Читать книгу La luna sobre el Soho - Ben Aaronovitch - Страница 10
4. Una décima parte de mis cenizas10
ОглавлениеEl club Groucho se inauguró más o menos cuando yo nací para ofrecer sus servicios a aquellos artistas y profesionales de los medios de comunicación que pudieran permitirse invertir en su irónico posmodernismo. Por norma general, pasaba desapercibido para la policía porque, por muy de moda que estuviera el inconformismo de sus mecenas, no solían discutir sobre ello en la calle los sábados por la noche. O no lo hacían a no ser que hubiera alguna oportunidad de llegar así a los periódicos del día siguiente. Por allí se pasaban bastantes famosos con potencial para ir a rehabilitación, y apoyaban así al nicho ecológico de paparazzi que se agolpaba en la acera situada en frente de la entrada. Aquello explicaba por qué Stephanopoulos había acordonado la calle. Supuse que los fotógrafos estaban ahora tan enfadados como unos niños de cinco años.
—¿Estás pensando en St. John Giles? —pregunté.
—El modus operandi es bastante particular —respondió Stephanopoulos.
St. John Giles era un supuesto violador que los sábados por la noche drogaba a sus citas y cuya trayectoria se había visto truncada, literalmente, unos meses antes en un club, cuando una mujer, o al menos algo que tenía el aspecto de mujer, le había mordido el pene… con su vagina. Se llama vagina dentata y no se había registrado ningún caso verificado médicamente. Lo sé porque el doctor Walid y yo investigamos hasta llegar al siglo xvii para encontrar alguno.
—¿Conseguisteis avanzar algo con el caso? —preguntó Stephanopoulos.
—No —contesté—. Tenemos su descripción, la del amigo de St. John, algunas imágenes borrosas de una cámara de vigilancia y poco más.
—Al menos ahora podemos partir de una victimología comparativa. Quiero que llames a Belgravia, preguntes por el número del caso y que pongas al servicio de nuestra investigación a tus personas de interés —dijo.
Una «persona de interés» es un individuo que ha llamado la atención de la investigación y que aparece en el HOLMES, el gran sistema de búsqueda. Las declaraciones de los testigos, las pruebas forenses, las notas de los detectives en un interrogatorio, incluso las imágenes de las cámaras de vigilancia, todo le sirve de suministro al procesador informatizado de investigación. El sistema original surgió como resultado directo de la investigación Byford del caso del destripador de Yorkshire. Se interrogó varias veces al destripador, Peter Sutcliffe, antes de que lo detuvieran accidentalmente, en un control rutinario de tráfico. Los policías pueden vivir pareciendo corruptos, abusones o tiranos, pero que queden como unos estúpidos es intolerable porque eso suele minar la confianza que tienen los ciudadanos en el cuerpo de la ley y es perjudicial para el orden público. Puesto que faltaban chivos expiatorios que resultaran prácticos, la policía se veía obligada a profesionalizar a una cultura que, hasta entonces, se enorgullecía de que sus miembros fueran unos aficionados sin talento. HOLMES era parte de ese proceso.
Para que la información resultara útil, debía ponerse en el formato adecuado y comprobarse para asegurar que cualquier detalle relevante se había seleccionado y clasificado. No es necesario decir que yo todavía no había hecho nada de eso con el caso St. John Giles. Sentía la tentación de explicar que trabajaba para un departamento de dos personas, uno de los cuales acababa de aprender a controlar la televisión por cable, pero por supuesto que Stephanopoulos ya era consciente de ello.
—Sí, jefa —dije—. ¿Cómo se llama la víctima?
—Jason Dunlop. Era miembro del club, un periodista independiente. Se había registrado en una de las habitaciones del piso de arriba. La última vez que lo vieron yendo hacía allí fue justo después de las doce y lo encontró aquí, después de las tres, uno de los empleados de limpieza nocturnos.
—¿Hora de la muerte? —interrogué.
—Entre la una menos cuarto y las dos y media, súmale o réstale el margen habitual de error.
Hasta que el patólogo lo abriera en canal, el margen de error podía variar una hora hacia delante o hacia atrás.
—¿Hay algo en él que sea especial? —quiso saber.
No me hizo falta preguntarle a qué se refería. Suspiré. No tenía muchas ganas de acercarme de nuevo, pero me puse en cuclillas y aproveché la oportunidad para echar un buen vistazo. El rostro estaba relajado, pero tenía la boca cerrada por la forma en que la barbilla descansaba sobre su pecho. No tenía ninguna expresión que yo reconociera y me pregunté cuánto tiempo se había tirado allí sentado sujetándose la entrepierna antes de morir. Al principio creí que no había ningún vestigium pero entonces, de una forma muy débil que llegaría a los cien miniguaus, me llegó la sensación del oporto, de la melaza, el sabor del sebo y el olor de unas velas.
—¿Y bien? —me preguntó.
—No exactamente —respondí—. Si la magia lo atacó no fue de forma directa.
—Me gustaría que no la llamaras así —dijo Stephanopoulos—. ¿No podríamos llamarla «otros medios»?
—Como quiera, jefa —contesté—. Es posible que los «otros medios» no tuvieran nada que ver en este ataque.
—¿En serio? ¿Una mujer con dientes en el chocho? Yo diría que tiene mucho que ver, ¿no te parece?
Nightingale y yo habíamos hablado sobre esto después del primer ataque.
—Es posible que llevara una prótesis, sabe, algo como una dentadura postiza solo que insertada… en vertical. Si una mujer hizo eso, ¿no cree que usted podría…? —me di cuenta de que estaba haciendo movimientos de mordedura con la mano y me detuve.
—Bueno, yo no podría hacer eso —dijo Stephanopoulos—. Pero gracias, agente, por esa fascinante especulación. Sin duda me mantendrá despierta toda la noche.
—No tanto como a los hombres, jefa —dije, deseando haberme callado.
Stephanopoulos me dirigió una mirada extraña.
—Eres un mocoso insolente, ¿no? —dijo.
—Lo siento, jefa —respondí.
—¿Sabes lo que me gusta, Grant? Un buen apuñalamiento los sábados por la noche, que a un pobre capullo le claven un cuchillo porque ha mirado con sorna a otro cabrón borracho —dijo—. Con ese móvil sí que puedo intervenir.
Los dos nos quedamos quietos durante un instante, reflexionando sobre los lejanos y confusos acontecimientos de la noche anterior.
—No formas parte de la investigación oficial —dijo Stephanopoulos—. Considérate un mero asesor. Cualquier pista normal que encuentres la introduces en HOLMES y, a cambio, yo me aseguraré de que cualquier asunto extraño te llegue a ti. ¿Está claro?
—Sí, jefa.
—Buen chico —dijo.
Me di cuenta de que le gustaba lo de «jefa»
—Ahora piérdete y esperemos que no tenga que volver a verte.
Volví a la tienda de campaña del equipo forense y me quité el mono, cuidadosamente, para asegurarme de que la sangre no llegaba a mi ropa.
Stephanopoulos quería que mi participación fuera discreta, puesto que los disturbios de Covent Garden habían terminado con cuarenta personas y un comisario adjunto, que después se había visto sometido a una suspensión disciplinaria, en el hospital. Doscientas personas más detenidas, incluida la mayor parte del reparto de Billy Budd, incluso el propio jefe de Stephanopoulos estaba de baja después de que yo le clavara una jeringa llena de tranquilizantes de elefante. En mi defensa diré que estaba tratando de ahorcarme en aquel instante. Aquello sucedió antes de que se destruyera el Teatro Real de la Ópera y se quemara el mercado. La discreción y yo nos llevábamos bien.
***
Volví a La Locura y encontré a Nightingale en el comedor sirviéndose kitchiri11 de una de las bandejas de plata que Molly insiste en colocar en la mesa del bufet todas las mañanas. Levanté la tapa de una de las otras bandejas y encontré salchichas Cumberland y huevos escalfados. A veces, cuando has estado despierto toda la noche, puedes sustituir el sueño por una buena fritanga, esto me funcionó el tiempo suficiente para poder informar a Nightingale sobre el cadáver del club Groucho, aunque por algún motivo dejé la salchicha Cumberland a un lado. Toby se sentó en sus cuartos traseros junto a la mesa y me dirigió la mirada despierta de un perro que está listo para cualquier trozo de carne que la vida quiera darle.