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Capítulo I. Homenaje a Mariuca de su hijo.

El lunes 16 de marzo del 2020 a mi madre, Mariuca, se le paró el corazón. Tenía 88 años y estaba muy flojita, pero nos pilló por sorpresa. En los últimos meses había poco a poco retrocedido a su infancia, había en gran parte dejado de ser ella.

Supongo que todas las madres son especiales para sus hijos. Una de las grandezas de la humanidad, quizá lo mejor que tiene cada ser humano, es su madre.

Mariuca es, ha sido, será siempre, la primera mujer de mi vida. Y siempre la veré como la materialización de la alegría. Si hay una palabra que describa a mi madre es esa: alegría. Porque mi madre era como entrar a saltos en el mar, como tirarse sobre las olas, sobre la espuma, era como reír a carcajadas, hasta que te duele la cara, era como la dulce alegría de sentir una mano de mujer en la tuya. Mi madre era la alegría de vivir y de compartir, la alegría que se siente al ayudar a los demás, al querer y sentir que te quieren.

Siempre la veré bailando una jota montañesa con su hermana, mi tía Loli, o cantando, siempre cantando, cantando coplas a voz en cuello mientras cocinaba, fregaba los platos o limpiaba la casa: Angelitos negros, Están clavadas dos cruces, Caminito verde, María de las Angustias… Siempre cantando. Y ahora me pregunto: Su cantar ¿era fruto de la felicidad, de la plenitud y de la vitalidad que sentía, que se le escapaba por la boca?

Siempre la veré cantando con mi padre de paseo, primero con cuatro y luego cinco y más tarde seis churumbeles correteando monte arriba, el más pequeño en sillita, entre piedras y olor a hierba, entre manzanos y flores, con la merienda en una cesta. Aún puedo cantar sus canciones de caminar por senderos, prados y montañas: Colín, colín,”coliendo” flores; En el campo entre las flores; De colores se visten los campos...

Recuerdo a mi madre leyéndonos Nils Holgersson bajo un árbol en la sobremesa de alguna excursión, y al tiempo viajaré con su voz a lomos de un pato recorriendo Suecia.

Mi madre era católica hasta la médula. Con toda la intensidad y profundidad con que se puede vivir la religión. Siempre me decía que rezaba por mí, para que Dios me concediese la fe, pero que yo tenía que poner algo de mi parte, que yo también tenía que rezar a Dios para que me hiciese creer en él. Nunca lo consiguió, porque soy muy duro de mollera. Pero ella no desfallecía.

Mi madre vivía la religión con una entrega total a los demás. Siempre la recuerdo preparando cursos, cursillos y reuniones y haciendo trabajos y discusiones sobre religión. Hace unos años a la entrada de la iglesia una mujeruca estaba pidiendo limosna. Mi madre se dio cuenta de que no tenía dientes, así que en vez de darle una limosna la llevó a un dentista y le pagó una dentadura postiza.

Recuerdo, de adolescente, acompañar a mi madre a misa, a diario, durante los mayos aquellos de flores y vírgenes. Y sentir la delicia de su orgullo por mí. Y sentir por mi madre un amor limpio y transparente como agua de manantial. Por mi madre. Por mayo. Por la vida.

Me parece estar viendo a mi madre cocinando como sólo pueden cocinar las madres. Esos platos que saben a infancia y ternura, a amor limpio.

Mi padre escribió, allá por el 2006, un libro de memorias. Así relata cómo conoció a mi madre: “La llegada de Mariuca a mi vida no fue de repente. Más bien la puedo comparar con el amanecer para alguien que ha vivido siempre en la noche. […] Y, de pronto, ve amanecer. Y se pregunta si eso será verdad. Si puede haber una persona así. Si, en la oscuridad, puede nacer aquella luz. Y se palpa por si está soñando. Y luego, cuando avanza la luz y lo inunda todo, empieza a ver la vida distinta, la gente gana color, las cosas se embellecen”. Mis padres se han querido mucho y yo siempre he visto en sus ojos esa luz. Cada día. Como si fuera la primera vez.

Mi madre estará siempre conmigo, siendo lo mejor de mí. Y yo estaré con ella en cada amanecer, en el olor de las manzanas y la tiza, en los buenos libros y en la música. Estaré con ella cuando disfrute de mis hijos y de mis hermanos. Estaré con ella entre las rocas y los árboles. Y cada vez que me inunde la belleza, cada vez que los ojos se me llenen de lágrimas y de miel y flores de almendro.

Gracias por tu vida

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