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2. The Spice of Life
ОглавлениеLa gente, en general, tiene una visión distorsionada de la velocidad a la que avanza una investigación. Les gusta imaginarse conversaciones tensas detrás de unas persianas venecianas, entre detectives sin afeitar, pero rudamente atractivos, que se matan a trabajar y presentan una gran devoción hacia la botella y la ruptura matrimonial. La verdad es que, al terminar el día, a no ser que hayas dado con alguna clase de pista significativa, te marchas a casa y te pones a hacer las cosas que realmente importan en la vida: como beber, dormir y, si eres afortunado, tener una relación con la persona del género y orientación sexual que desees. Y yo hubiera estado haciendo al menos una de esas cosas a la mañana siguiente, si no hubiese sido el maldito último aprendiz de mago que quedaba en Inglaterra. Lo que significa que me pasaba todo mi tiempo libre aprendiendo teoría, estudiando lenguas muertas y leyendo libros como Ensayos sobre la metafísica de John «nunca-encontró-ninguna-palabra-polisílaba-que-no-le-gustara» Cartwright. Y aprendiendo magia, por supuesto, que es lo que hace que todo esto merezca la pena.
Esto es un hechizo: Lux iactus scindere. Puedes decirlo en voz baja, a voces, con convicción, o en medio de una tormenta mientras adoptas una pose dramática… No ocurrirá nada, porque las palabras solo son términos para la forma que preparáis en vuestra cabeza; lux es para crear la luz y scindere para dejarla fija. Si realizas este hechizo correctamente, se genera una fuente de luz inamovible en algún sitio. Pero si lo haces mal, el fuego puede producir un agujero en una mesa de laboratorio.
—¿Sabes? —dijo Nightingale—, creo que nunca había visto eso.
Terminé de rociar el banco con el extintor de CO2 y me agaché para ver si el suelo que había debajo de la mesa seguía estando intacto. Se veía una quemadura, pero, por suerte, no había ningún cráter.
—Se me sigue resistiendo.
Nightingale se levantó de su silla de ruedas y echó un vistazo. Se movió con cuidado apoyándose en su lado derecho. Si aún tenía alguna venda en el hombro, la llevaba oculta por debajo de su camisa almidonada color lila que había estado de moda durante la crisis por la abdicación de Eduardo VIII. Molly lo alimentaba afanosamente, pero a mí me parecía que seguía estando pálido y delgado. Me pilló mientras le observaba.
—Me gustaría que Molly y tú dejarais de mirarme así. Me estoy recuperando bien. Ya me habían disparado antes, así que sé de lo que hablo.
—¿Debería volver a intentarlo?
—No —respondió Nightingale—. Es obvio que el problema está en el scindere. Creo que avanzaste con él demasiado rápido. Mañana empezaremos a aprender esa forma de nuevo y entonces, cuando esté convencido de que lo controlas, volveremos al hechizo.
—Genial —dije.
—Esto no es inusual —su tono de voz era silencioso y reconfortante—. Tienes que asimilar bien las bases de esta destreza o todo lo que construyas encima estará corrompido, por no decir inestable. No hay atajos en la magia, Peter. Si los hubiera, todo el mundo la haría.
«Probablemente la harían en Got Talent», pensé, pero no le digo estas cosas a Nightingale porque no tiene ningún sentido del humor con respecto a las artes y solo usa la tele para ver el rugby.
Adopté el gesto atento de un aprendiz responsable, pero no engañé a Nightingale.
—Háblame de tu músico muerto —dijo.
Le presenté los hechos e hice hincapié en la intensidad de los vestigia que el doctor Walid y yo sentimos alrededor del cuerpo.
—¿Las sintió él con tanta fuerza como tú? —preguntó Nightingale.
Me encogí de hombros.
—Son vestigia, jefe —contesté—. Eran lo suficientemente intensos como para que los dos escucháramos una melodía. Eso resulta sospechoso.
—Lo es —dijo mientras volvía a sentarse en la silla de ruedas con el ceño fruncido—. Pero ¿es un crimen?
—La ley solo indica que tienes que matar a alguien ilegalmente, en tiempos de paz, con premeditación. No especifica cómo hacerlo —esa mañana le había echado un vistazo al Manual policial de Blackstone antes de bajar a desayunar.
—Me gustaría ver a la acusación defendiendo ese argumento ante un jurado —dijo—. Para empezar, necesitarás probar que la magia lo asesinó y, después, descubrir quién fue capaz de hacerlo y de conseguir que pareciera una causa natural.
—¿Usted podría? —pregunté.
Nightingale tuvo que pensárselo.
—Eso creo —dijo—. Primero tendría que pasar bastante tiempo en la biblioteca. Sería un hechizo muy peligroso y es posible que la música que se escuchaba fuera la signare del practicante, su firma involuntaria, porque, al igual que los antiguos operarios del telégrafo podían identificarse unos a otros dependiendo de cómo teclearan, cada practicante realiza los hechizos con su estilo personal.
—¿Tengo yo una firma? —interrogué.
—Sí —contestó Nightingale—. Cuando practicas las cosas tienen la tendencia inquietante de salir ardiendo.
—Lo digo en serio, jefe.
—Es demasiado pronto para que tengas una signare, pero otro practicante sabría, sin lugar a duda, que eres mi aprendiz —dijo Nightingale—. Suponiendo que nunca hubiera visto mi trabajo, por supuesto.
—¿Hay más practicantes por ahí fuera? —pregunté.
Nightingale se movió en la silla de ruedas.
—Quedan algunos supervivientes de antes de la guerra —respondió—. Pero además de ellos, tú y yo somos los últimos magos que hemos aprendido de forma tradicional. O al menos tú lo serás si alguna vez logras concentrarte lo bastante como para que te enseñe.
—¿Podría haberlo hecho alguno de esos supervivientes?
—No si el jazz formaba parte de la signare.
Y, en consecuencia, probablemente tampoco habría sido ninguno de sus aprendices. Si es que los tenían.
—Si no fue alguno de tu pandilla…
—De nuestra pandilla —dijo Nightingale—. Hiciste un juramento, eso te convierte en uno de los nuestros.
—Si no fue uno de los nuestros, ¿quién más podría hacerlo?
Nightingale sonrió.
—Alguno de tus amigos ribereños puede tener el poder suficiente —dijo.
Me quedé callado. Había dos dioses del río Támesis y los dos tenían sus propios hijos díscolos; uno por cada afluente. Desde luego que podrían tener el poder suficiente —yo mismo había visto a Beverley Brook inundar Covent Garden, lo que nos salvó la vida, por casualidad, a mí y a una familia de turistas alemanes.
—Pero Padre Támesis no actuaría por debajo de la esclusa de Teddington —dijo Nightingale—. Y Mamá Támesis no dañaría el acuerdo que tiene con nosotros. Si Tyburn quisiera verte muerto lo haría a través de los tribunales, mientras que Fleet te humillaría hasta la muerte en los medios de comunicación. Y Brent es demasiado joven. Por último, dejando de lado el hecho de que el Soho está en la peor orilla del río, si Effra quisiera matarte por medio de la música, no sería con el jazz.
«No cuando Effra es prácticamente la patrona del grime»,4 pensé.
—¿Hay alguien más? —interrogué—. ¿O algo más?
—Puede ser —contestó Nightingale—. Pero yo me centraría en determinar el cómo antes de preocuparme demasiado por el quién.
—¿Algún consejo?
—Podrías empezar por visitar la escena del crimen —dijo Nightingale.
***
Para gran frustración de la clase gobernante, a la que le gusta que sus ciudades estén limpias, ordenadas y dotadas de un buen cortafuegos, Londres nunca ha respondido bien a los proyectos grandiosos de planificación. Ni siquiera después de que se redujera a cenizas en 1666. Claro que esto no ha detenido algunos intentos posteriores y en la década de 1880, la Comisión metropolitana de obras construyó Charing Cross Road y Shaftesbury Avenue para facilitar una mejor comunicación entre el norte y el sur, el este y el oeste. El hecho de que durante el proceso acabaran con el barrio bajo y de mala fama de Newport Market, y redujeran así el número de pobres de aspecto antiestético que se divisaban mientras uno deambulaba por la ciudad, estoy seguro de que fue pura casualidad. Donde se cruzaban la carretera y la avenida apareció Cambridge Circus y en el lado oeste hoy está el teatro Palace, que se eleva en su gloria como una galleta de jengibre de la época tardíovictoriana. A su lado, y construido con el mismo estilo, se encuentra lo que una vez fue el pub George and the dragón, pero que ahora se llama The Spice of Life. En palabras de su propia publicidad: el mejor sitio de Londres para el jazz.
Cuando mi padre estaba metido en la escena, The Spice of Life no era un sitio de moda para el jazz. Según él, era estrictamente para veteranos vestidos con jerséis de cuello alto y perilla que leían poesía y escuchaban música regional. Bob Dylan y Mick Jagger tocaron allí un par de veces en los sesenta. Pero a mi padre, que siempre había dicho que el rock and roll estaba bien para los que necesitaban ayuda para seguir el ritmo, todo eso le daba igual.
Hasta que llegó aquella hora de la comida, yo nunca había estado dentro de The Spice of Life. Antes de ser policía no era el tipo de bar al que habría entrado a beber y después no era la clase de pub al que entraba a arrestar a la gente.
Había cronometrado mi visita para no coincidir con la locura de la hora de comer, lo que significaba que la multitud de gente que había en la plaza era, principalmente, de turistas y que el interior del pub estaba bien fresquito, tenue y vacío, solo con un olorcillo a productos de limpieza que se peleaba con años de cervezas derramadas. Quería saber cómo era el lugar y decidí que la mejor manera de hacerlo era quedarme en la barra y tomarme una cerveza, pero como estaba de servicio, solo tomé media. A diferencia de muchos pubs de Londres, The Spice of Life se las había arreglado para mantener el interior de latón y madera pulida sin parecer cursi. Según tomaba el primer sorbo de mi media cerveza, detecté de inmediato el olor a sudor de caballo, el sonido de los martillos sobre una caja para guardar instrumentos musicales, gritos, risas, el chillido distante de una mujer y el olor a tabaco. Todos estos sonidos eran bastante habituales en cualquier pub del centro de Londres.
Los hijos de Mūsā ibn Shākir eran alegres y atrevidos. Si no hubieran sido musulmanes, probablemente habrían llegado a ser los dioses de los frikis de la tecnología. Son famosos por el superventas de Bagdad del siglo ix, una recopilación de los ingeniosos aparatos mecánicos al que le pusieron con mucha imaginación el título de Kitab al-Hiyal (El libro de mecanismos ingeniosos). En él describen lo que posiblemente sea el primer aparato funcional para medir la presión diferencial y ahí es donde empieza el problema. En 1593, Galileo Galilei dejó de lado, durante un tiempo, la astronomía y la promulgación de la herejía para inventar un termoscopio que midiera el calor. En 1833, Carl Friedich Gauss ingenió un artefacto que midiera la fuerza de un campo magnético y, en 1908, Hans Geiger hizo un detector para ionizar la radiación. Actualmente, los astrónomos están detectando planetas alrededor de estrellas más lejanas al medir cuánto se bambolean sus órbitas y los cerebritos del CERN están juntando partículas con la esperanza de que el doctor Who aparezca y les diga que paren. La historia de cómo medimos el mundo físico es la propia historia de la ciencia.
¿Y qué tenemos Nightingale y yo para medir los vestigia? Una mierda, y no es que no sepamos desde el principio lo que intentamos medir. No me extraña que los herederos de Isaac Newton mantuvieran la magia tan bien escondida bajo sus pelucas. Yo había desarrollado mi propio sistema de coña para los vestigia basándome en el ruido que hiciera Toby cuando interactuara con cualquier resto de magia. Los llamaba guaus; un guau equivalía a suficientes vestigia como para que resultaran evidentes incluso cuando no los buscaba.
El guau sería un sistema internacional de unidades, por supuesto, y por ello, el trasfondo del ambiente habitual de un pub del centro de Londres constaba de 0,2 guaus (0,2 Gu) o de 200 miliguaus (200 mGu). Una vez lo establecí así para mi satisfacción, me terminé mi media pinta y me dirigí hacia el sótano, donde se podía escuchar jazz.
Unas escaleras destartaladas conducían al backstage, una habitación más o menos octogonal, con techos bajos y acentuada con unas gruesas columnas de color crema que aparentaban ser muros de carga, porque no le añadían nada de especial a la decoración. Estaba en la puerta mientras intentaba percibir algo de magia en el ambiente, y me di cuenta de que mi propia infancia estaba a punto de interferir con mi investigación.
En 1986, Courtney Pine sacó Journey to the Urge Within, lo que provocó que el jazz volviera a estar de moda de repente y con él la tercera y última racha de fama y fortuna de mi padre. Yo nunca iba de conciertos, pero durante las vacaciones del instituto, solía llevarme con él de visita a los clubs y a los estudios de grabación. Algunas cosas siguen vivas incluso antes de que aparezca la memoria consciente: la cerveza vieja, el humo del tabaco, el sonido que hace una trompeta cuando su intérprete está calentando. En el supuesto caso de que hubiera doscientos kiloguaus de vestigia en aquel sótano, yo no habría sido capaz de separarlos de mis propios recuerdos. Tendría que haber traído a Toby, habría sido más útil.
Me acerqué al escenario con la esperanza de que estar más cerca me ayudara. Mi padre siempre decía que a un trompetista le gusta dirigir su arma hacia el público, pero un saxofonista prefiere dar un buen perfil y uno de los dos lados es siempre su favorito. Mi padre tenía la creencia de que uno no levanta un instrumento con lengüeta a no ser que te dé igual la forma que adquiere tu cara cuando lo soplas. Me quedé en el escenario y reproduje las posturas clásicas de un saxofonista y, al hacerlo, empecé a sentir algo, en frente del escenario hacia la derecha, un pequeño hormigueo y la melodía de Body and Soul sonando de fondo, desgarradora y agridulce.
—Te pillé —dije.
Puesto que todo lo que tenía para seguir adelante era el eco mágico de una canción específica de jazz, concluí que había llegado la hora de averiguar qué versión exactamente, de los cientos que había de Body and Soul, era aquella. Lo que necesitaba era un experto en jazz tan obsesionado con el tema que este le hubiera consumido hasta el punto de descuidar su salud, su matrimonio y a sus propios hijos.
Había llegado la hora de ir a ver a mi viejo.
***
Por mucho que me guste el Jaguar, destaca demasiado en el trabajo diario de un policía. De manera que ese día iba conduciendo un antiguo Ford Asbo plateado y maltrecho que, a pesar de mis mejores intentos, olía levemente a coche de vigilancia y a perro mojado. Lo tenía escondido en Romilly Street con mi talismán mágico de «asunto policial» puesto en la ventanilla para repeler a los guardias de tráfico. Le había llevado el Asbo a un amigo mío que había puesto a punto el motor Volvo, y conseguía así una potencia aceptable, lo que me vino muy bien para esquivar los autobuses flexibles de Tottenham Court Road mientras me dirigía al norte, a Kentish Town.
Cada londinense tiene su territorio, es decir, un conjunto de pedacitos de la ciudad donde se sienten cómodos. Donde vives o donde fuiste a la universidad, donde trabajas o donde está tu gimnasio, esa parte concreta del West End donde sales de copas o, si eres policía, la zona por la que patrullas alrededor de tu comisaría. Si has nacido en Londres, aunque hayas oído lo contrario lo hemos hecho la mayoría, la parte más importante de esa área es donde creciste. Las calles por las que fuiste al colegio, donde te diste tu primer morreo, bebiste o vomitaste tu primer curry de pollo, desprenden una seguridad especial. Yo crecí en Kentish Town, que podría considerarse como un barrio periférico frondoso si tuviera más árboles y estuviera más en la periferia. Y si tuviera menos pisos de protección oficial. Un ejemplo eran las viviendas de Peckwater, donde vivía mi familia, que se habían construido a medida en que los arquitectos empezaban a entender que los proletarios también querían disfrutar del agua corriente y de un baño ocasional, pero antes de que se dieran cuenta de que a dichos obreros podría gustarles tener más de un hijo por familia. Quizás pensaron que tener tres dormitorios solo promovería la reproducción en la clase trabajadora.
Una ventaja que sí que tenía era un patio que se había transformado en un parking. Ahí encontré un hueco entre un Toyota Aygo y un Mercedes de segunda mano, maltrecho, con un lateral incriminatoriamente desigual. Aparqué, salí, activé la alarma y me alejé de allí con la seguridad de saber que, como en los alrededores me conocían, no iban a mangarme el coche. En eso consiste estar en tu barrio. Aunque, para ser sincero, sospecho que los matones locales le tenían mucho más miedo a mi madre que a mí. Lo peor que yo podía hacerles era arrestarlos.
Me pareció extraño escuchar música cuando abrí la puerta del piso de mis padres: The Way You Look Tonight sonaba, interpretada por un teclado, y provenía de la habitación principal. Mi madre estaba tumbada en el sofá bueno del salón. Tenía los ojos cerrados y todavía llevaba la ropa del trabajo: vaqueros, un suéter gris y pañuelo con estampado de cachemir en la cabeza. Me quedé estupefacto cuando vi que el equipo de música estaba en silencio y que incluso la televisión estaba apagada. La televisión no está nunca apagada en casa de mis padres… ni siquiera durante los funerales. Sobre todo, durante los funerales.
—¿Mamá?
Sin abrir los ojos, se llevó un dedo a los labios y después señaló hacia el dormitorio.
—¿Ese es papá? —pregunté.
Mi madre movió los labios hasta convertirlos en una lenta y feliz sonrisa que solo me sonaba de las fotografías antiguas. El tercer y último resurgimiento de mi padre a principios de los noventa terminó cuando perdió el labio, justo antes de una aparición en directo en la BBC 2. Después de eso no escuché a mi madre dirigirle más de dos palabras durante un año y medio a mi padre. Creo que ella se lo tomó de forma personal. La única vez que la he visto más molesta fue con el funeral de la princesa Diana, pero creo de algún modo eso lo disfrutó más… de una forma catártica.
La música seguía sonando, minuciosa y sincera. Recuerdo que mi madre, al sentirse inspirada por ver en repetidas ocasiones Buena Vista Social Club, le compró a mi padre un teclado, pero no recuerdo que él aprendiera a tocarlo.
Entré en el estrecho hueco que es la cocina y preparé unas tazas de té mientras se seguía escuchando la canción. Oí que mi madre se movía en el sofá y suspiraba. En realidad, no me gusta demasiado el jazz, pero fui el encargado de los vinilos de mi padre durante buena parte de mi infancia, llevándolos desde su colección hasta el tocadiscos cuando no se sentía bien, para reconocer la calidad que tiene cuando lo escucho. Mi padre estaba tocando algo con calidad (ahora era All Blues), pero no estaba haciendo nada arrogante con ella, solo dejaba que su melancólica belleza brillara. Volví y dejé el té de mi madre sobre la mesa auxiliar, que era imitación de nogal, después me senté a contemplarla mientras aquello durara, a la vez que ella lo escuchaba tocar.
Ni duró eternamente, ni por asomo lo suficiente. ¿Cómo podría hacerlo? Escuchamos a mi padre alargar la línea melódica para después detenerse en seco. Mi madre suspiró y se sentó.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó.
—He venido a ver a papá —respondí.
—Vale. Está frío —dijo tras sorber el té y movió la taza en mi dirección—. Hazme otro.
Mi padre apareció mientras yo estaba en la cocina. Oí que saludaba a mi madre y después escuché un sonido extraño de succión del que, con un sobresalto, me di cuenta de que lo emitían ellos dos al besarse. Casi tiro el té.
—Para —oí que susurraba mi madre—. Peter está aquí.
Mi padre metió la cabeza en la cocina.
—Esto no puede ser nada bueno. ¿Me harías a mí también un té?
Le indiqué que ya había sacado otra taza.
—Fantástico —dijo.
Cuando ya estaban ambos abastecidos con té, mi padre me preguntó a qué se debía mi visita. Tenían motivos para sentirse algo recelosos, ya que la última vez que aparecí inesperadamente acababa de incendiar el mercado de Covent Garden… más o menos.
—Es por un asunto de jazz con el que necesito que me ayudes —dije.
Mi padre me dedicó una sonrisa feliz.
—Ven a mi oficina —dijo—. El experto en jazz recibe visitas.
Si el salón era el territorio de mi madre y su extensa familia, el dormitorio principal le pertenecía a mi padre y a su colección de discos. Una leyenda familiar dice que las paredes fueron una vez de color crema, pero ahora, las estanterías de madera de pino sin barnizar sujetas por ménsulas de metal habían cubierto cada centímetro. Todos los estantes estaban llenos de vinilos colocados cuidadosamente en montones verticales, alejados de la luz del sol. Desde que me fui de casa, el creciente fondo de armario de mi madre, comprado en la tienda BHS, se había mudado a mi vieja habitación junto con todos sus zapatos comprados a granel. Esto dejó espacio suficiente para una cama de matrimonio, un teclado eléctrico grande y el equipo de música de mi padre.
Le dije lo que andaba buscando y él empezó a sacar discos. Empezamos, como yo ya me había imaginado, con la famosa versión de 1938 para el sello Bluebird de Coleman Hawkins. Fue una pérdida de tiempo, por supuesto, porque Hawkins apenas se acerca a la auténtica melodía. Pero dejé que mi padre la disfrutara entera antes de hacerle esa observación.
—La que escuché, era de la vieja escuela, papá. Tenía una melodía reconocible y todo lo demás.
Mi padre gruñó y echó mano a una caja de cartón llena de discos de 78 rpm para sacar una funda de cartulina lisa y marrón con celo en tres de los bordes, que contenía al Benny Goodman Trio en goma laca, con una etiqueta negra y dorada de la discográfica Victor Talking Machine Company. Mi padre tiene un tocadiscos que se ajusta a los 78 rpm, pero primero hay que cambiar el cartucho. Retiré laboriosamente el Ortofon y fui a buscar el Stanton. Todavía estaba guardado donde yo lo recordaba: en el pedacito de estantería vacía detrás del equipo de música, tumbado boca arriba para proteger la aguja. Mientras jugueteaba con el pequeño destornillador y montaba el cartucho, mi padre sacó con cuidado el disco y lo examinó con una sonrisa feliz. Me lo dio. Tenía el sorprendente peso de un disco de 78rpm, mucho más pesado que un LP; es muy probable que cualquiera que se criara exclusivamente con los CD, no hubiera podido levantarlo. Tomé el pesado disco negro por los bordes entre mis manos y lo coloqué con cuidado en el tocadiscos.
Siseó y emitió pequeños ruidos tan pronto como la aguja golpeó el surco y, a través de todo aquello, escuché a Goodman haciendo su introducción con el clarinete, luego vino el solo de piano de Teddy Wilson y después otra vez Benny con su clarinete. Por suerte, Krupa pasaba desapercibido en la batería. Aquello se parecía mucho más a la melodía que el difunto señor Wilkinson estaba tocando.
—Es posterior a esta —dije.
—Eso no será complicado —contestó mi padre—. Esta versión solo se grabó cinco años después de que se escribiera.
Probamos con un par de discos más de 78 rpm, incluida una versión de Billie Holiday, que dejamos puesta por gusto. Lady Day es una de las pocas cosas que mi padre y yo tenemos en común. Era hermosa y triste, aquello me ayudó a darme cuenta de lo que me estaba perdiendo.
—Tiene que ser más animada —dije—. Era un conjunto más numeroso y tenía más swing.
—¿Swing? —preguntó mi padre—. Estamos hablando de Body and Soul, nunca ha destacado por tener swing.
—Venga, papá, alguien tendrá que haber hecho una versión con más swing… aunque solo fuera para los blancos —dije.
—No hables de eso, jodido descarado —respondió mi padre—. Aun así, creo que sé lo que podríamos estar buscando.
Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un rectángulo de plástico y cristal.
—Tienes un iPhone —dije.
—En realidad es un iPod Touch —comentó—. No suena mal.
Aquello salió de la boca de un hombre que utilizaba un amplificador Quad de cincuenta años porque tenía válvulas en vez de transistores. Me dio los cascos y deslizó el dedo por la pantalla como si hubiera utilizado los controles táctiles durante toda su vida.
—Escucha esta —dijo.
Ahí estaba, remasterizada digitalmente, pero, aun así, con suficiente siseo y chasquidos para que los puristas fueran felices. Body and Soul, una melodía clara y con suficiente swing como para poder bailarla. Si no era la que había escuchado saliendo de aquel cuerpo no me cabía duda de que la tocaba la misma banda.
—¿Quién es? —pregunté.
—Ken Johnson —respondió mi padre—. El mismísimo «Old Snakehips». Esta canción sale de Blitzkrieg Babies and Bands, han logrado una buena conversión desde el disco de goma laca. La información del disco dice que el trompetista es «Jiver» Hutchinson. Pero es claramente Dave Wilkins porque la ejecución de los dedos es completamente distinta.
—¿Cuándo se grabó?
—El disco de 78 rpm original es de 1939 y se grabó en los estudios Decca en West Hampstead —dijo mi padre y me miró con entusiasmo—. ¿Todo esto forma parte de un caso? La última vez que viniste no parabas de hablar de cosas raras.
No pensaba seguirle la corriente.
—¿De qué va lo del teclado?
—Voy a reactivar mi carrera —dijo—. Tengo intención de convertirme en el próximo Oscar Peterson.5
—¿En serio? Aquello sonaba inesperadamente arrogante… incluso para mi padre.
—En serio —dijo y se removió en la cama hasta que llegó al teclado. Tocó un par de compases de Body and Soul, presentando la melodía antes de improvisar, y después se la llevó en una dirección que nunca he sido capaz de seguir ni de apreciar. Pareció decepcionado con mi reacción, aún espera que algún día me aficione. Claro que mi padre tenía un iPod, así que quién sabe lo que podría pasar.
—¿Qué le ocurrió a Ken Johnson?
—Lo mataron durante los bombardeos alemanes sobre Londres —dijo mi padre—. Como a Al Bowlly y a Lorna Savage. Ted Heath me contó que a veces pensaban que Göring se la tenía jurada a los intérpretes de jazz. Dijo que se sentía más seguro durante la guerra haciendo giras por el norte de África que dando conciertos en Londres.
Dudaba que estuviera buscando al espíritu vengativo del Reichsmarschall Hermann Göring, pero no perdía nada en comprobarlo por si acaso.
Mi madre nos echó del dormitorio para poder cambiarse. Hice más té y nos sentamos en el salón.
—El siguiente paso que voy a dar es buscar conciertos —dijo mi padre.
—¿Contigo al teclado?
—La melodía es la melodía —contestó mi padre—. El instrumento es únicamente el instrumento.
El intérprete de jazz vive para tocar.
Mi madre salió del dormitorio con un vestido de verano amarillo sin mangas y sin ningún pañuelo en la cabeza. Tenía el pelo dividido en cuatro secciones y enrollado en aquellas grandes trenzas que hacían sonreír a mi padre. Cuando yo era pequeño, mi madre solía soltarse el pelo cada seis semanas como un reloj. De hecho, cada fin de semana veía a alguien —una tía, una prima, una chica del final de la calle— sentada en el salón y quemándose el pelo químicamente para alisarlo. Si no hubiera ido a la discoteca con catorce años con Maggie Porter, cuyo padre era una pesadilla y cuya madre vendía seguros de automóviles, que llevaba el pelo rizado, habría llegado a la edad adulta pensando que el pelo natural de una niña negra olía a hidróxido de potasio. Ahora, me pasa como a mi padre, me gusta al natural o trenzado. La primera norma sobre el pelo de una mujer negra es que no se habla del pelo de una mujer negra, la segunda norma es que nunca se le toca el pelo a una mujer negra sin tener su permiso por escrito primero. Incluso después del sexo, el matrimonio o la muerte. Dicha cortesía no es recíproca.
—Tienes que cortarte el pelo —dijo mi madre.
Y con corte de pelo se refería, por supuesto, a lo bastante rapado como para que se me ponga moreno el cuero cabelludo. Le prometí que me encargaría de ello y se marchó airada a la cocina para hacer la cena.
—Yo fui un bebé de la guerra —dijo mi padre—. A tu abuela la evacuaron antes de tenerme y por eso en mi certificado de nacimiento pone Cardiff. Afortunadamente para ti, ella nos llevó de vuelta a Stepney antes del final de la guerra. O habríamos sido galeses.
A los ojos de mi padre, ser galés era un destino mucho peor que ser escocés. Contó que crecer en Londres a finales de los cuarenta era vivir como si la guerra continuara en la mente de las personas, entre las zonas de explosión, el racionamiento y las voces condescendientes de la BBC que sonaban en la radio.
—Menos por los explosivos, claro—aclaró mi padre—. En aquella época la gente todavía hablaba de que Bowlly había volado por los aires en Jermyn Street o de que el avión de Glenn Miller había desaparecido en el 44. ¿Sabías que era un auténtico comandante de la Fuerza Aérea de Estados Unidos? Hoy en día todavía aparece en las listas como desaparecido en combate.
Pero ser joven y talentoso en los cincuenta significaba vivir en el umbral de los cambios.
—La primera vez que escuché Body and Soul fue en el club Flamingo —dijo—. La tocó Ronnie Scott cuando aún estaba empezando a convertirse en Ronnie Scott. El club Flamingo, a finales de los cincuenta, era un imán para los pilotos negros que venían de Lakenheath y de otras bases estadounidenses.
—Querían a nuestras mujeres —dijo—, y nosotros queríamos sus discos. Siempre tenían los más actuales. Éramos la pareja perfecta.
Mi madre entró con la cena. Nuestra familia siempre se ha alimentado de dos cacerolas distintas: una para mi madre y otra, bastante menos picante, para mi padre, a quién también le gustan las rebanadas de pan blanco con mantequilla más que el arroz, lo que sería como llamar a voces a un problema cardíaco si no fuera porque está tan delgado como un palillo. Yo era un niño criado a base de dos cacerolas, tanto de arroz como de pan blanco, lo que explica mis rasgos cincelados y mi constitución varonil.
La cacerola de mi madre llevaba hoja de yuca mientras que la de mi padre contenía cordero. Esa noche me decanté por el cordero porque nunca me ha gustado la hoja de yuca, sobre todo cuando mi madre la empapa con aceite de palma. Utiliza tanta pimienta que la sopa se le pone de color rojo, juro que es una cuestión de tiempo que a algún invitado a cenar le empiece a salir humo por las orejas de forma espontánea. Cenamos en la mesa de centro grande y acristalada que hay en medio del salón y que tiene una botella de plástico de Highland Spring en el centro. Había servilletas de papel rosas y colines envueltos en celofán que mi madre había robado de su último trabajo como limpiadora. Le unté un poco de mantequilla al pan para mi padre.
Mientras comíamos pillé a mi madre mirándome.
—¿Qué? —pregunté.
—¿Por qué no sabes tocar como tu padre? —me preguntó.
—Porque sé cantar como mi madre —respondí—. Pero, por suerte, sé cocinar como Jamie Oliver.
Me dio con la mano en la pierna.
—No eres tan corpulento, podría vencerte —me dijo.
—Ya, pero soy mucho más rápido que antes —contesté.
La verdad es que no recuerdo la última vez que me senté a comer con mi madre y mi padre, no al menos sin que media docena de familiares estuviera presente. Ni siquiera estoy seguro de que pasara muy a menudo cuando yo era pequeño. Siempre había alguna tía, algún tío o algún primo pequeño roba-LEGOS, no es que me sienta resentido en casa.
Cuando saqué el tema, mi madre señaló que dicho primo roba-LEGOS acababa de empezar a estudiar una ingeniería en Sussex. «Genial», pensé, «así puede mangarle los LEGOS a otra persona». Señalé que me había convertido oficialmente en detective y que trabajaba para una rama secreta de Scotland Yard.
—¿Y qué haces? —me preguntó.
—Es confidencial, mamá —contesté—. Si te lo dijera tendría que matarte.
—Hace magia —dijo mi padre.
—No deberías esconderle nada a tu madre —comentó ella misma.
—No crees en la magia, ¿verdad, mamá?
—No deberías bromear con esas cosas —dijo—. La ciencia no tiene todas las respuestas, sabes.
—Aunque sí que tiene las mejores preguntas —dije.
—No estarás haciendo esas cosas de brujería, ¿verdad? —Se puso seria de repente—. Ya me preocupo suficiente por ti…
—Te prometo que no me estoy juntando con ningún espíritu maligno ni con ninguna clase de entidad sobrenatural —dije.
En particular porque la entidad sobrenatural con la que más me hubiera gustado juntarme vivía ahora mismo exiliada en la parte alta del río en la corte de Padre Támesis. Era una de esas relaciones trágicas: yo, un policía joven, y ella, la diosa de un río suburbano del sur de Londres… nunca funcionaría.
Cuando terminamos, me ofrecí para fregar los platos. Mientras usaba la mitad de la botella de jabón líquido de marca blanca para quitar todo el aceite de palma, podía escuchar a mis padres hablando en la habitación de al lado. La televisión seguía apagada y mi madre no había hablado con nadie por teléfono en tres horas. Todo empezaba a parecerse un poco a Fringe. Cuando terminé, salí y me los encontré uno al lado del otro en el sofá cogidos de la mano. Les pregunté si querían más té, pero me respondieron que no y me dedicaron un par de sonrisas idénticas y algo distantes. Me quedé muy sorprendido cuando me di cuenta de que estaban deseando que me fuera para poder irse a la cama. Agarré mi abrigo con rapidez, le di un beso de despedida a mi madre y prácticamente salí corriendo de la casa. A los jóvenes no nos gusta pensar en ciertas cosas.
Estaba en el ascensor cuando me llamó el doctor Walid.
—¿Has visto mi correo electrónico? —preguntó.
Le dije que había estado en casa de mis padres.
—He estado cotejando la tasa de mortalidad de los músicos de jazz de Londres —dijo—. Vas a tener muchas ganas de echarle un vistazo tan pronto como puedas… Llámame mañana cuando lo hayas visto.
—¿Hay algo que deba saber ahora mismo?
Las puertas del ascensor se abrieron y salí al vestíbulo alicatado. La noche era lo suficiente cálida como para que un par de críos estuvieran holgazaneando junto al portal. Uno de ellos intentó mirarme mal, pero yo se la devolví y desvió la mirada. Como he dicho, es mi territorio. Además, yo solía ser ese niño.
—Por las cifras que he obtenido, creo que en el último año dos de cada tres músicos de jazz han muerto en las siguientes veinticuatro horas después de haber dado un concierto en la región de Londres.
—Entiendo que, según las estadísticas, ¿eso es algo significativo?
—Está todo en el correo —dijo el doctor.
Colgamos cuando yo ya estaba llegando al Asbo.
«A la tecnocueva», pensé.
***
La Locura, según Nightingale, está salvaguardada por un conjunto de protecciones mágicas conectadas. Las renovaron por última vez en 1940, para permitir que Correos pudiera hacer funcionar un cable telefónico coaxial, que por aquel entonces era una tecnología vanguardista, hacia el edificio principal e instalar una centralita moderna. Las había descubierto bajo una sábana en un rincón del vestíbulo principal: un bonito armario de cristal y madera de caoba con adornos de latón que estaba brillante gracias a la necesidad obsesiva que tenía Molly de limpiar.
Nightingale dice que estas protecciones son imprescindibles, aunque nunca habla de por qué es así, suele añadir que él solo, valiéndose por sí mismo, no es capaz de renovarlas. Introducir un cable de banda ancha en el edificio estaba fuera de todo tipo de discusión. Parecía que durante una larga temporada íbamos a quedar estancados en la Alta Edad Media.
Por suerte, La Locura se había construido en estilo Regencia, en el que se puso de moda edificar un establo independiente detrás de la casa principal, de tal manera que los caballos y los sirvientes más apestosos vivieran en dirección opuesta a la de sus señores. Aquello significaba que al fondo había una cochera, que ahora se usaba como garaje, y sobre ella un ático, que antiguamente había servido como casa para los sirvientes y después como un espacio para fiestas, cuando hubo jóvenes solteros en La Locura, o al menos para las de más de uno. Las «protecciones» mágicas —a Nightingale no le gustaba que las llamara «campos de fuerza»— solían asustar a los caballos, por lo que no llegaban hasta la cochera. Esto significa que puedo desplegar un cable de banda ancha, consiguiendo por fin que haya un rincón en La Locura que viva para siempre en el siglo xxi.
El ático de la cochera tiene un estudio con un tragaluz en un extremo, un sofá otomano, un diván, una televisión plana y una mesa de cocina de IKEA que Molly y yo tardamos en montar tres malditas horas. Había utilizado el estatus de La Locura como una Unidad de Operaciones, para hacer que la Junta Directiva de Información soltara la pasta para media docena de radios Airwave con una estación de carga y para un terminal destinado al HOLMES 2. También tenía mi ordenador portátil, otro portátil de repuesto y mi PlayStation, que todavía no había tenido oportunidad de sacar de la caja. Por todo esto, hay un cartel grande en la puerta principal que dice «prohibida la magia so pena de sufrimiento». Este sitio es al que yo llamo la «tecnocueva».
Cuando encendí el ordenador, lo primero que vi fue un correo electrónico de Lesley con el asunto «¡Me aburro!», así que le reenvíe el informe de la autopsia que había realizado el doctor Walid para mantenerla ocupada. Después abrí el portal informático Xpress de la Policía Nacional, verifiqué en la Dirección General de Tráfico la matrícula de Melinda Abbot y comprobé que la información que aparecía coincidía con la del permiso de conducir. También busqué a Simone Fitzwilliam, pero por lo visto nunca había solicitado un permiso de conducir, ni tenía coche. Tampoco había cometido, había sido víctima o había informado de ningún crimen dentro del Reino Unido. Aunque quizás toda esa información se hubiera perdido, introducido erróneamente en las bases de datos, o ella se podía haber cambiado el nombre hacía poco tiempo. Las tecnologías informativas no siempre tienen el alcance deseado, razón por la que los polis aún siguen llamando a las puertas y apuntando cosas en pequeñas libretas negras. Las busqué a las dos en Google, por si acaso. Melinda Abbot tenía una página de Facebook, también había un par de personas más que se llamaban como ella, pero Simone Fitzwilliam no tenía ninguna presencia aparente en la red.
Me puse a trabajar con la lista de intérpretes de jazz fallecidos del doctor Walid siguiendo prácticamente el mismo método que antes. Me llamó la atención que todos eran hombres. En la televisión siempre hacen inteligentes referencias cruzadas en las que todo es perfectamente posible, pero lo que no muestran nunca es el jodido tiempo que se tarda en hacerlas. Pasada la medianoche, llegué al final de la lista sin estar todavía muy seguro de lo que estaba viendo.
Saqué una cerveza Red Stripe de la nevera, abrí la lata y eché un trago.
Hecho inequívoco número uno: cada año, durante los cinco últimos, dos o tres músicos de jazz habían muerto durante las veinticuatro horas siguientes a dar un concierto en el distrito de Londres. En cada uno de los casos, el forense dictaminó que la causa de la muerte era o «accidental» debido al abuso de drogas o por causas naturales. La mayoría por ataques al corazón con un par de aneurismas que se habían añadido para dar algo de variedad.
El doctor Walid había incluido un archivo complementario con un registro de todas las personas que indicaron que su profesión era la de músico y que habían muerto durante el mismo periodo.
Hecho inequívoco número dos: mientras otros músicos fallecían por «causas naturales» con una frecuencia alarmante, estos no solían morir después de dar conciertos del mismo modo que ocurría con los intérpretes de jazz.
Hecho inequívoco número tres: Cyrus Wilkinson no había indicado que su profesión fuera la de músico, sino la de contable. Uno nunca asegura ser algo freelance o artístico a no ser que quiera una solvencia económica personal más baja que la de un banco islandés. Esto me llevaba al hecho inequívoco número cuatro: mi análisis estadístico no servía prácticamente para nada.
Y aun así había tres músicos de jazz al año… no pensé que fuera una coincidencia.
Pero Nightingale no seguiría adelante con algo tan inconsistente. Y seguiría esperando a que me pusiera a perfeccionar mi scindere a partir de la mañana siguiente. Apagué y desconecté todo de los enchufes. Eso es bueno para el medio ambiente y, lo que es más importante, evita que todo mi caro equipo se fría de golpe por alguna sobrecarga mágica.
Entré en La Locura por la cocina. La luna menguante iluminaba el patio interior por la claraboya, así que dejé las luces apagadas mientras subía las escaleras hasta mi planta. En el balcón de en frente vislumbré una figura pálida que se deslizaba en silencio por entre las sombras oscuras de la sala de lectura occidental. Solo era Molly haciendo, de forma inquieta, lo que sea que hiciera por las noches. Cuando llegué al descansillo, el olor húmedo de la moqueta me indicó que Toby había vuelto a dormirse pegado a la puerta. El perrillo estaba tumbado bocarriba, las delgadas costillas subían y bajaban debajo del pelo. Husmeó y dio unas patadas dormido; las patas traseras golpearon el aire, lo que evidenciaba al menos quinientos miliguaus de magia ambiental. Entré en el dormitorio y cerré la puerta con cuidado para no despertarlo.
Me metí en la cama y antes de apagar la lámpara que tenía al lado le mandé un mensaje a Lesley: «¿Q CÑO HAGO AHORA?».
Me respondió a la mañana siguiente diciendo: «¡VE A HBLAR CON LA BNDA, IDIOTA!».