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El Duende y la Luna
...Decidimos montarnos en su lomo y partir a recorrer el mundo.
De pronto, los crisantemos empezaron a separarse y desde la manta se abrió un senderito que avanzaba por entre las flores. Entonces se oyeron, cada vez más cerca, los cascos de un borriquito. Los niños vieron que este era un poco enano, de crines muy rizadas, relleno y panzón, tenía el pelaje sedoso, gris violeta, y pequeñas manchas blancas decoraban sus ancas. El animal los observó con sus grandes ojos negros, y luego se comió algunos terrones de azúcar que estaban desparramados sobre la manta.
Benjamín subió a Elena sobre el lomo del borrico, y recogió rápidamente la soga, el cuchillo, la linterna, las cajas de fósforos, los carretes de hilo y el tarro de leche condensada. Envolvió todo esto con la manta, armándola como si fuera una mochila, y se la echó a la espalda. Con uno de los pedazos de soga improvisó unas riendas y montó sobre el burrito. Al rato ambos hermanos trotaban por el sendero que se perdía entre el bosque de crisantemos.
Los niños miraban embelesados el mundo que se abría ante sus ojos. Aunque era un bosque, todos sus colores eran mucho más intensos y brillantes que los de costumbre. El canto de los pájaros era nítido y el aire les llegaba profundo y dulce a los pulmones. A través del follaje, los rayos del sol penetraban pálidos y dorados, alegrando el alma de los niños, tanta era la belleza y el misterio que los rodeaba.
El lomo del borrico los mecía blandamente y Elena sintió deseos de cantar:
–Un, dos, un dos,
por aquí vamos dos.
Uno, dos,
un dos y tres,
con el borriquito
ya somos tres.
Por el camino atravesó una codorniz con cuatro crías.
–Ahí va el número cuatro –dijo Benjamín.
Pero Elena sacó las cuentas y sumó:
–Seríamos ocho si ese fuera el número cuatro. No, el cuatro todavía no llega.
Cantó:
–El bosque se adormece
y el cuatro no aparece.
–Es cierto –dijo Benjamín–, pero yo tengo que seguir contando el cuento. Partimos a lomo de burro –continuó– y entramos al gran bosque de aromos, dominio del Duque de la Luna. Y ahora, sucederá lo que voy a contar.
–Bueno –dijo Elena–. El cuento lo cuentas tú, pero si llega a ser necesario, yo puedo contarlo por ti y vale igual. ¿Ya?
–De acuerdo –respondió Benjamín. Y al sentir que estaban expresando sus ideas con claridad, le pareció que ellas eran fórmulas mágicas.
El burrito, que se llamaba Dulce Comodín (los niños lo abreviaron a Dulce), se detuvo de pronto y agachó los cuartos traseros, haciendo que los niños se deslizaran suavemente al suelo. Benjamín y Elena quedaron sentados sobre un tapiz de esponjosas flores de aromo. Estas caían como lluvia dorada y silenciosa, perfumando exquisitamente el aire. Un pájaro cantaba muy próximo, sobre una de las ramas más bajas del aromo. Era un negro tordo y su plumaje brillaba bajo un fino rayo de sol.
Elena le preguntó:
–¿Tú eres el número cuatro?
–No –respondió el tordo–, pero si siguen el rumor del agua quizás lo encuentren.
Por entre los árboles, llegaba melodioso el murmullo de un arroyo. El primero en seguirlo fue Dulce Comodín, que estaba sediento. Los niños corrieron detrás, hasta llegar a la orilla de un precioso arroyo de aguas transparentes que mostraban, nítidas, las piedras y arenillas del fondo. Luciérnagas de sol brillaban sobre las ondas y los niños entendieron lo que decían las aguas al correr:
Allá voy, aquí estoy,
adiooós.
Allá voy, aquí estoy,
adiooós.
Después de beber la fresca agua, decidieron seguir viaje; pero tuvieron dudas sobre qué camino tomar: o remontaban el arroyo, o seguían su curso.
–El tordo no fue muy claro, porque nos indicó seguir el rumor del agua. Y las aguas dicen lo mismo más arriba o más abajo –dijo Elena–. ¿Qué haremos?
–Bien –repuso Benjamín–. La pregunta sería: ¿nace el arroyo en el número cuatro, es afluente del número cuatro o desemboca en el número cuatro? Los habitantes del bosque son misteriosos para hablar y perderemos tiempo tratando de descifrar sus enigmas. Lo mejor es preguntar al arroyo.
–Pero las aguas solo dicen lo que van cantando al correr –objetó Elena.
–Sí –respondió Benjamín–, pero el arroyo no es solo el agua; también es el lecho por el que corre, las piedras del fondo y los seres que lo habitan. Como cada parte canta su propia canción, tenemos que comprender la totalidad; y esta totalidad es más fácil de encontrar en el nacimiento del arroyo. Por lo tanto, remontemos su curso y, si nos equivocamos, desandamos simplemente lo andado.
Los niños montaron entonces en Dulce, que partió trotando suavemente, bordeando el arroyo aguas arriba. Chupaban golosos el tarro de leche condensada, que por decisión de ambos no se terminaba nunca.
A medida que el sol corría por el cielo, el arroyo tomaba colores de oro; serpenteaba, angostándose cada vez más. Cuando se tornó rojo, comenzaron a crecer los helechos, enredándose por sobre las aguas, formando túneles, hasta que el oro y el rojo pálidos se esfumaron y tomaron su lugar el gris y el plata. El canto del agua fue callando hasta convertirse en el suave roce de los helechos sobre su superficie. La sombra verde oscura que estos reflejaban en el agua, se confundía con el azul de la noche que ya caía. Los pájaros cantaban sus oraciones para ir a dormir y, de pronto, el resplandor de la luna iluminó el cielo. Los niños habían llegado por fin al nacimiento del arroyo. Era una fuente en la que hundía sus fuertes raíces el aromo más alto que ellos jamás habían visto.
–Cuando sea grande quiero tocar el arpa –dijo Elena a su hermano. El sonido de las aguas, al caer de la fuente sobre unas piedras, le recordaba una melodía escuchada en ese instrumento.
Benjamín no respondió. Escudriñaba atento, tratando de encontrar el origen de unas gotas que caían de lo alto. Pero entre los racimos de flores que ahora parecían blancas, solo se recortaban, como una trampa negra, las ramas del aromo. Espoleando a Dulce, bordearon la fuente hasta llegar al lado del enorme árbol. Dos ojos amarillos los miraron desde un hueco del tronco.
Hu, hu, hu, aquí dentro estoy.
¿Bueno o malo soy?
Benjamín cerró los ojos y esperó que la respuesta fluyera de su corazón.
–En este momento eres bueno –respondió.
–Si es así –dijo el búho (pues era un búho)–, escogiste bien el camino. El origen es la respuesta y la meta es la respuesta. Si no sabes preguntar, estarás siempre confundido. Mira la luna y allí está el cuatro.
Benjamín miró hacia arriba: entre el enjambre de ramas vio una celeste cabeza recortada contra el halo de la luna.
–¿Quién eres? –preguntó Benjamín.
–Soy el Duende de la Luna –respondió el pequeño ser y luego suspiró tristemente–. Yo los conozco a ustedes, sobre todo a ti, pequeña Elena. Cada vez que te dormías llorando porque echabas de menos a tu mamá, yo acudía sobre un rayo de luna, me posaba en tu cabecita y tocaba mi flauta hasta disipar tu pena. Ese es mi trabajo: ahuyentar la tristeza de los niños cuando estos se duermen llorando. Pero hace unos días me robaron mi flauta y no pude acudir a tu cama. Entonces, la Ausencia de tu mamá aprovechó de meterse en tu corazón y ahí se quedó. Si no logramos que salga pronto, ella irá echando raíces; estas entierran sus uñas en el corazón y ahí se aferran fuertemente.
Benjamín miró preocupado a su hermana; por primera vez notó en sus ojos la presencia velada de otros ojos.
–¿Y quiénes son las Ausencias? –preguntó al duende.
–Las Ausencias son las que quedan en reemplazo de las personas que se van. Cuando las personas han vivido mucho tiempo en un lugar y luego se marchan, sus Ausencias son tan fuertes que hasta escuchamos sus murmullos. Si las personas son muy queridas, las Ausencias son más fuertes y poderosas. Para poder existir ellas se alimentan de tristeza, las que se encargan de sembrar constantemente en el corazón cuando han logrado penetrar en uno. Elena me daba mucho trabajo –explicó el duende–, porque cada vez que se separaba de su mamá, la Ausencia de ésta trataba de enterrarle las uñas para echar raíces. Esto lo hacen durante el sueño; pero yo estaba atento y lo impedía tocando mi flauta. Hace unas noches me la robaron y la Ausencia penetró en el corazón de Elena; sus uñas ya están comenzando a enraizar. Debemos recuperar rápidamente mi flauta o será tarde.
Elena rompió en llanto.
–Sí –dijo entre sollozos–, fue la noche en que soñé que mi mamá salía ahogada del río y chorreaba algas del pelo. Su cara linda me daba miedo y me llamaba y me llamaba... No recuerdo más.
–¡Miren! Este manantial brota del corazón de Elena –dijo el duende.
Los niños miraron. Al fondo, a través del agua cristalina, vieron un pequeño corazón que latía bombeando el manantial. La transparencia del agua les permitió ver también un rostro, pálido y tan triste, que difícilmente pudieron reconocer a su madre.
El duende dijo:
–Esta es la misma imagen de tu sueño ¿verdad?
–Sí –respondió Elena, y volvió a llorar con desconsuelo.
–Bien, esta no es tu mamá; esta es su Ausencia, tenemos que expulsarla de tu corazón, porque si no lo hacemos no podrás crecer bien; la Ausencia lo impedirá. Ayúdenme a recuperar mi flauta: quizás con sus notas podamos expulsarla.
–Pero ¿quién te la robó? –preguntó Benjamín.
–La Giganta Jorobada –repuso el duende–. Ella vive en la montaña rocosa que está detrás del Bosque de Aromos. Es mala; siempre está tratando de cazar a los pajaritos, pone trampas a las ardillas y a los conejos y tira de la cola al lobo. En un tiempo lejano su casa era bonita y la rodeaba un hermoso jardín; pero ahora todo está seco y la casa parecería abandonada si no fuera por el humo que sale de la chimenea cada vez que prepara su comida. Como yo tomo forma solo cuando alumbra la luna, no puedo entrar en su casa durante el día. Ella, por las noches, cierra todas las ventanas, de manera que no queda ni una rendija por la cual meterme. Es por esto que solo ustedes pueden ayudarme.