, diseñada para mezclar los masters de los Beatles para Capitol Records en Estados Unidos. Con su marco de aluminio fundido a presión, sus tolerancias (más propias de las especificaciones militares) y sus alineamientos de precisión, el MR-70 fue reconocido como una obra maestra, no solo de ingeniería de audio, sino también de diseño industrial. En aquel momento, las máquinas Ampex podían encontrarse en casi todos los principales estudios de grabación, en las emisoras de radio y televisión de Estados Unidos, así como en un número cada vez mayor de laboratorios, universidades, campos de pruebas militares y centros de datos de las grandes empresas.



Figura 1.5

De ingeniero con gusto a diseñador industrial. Izquierda: Harold Lindsay con el Ampex Model 200A; a la derecha: Frank Walsh, gerente del departamento de diseño industrial de Ampex, con “Elmer Average”, una figura antropométrica articulada. Fuente: Biblioteca de la Universidad de Stanford. Colección Ampex, M1230, Box 53, carpeta 7439.

A medida que Ampex adquría madurez y su línea de productos se diversificaba para incluir tanto equipos de consumo como profesionales, la capacidad de Harold Lindsay se mostró insuficiente para dar servicio a la industria que había creado. En 1958, en un patrón que se convertiría en el emblema de todo el diseño de Silicon Valley, el “ingeniero con gusto” fue reemplazado por el diseñador capacitado. Con la bendición de Lindsay, Roger Wilder, uno más en la larga lista de graduados del Art Center que habían emigrado al norte de California, se convirtió en el primer diseñador industrial en unirse a la compañía y, poco tiempo después, Frank T. Walsh fue contratado para formar un equipo de diseño profesional. Cuando Walsh renunció a su puesto una década más tarde, Ampex había trasladado sus laboratorios, sus talleres y su equipo de diseño industrial de ocho personas a un extenso campus de más de quince hectáreas en Redwood City, unos kilómetros más cerca de lo que sería el centro neurálgico de Silicon Valley. Fue un movimiento acertado, al menos simbólicamente, ya que era lógico que una compañía que había aprendido a registrar el sonido y (más tarde) la imagen en cinta magnética hubiera extendido su actividad a la grabación de datos de todo tipo.

El sucesor de Walsh fue Arden Farey quien, tras verse afectado por la esclerosis múltiple, se convertiría en una figura destacada en el movimiento de diseño por la discapacidad del IDSA. Sería Darrell Staley quien presidiría el cambio de la cinta magnética al “almacenamiento digital en la era de la información visual”. (53) Staley había pasado por una serie de trabajos de apenas un año después de graduarse en el Art Center en 1959: se ocupó del diseño de superficies para refrigeradores en la división Frigidaire de General Motors en Detroit, formó parte del equipo de apoyo en tierra para la Misión Apollo en North American Rockwell en Los Ángeles, y también participó en el equipo de agricultura móvil para la Corporación FMC, una ocupación que lo llevaría finalmente a San José. Desde el día en que entró en el estudio de la planta baja en Ampex (abierto a un patio interior que mantenía el trabajo de los diseñadores a resguardo de los ojos de los curiosos), sabía que sus idas y venidas habían terminado.

Durante treinta años como gerente de diseño industrial, Staley supervisó la evolución que supuso pasar de las primeras máquinas analógicas (que tiraban de bobinas de cinta de dos pulgadas en tres cabezales) a las revolucionarias grabadoras de exploración helicoidal que envolvían la cinta alrededor de un tambor giratorio. Cada avance supuso un cambio de escala y enfrentó a los diseñadores con nuevos desafíos y oportunidades, pero nada los preparó para el día (a fines de los años ochenta) en que uno de los ingenieros entró al estudio de diseño y les dijo: “No vamos a usar nunca más cinta magnética”. Los requisitos físicos que suponían los carretes de cinta habían condicionado la práctica del diseño desde el principio, de la misma forma en que las válvulas de vacío y los tubos de rayos catódicos habían determinado la forma de la mayoría de los televisores. Con la adopción de la tecnología digital, la tarea tradicional del diseñador industrial que parecía consistir en envolver con una especie de piel un conjunto de componentes físicos, cambió por completo de la noche a la mañana.

A medida que los productos de la industria discográfica entraron en la era digital, también lo hicieron las herramientas que los diseñadores tenían a su disposición. En ninguna parte eso fue más evidente que entre los diseñadores gráficos de Ampex, responsables de todos los impresos (internos y externos) de la compañía. Este grupo se formó alrededor de 1977, cuando Douglas Tinney, que había estudiado en el California College of Arts & Crafts con leyendas de la industria como Joseph Sinel, se unió a un equipo de tres “artistas gráficos”. (54) En su mejor momento Tinney logró reunir un equipo de cuarenta y cuatro profesionales que producían materiales de marketing, informes anuales, manuales de usuario y documentación técnica. En el transcurso de sus veintidós años en Ampex, Tinney, junto con un equipo de diseñadores, fotógrafos, ilustradores e impresores, cambió las cuchillas, el pegamento y las galeradas (que llegaban en un autobús Greyhound) por los primeros ordenadores Apple Macintosh. Al final, cuando el personal de diseño había quedado reducido a la mínima expresión, se vio descargando archivos PDF y devolviendo las correcciones por correo electrónico, sin tener siquiera que desplazarse físicamente.

Esta progresiva sustitución de las herramientas no fue, por supuesto, exclusiva de Silicon Valley. Lo que era específico del sector tecnológico era la naturaleza de los productos que debían explicar, ilustrar y comercializar. Los diseñadores gráficos formados en el ambiente de las escuelas de arte tuvieron que aprender lo suficiente sobre el funcionamiento de instrumentos técnicos complejos como para poder expresar visualmente su relación con otros aparatos, ya fueran fabricados o no por Ampex. Tenían que preparar materiales promocionales mucho antes del lanzamiento de un producto, a menudo a partir de maquetas de madera, lo único con lo que podían trabajar.

A pesar de esta abundante presencia de profesionales capaces, Ampex no logró integrar el diseño en el proceso general de desarrollo de productos. Incluso en sus mejores tiempos, los diseñadores eran vistos como eslabones en una cadena estrictamente jerárquica y no como socios que pudieran sentarse en la misma mesa. Cuando estallaba el conflicto, los diseñadores tenían todas las de perder, algo de lo que se dio cuenta Jay Wilson cuando trabajaba en el dispositivo de video profesional VPR-6: “En un determinado momento me sentí tan frustrado luchando por lo que consideraba pequeños problemas de diseño que envié un memorando a la ingeniería. Les explicaba que si querían diseñar ellos el producto, me lo hicieran saber por escrito para cancelar todo lo relacionado con el diseño industrial”. (55) Al igual que Hewlett-Packard, Ampex era en esencia una empresa basada en la investigación y dirigida por la ingeniería, con una limitada comprensión del vasto abismo que se extiende entre los productos profesionales y el mercado de consumo. La cadena de mando comenzaba en lo alto de la sección de tecnología avanzada y pasaba por el departamento de ingeniería antes de llegar al estudio del primer piso donde se ordenaba a los diseñadores que lo hicieran más barato, que agregaran algunas características y lo metieran en una caja. Unos pocos ingenieros de Ampex, especialmente Harold Lindsay, apreciaban a los diseñadores, algunos los toleraban, pero la mayoría consideraba que eran innecesarios. Dominaba la típica actitud arrogante de los ingenieros: “Esto va a cambiar el mundo, así que a nadie le importa el aspecto que pueda tener”. (56)

Solo a fines de la década de los setenta, cuando Ampex comenzó a sufrir una seria competencia por primera vez en su historia, la empresa llegó a apreciar el valor del diseño como parte de la estrategia corporativa, pero para entonces ya era demasiado tarde. Las presentaciones de Sony en la feria anual de la National Association of Broadcasters se hicieron cada vez más espectaculares, la moral se desplomó y sufrió el efecto centrífugo de los “cinco pequeños Ampexes” en que se había dividido la compañía unos años antes. (57) Una serie de decisiones catastróficas en la gestión erosionaron aún más su ventaja tecnológica y hoy día no queda casi nada de una compañía (antaño invencible), excepto un signo azul y blanco que saluda en silencio a lo automovilistas que se dirigen por la autopista 101, a los campus de Yahoo!, Google y Facebook.

El diseño llegó a Silicon Valley inmediatamente después de la ingeniería, sin referencias fiables, ni con una idea clara de lo que significaba “diseñar” un atenuador variable o un grabador de video de exploración helicoidal. Pero menos aún se sabía de su relevancia para el mercado de consumo. Como recordaba Steinhilber, cuando comenzó su carrera en Nueva York, “la mayor parte del trabajo tenía que ver con electrodomésticos de línea blanca. Al mudarme a Ohio, tuve que aprender el lenguaje industrial de la máquina-herramienta. Pero lo que me encontré fue una actividad en sus inicios, cuyo vocabulario estaba aún en gestación”, un lenguaje que inventaban sobre la marcha. (58) La primera generación que se dedicó a esta práctica se acercó a esa terra incógnita desde la creatividad, la intuición, el instinto y el gusto, y buscaron la motivación en cualquier lugar donde pudieran encontrarla. Como se ha comentado, Carl Clement de HP viajó al MIT a experimentar la “ingeniería creativa”. Myron Stolaroff se retiró a una cabaña en Sierra Nevada donde administró LSD a ocho ingenieros de Ampex en un esfuerzo por desbloquear su latente creatividad. Por otra parte, en el Stanford Research Institute, Douglas Engelbart se integró en el Movimiento del potencial humano e inscribió a un personal más bien reacio en toda suerte de seminarios. (59) Con cada nueva sacudida tecnológica se hacía evidente la necesidad de habilidades profesionales más especializadas, pero también, paradójicamente, era obligada una visión más amplia de la innovación en su conjunto. “Estamos creando productos que nunca antes habían existido”, recordaba Allen Inhelder a sus colegas en HP, “y tenemos que diseñarlos para que nuestros clientes sepan cómo usarlos”. Desde su puesto en Ampex, Darrell Staley señalaba que “el diseñador californiano se veía obligado a convertirse en un especie de pequeño hombre del Renacimiento, y ni siquiera lo pensaba dos veces. Era algo que estaba en el ambiente”. (60)

Sin embargo, fue una batalla con todos en contra. No era nada fácil que los diseñadores ganaran credibilidad entre ingenieros capacitados, bien situados y mejor pagados, para quienes incluso un simple envase era, en el mejor de los casos, un mal necesario. Más de uno terminó agotado en esa pelea constante por ser invitado a formar parte de los equipos de desarrollo al comienzo de un proyecto, y evitar así recibir al final un conjunto de componentes con el único objetivo de empaquetarlos. Para aquellos cuyo espíritu se hundía bajo el peso de la burocracia corporativa, o cuyos egos se erizaban en su condición de “sirvientes exóticos” o “cocineros de poca monta” (61) , las alternativas eran pocas y no estaban a mano. Algunos lograron ascender en la escala corporativa hasta posiciones de gestión, dejando atrás sus habilidades de diseño (o su carencia de ellas); otros se dirigieron “hacia el Este” a las consultorías de Chicago o Nueva York. Solo dos se atrevieron a explorar un tercer camino.

Dale Gruyé y Noland Vogt eran amigos desde su época de estudiantes en el Art Center School de Los Ángeles, y siguieron siéndolo como empleados de General Electric en Utica, Nueva York. En marzo de 1966, después de que Gruyé dejara su puesto en las oficinas de diseño corporativo de Hewlett-Packard y Vogt hiciera lo mismo en Ampex, se unieron a George Opperman, alquilaron una tienda anodina en el extremo sur de Palo Alto y comenzaron a buscar clientes. Los tres jóvenes diseñadores, optimistas y ambiciosos, soñaban con dar forma a un negocio que escapara del espíritu provinciano de la zona y adquiriese una clientela nacional. Aunque su oficina en San Antonio Road estaba a pocas manzanas de los antiguos Laboratorios Shockley Semiconductor (donde nació la nueva tecnología) no tenían idea de que con el lanzamiento de su sociedad GVO estaban escribiendo las primeras líneas de un nuevo capítulo en la historia de Silicon Valley, el “valle que deleita los corazones”. (62)


Figura 1.6

El valle que deleita los corazones.

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