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3. A Long Drink of the Blues 6

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No me costó mucho encontrar a la banda. The Spice of Life tenía sus datos de contacto y todos los integrantes se mostraron de acuerdo en reunirse conmigo en el French House, en Dean Street, aunque tendría que ser por la noche porque todos trabajaban durante el día. Aquello me venía bien ya que iba retrasado con el vocabulario de latín. Deambulé hasta el Soho pasadas las seis y los encontré esperándome apoyados sobre una pared salpicada de fotos de gente que había sido famosa en la misma época en que mi padre no lo había sido.

El cartel de The Spice of Life denominaba a este grupo como el Mejor Cuarteto, aunque para mí no tenían mucho aspecto de hombres del jazz. Los bajistas son serios, como todo el mundo sabe, pero Max —en realidad Derek— Harwood era un tío blanco de unos treinta y cinco años con una apariencia normal. Incluso llevaba puesto un jersey de rombos de Mark y Spencer con cuello de pico debajo de la chaqueta.

—Ya teníamos a otro Derek en nuestra penúltima banda —dijo Max—. Así que me decanté por Max para evitar confusiones. Tomó un pequeño sorbo de cerveza. Les invité a la primera ronda y sentía que me habían cobrado debidamente de más. Max era un especialista en sistemas integrados del Metro de Londres, algo que, por lo visto, tenía que ver con los sistemas de señalización.

El pianista, Daniel Hossack, tenía formación en música clásica y era profesor de música en el colegio de Westminster, donde los alumnos eran increíblemente privilegiados. Tenía el pelo rubio con entradas, unas gafas redondas al estilo Trotsky y el tipo de amabilidad palpable que le llevaba a ser, probablemente, el blanco de las bromas de los listillos con granos de primero de Bachillerato, que iban a colegios privados.

—¿Cómo se conocieron? —pregunté.

—No creo que nos conociéramos en el sentido estricto de la palabra —dijo James Lochrane, el batería. Bajito, escocés, agresivo y profesor de historia francesa del siglo xvii en el instituto Queen Mary. Es más adecuado decir que nos fusionamos hace unos dos años…

—Más bien tres —le corrigió Max—. En el pub Selkirk. Los domingos por la tarde hay jazz. Cy vive por allí, así que parece que el local es suyo.

Daniel golpeteó el vaso nerviosamente con los dedos.

—Todos estábamos allí viendo a un grupo terrible que estaba destrozando… —Apartó la mirada en dirección a la última década—. No recuerdo qué.

—¿Body and Soul? —pregunté.

—No —dijo James—. Era Saint Thomas.

—La estaban masacrando —añadió Daniel—. Y Cy dijo, en voz bien alta para que todo el mundo, incluida la banda, le oyera: «Os apuesto a que cualquiera de nosotros puede tocarla mejor».

—Y eso es algo que no se hace —dijo Max. Los tres compartieron una sonrisa pícara al pensar en la transgresión—. Lo siguiente que recuerdo es estar sentados en la misma mesa, pidiendo bebidas y hablando de jazz.

—Como he dicho, nos fusionamos —dijo James.

—Y de ahí nuestro nombre—dijo Daniel—: El Mejor Cuarteto.

—¿Lo hicieron mejor? —pregunté.

—No que pudiera apreciarse —respondió Max.

—Peor, de hecho —comentó Daniel.

—Pero fuimos mejorando —añadió Max, y se rio—. Ensayábamos en casa de Cy.

—Ensayábamos mucho —dijo Daniel, y vació su vaso—. Vale, ¿qué más queréis?

No sirven pintas en el French House, de manera que James y Max compartieron una botella de tinto de la casa. Yo me pedí media cerveza bitter. Había sido un largo día y no hay nada como las declinaciones del latín para que te entre sed.

—Dos veces, tal vez tres, por semana —dijo Max.

—¿Entonces tenían ambiciones? —pregunté.

—En realidad ninguno nos lo tomábamos tan en serio —respondió James—. No era como si fuéramos unos críos y estuviésemos desesperados por triunfar a lo grande.

—Aun así, esos son muchos ensayos —comenté.

—Bueno, queríamos ser mejores músicos —dijo James.

—Aspiramos a convertirnos en hombres del jazz —comentó Max—. Interpretar la música para descifrar la música, ¿sabe a lo que me refiero?

Asentí.

—¿Creéis que ha tenido que cruzar el río para conseguir nuestras bebidas? —preguntó James.

Estiramos el cuello y dirigimos la vista hacia la barra. Daniel se balanceaba entre la multitud, con la mano levantada de manera optimista y un billete de veinte entre los dedos de la mano. Era un sábado noche en el Soho, por lo que cruzar el río podría haber sido más rápido

—¿Cómo de en serio se lo tomaba Cyrus? —pregunté.

—No más que el resto —respondió James.

—Aunque era bueno —dijo Max mientras hacía unos movimientos con los dedos—. Tenía todo ese rollo de los saxofonistas.

—De ahí las mujeres —añadió James.

Max suspiró.

—¿Melinda Abbot? —pregunté.

—Bueno, Melinda —dijo Max.

—Melinda era la que estaba en casa —dijo James.

—Sally, Viv, Tolene —enumeró Max.

—Daria —dijo James—. ¿Os acordáis de Daria?

—Como he dicho: todo el rollito de los saxofonistas —repitió Max.

Localicé a Daniel esforzándose en volver con las bebidas y me levanté para ayudarle a llevarlas hasta la mesa. Me dirigió con una mirada de aprecio de la que supuse que no compartía la envidia que sentían Max y James por lo de las mujeres. Le dediqué una sonrisa políticamente correcta y dejé caer las bebidas con un golpe seco sobre la mesa. Max y James alzaron las copas y todos entrechocamos las nuestras para brindar.

Era obvio que se habían olvidado de que yo era policía, lo que me resultó muy útil. De manera que la siguiente pregunta que les hice, la formulé con un cuidado especial:

—¿Entonces a Melinda no le daba igual?

—Bueno, Melinda se lo tomaba bien —dijo James—. Claro que no ayudaba que no viniera nunca a ningún concierto.

—No le gustaba —comentó Daniel.

—Ya sabes cómo funciona con las mujeres —dijo James—. No les gusta que hagas algo con lo que no se pueden identificar.

—Le iba el rollo New Age, los cristales y la homeopatía —aclaró Max.

—Siempre era bastante amable con nosotros —dijo Daniel—. Nos hacía café cuando ensayábamos.

—Y galletas —añadió Max con nostalgia.

—Las otras chicas no eran nada serio —dijo James—. Ni siquiera estoy seguro de que alguna vez se metiera mano con alguna de ellas. Al menos hasta que llegó Simone. Eso sí que fue un problema con «P» mayúscula.

Simone había sido la primera mujer que había ido a casa de Cyrus para ver los ensayos.

—Estaba tan callada que después de un rato te olvidabas de que estaba allí —comentó Daniel.

Melinda Abbot no se había olvidado de que Simone Fitzwilliam estaba allí y yo no podía culparla. Intenté imaginarme qué habría pasado si mi padre hubiera llevado a una mujer a casa para verle ensayar. Puedo deciros que no habría acabado bien. Las lágrimas solo habrían sido el principio.

Melinda, que como era obvio tenía unas nociones de elegancia que mi madre desconocía, al menos esperó hasta que todo el mundo se hubo marchado de la casa para, metafóricamente, subirse las mangas y echar mano del rodillo de amasar.

—Después de eso, Max se sacó de la manga un almacén de la Red de Transportes de Londres y allí terminamos —dijo James—. Soplaba el aire, pero estábamos mucho más relajados.

—Aunque hacía un frío terrible —añadió Daniel.

—Entonces, de repente, estábamos de vuelta en casa de Cy —dijo James—. Solo que ya no era Melinda la que servía el café y las galletas, si no la hermosísima Simone.

—¿Cuándo ocurrió todo esto?

—En abril, mayo… por esa época —respondió Max—. En primavera.

—¿Cómo se lo tomó Melinda? —interrogué.

—No lo sabemos —contestó James—. Nunca la vimos demasiado, ni siquiera cuando estaba por ahí cerca.

—Yo quedé con ella un par de veces —dijo Daniel.

Los demás se lo quedaron mirando.

—Nunca nos lo dijiste —indicó James.

—Me llamó y me dijo que quería hablar… Estaba enfadada.

—¿Y qué dijo? —preguntó Max.

—No quiero contarlo —contestó Daniel—. Es un secreto.

Y así se quedó. Conseguí volver a llevar la conversación hacia los hobbies «místicos» de Melinda Abbot, pero el grupo ya no me estaba prestando demasiada atención. El French House empezó a llenarse hasta los topes y, a pesar de que el hilo musical estaba prohibido, tuve que gritar para que me escucharan. Sugerí ir a comer algo.

—¿Va a pagar la cuenta la policía? —preguntó James.

—Creo que podríamos estirarnos un poco —dije—. Siempre y cuando no nos volvamos locos.

Todos los de la banda asintieron. No podía ser de otro modo, cuando eres músico, «gratis» es la palabra mágica.

Terminamos en Wong Kei, en Wardour Street, donde la comida es de fiar, el servicio es algo brusco y puede conseguirse una mesa a las once y media de la noche un sábado (si no te importa compartirla). Le mostré cinco dedos al tipo de la puerta y señaló hacia el piso de arriba, donde una joven de aspecto severo que llevaba una camiseta roja nos condujo hasta una de las mesas redondas grandes.

Un par de estudiantes norteamericanos pálidos, que hasta entonces habían tenido la mesa para ellos solos, se acojonaron visiblemente cuando nos dejamos caer en las sillas.

—Buenas noches —dijo Daniel—. No se preocupen, somos inofensivos.

Los dos estudiantes norteamericanos llevaban puestas unas sudaderas rojas e impolutas de Adidas con las palabras «MNU PIONEERS»7 bordadas a lo largo del pecho. Asintieron con nerviosismo.

—Hola —dijo uno de ellos—. Somos de Kansas.

Esperamos educadamente a que añadieran más detalles, pero ninguno de los dos nos dedicó una palabra más en los diez minutos que tardaron en terminarse la comida, pagar y salir pitando hacia la puerta.

—De todas formas, ¿qué es un MNU? —quiso saber Max.

—Ahora lo pregunta… —dijo James.

Apareció la camarera y empezó a dejar de golpe los platos principales. Yo tomé tiras de pato con ho fun frito, Daniel y Max compartieron arroz frito con huevo, pollo y anacardos, además de cerdo agridulce, y James tomó tallarines con ternera. Los del grupo pidieron otra ronda de cervezas Tsingtao pero yo seguí bebiendo el té verde que daban gratis y venía servido en una simple tetera de cerámica blanca. Le pregunté al grupo si solían tocar en The Spice of Life y les dio la risa.

—Hemos tocado allí un par de veces —dijo Max—. Normalmente los lunes a la hora de comer.

—¿Teníais mucho público? —pregunté.

—Estábamos en ello —dijo James—. Hemos dado conciertos en Bull’s Head, en el vestíbulo del Teatro Nacional, y en Merlin’s Cave en Chalfont Saint Giles.

—El viernes pasado fue la primera vez que conseguimos un hueco por la noche —dijo Max.

—¿Y cuál era el siguiente paso? —pregunté—. ¿Firmar con una discográfica?

—Cyrus se habría marchado —dijo Daniel.

Todo el mundo se lo quedó mirando fijamente durante un segundo.

—Venga ya, chicos, sabéis que habría ocurrido eso —dijo Daniel—. Habríamos dado algunos conciertos más, alguien le echaría el ojo y llegaría aquello de «Ha sido divertido, tíos, no perdamos el contacto».

—¿Tan bueno era? —pregunté.

James bajó la vista hacia los tallarines, después los atacó varias veces con los palillos mostrando una frustración evidente. Luego soltó una risita.

—Sí, sí que lo era —dijo—. Y cada día mejoraba más.

James levantó su botellín de cerveza.

—Por Cyrus el saxo —señaló—. Porque el talento termina por descubrirse.

Todos brindamos.

—¿Sabéis qué? —dijo James—. Vamos a buscar algo de jazz cuando terminemos esto.

***

El Soho cobra vida una noche cálida de verano con las conversaciones y el humo del tabaco. La gente de los pubs sale a la calle, los clientes de las cafeterías se sientan en unas mesas al aire libre, situadas sobre las aceras que, en origen, se construyeron lo suficientemente anchas como para que los transeúntes no pisaran los excrementos de los caballos. En Old Compton Street, los jóvenes vestidos con camisetas blancas ajustadas y unos apretadísimos vaqueros se admiran mutuamente y a su reflejo en los escaparates. Vi que Daniel dirigía su radar hacia un par de atractivos jóvenes que se miraban el uno al otro en la puerta del Admiral Duncan, pero estos le ignoraron. Era noche y, después de pasar tanto tiempo en el gimnasio, no iban a irse a la cama con nada que fuera inferior a un diez.

Un montón de chicas con un corte de pelo idéntico, un bronceado típico del desierto y acentos regionales pasaron por delante nuestro; unas reclutas que se dirigían a Chinatown y a los clubs de los alrededores de Leicester Square.

La banda y yo no seguimos adelante por Old Compton, sino que, más bien, fuimos rebotando de un grupito a otro. James casi se cae al suelo cuando un par de chicas blancas con tacones finos y unos vestiditos rosas de lana pasaron por delante.

—Vámonos a follar —dijo mientras se recuperaba.

—Ni en sueños —respondió una de las chicas mientras se alejaban. Aunque no lo dijo con malicia.

James comentó que conocía un sitio en Bateman Street, un pequeño club en un sótano que seguía la gran tradición del legendario Flamingo.

—O la del Ronnie Scott’s —dijo—. Antes de que fuera Ronnie Scott’s.

No había pasado mucho tiempo desde que estuve patrullando estas calles en uniforme y tenía el terrible presentimiento de que sabía a dónde íbamos. Mi padre suele entusiasmarse al hablar de la juventud que malgastó en los bares subterráneos llenos de sudor, música y chicas con jerséis ajustados. Cuenta que, en el Flamingo, tenías que buscar un sitio donde estuvieras dispuesto a permanecer toda la noche porque cuando todo empezaba, era imposible moverse. Un par de chavales, que habrían sido los empresarios trepas y descarados por excelencia de cockney si no fueran los dos de Guildford, habían diseñado el Mysterioso de forma deliberada como una recreación de aquellos días. Sus nombres eran Don Blackwood y Stanley Gibbs, pero se hacían llamar a sí mismos «gerencia». Había sido raro el turno de fin de semana en el que Lesley y yo no termináramos gritándole a la gente que se encontraba fuera en la calle.

No obstante, los líos nunca se producían dentro del club, gracias a que la gerencia contrataba a los gorilas más duros que pudiera encontrar, los ataviaba con unos trajes elegantes y les daba carta blanca con respecto a la política de admisión en la puerta. Tenían fama de ser arbitrarios al ejercer dicho poder, e incluso a las doce menos cuarto, seguía habiendo una cola de gente esperanzada que bajaba la calle.

Siempre ha existido la tradición de mirar con desaprobación en la escena del jazz británico y una forma de acariciarse la barbilla como diciendo «sí, ya veo» entre los fans con jerséis de cuello alto, mis acompañantes actuales era un claro ejemplo de esto último. A juzgar por la gente de la cola, esta antigua tradición no era habitual en el público que buscaba la gerencia. Aquello era un desfile de trajes de Armani, vestidos cuyo fin era impresionar, joyas ostentosas y navajas al ritmo del jazz, por lo que pensé que la banda y yo no íbamos a pasar el corte.

Bueno, al menos la banda no, desde luego. Siendo sincero, aquello me venía bien porque considerando que les había caído bien, una noche de jazz semiprofesional nunca había sido mi idea de pasarlo bien. Si lo hubiera sido, mi padre habría sido un hombre feliz.

Aun así, James, siguiendo la gran tradición de los escoceses violentos, no estaba listo para rendirse sin pelear, por lo que se pasó por alto la cola y empezó a ser ofensivo de inmediato.

—Somos músicos de jazz —le dijo al segurata—. Eso tiene que tener algún valor.

El gorila, un pedazo de carne del que yo sabía con certeza que había pasado un tiempo en Wandsworth debido a varios delitos que llevaban las palabras «con agravante», al menos lo meditó seriamente.

—Nunca te he escuchado —dijo.

—Puede ser —contestó James—. Pero todos formamos parte de la misma comunidad espiritual, ¿verdad? De la hermandad de la música. A su espalda, Daniel y Max intercambiaron una mirada y retrocedieron un par de pasos.

Yo di un paso al frente para obstaculizar el inevitable enfrentamiento violento y, al hacerlo, escuché un fragmento de Body and Soul. El vestigium era tenue, pero, sobre el ambiente del Soho, destacaba como una brisa fresca en una noche calurosa. Sin lugar a dudas salía del club.

—¿Eres amigo suyo? —me preguntó el gorila.

Podría haberle mostrado mi tarjeta de identificación, pero cuando todos los testigos útiles están a descubierto, tienen la tendencia de escabullirse en la oscuridad y de inventarse unas coartadas increíblemente detalladas.

—Ve a decirles a Stan y a Don que el hijo de Lord Grant les está esperando fuera —dije.

El gorila escudriñó mi rostro.

—¿Te conozco? —preguntó.

«No», pensé, «pero quizá me recuerdes por algunos grandes éxitos de los sábados por la noche como: “¿Podrías poner a ese cliente en el suelo? Me gustaría detenerlo” o “Ya puedes dejar de golpearlo, ha llegado la ambulancia”, y el clásico “Si no retrocedes ahora mismo, también te meteré en el trullo”».

—Soy el hijo de Lord Grant —repetí.

—¿Qué coño has dicho? —susurró James, detrás de mí.

Cuando mi padre tenía doce años, su profesor de música le dio una trompeta de segunda mano y le pagó unas clases de su propio bolsillo. Cuando tenía quince, había dejado la escuela, había encontrado un trabajo de repartidor en el Soho y gastaba todo su tiempo libre en buscar conciertos con avidez. Cuando tenía dieciocho, Ray Charles le escuchó tocar en el Flamingo y dijo —lo suficientemente alto como para que cualquiera que fuera importante lo oyera—: «Señor, ese chaval sí que sabe tocar». Tubby Hayes llamó a mi padre Lord Grant, como una broma en inglés, y se quedó con el apodo de ahí en adelante.

El gorila le dio unos golpecitos al Bluetooth, pidió hablar con Stan y le comunicó lo que yo le había dicho. Cuando obtuvo una respuesta, me quedé impresionado por la manera en que su expresión permaneció inalterable mientras se hacía a un lado y nos dejaba pasar.

—En ningún momento nos has dicho que tu padre fuera Lord Grant —dijo James.

—No es la clase de información que uno suelta sin motivo en una conversación, ¿no?

—No lo sé —dijo James—. Si mi padre fuera una leyenda del jazz creo que al menos lo mencionaría de vez en cuando.

—No somos dignos de ti —dijo Max mientras bajamos al club.

—Harás bien en recordar eso —dije.

Si el The Spice of Life era de madera antigua y latón pulido, el Mysterioso era de suelos de cemento y la misma clase de papel aterciopelado que los restaurantes orientales quitaron de sus paredes a finales de los noventa. Tal y como se anunciaba, estaba oscuro, lleno de gente e inesperadamente lleno de humo. La gerencia, en su búsqueda por obtener la autenticidad, hacía la vista gorda con el tabaco y quebrantaba lo estipulado en la Ley sobre la Salud (2006). Y no únicamente con el tabaco, a juzgar por el intenso olor afrutado que vagaba por encima de las cabezas de los clientes que no paraban de menearse. A mi padre le habría encantado este sitio, a pesar de que la acústica era una mierda. Solo faltaba un animatrónico8 de Charlie Parker pinchándose en una esquina para que hubieran creado el parque temático perfecto.

James y los chicos, siguiendo la gran tradición de todos los músicos, se fueron directos a la barra. Dejé que se fueran y me acerqué a la banda que, según la parte delantera de la batería, se llamaba los Funk Mechanics. Leales a su nombre, estaban tocando jazz funk en un escenario que apenas se elevaba un palmo del suelo. Eran dos tíos blancos, uno negro al bajo y una baterista pelirroja con un kilo de maquillaje plateado extendido por varias partes de su rostro. Mientras me dirigía hacia el escenario me percaté de que estaban tocando una versión funk de Get Out of Town, pero le habían dado un ritmo latino completamente falso que me sacó de quicio, lo que me extrañó incluso entonces.

Había reservados, tapizados con un cutre terciopelo rojo, que se alineaban en las paredes y gente que miraba hacia la pista de baile. Las botellas llenaban las mesas y los rostros, la mayoría pálidos, seguían el ritmo de la masacre que los Funk Mechanics estaban haciendo a un clásico. Había una pareja de blancos enrollándose en uno de los reservados del fondo. La mano del hombre bajaba a través del vestido de la mujer, el contorno de sus dedos apretaba de manera obscena la tela. Aquella imagen me dio ganas de vomitar y me hizo sentir escandalizado, fue entonces cuando me di cuenta de que aquella situación no tenía nada que ver conmigo.

Había visto cosas mucho peores durante mis viajes y me gusta bastante el jazz funk. Debía de haberme cruzado con una lacuna, es decir, un avispero de magia residual. No me había equivocado: estaba ocurriendo algo.

Lesley siempre se quejaba de que me distraigo con demasiada facilidad para ser un buen policía, pero ella habría pasado por todo el medio de la lacuna sin pensárselo dos veces.

James y el resto del grupo se abrieron paso por entre la multitud y me sorprendieron con un botellín de cerveza. Me bebí un trago y estaba buena. Me fijé en la etiqueta y vi que era un prohibitivo botellín de Schneider Weisse. Les dirigí una mirada y vi que ellos también sostenían las suyas.

—Nos ha invitado la casa —gritó Max con cierto entusiasmo.

Me percaté de que James quería hablar sobre mi padre, pero por suerte había mucha gente y demasiado ruido como para que arrancara.

—Así que esto es lo que se lleva ahora —exclamó Daniel.

—Eso tengo entendido —grito James.

Y entonces lo localicé: el vestigium, frío y remoto entre el calor de los cuerpos que bailaban. Me percaté de que era distinto al residuo de magia que se había aferrado a Cyrus Wilkinson. Este era más fresco, más nítido, y detrás de él solo podía percibir la voz de una mujer cantando: «My heart is sad and lonely». El olor a polvo y a madera rota y quemada me invadió de nuevo.

Había algo más, los vestigia que se aferraron a Cyrus se habían manifestado mediante el sonido de un saxofón, pero lo que ahora me llegaba era, sin lugar a duda, un trombón. Mi padre siempre trató con desdén al trombón. Decía que no quedaba mal entre los metales, pero que se podían contar con los dedos de una mano los solistas aceptables. Es un instrumento difícil de tomar en serio, pero incluso mi padre reconocía que un hombre que pudiera hacer un solo con él debía poseer un talento especial. Entonces me habló de Kai Winding y de J. J. Johnson. Pero los tíos que estaban sobre el escenario tocaban la trompeta, el bajo eléctrico y la batería, no el trombón. Tenía la horrible sensación de haberme plantado allí a falta de dos cupones para conseguir el tostador.

Dejé que la vestigia me guiara a través de la multitud. Había una puerta a la izquierda del escenario, medio escondida, detrás de las estanterías con los altavoces, con las palabras solo personal autorizado escritas de forma torcida sobre ella en pintura amarilla sobre un fondo negro. Hasta que no llegué a la puerta, no me percaté de que los miembros del grupo me habían seguido como borregos. Les dije que se quedaran fuera, así que, por supuesto, me siguieron dentro.

La puerta llevaba directamente a la zona de camerino/vestuario/almacén, un espacio largo y estrecho que me pareció una carbonera transformada. Las paredes estaban cubiertas de viejos pósteres amarillentos de grupos y conciertos. Un tocador teatral pasado de moda, con un arco de bombillas, estaba atrapado entre una nevera de doble puerta y una mesa de caballete cubierta con un mantel rojo y verde navideño de usar y tirar. Una montaña de botellines de cerveza cubría la mesilla auxiliar y una mujer blanca de veintipocos dormía en uno de los dos sofás de cuero verde que completaban el resto de la habitación.

—De modo que así es cómo vive la otra mitad —comentó Daniel.

—Hace que todos esos años de ensayos casi merezcan la pena —dijo Max.

La mujer del sofá se sentó y se nos quedó mirando. Llevaba puesto un peto que era ancho por la cintura y una camiseta amarilla con las palabras no es no, vete a la mierda impresas a lo largo del pecho.

—¿Puedo ayudaros? —preguntó.

Tenía los labios pintados de morado oscuro, y el color se le había extendido por una mejilla.

—Estoy buscando al grupo —contesté.

—Como todos entonces —respondió, y me tendió la mano—. Me llamo Peggy.

—¿El grupo? —pregunté mientras ignoraba su mano.

Peggy suspiró y se estiró para soltar los hombros, lo que hizo que le sobresaliera el pecho y consiguiera toda nuestra atención, salvo la de Daniel, por supuesto.

—¿No están actuando? —preguntó.

—El grupo anterior a ellos —respondí.

—¿Se han ido? —interrogó Peggy—. Oh, esa zorra, me dijo que me despertaría después de la actuación. Esto ya es demasiado.

—¿Cómo se llama el grupo?

Peggy se dejó caer del sofá y empezó a buscar sus zapatos.

—¿Sinceramente? —dijo—. No lo recuerdo. Eran el grupo de Cherry.

—¿Tenían a alguien que tocara el trombón? —pregunté—. A alguien bueno.

Max encontró sus zapatos detrás del otro sofá: unas sandalias con una tira y con tacón fino de diez centímetros que no me parecía que pegaran mucho con el peto.

—Diría que sí —dijo—. Tiene que ser Mickey, es único entre un millón.

—¿Sabes a dónde iban después del concierto?

—No, lo siento —respondió—, yo solo me dejaba llevar.

Subida en sus tacones era casi tan alta como yo. El peto formaba unos huecos en los laterales que revelaban una tira de carne pálida y el borde adornado de unas bragas rojo pasión de seda. Me di la vuelta. Había perdido el rastro del vestigium cuando entré en la habitación y Peggy no estaba favoreciendo mi concentración. Me llegaron flashes de otras cosas: olor a lavanda, a un capó de coche que se había quedado al sol, y un sonido resonante, como el silencio que sigue a un ruido fuerte.

—¿Quiénes sois? —preguntó Peggy.

—Somos la policía del jazz —dijo James.

—Él es el policía del jazz —dijo Max refiriéndose a mí, supongo—. Nosotros seríamos los partisanos de Old Compton Street.

Aquello me provocó la risa, lo que demuestra lo borracho que estaba.

—¿Está Mickey en un lío? —preguntó Peggy.

—Solo si le ha echado a alguien en el hombro la saliva del pistón —respondió Max.

No podía dedicar más tiempo a estar de cháchara. Había otra puerta en la habitación, con un cartel de salida de emergencia, así que me dirigí hacia ella. Al otro lado había un pasillo de ladrillo corto, simple y gris que estaba medio bloqueado por muebles amontonados, cajas y bolsas de plástico negras, lo que quebrantaba ampliamente las normas de seguridad establecidas. Había otra puerta de emergencia, dotada de barras antipánico, que conducía hacia una escalera que subía hasta el nivel de la calle. Las barras de la puerta que había al final de la escalera estaban sujetadas, de forma ilegal, con un candado para bicicleta.

Nightingale conocía un hechizo que podía sacar de golpe la cerradura de su cavidad, pero al parecer a mí todavía me quedaba un año para aprenderlo, así que tuve que improvisar. Me detuve a una distancia prudencial y lancé una de mis fallidas bombas de luz sobre el candado. Lo que les falta de delicadeza lo compensan con agresividad. El calor me hizo dar un paso atrás y, al entrecerrar los ojos, conseguí ver la caída del candado dentro de la burbuja ondulante. Cuando supuse que el candado estaría bien ablandado, dejé de hacer el hechizo y la burbuja explotó como una pompa de jabón. Entonces formulé mentalmente la agradable forma impello. Era la segunda forma que había aprendido, así que sé que es algo que se me da bien. Impello mueve las cosas de sitio, en este caso la línea central de las dobles puertas. Abrió las puertas de golpe, rompiendo el candado y dando un portazo tan fuerte que sacó una de sus bisagras.

Era algo impresionante, aunque lo dijera yo mismo. Los rebeldes, que había subido las escaleras detrás de mí, pensaban lo mismo sin duda.

—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó James.

—Chicle aluminotérmico —dije con optimismo.

Sonó la alarma del club, por lo que había llegado la hora de ponerse en marcha. Los rebeldes y yo recorrimos sin preocupación los cincuenta metros que nos faltaban para doblar la esquina y salimos a Frith Street en un tiempo récord. Era lo bastante tarde como para que los turistas ya estuvieran de vuelta en sus hoteles y las calles se hubieran convertido en un hervidero de chavales y marimachos.

James se puso delante de mí e hizo que me detuviera.

—Esto tiene algo que ver con la muerte de Cy, ¿verdad?

Estaba demasiado hecho polvo como para discutir.

—Tal vez —contesté—. No lo sé.

—¿Le ha hecho alguien algo a Cyrus? —preguntó.

—No lo sé —dije—. Si acabarais de dar un concierto, ¿a dónde iríais?

James parecía estar confuso.

—¿Cómo?

—Échame una mano, James. Estoy intentando encontrar al trombonista… ¿a dónde iríais?

—El Potemkin abre hasta tarde —dijo Max.

Aquello tenía sentido. Allí había comida y, lo más importante, alcohol hasta las cinco de la mañana. Bajé Frith Street acompañado de los partisanos. Querían saber lo que estaba ocurriendo… y yo también. James, en particular, se mostraba peligrosamente cauto.

—¿Te preocupa que pueda pasarle lo mismo a ese trombonista? —preguntó.

—Tal vez —contesté—. No lo sé.

Giramos hacia Old Compton Street y nada más vimos las luces azules intermitentes de la ambulancia, supe que había llegado tarde. Estaba aparcada en el exterior de un club con las puertas traseras abiertas y, a juzgar por lo despacio que se movían los técnicos de emergencias sanitarias alrededor de la víctima, o estaba ilesa o muerta. Yo no apostaba porque estuviera ilesa. Una multitud de mirones ocasionales se habían reunido bajo la atenta mirada de una pareja de oficiales de apoyo a la comunidad policial y un agente que reconocí de la época que pasé en la comisaría de Charing Cross.

—Purdy —exclamé y echó un vistazo—, ¿qué tenéis?

Purdy avanzó pesadamente. Cuando llevas puesto un chaleco antipuñaladas, el cinturón con el equipo, una porra extensible, un casco con forma de pezón, un arnés sobre los hombros, el walkie-talkie, las esposas, el spray de pimienta, la libreta y las chocolatinas Mars de emergencia, solo puedes avanzar torpemente. Phillip Purdy tenía la reputación de ser un «policía de uniforme», lo que significaba que nada se le daba bien, salvo llevar puesto el uniforme. Pero eso me valía ahora mismo, porque los policías eficaces hacen demasiadas preguntas.

—Recogida en ambulancia —dijo Purdy—. Un tío acaba de morirse en medio de la calle.

—¿Echamos un vistazo? —lo expresé como una pregunta. Con amabilidad se llega a cualquier parte.

—¿Estás de servicio?

—No lo sabré hasta que eché un vistazo —dije.

Purdy gruñó y me dejó pasar.

Los técnicos de emergencias sanitarias estaban levantando a la víctima para subirla a la camilla. Era más joven que yo, de piel oscura y con rasgos africanos. Apostaría por nigeriano o ghanés si tuviera que adivinarlo o, lo que era más probable, uno de sus padres era de uno de esos países. Llevaba ropa elegante: unos chinos color caqui y una chaqueta a medida. Los técnicos de asistencia sanitaria habían rasgado su camisa blanca de algodón, que aparentaba ser carísima para utilizar el desfibrilador. Tenía los ojos abiertos y vacíos, eran de color marrón oscuro. No me hacía falta acercarme más. Si el cuerpo consiguiera tocar Body and Soul más alto, me habría puesto a acordonar la calle y vender entradas.

Le pregunté a los técnicos de asistencia sanitaria la causa de la muerte, pero ellos se encogieron de hombros y dijeron que una insuficiencia cardíaca.

—¿Está muerto? —preguntó Max detrás de mí.

—No, solo está meando tumbando —respondió James.

Le pregunté a Purdy si llevaba alguna identificación y él me tendió una bolsa hermética con una cartera dentro.

—¿Esta es tu ronda? —preguntó.

Asentí, agarré la bolsa y firmé con cuidado el papeleo, para garantizar la cadena de custodia ante futuros procedimientos jurídicos, antes de metérmelo todo en el bolsillo del pantalón.

—¿Había alguien con él?

Purdy sacudió la cabeza.

—Yo no vi a nadie.

—¿Quién llamó a emergencias?

—Ni idea —dijo Purdy—. Es probable que fuera desde un móvil.

Los oficiales como Purdy le dan a Scotland Yard esa admirable reputación respecto a la atención al ciudadano, lo que nos convierte en la envidia del mundo civilizado.

Mientras metían la camilla en la ambulancia oí a Max vomitar estrepitosamente.

Purdy observó a Max con el interés característico de un poli que se enfrenta a un turno de sábado noche muy largo y al que le supondría al menos dos horas meter a un borracho alborotador en una celda, además de papeles para rellenar en la cafetería con una taza de té delante y un sándwich. Malditos sean los trámites burocráticos que mantienen a los buenos policías lejos de la primera línea de acción. Desilusioné a Purdy cuando le dije que yo me encargaría de ello.

Los técnicos de asistencia sanitaria mostraron su intención de marcharse, pero yo les respondí que esperaran. No quería arriesgarme a que el cuerpo se perdiera antes de que el doctor Walid tuviera la oportunidad de echarle un vistazo, aunque necesitaba saber si este chico había tocado en el Mysterioso. De entre todos los rebeldes, Daniel me pareció el más sereno.

—Daniel, ¿estás sobrio? —pregunté.

—Sí —respondió—. Y los estoy más cada segundo que pasa.

—Tengo que irme en la ambulancia. ¿Puedes ir corriendo al club y conseguir una copia de la lista de canciones? —Le di mi tarjeta—. Llámame al móvil cuando la tengas.

—¿Crees que le pasó lo mismo? —interrogó—. Que, a Cyrus, me refiero.

—No lo sé —contesté—. En cuanto sepa algo os llamaré.

Los técnicos me llamaron.

—¿Vienes o qué?

—¿Estás bien?

Daniel me dedicó una sonrisa.

—Un hombre del jazz, ¿recuerdas? —respondió. Levanté el puño y, tras un momento de confusión por parte de Daniel, golpeó sus nudillos con los míos.

Subí a la ambulancia y los técnicos cerraron las puertas.

—¿Vamos al Hospital Universitario? —pregunté.

—Esa es la idea —respondió.

Ni nos molestamos en poner las luces de emergencia y la sirena.

***

Uno no puede llegar y depositar sin más un cadáver en la morgue. Para empezar, debe certificarlo como tal un médico auténtico. No importa en cuántas partes esté el cuerpo, hasta que un miembro plenamente acreditado del Cuerpo Médico Británico no diga que está muerto, ocupa, en términos burocráticos, un estado indeterminado como si fuera un electrón, un gato atómico en una caja, así como mi autoridad y compromiso legal para llevar a cabo por mi cuenta lo que equivalía a una investigación por asesinato.

En Urgencias, los domingos a primera hora de la mañana, siempre son un deleite, entre la sangre, los gritos y las recriminaciones que tienen lugar mientras la bebida se esfuma y el dolor empieza a ser patente. Cualquier policía que se sienta lo suficientemente generoso como para pasarse por allí puede verse involucrado en media docena de emocionantes altercados, en los que normalmente están implicados Ken y a su mejor amigo Ron, los cuales sueltan siempre el mismo discurso: no es que estuviéramos haciendo nada, agente, lo prometemos, fue algo totalmente accidental. Yo me quedé metido en el box con mi tranquilo cadáver, agradeciendo que fuera así. Cogí un par de guantes quirúrgicos de una caja que había dentro de un cajón y registré su cartera.

El nombre completo de Mickey el Hueso era, según su carné de conducir, Michael Adjayi. De manera que era de familia nigeriana y, según su fecha de nacimiento, acababa de cumplir los diecinueve.

«Tú madre va a estar muy cabreada contigo», pensé con tristeza.

Tenía un montón de tarjetas bancarias —Visa, MasterCard— y una del Sindicato de Músicos. Había un par de tarjetas de presentación incluyendo una de un agente, anoté los datos en mi libreta. Después volví a meter todo con cuidado en la bolsa de pruebas.

Hasta las tres menos cuarto no apareció ningún residente para declarar que Michael Adjayi había fallecido. Pasaron otras dos horas desde que yo declaré que el cadáver era la escena de un crimen, hasta que llegaron los datos del médico, se obtuvieron copias de la documentación pertinente, de las notas de los técnicos y del médico, y se bajó el cuerpo de forma segura a la morgue a la espera de la delicada asistencia del doctor Walid. Aquello me dejó con la feliz última parte, en la que debía contactar con los seres queridos de la víctima y darles la noticia. En la actualidad, la forma más fácil de hacerlo es coger el teléfono móvil de alguien y ver lo que sale en el registro de llamadas. Como era de esperar, Mickey tenía un iPhone. Lo encontré en el bolsillo de su chaqueta, pero la pantalla estaba en blanco y no me hacía falta desmontarlo para saber que el chip estaba destrozado. Lo metí en una bolsa de pruebas, pero no me molesté en etiquetarlo, me lo llevaba a La Locura. Cuando me cercioré de que nadie más iba a tocar el cadáver, llamé al doctor Walid. No encontraba ningún motivo para despertarle, de modo que llamé a su oficina y le dejé un mensaje para que lo viera por la mañana.

Si Mickey era realmente la segunda víctima, significaba que un asesino mágico de los hombres del jazz, y más me valía pensar en un nombre mejor para él que ese, había actuado dos veces en menos de cuatro días.

Me preguntaba si habría existido un grupo similar entre las listas de fallecidos del doctor Walid. Tendría que comprobarlo cuando volviera a la tecnocueva de La Locura. Estaba debatiendo conmigo mismo entre si debía irme a casa o dormir en la sala de empleados de la morgue, cuando me sonó el teléfono. No reconocí el número.

—¿Sí? —pregunté.

—Soy Stephanopoulos —dijo la sargento detective—. Se requieren tus servicios especiales.

—¿Dónde?

—En Dean Street —dijo. De nuevo en el Soho… claro, ¿cómo no?

—¿Puedo preguntar a qué se debe?

—Un asesinato de lo más horrendo —respondió—. Trae un par de zapatos extra.

Llegado cierto momento, el café ya no es suficiente y si no hubiera sido por el repugnante olor del ambientador que utilizaba el malhumorado conductor letón de mi taxi, me hubiera quedado dormido en la parte de atrás.

Dean Street estaba acordonada desde la esquina con Old Compton hasta donde se cruzaba con Meard Street. Vi al menos dos furgonetas Sprinter civiles y un grupo de Vauxhall Astra plateados, lo que suele ser una señal inequívoca de que hay un Equipo de Investigación de Delitos Graves en el lugar de los hechos.

Un agente al que reconocí de la Brigada de Homicidios de Belgravia me estaba esperando en la cinta. Un poco más arriba de Dean Street se había colocado una tienda para el equipo forense sobre la entrada del club Groucho, tenía un aspecto tan tentador como algo que hubiera salido de un ejercicio de guerra biológica.

Stephanopoulos me estaba esperando dentro. Era una mujer bajita y terrorífica cuya capacidad legendaria para la venganza le había asegurado el título de ser la agente lesbiana menos expuesta a que se hicieran comentarios despectivos sobre su orientación sexual. Era corpulenta y tenía un rostro cuadrado que no mejoraba con el corte de pelo militar raso a lo Sheena Easton, al que uno se podía referir como «irónico, posmoderno, de moda entre las bolleras», pero solo si era un masoca.

Ya llevaba puesto el mono azul forense desechable y una mascarilla colgaba alrededor de su cuello. Alguien había sacado un par de sillas plegables de algún lugar y había dejado un mono para mí. Solemos llamarlos trajes Noddy9 y sudas como un cerdo cuando lo llevas puesto. Me fijé en que había manchas alrededor de los tobillos de Stephanopoulos y en los cachivaches de plástico con los que nos cubrimos los zapatos.

—¿Qué tal está tu jefe? —me preguntó la sargento detective mientras me senté y empecé a ponerme el traje.

—Bien —respondí—. ¿Y el suyo?

—Bien —dijo—, volverá al servicio el mes que viene.

Stephanopoulos conocía la verdad sobre La Locura, así como un amplio número de superiores de la policía; solo que no era la clase de tema del que uno hablaba en una conversación civilizada.

—¿Está usted a cargo de esta investigación, señora? —pregunté. El superior que investiga un delito grave solía ser, al menos, un inspector, no un sargento.

—Por supuesto que no —contestó Stephanopoulos—. El Departamento de Investigaciones Criminales nos ha prestado a un inspector jefe, aunque está controlando la situación desde un enfoque flexible, en lo que se refiere a la colaboración, que consiste en que los agentes experimentados jueguen un papel principal en las áreas que mejor conocen.

En otras palabras: se había encerrado en su oficina y había dejado a Stephanopoulos al mando.

—Siempre resulta satisfactorio ver a los superiores adoptando una postura con visión de futuro en sus relaciones piramidales —dije y mi recompensa fue una casi sonrisa.

—¿Estás preparado?

Me puse la capucha y tiré de los cordones. Stephanopoulos me dio una mascarilla y me condujo al interior del club. El vestíbulo tenía un suelo de azulejos blancos que, a pesar de las precauciones que se habían tomado, tenían un rastro de manchas de sangre que atravesaba un par de puertas con celosías de madera.

—El cuerpo está abajo, en el baño de caballeros —indicó Stephanopoulos.

Las escaleras que llevaban a la escena del crimen eran tan estrechas que tuvimos que dejar subir a una multitud de forenses antes de bajar nosotros. No existen los grupos forenses que ofrezcan servicios completos. Es algo muy caro, de manera que se encargan grupitos al Ministerio del Interior como si fuera comida china para llevar. A juzgar por el número de trajes Noddy que pasaron por delante de nosotros, Stephanopoulos había pedido el menú especial para seis con doble de arroz frito con huevo. Yo era, supuse, la galleta de la suerte.

Como la mayoría de los baños del West End de Londres, los del Groucho eran angostos y tenían los techos bajos debido a la modernización de los sótanos en las casas adosadas. La gerencia del club los había forrado con paneles alternos de acero pulido y metacrilato de color rojo cereza. Era como estar pisando un nivel horripilante de System Shock 2. Las pisadas de sangre que salían de ellos tampoco ayudaban.

—Lo encontró un empleado de la limpieza —dijo Stephanopoulos. Aquello explicaba las pisadas.

A la izquierda había unos lavabos de porcelana cuadrados; en frente, una sucesión de urinarios normales y corrientes y, apartado a la derecha, sobre un par de escalones, estaba el único retrete con cabina. Un par de tiras de cinta protectora mantenían la puerta abierta. No hacía falta que nadie me dijera lo que había dentro.

Resulta curiosa la forma que tiene el cerebro de procesar la escena de un crimen. Durante los primeros segundos apartas los ojos del horror y te fijas en las cosas triviales. Era un hombre blanco de mediana edad y estaba sentado sobre el inodoro. Tenía los hombros caídos hacia adelante y la barbilla le descansaba sobre el pecho, lo que dificultaba poder verle el rostro, pero tenía el pelo castaño y un principio de calvicie en la coronilla. Llevaba puesta una chaqueta de tweed cara y gastada que le habían quitado de los hombros para mostrar una camisa de rayas diplomáticas, azul y blanca, bastante bonita. Los pantalones y la ropa interior le rodeaban los tobillos, sus muslos eran blancuchos y peludos. Las manos le colgaban flácidamente entre las piernas, supuse que se había estado agarrando la entrepierna hacia arriba hasta que perdió la conciencia. Tenía las manos pringadas de sangre, los puños de la chaqueta y la camisa también estaban empapados en ella. Me obligué a mirar la herida.

—Me cago en la puta —dije.

La sangre se había derramado en el inodoro y, sinceramente, no deseaba estar en la piel de los pobres y jodidos forenses que iban a tener que pescar a su alrededor después. Algo le había extirpado el pene de raíz, justo por encima de las pelotas, y a no ser que me equivocara, lo había dejado agarrado a lo que le quedaba hasta desangrarse.

Era horrible, pero me extrañaba que Stephanopoulos me hubiera arrastrado hasta allí para un curso intensivo sobre teorización de las escenas criminales. Tenía que haber algo más, de modo que me obligué a mirar la herida de nuevo y entonces vi la conexión. No soy un experto, pero a juzgar por el borde irregular de la herida no me pareció que fuera provocada por un cuchillo.

Me levanté y Stephanopoulos me dirigió una mirada de aprobación, presumiblemente porque no había salido corriendo de la escena entre gimoteos, agarrándome la entrepierna.

—¿Esto te resulta familiar? —preguntó.

La luna sobre el Soho

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