Читать книгу El país de las ausencias - Beatriz Concha - Страница 6
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La manta
Había una vez dos hermanitos llamados Benjamín y Elena. Ambos eran muy unidos. Cuando digo “muy unidos”, quiero decir que jugaban y estudiaban juntos, y se ayudaban mutuamente. También peleaban y hacían travesuras que les ocasionaban castigos.
Los padres de Benjamín y Elena estaban separados y, por razones que los niños no entendían, fueron entregados a la tutela del papá. Como este debía trabajar y ellos eran muy pequeños, se casó para tener quien los cuidara. Claro que eso fue un error, como veremos más tarde.
“La Mami”, como llamaban los niños a la madrastra, no era mala, pero no tenía la intuición de una madre, por la sencilla razón de que Benjamín y Elena no eran sus hijos. Así, a pesar de que tenían su ropa siempre limpia y que comían cosas exquisitas –tortas y postres de leche–, Benjamín y Elena no sabían a quién confiar sus dudas, confusiones y miedos. Se volvieron tímidos, y si no les hubiera sucedido una serie de cosas, habrían llegado a ser realmente malos.
A la mamá podían verla cada dos meses; y solo por el día, si era ella quien los visitaba; o por dos días, si eran los niños quienes iban a verla. Cuando esto último ocurría, era delicioso, porque dormían junto a su mamá, y ella, en vez de darles de comer, les contaba maravillosas historias de hadas, de héroes, y los más entretenidos cuentos de terror, de fantasmas y de duendes.
La mamá era muy bonita y tenía una voz fuerte, que desafinaba cuando les cantaba; pero ellos sabían muy bien qué notas daba mal.
Un día, cuando regresaban a la casa de campo donde vivían con el papá, la mamá los acompañó como siempre al bus. Elena estaba tan apenada, que había empezado a sentir un frío mortal. La mamá sacó entonces de su cama una manta bastante deteriorada y cubrió con ella a la niña. Benjamín, que era un poco mayor, consolaba en esas ocasiones a su hermana. Pero cada día la tarea se le hacía más difícil, porque Elena se estaba enfermando de tristeza.
Cuando aquella tarde bajaron del bus, la Mami se escandalizó al ver a la niña arrebujada en una manta toda rotosa: parecía una niñita harapienta. Le hizo quitarse aquel envoltorio y ponerse un chaleco muy bonito, que le combinaba con el vestido. Pero lo que la Mami no podía saber, pese a todas sus buenas intenciones, era que la manta abrigaba el corazón de Elena, pues el frío provenía de ahí.
Benjamín, comprendiendo que nada obtendría con explicar esto, porque no sería entendido, intercedió para que la manta no fuera a parar a la basura. Insistió en que la mamá se las había regalado para que jugaran con ella. La Mami, aunque hubiera preferido que jugaran con muñecas, aceptó que los niños la conservaran siempre y cuando la mantuvieran lejos de su vista.
Esa noche, Elena dobló amorosamente la manta y la ocultó bajo su almohada. Le parecía que en la trama del tejido aún vibraban las notas cálidas y desafinadas de la voz materna.
Así fue como la manta de esta historia llegó a poder de los niños. Estos no habrían podido descubrir su magia si no hubiera sido por la madrastra. Ya les he dicho que esta era una buena mujer, a quien le correspondía la parte antipática de la educación: inculcar hábitos de orden, de limpieza, de buenos modales, en fin, ese sinnúmero de continuas y rutinarias observaciones y regaños que hacen sentirse a los niños víctimas de sus mayores.
Por ello, la Mami se enojó cuando al darle las buenas noches a Elena divisó la manta bajo su almohada. Obligó a Benjamín a tirarla de inmediato lo más lejos posible. El niño la llevó entonces al fondo del jardín, al prado de los crisantemos blancos. Allí había un pequeño claro donde él se escondía cuando quería estar solo.
De este modo, el claro de los crisantemos quedó alfombrado por la manta. Y Benjamín compartió con Elena su secreto más importante: su refugio.
En los días que siguieron, el refugio se fue llenando de objetos: algunos cabos de vela, carretes de hilo, trozos de soga, cajas de fósforos, un cuchillo de monte y una linterna –misteriosamente desaparecida de un cajón del escritorio del papá–, y algunas golosinas requisadas a la despensa, como leche condensada, azúcar flor y galletas. Era como entrar en otro mundo.
Una de esas noches, Benjamín soñó que su mamá lo tomaba de la mano y lo hacía sentarse sobre la manta. “Si quieres abrir la puerta del otro lado –le decía en el sueño–, tienes que contar la historia”.
Benjamín comprendió claramente el significado de aquellas misteriosas palabras. Y las comprendió aún mejor cuando, al día siguiente, la Mami le pidió que le llevara los libritos de cuentos que su mamá le había regalado y que de tanto leerlos estaban rotos, desencuadernados y algunos extraviados. Como la Mami cuidaba mucho la relación de los niños con su verdadera mamá, no pudo aceptar que ellos hubieran perdido los libros y los amenazó con un severo castigo si no los reunían en su totalidad. Benjamín tomó entonces la decisión de huir de la casa.
Cuando el niño le comunicó a su hermana que había decidido partir a recorrer el mundo, Elena no pudo contener el llanto. A Benjamín esto le dio una pena tremenda y, tomándola de la mano, le propuso que huyera con él. Elena, que era pequeñita y veía a su hermano como a un mayor –ella tenía seis años y Benjamín nueve–, aceptó encantada.
Ambos hermanos se metieron entonces por entre el macizo de crisantemos, que en esa época estaba florido y embalsamaba el aire con su perfume, y llegaron hasta la manta. Benjamín fijó su mirada más allá de todo lo que lo rodeaba y comenzó a contar la historia:
–Elena y yo teníamos un burrito y un día decidimos...