Читать книгу Gracias por tu vida - Basilio Ruiz Cobo - Страница 9
ОглавлениеCapítulo III. Nos llamamos Basilio.
Ateo
Me llamo Basilio, como mi padre, pero a diferencia de él soy un ateo empedernido.
No siempre lo he sido: de joven creía con fervor. Recuerdo con ternura y un poco de tristeza la sensación de pureza y de plenitud, de total entrega, de creer en Dios. Creer en Dios era como tirarse sin miedo a un río de agua fresca, como descansar totalmente confiado haciendo la plancha en el mar, el sol sobre la piel y la suave seguridad del agua sosteniéndote. Era llenar la vida de sentido y belleza. Era no tener miedo.
Recuerdo acompañar a mi padre a la iglesia de mi pueblo en las noches de Semana Santa, pasar la noche en silencio o hablando en susurros en la penumbra con olor a piedra sólida y protectora, con olor a cera e incienso de la iglesia. Había otros hombres y yo, adolescente, me sentía integrado en una comunidad de adultos. De hombres que eran capaces de sacrificarse por acompañar a Jesús en su sufrimiento. La sensación de comulgar con los demás se juntaba con el aroma de la iglesia y con la cercanía de mi padre y me inundaba la felicidad. Nadaba en orgullo al presentir que mi padre estaba orgulloso de mí. No creo que exista en el mundo una persona más buena que mi padre. Sé que no puedo ser objetivo en esto, pero desde mi perspectiva es una persona que rezuma bondad, inteligencia y simpatía. No he conocido ni conoceré nunca a nadie como él.
Recuerdo también acompañar a mi madre, Mariuca, a misa algunas madrugadas de los meses mayo de mi adolescencia. Nos veo a los dos, caminando del bracete muy temprano en la mañana fresca del pueblo. Con un ramo de calas en la mano, para llevarlas a la Virgen. Desde entonces identifico el color blanco y el olor a flores con el aire fresco de la mañana, con la ternura, con la pureza. Aún puedo evocar, con nostalgia, el amor limpio, sin sexo pero con entrega total, que sólo sentí por mi madre y por la Virgen, en aquellas madrugadas de mayo.
Recuerdo despertarme las mañanas del domingo de Resurrección con el Aleluya de Haendel, el disco que ponía mi padre a todo volumen, brillando en la casa, elevándome el alma, arriba, más arriba, y aún más: tan perfecto y tan, tan bello que me daban ganas de llorar. El día de Resurrección es para mi padre la fecha más alegre del año, y al despertarnos con ese disco nos contagiaba la alegría. Nos untaba de belleza, alegría y ternura, como si fuéramos una rebanada de pan sobre la que se pone mantequilla y miel. Pronto aprendí a descubrir la belleza y la profundidad de la música religiosa: la Pasión según San Mateo o las cantatas de Bach, el Mesías de Haendel o el réquiem de Mozart me han acompañado toda la vida. No creo que exista para mí nada más hermoso.
Cuando conocí a la que sería mi esposa, la mujer de mi vida, el tiempo se me llenó de entusiasmo, de emoción y de latidos. Descubrí en ella un mundo nuevo empapado de amor, de ansía, de emoción, de sueños, de limpieza y de entrega. Todavía éramos creyentes y recuerdo ir a misa con ella y hablar de Dios en interminables paseos. Fue la época en que empecé a replanteármelo todo.
A los diecisiete años creció en mí la rebeldía, las ganas de arreglar el mundo, de encontrar respuestas: leía con voracidad todo lo que pillaba que pudiera iluminarme sobre el sentido de la vida. Me impactaron Cortázar, Borges, Becket, Camus, Sartre, Nietzsche, Kierkegaard, Spinoza, Malraux, Dostoievski. Y poco a poco se fue descorriendo el telón, dejándome ver una realidad sin dioses, santos ni vírgenes. Sin respuestas. Sin explicaciones ni trascendencia. Una realidad mucho más dura y sin sentido.
No creo en Dios, pero para mí el concepto de Dios, mis recuerdos de niño creyente, están unidos a lo más bello. Al sentido de profundidad, de dulzura, de misterio y trascendencia. Siempre me acompañarán el olor a espiritualidad en la penumbra de la iglesia, el recuerdo del candor plasmado en las flores y en mi madre en las mañanas de mayo, el brillo del aleluya de Haendel llenándome el pecho de vida, el compartir la alegría con mi padre, el recuerdo del amor profundo y limpio, por Dios, por las personas. ¡Qué hermoso era creer en Dios!
Creyente
Perfectamente expresado. No hay nada que objetar salvo las exageradas referencias al padre. Bueno, luego, leyendo el párrafo siguiente, ya se ponen las cosas más en su sitio. No hay libre albedrío, por tanto, no hay alabanzas en nada. Todo lo hacemos según nuestras experiencias de vida. Y en esto parece que hay bastante acierto. Pero no nos salgamos del punto en que estamos.
Mi vivencia de la fe fue, en el tiempo, totalmente distinta a la tuya. Mi infancia la viví sin ningún contacto con lo religioso. Cuando tenía 5 años estalló la que puede llamarse la más cruel y estúpida guerra incivil de este pobre, tan mal gobernado como rígido y timorato país. A esa edad y en el Madrid republicano (enfrentado a la Iglesia como respuesta lógica al apoyo incondicional y entusiasta de la Jerarquía hacia la rebelión militar) en este Madrid sometido a bombardeos de la despiadada aviación alemana, aquí pasé los primeros años de la infancia sin ninguna referencia a la fe. Luego, nos evacuaron a Valencia donde me acogió una estupenda familia atea. En Cataluña pasamos un tiempo entre otros niños y jóvenes de los suburbios de Madrid que me decían que “olía a cera”. Yo no sabía qué era eso y mi madre, que vivía con nosotros, como cocinera de la colonia, ya me lo explicaría cuando fuera mayor. Al integrarnos a la España Liberada, me enviaron unos meses a Rioparaíso, al pueblo de mis abuelos paternos. Y pasé allí unos meses muy dichosos. Allí hice la Primera Comunión de la que solo recuerdo que estrené pantalón bombacho. Nada más. Ah, sí que en la escuela el maestro nos hacía aprender unas oraciones que resultaban insufribles, de las que yo no entendía nada. En otro periodo de mi alborotada niñez recuerdo ir con mis hermanos, solos, a la iglesia de la plaza de Manuel Becerra, vecina de nuestra vivienda, ya en Madrid. Me gustaban mucho las canciones, el susurro de las oraciones y la quietud del templo.
Luego siguió un desarrollo lento y difícil donde la religión siguió ocupando un espacio marginal, iba a misa y seguía las ordenanzas, pero sin calarme nada. Seguía firme en mis bombachos. Había que hacer aquello, pues se hacía. Tampoco exigía gran esfuerzo.
Así seguí en mi primera juventud, ya en Corrales. Pero, ingresé en la Escuela de Aprendices de la fábrica, dirigida y mantenida por frailes de la Salle. Y me topé con un fraile que resultó ser una maravilla. Nunca había oído yo a nadie hablar de la vida como a él. De la vida, de la limpieza, de la alegría, de la fe. Me vio interesado y me fue invitando a leer libros de formación que me fueron descubriendo un mundo nuevo, lleno de esperanza, bueno para vivir. Esto resultó un cambio total en mi vida. Luego, mucho más tarde, me desilusionó, porque él veía en mí solo un candidato seguro para su congregación. Pero hasta ahí no llegaba mi entusiasmo, yo quería vivir como laico. Me gustaba la vida y sabía que se podía vivir una fe fuerte dentro del mundo seglar.
Como ves, nuestras experiencias sobre la vida de fe son muy distintas. Mi primera etapa fue, en el fondo, de un ateísmo soso, cubierto con una capa de práctica vacía de sentido. Y, al entrar en la vida más adulta, me ayudaron a descubrir otro mundo. Tu proceso fue inverso.
Finalmente, el encuentro con Mariuca fue deslumbrador. Ella era una convencida radical. Me ayudó mucho. Charlábamos incansablemente de la vida, de nuestras respectivas vidas. Al final, yo me convertí en un militante cristiano y ella perdió el miedo al socialismo, en contra de su vida familiar y social. A lo largo de nuestra vida en común, nuestra fe nos fue llevando a implicaciones fuertes en la vida religiosa, social y política muy interesantes. Pero eso se sale ya de una Introducción. Lo dejamos para otra ocasión.